ARGELIA SE CUBRE EL ROSTRO
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El 19 de junio de 1965 fue depuesto el presidente de Argelia, Ahmed Ben Bella. Sucedió en plena noche, pasadas las dos de la madrugada, a la hora del cambio de guardia. Ben Bella vivía en una casa situada en la Avenue Franklin Roosevelt, más o menos a mitad de camino entre el tórrido y multitudinario centro de Argel y el lujoso barrio de chalés llamado Hydra. El edificio, aparte del bello nombre de Villa Joly, no se distinguía por nada especial. El piso del presidente, aunque elegante, tampoco se salía del estándar medio. Sus antiguos invitados recuerdan que él mismo abría la puerta de la entrada. Como era muy despistado, nunca encontraba las llaves. Ben Bella, de cuarenta y seis años, vivía solo.
Ben Bella era un hombre modesto, extraordinariamente honrado y escrupuloso en materia económica. Tenía un Peugeot 404, un coche que en otros países africanos conducen, a lo sumo, directores de departamento. No se trataba de una modestia calculada. El presidente siempre se había distinguido por su natural indiferencia hacia los bienes materiales. Solía comer entre horas, deprisa y corriendo, y sus trajes no brillaban por su gran calidad.
Simplemente, estas cosas le tenían sin cuidado.
A pesar de sus cuarenta y seis años, conservaba una inmensa dosis de juventud, y no solo en lo físico, sino también –lo que tal vez fuera más importante– en lo mental. Era, como se suele decir, un eterno adolescente. No aparentaba la edad que tenía. Vi a Ben Bella en Addis Abeba en 1963. Le hubiera echado treinta y seis, treinta y siete años. Tenía una espesa cabellera negra que le cubría la frente y un rostro de acusadas facciones, un rostro viril, joven y de tez clara. Sin embargo, había en aquella cara algo que siempre me llamó la atención: una expresión infantil que sugería que en aquel hombre seguía viviendo un niño mimado y caprichoso. En efecto, Ben Bella no tenía un carácter estable. Todo en él era fluido, descoordinado, contradictorio. Era como un elemento telúrico en ebullición, un cataclismo imposible de encauzar. Ben Bella cambiaba de estado de ánimo fácilmente, en cuestión de segundos. Impulsivo e imprevisible, lo desbordaba el apasionamiento. Era impaciente, y fue su impaciencia lo que lo perdió. Cuando se dejaba llevar, no medía sus palabras, y tomaba decisiones descabelladas de las que renegaba al día siguiente. «Creó en el gobierno una situación tal», diría más tarde uno de sus más estrechos colaboradores, «que ya nadie sabía a qué atenerse.» El comportamiento de Ben Bella era fiel reflejo de los rasgos de su carácter. Sabía sumirse en una especie de letargo, costumbre que había adquirido en la cárcel; podía pasarse horas sentado, con el rostro petrificado y sin mover un solo músculo. Verlo en aquel estado causaba impresión. Se animaba de pronto y se ponía a hablar frenéticamente, gesticulando con gran exaltación. Al final se calmaba, cansado y sonriente. Debía de debatirse entre fuertes tensiones que socavaban su paz interior.
Su personalidad atraía la atención, fascinaba.
Ben Bella adoraba el fútbol. Dedicaba mucho tiempo a asistir a los partidos, y tampoco desperdiciaba las ocasiones de jugar. A menudo, entre el trabajo sobre nuevos decretos y la reunión del Buró Político, iba al campo de fútbol para correr tras un balón. Su fiel compañero de juego, también futbolista apasionado, era el ministro de Asuntos Exteriores de Argelia y uno de los principales organizadores del complot contra Ben Bella, Abdelazis Buteflika.
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Desde un punto de vista técnico, el derrocamiento de Ben Bella fue llevado a cabo con una precisión magistral. Las condiciones topográficas eran sumamente favorables para los conspiradores: en las inmediaciones de Villa Joly estaba la casa donde vivía el coronel Boumédiène, el chalé Arthur, residencia de Buteflika, y, sobre todo, la sede del Estado Mayor, donde se había elaborado el plan de la conjura, así como a dos pasos de los cuarteles de la gendarmería. Ben Bella vivía solo en un lugar rodeado por las casas en que habitaban aquellos que lo arrojarían a las mazmorras. Así que fue un drama, también en sentido literal, entre vecinos.
La casa de Ben Bella estaba vigilada por soldados y policías. Aquella noche, pasadas las dos de la madrugada, los centinelas que se retiraban vieron que el relevo estaba capitaneado por el jefe del Estado Mayor del Ejército Popular de Argelia, Tahar Zbiri. Hijo de campesinos y dotado de un natural talento militar al más puro estilo Chapáiev, Zbiri había escrito una de las páginas más hermosas de la guerra de liberación. Jefe de la guerrilla que actuaba en la zona de Argel y comandante de la Wilaya I, siempre destacó por su increíble valor y un magnífico sentido táctico. Después de la liberación, fue apartado de la cúpula militar por la élite del ejército de Boumédiène. Ben Bella, que presentía –no sabemos hasta qué punto conscientemente– que algún día Boumédiène acabaría jugándole un mala pasada, aupó a Zbiri al cargo de jefe del Estado Mayor, al parecer con la intención de colocarlo, como su hombre de confianza en el ejército, en el puesto de Boumédiène cuando se produjese el encontronazo con este.
Sin embargo, la noche del 19 de junio fue precisamente Tahar Zbiri quien estuvo al mando de la operación golpista, en la que también participaron algunos oficiales del Estado Mayor. Todos llevaban casco, vestían uniforme de campaña y blandían metralletas. Entraron en Villa Joly al tiempo que dos gigantescos tanques T-54 enfilaban la Avenue Franklin Roosevelt.
En el momento de despertarse, lo primero que debió de ver Ben Bella fueron unos cañones de metralleta apuntándolo y, segundos después, la silueta maciza, aunque garbosa, de su amigo y héroe de la guerra de liberación, Tahar Zbiri, la persona en la que el presidente de Argelia había depositado grandes esperanzas políticas.
Existen cuatro versiones de lo que sucedió a continuación, pero las cuatro se basan en invenciones periodísticas. Puede darse por sentado que Ben Bella fue sacado de su dormitorio. Lo demás es rumorología.
En realidad, no se sabe nada, nada en absoluto.
Se dijo que Ben Bella había sido ejecutado. Que estaba herido. Que seguía vivo. Que no estaba herido sino enfermo. Se dijo de todo porque no se sabía nada. Corrió la voz de que se hallaba confinado en un barco anclado en alta mar frente a las costas de Argel. En otra versión, sin embargo, se afirmaba que estaba detenido en una base militar en el Sáhara. También hubo quien sostuvo que el presidente seguía en Villa Joly, razonamiento bastante lógico, pues era el lugar ideal para que Boumédiène pudiese tenerlo vigilado. Incluso cabía la posibilidad de que en aquellos momentos Boumédiène y Ben Bella se reunieran para negociar.
Cualquier cosa era posible, porque nada se sabía a ciencia cierta.
La versión oficial resultaba la menos concreta: que se le trataba bien y que seguía en Argelia. Tal vez fuera verdad.
3
Ben Bella permaneció al frente de Argelia durante tres años.
Argelia es un país sorprendente, único en su género. La realidad argelina a cada paso nos desvela sus contrastes, contradicciones y conflictos. Todo se presta a diversas interpretaciones, nada se somete a fórmulas taxativas.
Un periodista francés que lleva años ocupándose de Argelia me dijo una vez con desarmada sinceridad: «No alcanzo a comprender este país.» «No acabo de entender», confesó en una conversación un destacado economista, «cómo esto no se ha derrumbado ya.»
Argelia pertenece a ese grupo de países de África donde más ha durado el colonialismo. El poder de los franceses se mantuvo allí durante ciento treinta y dos años. Solo los portugueses en Angola y Mozambique, y los afrikáners y los británicos en Sudáfrica pueden presumir de mayor antigüedad colonial. Este largo período de dominación francesa ha marcado a Argelia con tan trágico estigma que el país tardará décadas en sacudírselo.
El colonialismo ha desfigurado y deformado a Argelia en una medida superior a la alcanzada en la mayoría de los otros países africanos independizados. En toda deformación colonial, el papel principal lo desempeñan los colonos europeos. Por eso, no solo la duración del período colonial, sino también –o tal vez sobre todo– el número de colonos constituye el criterio decisivo para evaluar el grado de devastación en este u otro país africano. Vista desde esta perspectiva, en todo el continente, Argelia solo se ve superada por Sudáfrica. El número de colonos europeos en Argelia ascendía a 1.200.000 personas, lo que equivale al total de colonos europeos asentados en veintiséis países del África tropical. Los colonos constituían una décima parte de la población del país.
Pero no solo esto es importante. También lo es la situación geográfica. Entre todas las colonias africanas, Argelia era la que más cerca estaba de la metrópoli. Hoy, el avión cubre el trayecto Argel-París en dos horas. Estas dos horas de vuelo no son solo un factor de comunicación, sino también un símbolo de los lazos entre Francia y Argelia que los franceses han ido tejiendo a lo largo de esos ciento treinta y dos años y que no han roto ni la guerra de liberación ni la independencia. Más aún, si contemplamos con atención las cifras, veremos que hoy Argelia está más ligada (no solo económicamente) a su antigua metrópoli colonial que cualquier otro país africano independiente.
4
El pasado colonial pesa sobre todos los ámbitos de la realidad argelina. La esencia del colonialismo radica en que este abre una serie de abismos en la vida del país conquistado. Están en todas partes: en la economía, en la estratificación social, en la mentalidad de la gente... Es típico de un país colonizado la imagen de una moderna fábrica de transistores automatizada, y, justo al lado, grutas habitadas por personas que hasta hoy siguen sirviéndose de azadones de madera. «Mirad qué maravillosas carreteras les hemos construido», exclaman los colonialistas. Cierto, solo que junto a esas carreteras se extienden aldeas cuyos habitantes todavía no han salido del paleolítico.
Esa es, precisamente, la imagen que ofrece Argelia.
Los enamorados de Francia tienen que adorar Argel. Es una ciudad francesa hasta la médula; incluso la kasba árabe está impregnada del esprit francés. Nada que ver con África, muchísimo más con Lyon o Marsella. Grandes escaparates perfectamente surtidos, acogedores bistrots, la exquisita cocina francesa. El último grito de la moda parisiense llega allí el mismo día, igual que la prensa y los cotilleos de París.
Pero a cuarenta kilómetros de Argel, ese París de África, empieza la Edad de Piedra. Después de conducir media hora, siento que vuelvo a estar en África. A sesenta kilómetros de Argel empiezan a verse aldeas cuyos habitantes todavía no conocen el torno de alfarero. Las originales vasijas cabilias se moldean a mano. Y un nuevo contraste: en esta misma primitiva Cabilia, donde se cree que no se puede lavar a un niño sin causarle muerte por insufribles dolores, encuentro un hospital y en él a un compatriota, un médico contratado en Cracovia, que me dice: «Mire, aquí hay un quirófano provisto de tantos y tales ingenios tecnológicos como yo jamás habría soñado que existieran. Ni siquiera sé cómo usar tamañas maravillas.»
Los contrastes. Argelia está hecha de inverosímiles contrastes. Cinco formaciones socioeconómicas conviven una junto a otra o se entrelazan en el más sorprendente de los mosaicos.
Son dos los contrastes que más saltan a la vista: el abismo que separa la capital del resto del país y el que separa el norte mediterráneo de las zonas central y sahariana, o sea, el interior, llamado bled. El norte costero goza de un buen clima, favorable para la persona y los cultivos. Fue ahí donde se asentaron los colonos. Donde están las extensas plantaciones y las industrias; las grandes urbes y las pequeñas ciudades de provincias, muy bonitas y, cómo no, muy francesas; hermosas carreteras, moteles y palacetes, igual que en la Costa Azul.
El viaje hacia el interior de Argelia es, sobre todo, un viaje en el tiempo: retrocedemos a épocas remotas que siguen vivas y están omnipresentes. El resto del país no son más que estepas calcinadas y las arenas del Sáhara.
El Sáhara cubre nueve décimas partes de Argelia.
El Sáhara argelino es famoso por el centro nuclear francés de Reggane, por albergar la primera cuenca petrolífera y por Tassili, en cuyas rocas se han conservado las pinturas rupestres más antiguas del mundo. También es en el Sáhara argelino, en la pequeña ciudad de In Salah, donde existió hasta hace poco el mayor mercado de esclavos a escala mundial. Ben Bella lo cerró y repartió entre los esclavos las tierras y las palmeras datileras propiedad hasta entonces de los tratantes. En In Salah existe hoy la única en el mundo dictadura de esclavos, llamados «haratin» (recién liberados). De esta manera, Ben Bella hizo realidad el sueño de Espartaco.
El colonialismo crea abismos sociales, fenómeno muy presente en la sociedad argelina. La política colonial coloca en un polo a los autóctonos «cultivados» y «eficaces», que previamente fabrica, y relega al polo opuesto –el de la miseria y la ignorancia– al resto de la sociedad. El sector formado por los funcionarios, los intelectuales y la burguesía se diferencia clara y antidemocráticamente del resto de la sociedad. Moldeadas por Francia, se trata de personas que no solo han adoptado el estilo de vida de los franceses sino también, en gran medida, su forma de pensar. Su medio natural es la ciudad; sus vidas trascurren en los cafés y detrás de los despachos donde antes se sentaban los franceses. Es una capa social que aglutina a los representantes de todas las ideologías políticas existentes en Argelia: desde los más reaccionarios hasta los comunistas. No los unen las i...