SECCIÓN II
Temas actuales desde miradas contemporáneas
4. El cuerpo siempre ha estado ahí, integrado en lo extraño
MARÍA D. CABRELLES SANZ
Primavera del 2021. El cielo está despejado, azul. La luz brilla de una manera particular, como solo lo hace en primavera. Es esa luz que llega tras el letárgico invierno que nos invita a salir a la calle, nos dinamiza y nos conecta con la vida. Cierto es que no a todo el mundo le sucede así. A muchos «cuerpos», ese escalón hacia la vitalidad les supone un esfuerzo inconmensurable que puede llegar a agotar las pocas reservas de energía vital de las que pueda disponer. Y ahí nos encontramos todos los que nos dedicamos a la atención y el cuidado de los demás con «astenia primaveral». Eso sería lo de siempre, lo de todos los años. Pero no, ahora algo ha cambiado.
Ahora, salimos a la calle y, sí, el cielo está azul, la luz brilla como lo hace aquí, en el Mediterráneo, pero ¿cómo encontramos a la gente por la calle? Vemos gente irritada, suspicaz, actitudes ausentes, andares vencidos.
¿Qué les pasa a estos mamíferos humanos? ¿Cómo han llegado a ese punto?
En el último año, nuestro vocabulario se ha engrosado con un nuevo glosario de términos que han irrumpido en nuestro lenguaje cotidiano: pandemia, distanciamiento social de seguridad, mascarilla, estado de alarma, toque de queda, fatiga pandémica, distopía, vacunaciones masivas, trombos, número de contagios, número de fallecimientos, las UCI saturadas, hospitales de campaña, cierre perimetral, conspiracionistas, negacionistas, convivientes, COVID-19, primera, segunda y tercera ola, incidencia acumulada, expertos en virología…
Nuestras relaciones sociales han cambiado, los ritos han cambiado, los saludos han cambiado. Las celebraciones, si las hay, son diferentes. El ánimo de la gente también ha variado. Nos encontramos a algunas personas irritadas e irascibles, y a otras, tristes, desanimadas y desvitalizadas. Vemos conductas aún más polarizadas, hipomanía, conductas de riesgo y consumo de sustancias, a la vez que otros han paralizado sus vidas y esperan agazapados, asustados.
Todo esto ha traído de la mano, entre otras cosas, crisis de valores, crisis existenciales, crisis económica y una terrible epidemia de soledad y vacío.
¿Qué está pasando afuera?
Eso todos lo sabemos. Estamos sobreinformados, saturados de noticias, teorías y cifras. Lo que está claro es que ahora mismo nadamos en un mar embravecido donde todo son golpes de mar, olas que van y vienen de todas direcciones. Como especie, como sociedad y como individuos nos hemos topado cara a cara con nuestra vulnerabilidad, la fragilidad, la finitud. El entorno se presenta hostil, pero sobre todo se presenta inseguro.
Miradas que asoman por encima de un embozo sanitario que asegura la vida física y limita e impide la vida social, lo relacional, la comunicación. Malos tiempos para la prosodia, malos tiempos para la proxémica, malos tiempos para la interacción social, «malos tiempos para la lírica»24 (Brecht, 1939; Cardalda y Coppini, 1983).
Vivimos, caminamos, trabajamos con ese «embozo sanitario» que, casi a modo de doble vínculo, nos da y nos quita, nos da la vida y nos impide vivirla. Desvirtúa la prosodia tan necesaria para una comunicación efectiva con el otro. No se puede susurrar, ni modular, ni hacer sutiles inflexiones, porque tienes que proyectar la voz más allá de la pantalla higiénica para asegurarte de que el mensaje llega. Y si llega, ¿cómo lo hace? Desde luego, no lo hace con toda la gama de colores, ritmo e intención. No, llega muchas veces con rabia, hastío y frustración, o, directamente, no llega.
Ni que decir tiene si hablamos de la proxémica. Mantenemos la distancia de seguridad para sobrevivir a la vez que no podemos jugar con las distancias, la cercanía intencionada o el contacto firme y seguro que te ofrece una persona querida. Abrazos clandestinos, saludos bizarros…
A nosotros, como psicoterapeutas, ser conscientes de la explicación neurocientífica nos ofrece una foto más completa de qué está pasando y por qué de los pacientes que llegan a nuestras consultas. Tenemos que tener en cuenta que el cuerpo está implicado, que el cuerpo se lo cree. Si hay la más mínima posibilidad de implicar al cuerpo deliberadamente, considero importante hacerlo. Estamos hablando de realidades tangibles, de soledad, de salud y enfermedad, de vida y de muerte. Nunca antes estuvo tan vigente la pugna entre pulsión de vida/pulsión de muerte, entre Eros y Thanatos.
A nuestras consultas llegan expacientes que no entienden muy bien por qué se han desequilibrado tanto, que después de muchos años vuelven a convivir con la ansiedad a diario, que no encuentran sentido a la vida, que conviven con un sinsentido vital, que están tristes, apáticos, anhedónicos. Pero también nos encontramos con pacientes con una fuerte energía vital, que sienten literalmente como si una mano les empujase desde la espalda para aprovechar cualquier oportunidad para sentirse vivos, en muchas ocasiones corriendo riesgos, realizando actividades deportivas o vitales arriesgadas, como «huyendo de la muerte».
Las emociones en conjunto funcionan como un único sistema; unas modulan a otras. El desequilibrio en tan solo una emoción influirá sobre el conjunto. Dado que tienen una función principalmente adaptativa, como sistema motivacional primario, intervienen en todo el mundo relacional, intrapersonal e interpersonal dentro y fuera de consulta (Buechler, 2008). En este momento es particularmente importante, prestar atención y mentalizar las emociones que vertemos en la consulta tanto los terapeutas como los pacientes.
Los pacientes no lo entienden, no se entienden. Pero nosotros, los psicoterapeutas, ¿lo entendemos, les entendemos, nos entendemos? ¿Tenemos en cuenta que el cuerpo está implicado? ¿Sabemos hasta qué punto el cuerpo siempre está ahí, y cuenta?
Para encontrar respuestas vamos a asomarnos a la neurociencia.
Stephen Porges, tras muchos años de investigaciones y artículos escritos, finalmente publicó en 2011 un libro que aúna los conocimientos y los descubrimientos efectuados a lo largo de todos esos años que culminan con la teoría polivagal: Fundamentos neurofisiológicos de las emociones, el apego, la comunicación y la autorregulación.25 Juguemos a engrosar aún más el vocabulario. Antes de empezar a explicar esta teoría quedémonos con tres conceptos que, a mi entender, van a vertebrar la argumentación. Estos son: seguridad, neurocepción (Porges, 2004, 2011 y 2018) y sistema de conexión social. Con ellos en la mente vamos a ver la luz que aporta esta teoría. En palabras del propio Porges:
Según la teoría polivagal, la conexión existente entre la cara y el corazón proporciona a los humanos y a otros mamíferos un sistema integrado de conexión social que detecta y proyecta rasgos de «seguridad» a los congéneres por medio de expresiones faciales y vocalizaciones que constituyen covariables del estado autónomo. Dentro de este modelo, el modo en que miramos, escuchamos y vocalizamos transmite información sobre si es seguro acercársenos. (Porges, 2018, p. 17).
Imagínense el alcance y la correlación que puede llegar a haber entre esta teoría y nuestra realidad actual como especie. Pero adentrémonos en ella, desmenucémosla. Es una teoría que explica cómo, con el objetivo primordial de asegurar la supervivencia de la especie, nuestro sistema nervioso autónomo se ha desarrollado filogenéticamente en función de esa necesidad.
De una manera muy sucinta, podríamos decir que el sistema nervioso autónomo es un suprasistema compuesto por el sistema nervioso simpático y el sistema nervioso parasimpático. El primero sería el encargado de acelerar y activar, y el segundo se encargaría de ralentizar y calmar. Al interactuar como suprasistema, buscando la supervivencia, se complementan. El tema es que, al parecer, hasta la aparición de los primeros mamíferos, en los primeros vertebrados el sistema nervioso parasimpático tenía fundamentalmente una sola vía vagal, primitiva subdiafragmática, que junto con algunos nervios adyacentes conformaba el complejo vagal dorsal. Esa vía permitía a los vertebrados primitivos volver a regularse tras una situación de peligro en la que el sistema nervioso simpático habría tenido que actuar (atacando o luchando), o como una defensa extrema activando la congelación (nervio vago primitivo).
Pues con este sistema primitivo, los primeros vertebrados no necesitaban nada más. Eran solitarios, sus crías no necesitaban especial cuidado. Teniendo la capacidad de ataque y defensa, era suficiente. Ahora bien, con la llegada de los primeros mamíferos llegaron nuevas necesidades. Las crías de los mamíferos nacen indefensas y necesitan, sí o sí, la presencia de especímenes adultos que se ocupen de ellos hasta que sean suficientemente fuertes y autónomos. Y aquí es donde la teoría polivagal surge con fuerza. ¿Por qué? Porque entiende que con la aparición de estas nuevas necesidades aparece una nueva vía vagal supradiafragmática, que junto con los nervios adyacentes conforman el complejo vagal ventral.
Y desde entonces parece que el sistema nervioso autónomo se volvió más complejo y se configuró de la siguiente manera:
Filogénesis del sistema nervioso autónomo (Cabrelles y Gresa, 2020).
La vía vagal primitiva está conectada con los órganos subdiafragmáticos (intestinos, estómago y riñones) y la vía vagal joven está conectada con los órganos supradiafragmáticos (corazón y pulmones) y con los músculos de la cara y la cabeza.
La vía vagal ventral, la joven, favorece la conexión con «el otro» tanto desde el punto de vista de la emisión del mensaje como de la recepción. Y ¿cómo es eso? La vía vagal ventral está conectada a nivel expresivo con todo el aparato fonador, así como con el músculo orbicular y el nervio facial. De manera que toda la conexión social y la expresión del rostro que te permite conectar con el otro, que hace que el otro pueda sentirse mirado y escuchado, están ahí implicados. Y por supuesto, con la prosodia, esos cambios de inflexión en la emisión del mensaje, esos cambios en el tono, en el color y el brillo de la voz que captan la atención del otro y transmiten el mensaje casi directamente a nivel emocional, directo al corazón. Llegados a este punto, siempre vienen a mi memoria todos esos relatos, novelas, poemas y canciones en los que los escritores sensibles y atentos a las emociones las conectan, con tanta naturalidad e intuición, con el corazón: «Te hablo desde el corazón», «Te hablo con el corazón en la mano», «Piensa con el corazón», «Es todo corazón», «Conecta de corazón a corazón»…
Y en cuanto a la recepción del mensaje ¿qué nos cuenta la teoría polivagal? El principal órgano implicado en la recepción es el oído medio. Porges afirma que los músculos del oído medio se contraen en las personas implicadas en una interacción de escucha intencionada y amable. Siendo así, los músculos del oído medio se contraen tanto en las personas que miran y sonríen como en las que tienen un rostro expresivo y una voz comunicativa y con matices. Interesante, ¿verdad? Lo que ocurre es que, cuando los músculos del oído medio se contraen, permiten aguzar la escucha para atender a los sonidos que están en la misma frecuencia que la voz humana. En detrimento, claro está, de poder escuchar los sonidos de baja frecuencia provenientes, potencialmente, de un depredador –que es lo que necesitarían primordialmente los reptiles– (Porges, 2011 y 2018).
Acabamos de describir el sistema de conexión social, asentado en el sistema nervioso autónomo, que es la base de la teoría polivagal. Ahora bien, este sistema necesita una condición esencial para activarse, y esta es la seguridad.
La teoría polivagal subraya que los circuitos neuronales que favorecen el comportamiento social y la regulación emocional solo están disponibles cuando el sistema nervioso considera seguro el entorno, y que estos circuitos intervienen en la salud, el crecimiento y la recuperación. La seguridad es fundamental para que los humanos perfeccionen sus potenciales en distintas esferas. Los estados seguros no solo son necesarios para el comportamiento social, sino también para acceder a las estructuras del cerebro superior que permiten a los humanos ser creativos y fecundos (Porges, 2018, p. 57).
En la siguiente ilustración podemos observar cómo el sistema nervioso autónomo va a cambiar su función dependiendo de la seguridad percibida por la persona. Si nos sentimos en un entorno seguro actuará como un sistema de conexión y de aproximación social, dinamizando esa conexión con el otro, con el mundo. En una situación de peligro real o percibido, si es posible, el primer paso será intentar conectar, buscando apoyo social, ayuda y complicidad. Pero si esa conexión no es posible, se activa un estado de alerta que prepara el sis...