
- 100 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La cotidianidad es un cuerpo que agoniza
Descripción del libro
La cotidianidad es un cuerpo que agoniza es un conjunto de relatos que nos pintan la vida cotidiana en toda su llaneza, pero también en toda su belleza insospechada, llevándonos con naturalidad hacia historias con un realismo exuberante, donde los personajes se desenvuelven con espontaneidad y franqueza; abordando las cuestas de la vida con alegría o melancolía, según sea el caso, siempre demostrando que se puede vivir apasionadamente incluso la situación más baladí.
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Información
La cotidianidad es un cuerpo que agoniza
Unos cuerpos son como flores,
otros como puñales,
otros como cintas de agua;
pero todos, temprano o tarde,
serán quemaduras que en otro cuerpo se agranden,
convirtiendo por virtud del fuego a una piedra en un hombre.
Luis Cernuda
[…]
y sobre todo ángeles,
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.
A. Pizarnik
Me dicen La Rota, pero no tiene nada que ver con que el domingo a las dos y media de la mañana me hayan apuñalado por primera vez en mi vida. Esa fue mi primera vez. O mi primera puñalada, como más les guste. Pero ya estaba rota mucho antes. Aunque primero les voy a contar que yo me creía (¿me creo?) suicida. ¡No debe ser fácil enterrarse un cuchillo, neas…! Si es difícil que otro se lo entierre a una, imagínense… La cosa es que ni siquiera sentí cuando me clavaron, ¡qué vaina…! ¿Les ha pasado alguna vez que los hieran con sevicia sin que se den cuenta? ¡Qué video! Bueno, pues yo ni me enteré cuando me clavaron el puñal y después empezó a brotar la sangre, como si me hubieran abierto de repente un hidrante en el cuerpo, un ojo, una pequeña boca que jadeante respira.
Pero, ¿qué tal si empezamos por el principio? Yo nunca empiezo las cosas por el principio, es demasiado obvio. Y por obvio, aburrido. Es como cuando las abuelas les dicen a los muchachitos que están felices jugando en la calle: “¡John Esneider, déntrese pa’ dentro!”. Qué cosa tan antinatural, tan aburridísima. Entrarse para adentro, como un cuchillo que se te hunde en la carne. Una puñalada que se metió para adentro puede ser fatal; tanto o más que un niñito hiperactivo al que la mamita “dentra pa’ dentro”. Me parece que hay cosas que siempre deberían estar afuera, nunca adentro: los niños, los cuchillos, las emociones, por mencionar algunas.
¿Qué era lo que les estaba contando? Ah sí, ¡hijueputa marihuana! (diría mi amigo Memo Vélez). Entonces, bueno, les quería contar la historia de mi primera acuchillada. Aunque ya no me acuerdo por dónde voy ni por dónde empezamos. Ni tampoco sé siquiera si fue la primera vez que me rajaban el cuerpo. Lo importante es que recuerde adonde quiero llegar. Así como cuando me tasajearon el hombro y caí-en-cuenta-de-que (si esto fuera un cuento en inglés habría podido simplemente escribir realized /ri laizt/) estaba sangrando mucho tiempo después. Así que como estaba inconsciente y no tengo memoria del exacto momento, tómense ustedes la libertad de decidir si esta cuenta o no como mi primera puñalada, ya ustedes verán si me creen o no. Lo cierto es que ahora cargo sobre el hombro izquierdo un dolor ni el malparido.
Romper a un hombre no es fácil. Esto lo sabe cualquiera que lo haya intentado. Aunque siempre debe ser más duro que lo claven a uno que clavar a otro, figúrense. (Si yo fuera un marica disfrazado de poeta habría podido escribir: “Oh, Diego, en las largas jornadas papá hizo de mí una fortaleza. Y es una maravilla cómo se sostienen sus muros ahora que entras en mí como un duende”, pero yo sólo sé ser vulgar y rústico como un muchacho de las riveras del Cauca). Todo empezó cuando salíamos de una fiesta y no sabíamos si colarnos o no en otra. La ventaja era que las dos quedaban muy cerca: una en el segundo piso y la otra en los bajos de la casa. Pero también empezó antes, cuando decidimos comprar el segundo botellón de sellorrojo. O antes, incluso, cuando decidimos juntarnos a beber el sábado por la noche –según manda la sagrada costumbre de estos pueblos aburridísimos– para terminar con la mamertería de andar escuchando poemas de Gómez Jattin en un celular a la medianoche, como si de una extraña comedia se tratara. O aún antes, cuando rechinaron bajo nuestros pies las antiguas escaleras de madera. Nunca sabe uno con certeza dónde tienen su principio las cosas. Decía el mismísimo Platón que principio es lo que está antes de todo y después de nada.
La situación era la siguiente: salíamos al carro –o a la farra de abajo, que se oía buena, quién sabe– mi hermana, dos parceros y yo, luego de la liturgia alcohólica; cuando empezamos a escuchar los delicados acordes de un reguetón de balneario, además de una muestra del ingenio y el doble sentido de su compositor: En mi casa hay una fuga de gas y de agua / ¿qué tú quieres ver chica mala? / ¿quieres ver-gas o ver-go-tas? / ¿quieres ver-gas o ver-go-tas?… Ante la seducción de semejante poesía (luego de haber estado escuchando al hermético Raúl), mis dos amigos y yo no nos pudimos resistir. Fue ahí, en la cadencia de semejante canción, que se inoculó en nuestras caderas el terrible virus tropical, fue ahí cuando el diablo nos tentó, cuando se nos metió por el culo (¿no es eso, acaso, inocular1?) la pecaminosa idea. Y ahí vinieron las preguntas existenciales (como siempre que nos encuentra el deseo). Que si nos quedamos, que si no nos quedamos, que qué hacemos, o que si mejor nos vamos, que si entonces… Preguntas que llegaron mientras yo resbalaba un poco por los viejos escalones de madera encerados y que encontraron su máxima expresión cuando la madrugada nos sorprendía en el andén de la casa y C corría la cortina para atisbar adentro cómo estaba la farra (y las nenas en la farra, por supuesto, porque es C).
De modo que (si observan la reproducción en cámara lenta de las imágenes en las pantallas de sus dispositivos) nos seguíamos debatiendo en la acera en el instante en que, como quien no quiere la cosa, la puerta se abrió como una invitación. En ese mismo momento –aunque nos dimos cuenta mucho después (la vida se vive hacia adelante, pero se entiende hacia atrás, decía Voltaire. La realidad es simultánea pero el lenguaje no, según Borges)–, un grupo de atracadores cruzaba por la esquina, en dirección a nosotras. Tal vez fui yo la primera en atisbarlos, pero lo único que se me ocurrió decir fue “Ve, unas neas”, aunque lo que pensaba idiotamente envalentonado era “Ve, qué rico, unas neas…”. No sé si porque me oyeron muy tranquilo, o porque somos muy güevones, o qué, no corrimos a refugiarnos en alguna de las fiestas o a subirnos al carro (que es lo que tiene que hacer uno en Colombia cuando ve por la calle a unos ñeros, aun más a las dos y media de la mañana, aun más si los ñeros son cuatro, o seis, y llevan chaquetas con capuchas y gorras, y son feos como el demonio).
La cuestión fue que yo me quedé mirando a las neas y de ahí no supe más hasta cuando me vi en el hospital con una herida en el hombro, algo de sangre, y un amigo debatiéndose entre el ahora y el más allá; horrendo duelo. Bueno, había puesto un dedo en la realidad un poco antes, cuando me vi rodeada de oscuridad, bañada por una tenue luz azul, rodeada de confusión y de gente que bailaba. Quizá esa fuera la luz al final del túnel. La luz… Siempre la luz al final de este túnel que es la vida. La música se oía lejos y yo me vi un poco en medio de todo, sumergida en el fondo de un acuario. Recuerdo que me parecía estar en un lugar sexy porque se trataba del tattoo studio de un mancito que me parecía guapo.
Entonces miré por encima de mi hombro izquierdo y alcancé a ver una mancha oscura sobre la manga de la camiseta de franjas rosadas y blancas con una van azul marina tejida en el pecho que llevaba puesta, que parecía hecha para un niño de seis años, y que a mí me gustaba tanto que la guardé hecha jirones y llena de salpicaduras de sangre en una bolsa Ziploc. Quizás entendí que era sangre, pero no me importó; tal vez porque lo que veía era un parche negro oscuro en la oscuridad del sitio, y la sangre suponemos todo el tiempo que es roja. Recuerdo haber mirado luego mi cuerpo como reconociéndolo, como tratando de diferenciar la pesadilla de la realidad, intentando distinguir mi “yo” del resto de sustancias que lo rodeaban. Descubrí que tenía la camiseta hecha piltrafas y llevaba el pecho y el cuello destapados, pero no sentí vergüenza, como Adán y Eva en el paraíso (claro que uno solo puede sentir vergüenza cuando siente culpa, y no es normal que sintamos culpa por las acciones ajenas).
Creo que fue en ese momento cuando salí y mis amigos me recuerdan en otra acción desesperada: encender un cigarrillo. No sé si me lo quitaron o qué, pero no tengo la sensación de haber fumado en ese momento. Lo siguiente que recuerdo es a una chica atractiva, que me recuerda levemente a Amelie Poulain, y que ahora sé que se llama María Paz, aunque siempre le digo María José, que minutos antes estaba sentada con otro chico en la acera opuesta de la calle, y que empieza a gritar voces que voy comprendiendo poco a poco: hay, dos, heridos, rápido, tenemos que, llevarlos, al hospital… El eco de sus palabras resonó en mi cabeza: dos, heridos, hospital.
Momento, ¿cómo así? Pause ahí, rebobíneme esa película. Hasta ahora no sabía que estuviéramos heridos, ni que fuéramos dos, pero cuando uno está herido debe ir a un hospital, es lo que todo el mundo hace. Listo, calmémonos, estoy bien, gracias, vamos para allá. Tal vez recuerdo que en ese momento vi a C parado en el andén, pálido, angustiado, teniéndose debajo del pectoral izquierdo con la mano. Alguien lo sube en el asiento del copiloto mientras mi hermana, que ha reaparecido en escena en algún momento, me grita casi llorando que J se fue a perseguir a los asaltadores con una botella de cerveza. En mi cabeza no cabe más el absurdo, entonces me subo al carro con María Paz (que se llama como mi sobrina y es dulce y delicada como ella) en el asiento de atrás. En el desespero de los hechos, mi hermana no logra encender el carro. Temo que a mi hermana se le haya olvidado conducir cuando caigo en cuenta de que, como nadar, caminar, bailar, respirar o follar, esa es una cosa que difícilmente se olvida. Así que el carro arranca torpemente en medio de una confusión bíblica. Unos metros más adelante nos encontramos con J, que camina decidido en dirección a las ratas, y las mujeres –que en medio de ese desastre son las más lúcidas– le ordenan que se suba al carro y deje la venganza para otro día.
Vamos los cinco en el carro, en el trayecto eterno de tres cuadras que nos separa del hospital, y llegamos a urgencias con el estrépito de una ambulancia. J y yo nos lanzamos del carro, él pide una camilla, el tiempo avanza con giros de vértigo. Nos piden las cédulas, alguien me empuja hacia urgencias. Siempre odié las salas de urgencias, los hospitales, pero cuando la vida está en vilo simplemente te olvidas de todo, actúas sin escrúpulos, sin existencialismos, sin ese inquilino...
Índice
- El agua vale más que el oro
- Basura(Variaciones sobre lo inútil)
- Retrato del artista adolescente
- Ese muerto no lo cargo yo
- Desayuno en la cama
- Pura atracción
- Music for your soul
- El goce de los caídos
- Florescencias
- Viajes
- La montaña mágica
- Malasuerte
- La cotidianidad es un cuerpo que agoniza