Acto de contrición
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Acto de contrición

y otros cuentos

  1. 82 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Acto de contrición

y otros cuentos

Descripción del libro

Acto de contrición y otros cuentos es una colección de relatos que sabe mantener el equilibrio entre la variedad de personajes y situaciones y un hilo conductor que vincula las distintas historias, pues aborda temáticas tan diferentes como la violencia, la religión, las adicciones, y el más reciente encierro durante la pandemia, al mismo tiempo que se esfuerza por hacer familiares los espacios y los personajes que habitan estas páginas: un pueblo sin nombre habitado por personas con las que fácilmente podríamos cruzarnos en la calle y a las que la vida las asalta con su fantástica cotidianidad.

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Información

Año
2022
ISBN de la versión impresa
9789585516878
ISBN del libro electrónico
9789585516885
Categoría
Literatura

Acto de contrición

Raquel le admitió al padre que si no frecuentaba el sagrado sacramento de la confesión, no era por falta de pecados, pues así los esquivara, se los encontraba por doquier: unos churritos para la gula, una vecina con algún vestido estrafalario para la envidia, algún jovencito presa fácil para la lujuria. Su razón obedecía más bien al poco tiempo libre que tanta pecadera le concedía. Era una paradoja interminable, pues tanto pecar no le dejaba tiempo para confesarse por sus pecados.
–¡Ay!, padre. Es que la gente ya no frecuenta estos sitios –dijo Raquel, arrodillada en el lateral izquierdo del confesionario, y, como si hablara por la ventana con su vecina, continuó–: para eso hay tantos avances tecnológicos, para evitarse la molestia y el hastío del desplazamiento. Mi abuela dejó de ir a misa hace como seis meses, pero no se la pierde a diario en el canal de la Iglesia, y por la noche, ya para dormirse, le ponemos alguna grabación de YouTube. Es que lo importante es la misa, y ella no se la pierde.
Hablaba con una velocidad inexplicable. Como si las ideas avanzaran más rápido que ella y tuviera que acelerar para no perderlas de vista. Hizo una pausa breve para tomar aire, y prosiguió:
–Imagínese que hasta para la abuela hay indulgencia. Es que la Iglesia debería pensar en automatizar esto de las confesiones, ¿no? Un sistema de fichos. Citas por teléfono. Confesiones a domicilio… –El padre entreabrió los labios como preparándose para reprenderla por su insolencia, pero Raquel dio la estocada final con un entusiasmo casi infantil:
–¡Ya sé!, padre, ¿usted por qué no confiesa por Internet? ¿Se imagina el número de ciberfieles que tendría o que recuperaría? Ese, para mí, sería un servicio cinco estrellas.
Nunca, en sus tres años como sacerdote del pueblo, había escuchado una impertinencia similar. Él mismo sabía que la gente prefería guarecerse bajo los techos irregulares de sus casas, antes que tener que soportar la lluvia que no cesaba desde hacía varios meses y les corroía la piel. Pero en los breves momentos en que la lluvia daba tregua, había fieles que pasaban a saldar sus cuentas pendientes con el Señor. Raquel no lo acostumbraba, y no tuvo recelo en confesarlo.
Al padre no le gustó la sugerencia, y debió infligir otra penitencia a la mujer por su impertinente y atrevido comentario. Raquel no pudo más que sonrojarse, persignarse como lo ordena el mandato divino y retirarse a cumplir las enmiendas para redimir sus pecados. Borrón y cuenta nueva, pensaba ella.
Esa noche, mientras el padre miraba el techo de roble barnizado de su habitación, se fue quedando dormido encima del edredón de terciopelo y con la pequeña lámpara de oro, que había comprado en una de sus visitas a Roma, encendida sobre su nochero. Soñó que recibía un e-mail sin remitente ni asunto. Al abrirlo, aparecía una pintura que representaba a Jesús sentado debajo de un árbol, rodeado de niños. Todos, incluido Jesús, tenían la cabeza agachada, fija en sus teléfonos móviles. Al lado de Jesús, un mensaje decía: “Dejad que los niños vengan a mí”. De repente la imagen se acercaba hacia la pantalla del móvil de uno de los niños, donde se alcanzaba a ver una conversación de WhatsApp. El niño le escribía a él, al padre. Vio con claridad su nombre en la conversación del pequeño. Antes de que pudiera leer lo que había escrito en el mensaje, todo se tornó negro, y se vio envuelto en una bruma que lo sumergió en un sueño profundo, sin imágenes; y solo despertó hasta el día siguiente, más tarde de lo habitual y con el teléfono móvil en la mano.
El día transcurrió lento. El padre caminaba como si cargara con una pesada roca a su espalda que lo obligaba a avanzar a un paso prudente. Casi podía sentir la sangre deslizarse por sus venas. Pero la lentitud habría sido más tolerable si no pensara sin tregua en el sueño de la noche anterior. Eso, sumado a la impertinencia de Raquel durante la confesión, lo tenía aturdido, con la mente dispersa y en una reyerta interna que no le permitía dilucidar un horizonte claro.
El padre llamó a la única persona en el mundo que sabía que podía escucharlo sin juzgarlo o sin hacerlo sentir amenazado: su acólito Mario. Con apenas dieciséis años, Mario no era lo suficientemente maduro, pero poseía el entendimiento necesario para darle un consejo sensato. Además, estaba la ventaja, en este caso, de ser uno de esos que llaman “nativos digitales”. En palabras cristianas, al caso, niños que mientras crecían antes que un biberón tuvieron un celular o una tablet para descargar alguna aplicación extraña que los distrajera de todo, inclusive de ellos mismos. Básicamente, muchos de estos nativos más que haber nacido parecieran haber sido “descargados”.
El acólito escuchó al padre con una serenidad pasmosa. Cuando hubo terminado, el padre agachó la cabeza, como si se autoreprochara por lo que acababa de contar, y se sorprendió cuando súbitamente, sin asomo de extrañeza, Mario le respondió con tranquilidad:
–Padre, a mí me gusta venir a la iglesia, porque es como una necesidad: respirar, comer, ir a la iglesia… –Clavó los ojos en el entrecejo de su interlocutor con una determinación que hizo estremecer al padre. Lo miró fijamente un momento y continuó con una voz serena y firme–. Pero si yo no fuera yo, si fuera distinto, si yo fuera otra persona y no me gustara frecuentar el templo, pero quisiera estar cerca de Dios y que me perdonaran los pecados sin tener que ir a exponerme públicamente en un confesionario, ante las miradas acusadoras de las viejitas rezanderas, yo no dudaría en usar ese servicio. ¡Hasta pagaría por él!
Esas cuatro últimas palabras fueros suficientes para que el padre quedara convencido de lo que debía hacer. No era que le importara el dinero, porque sabía que más fácil pasa un camello por el ojo de una aguja, a que un rico entre en el reino de los cielos. Lo repetía casi a diario en sus misas. Pero, ¡ah! Y qué vale un pobre en la tierra. Además, no sería tanta su ganancia como la que obtendría la parroquia, pues, además de recibir un porcentaje que el padre justificaría con un intempestivo aumento de las limosnas de sus misas, gracias a sus novedosos sermones, recuperaría fieles y a tantas pobres almas perdidas. Sobre todo, salvaría jóvenes. Al menos eso esperaba.
Con la excusa de un dolor de cabeza que le había atacado de repente, despidió a Mario de la habitación. Estaría bien, solo necesitaba descansar y comer, le había dicho. Cuando cerró la puerta, tomó su celular y creó un grupo en su aplicación de mensajería instantánea. No deseaba provocar mucho escándalo, pues ese es el que mata, reza la sabiduría popular. Quería probar qué tan eficaz y efectivo resultaría su nuevo servicio. Algo escépticas en las garantías, pero creyentes en la santa palabra del sacerdote, varias personas decidieron usar este nuevo método que se les presentaba para confesar sus pecados, desde la comodidad de sus hogares y sin la necesidad del escarnio o la exposición pública.
Al principio, la confesión se pagaba con un aporte voluntario cancelado como bien pudieran los feligreses, algún día posterior a esta. Pero tal método no resultó muy efectivo para las finanzas proyectadas por el padre, pues la mayoría se olvidaban de pagar en sus trajines diarios, y el aporte nunca llegaba ni a la iglesia ni al clérigo.
Pasadas algunas semanas tuvo que cambiar de estrategia. Por lo general recibía mensajes de números anónimos, lo mismo que nombres y rostros ocultos –lo que poco importaba para él–. Empezó entonces a cobrar una cuota fija, según el pecado confesado. Los que él nombraba como “pecados menores” tenían una tarifa estándar, y la misma se iba elevando con la gravedad del pecado. Cuanto más grande fuera el perdón requerido, mayor la suma de dinero. Aunque el servicio era el mismo, el padre justificaba el aumento del valor en la intercesión que tenía que hacer frente al Altísimo. No es lo mismo dar la cara ante Dios por una persona que suele decir mentiras piadosas a sus padres, que por alguien que ha robado, violado o asesinado. En su mayoría, los perdones ofrecidos se esfumaban entre la espesa bruma de lo desconocido. Daba perdones al aire, sólo porque sí, porque así lo ordena el Santísimo, porque ante los ojos de Dios todos somos iguales; entonces, daba igual que quien no lleva alimento a su hogar fuera Germán, o el Mocho Alejo; o que la que se le entregaba al marido de su vecina fuera Mariela o doña Luisa, tan santa ella, como lo ha sido con sus cuatro esposos. Lo importante era que el pecador fuera perdonado, y la ofrenda pagada. Era más una especie de aporte solidario, por la facilidad del servicio, sostenía el religioso.
Mario fue testigo durante varios meses de cómo el padre se inflaba en su silla sacerdotal, con el éxito rotundo de su estrategia. Comían mejor, vestían mejor, bebían mejor. En pocas palabras, vivían muchísimo mejor. Vivían, en plural, porque aunque el acólito residía con sus padres y su hermano menor, el sacerdote compartía con él casi a partes iguales todo el dinero que recibía de las confesiones, pues sentía que tenía una deuda por saldar con el muchacho, ya que este le había abierto las puertas de la mente hacia un mundo inimaginablemente próspero para sus bolsillos. Y para la voluntad divina del Creador, valga aclarar.
El acólito adquirió tanta confianza con el padre que tuvo acceso casi por completo a sus espacios privados. Un día de descanso del joven, el padre celebraba una misa por la muerte de un feligrés. Mario estaba en la casa parroquial donde pernoctaba el sacerdote, deambulando entre los objetos de su habitación que siempre le había parecido muy semejante a un museo, y se encontró de frente, por un simple azar, con la computadora del padre y su cuenta de mensajería instantánea abierta, con cientos de confesiones que el padre iba respondiendo conforme recibía el comprobante de pago, y cuyas penitencias también parecían estar clasificadas de acuerdo con la gravedad de la falta. El acólito no cerró la computadora. Debió hacerlo –sabía que debía hacerlo–, alejarse de la tentación, como reza el Padre Nuestro, pero se quedó impávido un par de minutos, sin parpadear siquiera. Tenía la respiración agitada. Sabía que, de una u otra forma, su actuar no era honesto. Se reprochaba una culpa anticipada, pero esa culpa no fue más fuerte que su deseo incontenible por excavar en las mentes, los deseos, los anhelos, los errores y las penas de cada ser humano agobiado que se acercaba al confesor por medio de una pantalla; como quien siente un temor, que es más grande que su propia existencia, a que se descubra su identidad, a darle un rostro a cada confesión, a desnudar esas debilidades humanas que son, en su mayoría, las que componen al ser.
Mario pens...

Índice

  1. Acto de contrición
  2. Recaí
  3. La linterna de luciérnagas
  4. Tintico
  5. El nuevo trabajo del carpintero
  6. Despegando motor
  7. Gallinazos
  8. Normal
  9. Toque de queda
  10. Las Sayumalas
  11. Pasajeras
  12. Normal II (Avalancha)
  13. La muerte de Arturo Cervantes