La conquista de la identidad
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La conquista de la identidad

México y España, 1521-1910

Tomás Pérez Vejo, Alejandro Salafranca Vázquez

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La conquista de la identidad

México y España, 1521-1910

Tomás Pérez Vejo, Alejandro Salafranca Vázquez

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La conquista de México ha sido, a lo largo de la historia, una verdadera "guerra de imágenes" entre México y España, un caso flagrante de manipulación histórica, por ambas partes, cuyos ecos envenenados llegan hasta el presente.La Corona española silenció la conquista de México en su propaganda bélica, en sus salas de batallas y en sus espacios de Estado. Los monarcas no querían ser recordados como conquistadores de las Indias sino como instrumentos de su evangelización. En contraste, la Nueva España cimentó su compleja identidad reinterpretando y exaltando la conquista. Será hasta el siglo xix que los españoles se vanaglorien de la conquista de México, como parte de su construcción nacional, mientras que en México se imponía la visión contraria, la de víctimas seculares del abuso europeo.La conquista de la identidad estudia las obras de arte, o su ausencia, sobre la conquista de México en ambas orillas del Atlántico y la relación que este hecho crucial de la historia guarda con la construcción de las identidades de cada país.

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Información

iii
Naturalización novohispana de la narrativa de la conquista1
Los únicos pueblos que no mueren son aquellos cuyo perfil ha sido acuñado como un troquel, por los artistas. En ese sentido se puede decir que los artistas crean a los pueblos y los crean inmortales.2
tlaxcallan o la memoria de los altepeme vencedores
Habían transcurrido diecisiete años desde la entrada triunfal de tlaxcaltecas, texcocanos y castellanos en Tlatelolco. Cuitláhuac y Cuauhtémoc estaban muertos, Tlaxcala, el gran altépetl (ciudad-Estado) triunfador en alianza con Castilla sobre el imperio de Anáhuac, construía su nuevo lugar en el recién formado virreinato novohispano creado en parte gracias al ímpetu militar tlaxcalteca. Los ejércitos de esta nación se preparaban o ya combatían abiertamente junto con los españoles y otras naciones aliadas mesoamericanas en la extensión hacia el sur de las fronteras de la cristiandad. Mientras, en retaguardia, en las principales ciudades mesoamericanas, incluidas la propia Tlaxcala, Tenochtitlan, Tlatelolco o Tzinzunzan, se desarrollaba un ambicioso plan de construcción con las nuevas trazas hispánicas de las cabeceras de los altepeme (plural de altépetl) del altiplano. Desescombramiento de los derrumbes de la pasada guerra, derribo de los teocallis (templos), levantamiento de nuevas plazas, palacios, casas, acueductos, obrajes, iglesias y conventos movilizaron a miles de brazos de miles de calpullis (barrio asociado a un clan poseedor de tierras comunales) para la dotación urbanística del nuevo reino que surgía de las cenizas de la guerra de 1519-1521.
En este creativo, cambiante, violento y turbulento contexto, los tlaxcaltecas victoriosos celebraron fastuosamente en su nueva cabecera la gran fiesta de su nueva religión, el Corpus Christi. Si el Buen Retiro fue un digno escenario para comenzar este ensayo y retratar la amnesia monárquica en torno a la remembranza militar de la conquista, la fiesta del Corpus de 1538 es a su vez un escenario inmejorable para reseñar el fenómeno contrario, es decir, lo profuso en la memoria novohispana de la recreación del hecho bélico como acta bautismal plausible del nuevo reino.
El insigne fraile franciscano Toribio de Benavente nos relató esta gran fiesta en la cabecera del reino de Tlaxcala el día del Corpus de 1538:
Viendo esto el otro ejército de los naturales o gente de Nueva España y que los españoles no habían podido entrar en la ciudad, ordenando sus escuadrones fuéronse de presto a Jerusalén, aunque los moros no esperaron a que llegasen sino que saliéronles al encuentro… Luego les apareció otro ángel en lo alto del real y les dijo “… vendrá en vuestro favor el abogado y patrón de Nueva España, san Hipólito, en cuyo día los españoles con vosotros los tlaxcaltecas ganasteis México”. Entonces todo el ejército de los naturales comenzó a decir “san Hipólito, san Hipólito”. A la hora entró san Hipólito encima de un caballo morcillo, y esforzó y animó a los naturales, y fuese con ellos hacia Jerusalén; y también salió de la otra banda Santiago con los españoles…, y todos juntos empezaron la batería… Estando en el mayor hervor de la batería apareció en el homenaje el arcángel San Miguel, de cuya voz y visión así los moros como los cristianos espantados dejaron el combate e hicieron silencio; entonces el arcángel dijo a los moros (de Jerusalén): “Si Dios mirase a vuestras maldades y pecados y no a su gran misericordia, ya os habría puesto en el profundo del infierno…, si de todo corazón os convertís a El …, y creed en su preciosísimo hijo Jesucristo y aplacadle con lágrimas y verdadera penitencia”… Luego el soldán (sultán) hizo señal de paz y envió un moro con una carta al emperador de esta manera “Emperador romano, amado de Dios…, en tus manos ponemos nuestras vidas, y te rogamos…, para que nos des tu real palabra y nos concedas las vidas, recibiéndonos con tu continua clemencia por tus naturales vasallos. Tu siervo El Gran Soldán de Babilonia y tlatoani de Jerusalén”.3
Imaginemos entonces como asistentes de excepción a esta representación a un grupo de invitados especiales, ojos externos que nos ayudarán, como ya lo hicieron en El Escorial, en el Buen Retiro o en la Alhambra, a aquilatar desde distintas atalayas lo que aconteció en Nueva España durante tres siglos de miradas míticas e historicistas sobre la conquista. Esta vez será un oficial mayor del Consejo de Indias, uno de esos hombres de larga carrera que en su mayoría vivieron toda su vida entre papeles americanos hojeados con fruición y profesionalismo en las diversas sedes de la institución pero destacadamente en la de la planta baja del Alcázar de Madrid. Este hombre, como cabeza de la oficina de la Secretaría de la Nueva España en el Consejo nunca pisó el reino que ayudó a gobernar durante décadas, pero imaginemos que en su cesantía consiguió el permiso necesario y navegó a su amado virreinato. Lo acompañarán en su travesía un miembro menor de la Casa de Alba, lo que no es disparatado ya que esta casa tuvo un virrey novohispano en sus filas, y con él incorporamos la mirada de esta estirpe guerrera empoderada en las guerras europeas cuya prosapia se había construido de espaldas al gran drama de las Indias, y finalmente como contraste se sumará a ellos un enemigo de la corona, por ejemplo, un improbable visitante luterano de la muy agresiva contra todo lo hispánico Inglaterra en un primer momento y Nueva Inglaterra posteriormente.
Volvamos al corpus. Esta desconcertante fiesta en Tlaxcala muestra y desvela cómo los tlaxcaltecas escenificaron y representaron públicamente, en honor del emperador y de su paz con Francia, una gran batalla en la que un ejército novohispano, encabezado por ellos y conformado por mexicas, purépechas, huejotzincas, otomíes y demás naciones cristianas del reino, cercó al tlatoani de Jerusalén y gran Sultán de Babilonia, junto con un ejército de españoles.
En la representación, tanto españoles como novohispanos fue­ron encarnados por hombres tlaxcaltecas, mientras que los moros fueron interpretados por españoles; el capitán general sarraceno era Pedro de Alvarado y el Sultán lo encarnó el mismo Hernán Cortés. Finalmente españoles y novohispanos juntos, con el apoyo de Santiago y san Hipólito, doblegaron la resistencia mahometana (encarnada por Alvarado y Cortés). Amb...

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