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Descripción del libro

Este volumen recupera la figura de Juan José Domenchina a través de una selección de los textos de crítica literaria que escribió para las principales revistas culturales y periódicos de la época, como EL Sol o La Voz. Es, además, la primera antología de sus artículos que ve la luz desde 1946 y es también la primera que atiende a la trayectoria completa del autor.Los textos se disponen en orden cronológico y cubren cuatro áreas de desigual amplitud en el espectro de los intereses de Domenchina: la especulación teórica; letras españolas -y, en particular, aunque no solo, poesía española contemporánea-; literaturas europeas -sobre todo, la francesa-, y literatura hispanoamericana.

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Información

Año
2022
ISBN de la versión impresa
9788492543151
ISBN del libro electrónico
9788416950317
Edición
1
Categoría
Literature

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POESÍA RESIDUARIA

NO HACE FALTA padecer hiperestesia olfativa ni incurrir en la anacrónica puerilidad de sentirse hamletiano para advertir, con enojo normal o con delectación morbosa, que un cierto sector de la literatura novísima, por demás efluente, icástico y subversivo, trasciende a… Dinamarca. La fétida saturación del medio literario actual es incluso visible: nébulas o ráfagas caliginosas de efluvios inconfesables (hasta hoy inconfesables) traslapan el fluir de la belleza y su curso indeleble. Hoy por hoy, o todavía hoy, algunos poetas, y no los más escasamente dotados, se afanan en dar cima feliz a un propósito hirsuto y discutiblemente poético, que persigue, con sobriedad y desgarro sobremanera expeditivos, la deificación de la cloaca. Los «más nuevos» preconizan el auge legítimo e inmarcesible de le mot de Cambronne. El flamante culto, exento de ceremonias solemnes y esotéricas, inicia cumplidamente a sus neófitos y catecúmenos con la simple enunciación de una sola palabra. Esta palabra, bisílaba en nuestra lengua, es, según los encuclillados oficiantes del emoliente rito, suma y compendio de todo lo vital y de todo lo antivital, y en ella radica la lustración, o catarsis idónea, a que han de someterse los poetas que se estimen antes de vérselas o habérselas con sus musas, consuetas o númenes. Lo esencial es que la psique —mens divinior!— de las dulces criaturas vatídicas en fárfara se exonere de prejuicios poéticos —rosas, lirios, arroyos, nemorosa amenidad, prados cencidos, veleidades de amor, sonrisas—, podrigorios de la falsa belleza. El rebelde inmundo que no se somete a la inexcusable purificación es reo vitando de lesa poesía, y se le sitúa al margen, en el lazareto de su innoble martirio, para que se horrorice con sus «pústulas de amor» en un «muladar de rosas»; para que mitigue y enjugue sus ocios de moderno Job tratando de prestigiar, de embaucar, a sus menesterosos adeptos con el halo de «tan hediondos» perfumes.
El hecho es inconcuso. Por obra, gracia y sugestión de unos hombres de letras más o menos supeditados a Joyce, hoy, todavía hoy, en 1931, como en 1913, fecha en que Blaise Cendrars, con un designio de arte puramente desinteresado, se permitió registrar el fenómeno, «on se dit m… de tous les coins de l’univers».
El fenómeno —fenómeno de cloaca, albañal o letrina— no es una manifestación esporádica, transitoria, aberrante, de «la joven sensibilidad». No es el furor epidémico, de virulencia exigua o nula, que se infiltre, por pura contagiosidad o simpatía, en los númenes mozos, para remitir en una larga convalecencia de sindéresis. A la vista están los permanentes estragos —o los perdurables logros— de la sedentaria dolencia. De no creer en la teoría del relapso contumaz, de la recidiva iterativa y a ultranza, hay que inclinarse del lado de la hipótesis menos tenebrosa y admitir que este fenómeno colectivo presenta todos los caracteres de una delicada endemia.
Entre los poetas jóvenes, muy pocos eluden tan inefable regodeo. La fruición de lo estéticamente prohibido eleva a delicia, transforma en manjar de los dioses, algo que hasta hoy sólo suscitaba la apetencia de algunos infelices alienados, incursos en coprofagia. Sin embargo, la degustación cerebral de las miserias orgánicas quizá no sea puro juego ni barroco alarde de novísimos Trimalciones. El intelecto puede ser omnívoro. Sólo existe una rémora científicamente superable: el asco. Porque el asco, según los doctos, es sensación cavernaria o náusea troglodítica, incompatible con el concepto estrictamente químico que hoy ha de tenerse de la materia. «A medida que avanza el conocimiento —dicen—, la repugnancia disminuye». Exacto. El hedor amoniacal y a arenque que despiden las letrinas, los residuos del pescado corrupto y otra porción de cosas que no hay por qué nombrar «no puede» producir repugnancia incoercible a un hombre verdaderamente culto, y ya en el secreto de todo, que acogerá tan enojosa redolencia como cumple a científico, diciéndose con acento suficiente y suasorio: «Esto, que en romance es sin duda una asquerosidad de triste nombre, en jerigonza técnica es simplemente propilamina, o más exactamente, trimetilamina: una solución sobresaturada de trimetilamina».
Cuando todos los hombres sepan, por ejemplo, que el inefable tufo de los huevos podridos es una limpia fórmula SH2, que corresponde al ácido sulfhídrico, podrán incluso absortarse en tan espesa emanación sin miedo a sentir el más leve conato de basca.
Quizá, pues, el fluir bacteriógeno de la nueva poesía aseptice, paradójicamente, el turbio contenido de las espirituales atarjeas y aun las fosas nasales de sus exploradores y curiosos. Quizá el designio de este movimiento, indelicado al parecer, consista en poner en fuga los postrimeros escrúpulos de esa sensación atávica y anticientífica que es el asco.
Lo esencial —lo inexcusable— es el poeta: la autenticidad del acento. El elegido de los dioses, aunque manipule con las heces más turbias de lo humano, jamás se contamina, y si él queda inmune, mal puede su verbo ensuciar y envilecer la atmósfera que lo rodea. Cuando Saint-John Perse nos habla, en Anábasis, de «las pestilencias puras de la noche» y nos hace saber cómo el cuerpo ácido de la mujer mancha adecuadamente su túnica en el lugar de las axilas, el estupor que estas palabras nos producen es indiscutiblemente poético. De los labios del poeta surge, no una ráfaga hedionda, sino un halo de luz inusitada —no usada, no contaminada— que deslumbra.
Pero aunque el poeta yerre, aunque no atine a descubrir su propia voz en este menester subversivo, de remoción de bajos fondos, si el ahínco es veraz y espontáneo, su esfuerzo no se malogra. Sin el más leve asomo de reticencia humorística consignamos nuestro parecer leal. La intromisión de esas heces de materia absoluta en las entrañas del agro poético —que posee hondos surcos e idóneos camellones, esto es, profundidad, intimidad y relieve, apariencia— es acto benemérito, laudable, aunque momentáneamente enojoso, y ha de resultar en extremo fecundo. Abonos de tal índole coadyuvan siempre al esplendor de las cosechas.
Claro está que en este río, o mejor estanque revuelto, de la poesía de ahora sobrenada a las veces la pecina y pescan o pretenden pescar los que nada tienen que ver con el oficio. En España, la aportación más repelente y de más bajo y estúpido linaje, en este respecto, se debe, y no es ilógico, a un hombre totalmente ajeno a la poesía, que con sólo dos «poemas» o mojones, no miliares sino biliares, consiguió remover las entrañas de los menos propensos al asco y obtener, legítima e instantáneamente, la recompensa idónea: una copiosa regurgitación tácita de todos sus lectores.
El ejercicio ilegal de la poesía… coprológica, sobre resultar contraproducente, acarrea, como se ve, sensibilísimos percances. El desaforado intruso, absolutamente desprovisto de decoro mental, de acento propio y aun de esa virtud subalterna de la desfachatez paródica o de remedo hilarante que asiste al caricato lírico, se creyó en el caso de exaltar una secreción «cuasi interna», que se relaciona en cierto modo con el dolor (el llanto, como la coriza, es mixágeno: engendra mucosidades) y que tiene concomitancias obvias y no dignas de encomio con cierto tipo de la curiosidad infantil que se polariza en el dedo índice, vanguardia de exploraciones concienzudas. El agrio y ejemplar desenlace de la tentativa es célebre en los fastos de la maledicencia literaria. Como se ha dicho, los lectores reaccionaron adecuadamente, cubriendo de «gloria» al infeliz agente provocador.
Sin embargo, algunos jóvenes burdéganos —teorizadores de las novísimas tendencias— afirman que el autor de entrambas viscosidades (alumbradas conjuntamente, según dicen, en espléndido parto gemelar) posee un significadísimo valor de escándalo. Hemos de confesar paladinamente nuestra ignorancia del idioma en que se producen los burdéganos. Pero eso del «valor» nos suena, y no escandalosamente por cierto, a merecida loa. Sin duda los jóvenes híbridos que así ensalzan al delicado superrealista quieren significar que es hombre de redaños: persona ahigadada y de solvencia pugnaz reconocida. Porque de la exhibición de sus pañizuelos polutos no cabe pensar otra cosa, ni aun con caletre de burdégano.
Pero no todo es superrealismo. Se susurra que otros dos afluentes, también patológicos, se desaguan en la nueva tendencia. La doble alusión es obvia. Uno de esos brazales lo constituyen sin duda los psiquiatras. El otro, los satanistas. La aportación de los psiquiatras es evidente. Los psiquiatras poseen el don de ubicuidad; están en todas las partes. Pero los satanistas… De los satanistas españoles de última hora se puede decir únicamente lo que ya se dijo de los sinónimos y de las licencias poéticas: que no existen. Por ahí anda o se escurre algo que es exudado pulmonar y demacración húmeda de poitrinaire, icor reflejo, con algodones de clínica, que adeudamos a Lautréamont. Pero si ya Ducasse (magnífico escritor, por otra parte) era como satanista un pobre diablo, y mendaz por añadidura (en carta a M. Verboeckhoven, socio de su editor Lacroix, Ducasse confesaba que había «un peu exagéré le diapason pour faire du nouveau dans le sens de cette littérature sublime qui ne chante le désespoir que pour opprimer le lecteur et lui faire désirer le bien comme remède»); si Ducasse era así, ¿qué pueden significar los que lo traducen o traicionan en castellano?
La nueva tendencia residual no se nutre con residuos de esta índole. Los que aporta en primer término son estrictamente individuales. Pero no nos piquemos de analíticos. Es peor meneallo.
Sin incurrir en candideces optimistas, cabe suponer que sobrenadará lo plausible. El furor nominativo que acucia al poeta de ahora es nuncio de un porvenir exacto. Llamar a las cosas por su nombre no es degradarlas; puede ser descubrirlas. De momento, lo más falaz y bizantino del vocabulario poético aún vigente cae en desuso. Prescriben, a ojos vistas, las frases prestigiosas que tienen pátina secular. Corusca el auge de lo preterido: ya se exhiben, y no como lacras, las intimidades limpias, y aun las sucias, del sexo. La atmósfera residual es tan densa que se condensa en mito. De aquí a poco, los adeptos de la estadística mitológica identificarán el hecho en la persona de algún poeta (todavía es prematuro vaticinar quién será el elegido, el Epónimo, el mortal inmortal que ha de dar nombre a este movimiento, aún innominable, que quizá se caracterice por eso que llama J. R. J., con nauseabunda exactitud, «insistencia de mosca verde en pastel de trasmuro»). Y luego, años después, los evemeristas, los mitólogos del sentido común y a ras de tierra, buscarán al fenómeno el sesgo fácil, la anécdota «natural» y verosímil. «Hubo un poeta, un gran poeta, Fulano —se leerá de fijo en los apuntes de esos probos escoliastas sin fantasía—, que inopinadamente y a su despecho, cayó y estuvo a pique de asfixiarse en un albañal. Esta inmersión fortuita trajo como secuela otras muchas inmersiones deliberadas. El accidente degeneró en costumbre. Pues bien: las experiencias reiteradamente personales del autor dieron origen al orto de un nuevo género literario, vituperable e indecente. Y es fama que sólo una minoría rala y falaz de los cultivadores del difícil género no se sometió nunca, sino en efigie o por medio de fórmulas mendaces e inicuas, a la catarsis personal, honradamente ineludible, del Precursor».

MARCEL PROUST EN 1933

RESULTA DIFÍCIL, sumamente difícil, escribir ya —esto es, ahora, en 1933— acerca de Marcel Proust. Marcel Proust es autor de una obra cualitativa y cuantitativamente insigne. Pero esta obra lleva adscrito, y no a manera de apéndice caudal, sino a modo de atmósfera, un denso, un copiosísimo bagaje bibliográfico, que no hay forma de eludir enteramente. Se apunta a Proust, y sin errar el tiro se da por lo común en los aledaños. Los aledaños de Proust —exégetas, comentadores y biógrafos— tienen, huelga decirlo, enjundia proustiana. Son el desahogo suburbano de una metrópoli asaz populosa. Son escuela y secuela de Proust. Pero no son Proust mismo. Y resulta enojoso no poder arribar al corazón de la urbe sin transitar primero, y a pie forzado, por las callejas, no enteramente propias, no esencialmente genuinas, de los arrabales. Mas hoy por hoy, ¿habría modo de llegar al autor de Sodome et Gomorrhe por un itinerario que desconociese, por ejemplo, las huellas de Ernst Robert Curtius, de Benjamin Crémieux, de André Gide? Resultaría infantil suponer esta posibilidad tan halagüeña. No cabe, por ende, sino avenirse a la realidad, que obliga, y retrotraerse en cierto modo a la sazón, ya lejana, que nos puso en contacto con los volúmenes iniciales de ese maravilloso ciclo novelesco que se intitula À la recherche du temps perdu.
De primera intención, es pasmo y no entusiasmo lo que suscita Proust en sus lectores. Aunque se nos moteje de heresiarcas, confesaremos, en holocausto a la verdad, que los Pastiches et mélanges de Proust, que constituyen su obra menos considerable, se nos antojan dechado o manifestación arquetípica de su arte exquisito. El juego «facsimilar» de los «pastiches» nos seduce. En los «pastiches» de Proust culmina la técnica magistral del remedo absoluto. Preciosas taraceas lingüísticas, estilísticas, estos «pastiches», ungidos por una deliciosa y profunda fruición de antítesis idiomáticas, diríamos que fluyen graciosamente, sin alarde y sin duelo, de la pluma ingrávida y a la deriva del maravilloso —y estilizante— narrador. Ahora bien: este pasmo es un pasmo complejo, donde se incluyen dos asombros de distinto linaje. Nos boquiabre de asombro la maestría del glosador sin tacha, y nos deja estupefactos la humilde tesitura que adopta, consagrándose con unción exquisita a menester tan pueril y subalterno. Aparentemente, tan pueril y subalterno. He aquí el signo de Proust, inconfundible. Paul Valéry anota que «Proust sut accommoder les puissances d’une vie intérieure singulièrement riche et curieusement travaillée à l’expression d’une petite société qui veutêtre, et qui doitêtre, superficielle». Y añade: «Par son acte, l’image d’une société superficielle est une œuvre profonde».
Remedando —sin intención burlesca— a un escritor eximio, que en más de una ocasión cita, y aun traduce con singular desgarbo, una frase feliz e intraducible de Cocteau, diríamos que el arte de novelar, eso que se llama técnica de la narración, y en donde radica el secreto a voces de la textura o integración de lo romancesco, es simple como «¡Usted lo pase bien!». Hablando de Proust, hay que hablar de la técnica. De la técnica de Proust se ha escrito hasta la saciedad. Sin embargo, el secreto de esta esfinge sin secreto es obvio. El narrador sin escrúpulos —que es el habitual— propende a la añagaza. La añagaza novelesca es infalible. A extramuros del arte se yergue el mercado, donde se efectúan las más onerosas transacciones. Proust no concurre a ese mercado. Ni se vale jamás, por ejemplo, del cronómetro convencional para uso de novelistas holgazanes, que los más utilizan. Eso es todo. Conviene no olvidarlo. El narrador perezoso y «ameno» acorta las distancias, elude el proceso temporal y espacial del asunto, escamotea dificultades. Va de prisa. Y por ende, ve de prisa y ve mal. Sale del paso, «amenamente», con una síntesis fácil e imperfecta. Proust no se resigna, y no sólo por honestidad literaria, sino también por imperativo de su vocación, a malograr ni a sigilar ni el más mínimo matiz de lenguaje ni el hallazgo espiritual de esencia más efímera e inaprehensible.
La técnica de Proust es trasparente y lúcida. A lo largo de todo ese ciclo novelesco que se cobija tan significativamente bajo el título de À la recherche du temps perdu, discurre una ahilada y extenuante agonía de pesquisición mnémica. La fruición del tiempo es en Proust actualización cerebral y cordial de la vida pretérita. Lo que hay de regusto… arqueológico en su obra sale a la superficie con pátina de realidad añeja y lustre flamante de presente fingido. ¿La invención? La invención en Proust, como en todo creador genuino, es simplemente —¡simplemente!— algo que añade o algo que suprime a la realidad que actualiza y evoca. Porque la novela no es, en rigor, un género facticio. La realidad, estilizada o en bruto, corre a instalarse ineludiblemente en esos que se suponen relatos de pura imaginación.
Proust, novelista auténtico, es, en nuestro sentir, especialmente y sobre todas las cosas, un escritor ciclópeo. Cuando por rara felicidad el creador y el escritor coinciden, nace la obra perfecta. Es el caso de Proust. Porque acontece que el arte del escritor, como tal arte, no abarca forzosamente la novela. El novelista se sustenta en el escritor. Pero hay novelistas que carecen de tal soporte. Por ejemplo, Baroja. Negar el talento novelístico de tercer orden innato en Baroja es negar lo evidente; pero no advertir la absoluta carencia de recursos idiomáticos que corroe y limita la obra de este escritor abrupto es inepcia palmaria.
El volumen que da origen a este artículo: Le côté de Guermantes (II), Sodome et Gomorrhe (I), y que, vertido al castellano por escritor tan experto y pulcro como José María Quiroga y Pla, acaba de ponerse a la venta, quizá constituya uno de los más característicos retazos de la obra de Proust. Proust es una vez más, y como siempre, el triunfo de la metáfora. La metáfora —la nativa o auténtica y la artificial— corusca en estas páginas, que se inician penosísimamente con la enfermedad y óbito de la abuela del narrador; siguen, por el camino de Guermantes, aportándonos un maravilloso trasunto del idilio del propio narrador y de Albertina, idilio que rezuma —exactamente— cohibida realidad, y concluyen, ya en Sodome et Gomorrhe, con otro idilio, que nuestra sensibilidad instala al margen, atribuyéndole música de Rimsky y rótulo de fábula —El vuelo del moscardón—, con indulgencia y cuitado humorismo. Nosotros no evocaremos nostálgicamente, como Proust, los tiempos «felices» en que el sodomita no era un anormal, porque la homosexualidad era la norma. Es más: tal vez no nos será dable ni adscribir nuestro interés de lectores al nauseabundo y cómico quid pro quo con que da fin el libro. La orquídea y el abejorro —esto es, el señor de Charlus y Jupien—, y aun el autor mismo, que sigue de cerca con minuciosidad ridícula las incidencias del posible conflicto o contacto, si no suscitan nuestra hilaridad sin tregua, provocan en nosotros un inefable malestar, que se resuelve en náuseas.

GOETHE DESDE DENTRO. DISCREPANCIAS

EL NUEVO VOLUMEN de ensayos que José Ortega y Gasset da a la estampa es cabalmente eso: un volumen de ensayos, de intentos, de propósitos; un guion ostensible de futuros libros. José Ortega y Gasset, escritor maravillosamente dotado y singularmente pertrechado para el oficio de las letras, nos da en esta ocasión, como de uso, amplios márgenes de discrepancia. En la angostura de un artículo no se ha de pretender abarcar, ni aun por lo somero, el análisis de todo el volumen. Nos limitaremos, pues, al estudio y consideración de un solo ensayo, el inicial —«Pidiendo un Goethe desde dentro»—, capciosamente sugestivo.
Allá por la primavera del año último, con ocasión del centenario de Goethe, escribe Ortega y Gasset para la revista berlinesa Die Neue Rundschau, y aun para su propia revista, una carta a un alemán amigo. Este alemán amigo había solicitado de él unas páginas sobre Goethe, «algo sobre Goethe», como Ortega dice. Pues bien: Ortega se ve en el trance de rehusar, en cierto modo. Y digo en cierto modo, porque, en realidad, de verdad Ortega escribe esas páginas; pero las escribe rehusando y endosando a su amigo, a través de una larga parénesis, la tarea de escribir como cumple, no sobre el autor, sino desde dentro del autor de Götz von Berlichingen.
La postura que adopta Ortega y Gasset ante la petición de su colega es peregrina. No dice: Voy a intentar decir algo a propósito de Goethe; no balbuce, con modestia y orgullo, como Eckermann: «He aquí mi Goethe», sino que, situándose a mil codos de altura sobre el peticionario inoportuno, le lanza, con timbre acedo de rescripto inapelable, una copiosa monserga. «En primer término —viene a decirle—, yo no estoy para centenarios. Ni usted tampoco lo está. Ni ningún europeo que se estime. Somos unos proletarios indigentes. ¿Qué ha sido de nuestro peculio? Búsquelo usted, si le place, en el seno de “las madres” goethianas. Los métodos que nos legó el pasado no nos sirven. ¿Cómo afrontar todo un horizonte de problemas con los útiles ya inútiles de un patrimonio inex...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Epitafio de Domenchina, por Amelia de Paz
  6. Criterios de edición
  7. Procedencia de los textos
  8. Bibliografía
  9. ARTÍCULOS SELECTOS
  10. Notas