La traición del Rey Católico
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Información

ISBN de la versión impresa
9788418648991
ISBN del libro electrónico
9788411310567
7
GUERRAS EN GRECIA E ITALIA
Navegando por las aguas del apacible Mediterráneo, todo me pareció entonces nuevo y excitante. Bajo un implacable sol, la brisa del mar me acariciaba el rostro, haciéndome sentir como un personaje salido de un poema épico y de cuya actitud dependía la historia del país. Aquel viaje supuso, sin duda alguna, la más interesante de cuantas experiencias he vivido.
Apenas me moví de cubierta dado que me resultaba de una placidez increíble estar contemplando como avanzábamos, mientras junto a mí el joven Alonso daba la impresión de estar descubriendo un mundo para él totalmente desconocido, como así era en realidad.
En todas las jornadas de navegación hasta llegar a Mesina, una vez dejamos atrás la isla de Cerdeña, ni tan siquiera pude hablar con el Gran Capitán ya que siempre andaba de un lado para otro de la nave dando instrucciones a sus hombres o reunido con quienes eran sus consejeros, a buen seguro tratando sobre la estrategia a seguir tan pronto llegáramos a Corfú. Tan sólo me comentó en una ocasión que cuando pisáramos tierra, ya procedería a indicarme quienes serían los soldados que me instruirían en el manejo de algunas armas.
Recuerdo que una tarde, sentado bajo el mástil de mesana observé a un hombre de avanzada edad con aspecto algo desaliñado, el pelo revuelto y unos bigotes que denotaban varios días de abandono. Cruzamos nuestras miradas y acto seguido se interesó por la función que desempeñaba en la tripulación. Cuando le dije mi nombre, dudó unos instantes y arqueando sus cejas añadió que había tomado parte junto a mi padre en la batalla de Toro, frente a las tropas de Alfonso V de Portugal, que luchaban en apoyo de Juana “la Beltraneja” en la llamada Guerra de Sucesión.
Me llamó poderosamente la atención cuanto dijo, pues hasta entonces nadie me había relatado lo que ocurrió en aquella batalla de trágico recuerdo, de ahí que me aprestara a seguir escuchándole, pues observé que tenía la necesidad perentoria de hablar.
Explicó que era todo un veterano pues ya había estado en la guerra de Granada contra el infiel y después siguió al rey Fernando en diferentes contiendas. Su mujer había muerto hacía pocos años y encontrándose solo, acabó enrolándose con las tropas del Gran Capitán porque lo suyo era luchar. Aseguró no saber hacer otra cosa que empuñar una espada y pelear.
Expuso su relato de la forma más sucinta posible, pero yo le insistí en que me hablara de mi padre y de mi hermano, ya que ambos estuvieron en la batalla de Toro.
Fue entonces cuando, con los labios torcidos en un gesto de dolor, me manifestó que mi padre, por pertenecer al linaje de los Enríquez, era un noble caballero y bravo guerrero que defendió su honor hasta el último instante de su vida. Añadió a continuación que él le vio pelear con denuedo hasta verse rodeado por varios enemigos, siendo uno de aquellos malditos bastardos quien a traición le clavó su alfanje en el costado. Aquello fue un espadazo mortal y cobarde repitió varias veces.
Nada me dijo referente a mi hermano Diego pues no le conocía.
Tras una prolongada pausa, le reiteré que me siguiera contando cómo y de qué manera se produjo el traslado de los cuerpos hasta Castilla. Al respecto, aquel hombre me contó que el final de la batalla fue confuso, la niebla era intensa y la lluvia arreciaba sobre los campos zamoranos de Peleagonzalo, lo que aumentó la oscuridad de la noche, los portugueses se retiraron y muchos de ellos acabaron uniéndose a las tropas castellanas. Manifestó no estar demasiado seguro, pero aún así creyó recordar que a mi padre lo envolvieron en una tela y lo colocaron en una caja para llevarlo a la Corte, donde la reina doña Isabel ordenó que los cadáveres fueran identificados y llevados con honor a sus respectivas familias.
El anciano terminó diciendo que al rey Fernando no volvió a verle, pero a fin de cuentas la estrategia de los Trastámara había triunfado, aunque el coste en vidas humanas de aquella batalla había sido muy elevado.
Bañado por la luz del crepúsculo, me invadió una oleada de tristeza al reflexionar sobre las palabras de aquel hombre, que dijo llamarse Bernardo de Andrade y ser natural de Torrelaguna, curiosamente el mismo municipio en el que naciera el cardenal Cisneros.
En los siguientes días de navegación aún tuve la oportunidad de charlar con él en varias ocasiones, me cogió confianza y gracias a ello pude saber más sobre la personalidad de Gonzalo Fernández de Córdoba.
Manifestó conocerle bien desde que era casi un adolescente. Era el pequeño de tres hermanos y, por lo tanto, en el mayor de ellos recayeron todos los cargos, títulos y la principal herencia, como era la costumbre en Castilla. Pero ello no vino a significar que Gonzalo quedara sin recursos, pues su padre le nombró un ayo o maestro en la persona de Diego Cárcamo, un caballero muy inteligente, además de pariente suyo, que en adelante siempre procuró por él y de hecho se convirtió casi en padre adoptivo.
Eran aquellas unas épocas en las que cristianos y moros sabían mucho de conflictos — continuó explicando Bernardo de Andrade— . Gonzalo vivió a diario la guerra que hacían sus superiores, de ahí que sus juegos siempre estuvieran vinculados con las armas y resultara frecuente verle con lanzas y espadas. No obstante, al margen de ello su educación fue muy esmerada, puede que incluso más que la de su hermano mayor.
Bernardo titubeó un instante antes de proseguir, como si tratara de recordar. Y a renglón seguido me explicó que, para hablarme de la adolescencia de Gonzalo debía remontarse al reinado de Enrique IV, un monarca sodomita y extravagante que era muy indulgente con sus excesos, un maestro en el arte de la manipulación, protagonista de una interminable historia de obsesiones, perversidades, desmesuras y atrocidades sexuales. Un tipo muy hábil y de tortuosos pensamientos que solía vestir a la usanza morisca y llegó incluso a ceder sus tierras a muchos musulmanes. Cansados de sus torpezas, algunos nobles lo depusieron, nombrando en su lugar al infante Alfonso (hermano de la futura reina Isabel de Castilla). Aquella fue la gran ocasión que pudo aprovechar Gonzalo con apenas doce años.
Salió de su Montilla natal para hacerse paje de don Alfonso y la vida le ofreció una oportunidad realmente única para proseguir en la búsqueda de sí mismo. Además, el alejamiento del hogar materno le era necesario si quería una plena realización personal. En la Corte se inclinaría por la carrera de las armas, quizás por creer que en ella tendría más futuro y porque también le supondría tener más conocimientos y la manera de adquirir los hábitos necesarios de un buen caballero. Lo cierto fue que Gonzalo, que procedía de una familia sencilla, quedó impresionado con el fasto de la Corte.
Muchos fueron los rumores que corrieron en torno a la muerte del joven Alfonso algún tiempo después. La verdad quizá nunca se sepa, pero todo apuntó a que había sido envenenado. Desarticulado todo su entorno, Gonzalo tuvo que volver a su pueblo natal y, considerando que era un muchacho de firmes convicciones religiosas, incluso se llegó a creer que podía haber ingresado como fraile jerónimo, pero el padre prior mantuvo una charla con él y terminó por recomendarle que saliera del convento porque para mayores cosas le tenía Dios reservado.
Tras unos años de indecisiones e introspección en los que jugó un papel importante su abuela materna, con veintitrés años Gonzalo volvió a sentir la llamada de la Corte. Había fallecido ya Enrique IV y su hermanastra Isabel fue proclamada reina de Castilla en el alcázar de Segovia. A partir de entonces iba a cambiar su destino, los nuevos monarcas Isabel y Fernando querían rodearse de gente joven en la que pudieran confiar y entonces la reina se acordó del paje de su hermano don Alfonso y le mandó llamar.
Por supuesto, Gonzalo recuperó el entusiasmo, volvió a salir de Montilla con dirección a la Corte y días más tarde ya fue recibido por el maestresala de la casa de doña Isabel, quien le notificó el interés que existía en torno a él. La actitud noble de Gonzalo causó efecto al manifestar que no le guiaba ningún deseo más que servir a su alteza. A partir de entonces ya estaría siempre vinculado a la Corona, donde se reveló extraordinario en el manejo de las armas y en poco tiempo se convirtió en serio aspirante a formar parte de la orden de caballería, mostrando a su vez la prudencia caballeresca propia para hacer carrera en la Corte.
Fue en la batalla de La Albuera frente a los lusitanos donde se estrenó, con éxito por cierto, y cuando aún no había cumplido treinta años, llegó la larga guerra de Granada en la que destacó en muchos de sus episodios. Al término de este conflicto que puso fin a la Reconquista, fue nombrado alcaide de Illora, sin embargo, a él no le atrajo este cargo perpetuo, quería más porque era un hombre de acción. Antes de un año, el destino de Europa debía dilucidarse en Italia y ésta fue la gran ocasión para volver a convertirse en un hombre de armas. A finales de 1494 fue llamado ante los reyes para encargarse de una expedición...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. LA ESPAÑA DEL SIGLO XV
  3. MI EDUCACIÓN EN LA CORTE
  4. ALIANZAS MATRIMONIALES
  5. FLANDES
  6. REGRESO A ESPAÑA
  7. ENCUENTRO CON EL GRAN CAPITÁN
  8. GUERRAS EN GRECIA E ITALIA
  9. DOÑA JUANA, HEREDERA DE TODOS
  10. MUERTE DE LA REINA DOÑA ISABEL
  11. LA OBSESIÓN POR EL PODER DEL REY
  12. LA EXTRAÑA MUERTE DE
  13. SE INICIA EL CAMINO HACIA
  14. VIAJE A SANTIAGO
  15. URDIENDO LA TRAICIÓN
  16. TORDESILLAS
  17. MUERTE DE LA REINA DOÑA JUANA
  18. EPÍLOGO
  19. CRONOLOGÍA
  20. BIBLIOGRAFÍA