Amores en fuga
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Amores en fuga

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Descripción del libro

Parecía que sobre el pasado de Alemania ya estaba todo dicho. Hasta que apareció El lector y se convirtió en un best-seller en todo el mundo. Ahora, este nuevo y esperado libro de Bernhard Schlink, con sus historias sutiles e irresistibles, viene a demostrar que tampoco está todo dicho sobre el amor. A lo largo de siete relatos se presenta el amor como atracción y como huida en todas sus formas: anhelos reprimidos y malentendidos involuntarios, audaces huidas e infidelidades surgidas de la desesperación, la fuerza inexorable de la costumbre, el peso de la culpa y la autonegación.

Todos los protagonistas son de algún modo víctimas de su época. En su amor por un cuadro, un joven tropieza insospechadamente con el pasado de Alemania. Una pareja de Berlín Oriental practica la traición mutua para salvar su matrimonio. Un ex progre aburguesado maniobra entre los arrecifes de su matrimonio liberal y sus amoríos convencionales, hasta que el barco se hunde y las olas lo arrojan adonde nunca había pensado llegar. Un estudiante alemán en Nueva York recurre a medios inhabituales para demostrar su amor por una judía americana. Amores en fuga es además una colección de relatos de la gran ciudad y de una generación desorientada que cae una y otra vez en las trampas de su pasado.

«Schlink escribe una prosa clara, precisa y cuidada que no tiene parangón en la literatura alemana contemporánea» (Christopher Ecker, Berliner Zeitung).

«Siete historias de amor -o dicho más precisamente, de malentendidos amorosos- de Bernhard Schlink, el autor de El lector, en las que reencontramos su formidable sentido del relato» (Libération).

«Ojalá tuviéramos más autores tan fabulosos como Bernhard Schlink» (Marcel Reich-Ranicki, Das Literarische Quartett).

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Información

Año
2002
ISBN de la versión impresa
9788433969620
ISBN del libro electrónico
9788433944443
Categoría
Literatura
LA CIRCUNCISIÓN
1
La fiesta había acabado. Ya se habían ido la mayoría de los invitados, y casi todas las mesas estaban recogidas. La chica del vestido negro y el delantal blanco que había servido a los invitados abrió las cortinas y las ventanas y dejó entrar el sol, el aire y el ruido. De la Park Avenue llegaba el rumor del tráfico, que se detenía a intervalos ante el semáforo, dejaba pasar un momento a los conductores que pretendían cruzar y pedían paso impacientes a bocinazos, y volvía a ponerse en marcha. El aire que penetró en la habitación revolvió el humo y el olor de los puros antes de llevárselo fuera.
Andi estaba esperando que Sarah volviera para poder irse. Ella había desaparecido con su hermano pequeño, cuya bar mitsvah celebraba la familia, y lo había dejado solo con el tío Aaron. El tío Aaron era amable, toda la familia era amable, incluidos el tío Josef y la tía Leah, que, como Andi sabía a través de Sarah, habían estado internados en Auschwitz y habían perdido allí a sus padres y a sus hermanos. Le habían preguntado a qué se dedicaba, cómo vivía, de dónde era y qué objetivos tenía en la vida, en fin, lo que suele preguntársele a un hombre joven que acude por primera vez con la hija, la sobrina o la prima a una fiesta familiar. Ni preguntas difíciles ni comentarios desafiantes ni alusiones delicadas. Andi no percibió que nadie esperase que él se sintiera distinto a como se habría sentido un holandés, un francés o un americano en su lugar: le habían dado la bienvenida, lo habían observado un poco con benevolente curiosidad y lo habían invitado a echar también él una mirada curiosa a la familia.
Y sin embargo se sentía incómodo. ¿Y si una palabra o un gesto inadecuado por su parte lo echaba todo a perder? ¿Era creíble aquella actitud benevolente? ¿Era de fiar? ¿No podía ser que la dieran por acabada y se la retirasen en cualquier momento? ¿Acaso el tío Josef y la tía Leah no tenían motivos para hacerle notar, al despedirse, que no querían volver a verlo? No era fácil concentrarse en evitar toda palabra o gesto inadecuado. Andi no sabía qué era lo que podían tomarle a mal. ¿Que hubiera preferido hacer el servicio militar en lugar de objetar? ¿Que no tuviera amigos ni conocidos judíos en Alemania? ¿Que en la sinagoga todo le resultase nuevo y desconocido? ¿Que nunca hubiera estado en Israel? ¿Que no se acordase de los nombres de la gente que acababan de presentarle?
El tío Aaron y Andi estaban sentados al extremo de la gran mesa esquinera, separados por el mantel blanco salpicado de manchas y migas de pan, las servilletas arrugadas y las copas de vino vacías. Andi hacía girar el tallo de su copa entre el pulgar y el índice, mientras el tío Aaron le contaba su viaje alrededor del Mediterráneo. Lo había hecho en ochenta días, como Phileas Fogg en su vuelta al mundo. Y, también como Phileas Fogg, durante el viaje había conocido a su mujer, hija de una familia judía emigrada de España a Marruecos a principios del siglo XVIII. El tío Aaron narraba con placer e ingenio.
Pero luego se puso serio.
–¿Usted sabe dónde vivían sus antepasados por entonces y a qué se dedicaban?
–Nosotros...
Pero Andi no llegó a responder.
–Los nuestros fueron los únicos de la aldea que sobrevivieron a la gran peste de 1710, y se casaron entre ellos, él de familia humilde y ella la hija del rabino. Ella le enseñó a leer y escribir, y él montó un negocio de maderas. Su hijo amplió el negocio, y su nieto fue el mayor vendedor de maderas de la provincia o quizá de toda Polonia y Lituania. ¿Sabe lo que significa eso?
–No.
–Significa que después del gran incendio de 1812 reconstruyó la sinagoga con su madera y la hizo más grande y más bonita que antes. Su hijo amplió todavía más el negocio. Pero en 1881 le incendiaron los almacenes que tenía en el sur, y ya no se recuperó ni como comerciante ni como persona. ¿Sabe usted lo que pasó en 1881?
–¿Un pogromo?
–Sí, un pogromo. El mayor pogromo del siglo. Después de eso emigraron; él y su mujer querían quedarse, pero sus dos hijos varones se los llevaron a rastras. Llegaron a Nueva York el 23 de julio de 1883.
Hizo una pausa.
–¿Y luego?
–¿Y luego? Eso es lo que siempre preguntan los niños. No les interesa cómo era la provincia ni por qué hubo un gran incendio, ni lo que escribió el rabino, porque escribía, ¿sabe usted? Pero en cuanto la familia llega a Nueva York, empiezan a preguntar: ¿y luego, y luego? –Volvió a hacer una pausa y sacudió la cabeza–. Se instalaron en el Lower East Side y se pusieron a trabajar como sastres. Dieciocho horas y cincuenta centavos por día, seis días y tres dólares por semana. Ahorraron lo suficiente para que Benjamin pudiera entrar a estudiar en 1889 en la Alianza Educativa. Samuel al principio se metió en política; escribía en el Naye Tsáit. Benjamin tuvo mala suerte con el negocio de la madera y luego con el de la ropa usada, pero al final tuvo éxito con la chatarra, y entonces Samuel se le unió. En 1917 vendieron la chatarrería y con el resultado de la venta ganaron una fortuna en aquel año loco de guerra y de Bolsa. ¿Puede imaginárselo? ¿Ganar una fortuna en un año? –No esperó la respuesta–. En septiembre de 1929, tres meses antes del crack de la Bolsa, vendieron todas las acciones. Se habían enamorado los dos de unas hermanas que habían llegado de Polonia en 1924. Se habían enamorado y querían preocuparse sólo de las hermanas, no de las acciones.
–Vaya, por una vez el amor se impone a la Bolsa.
Por un instante, Andi temió haber hecho una observación demasiado osada.
Pero el tío Aaron se rió.
–Sí, y con el dinero, que en el momento álgido de la crisis escaseaba, compraron la empresa de chatarra de Pittsburgh que les había comprado la chatarrería a ellos en 1917, y luego otra más en Dallas, y fueron al mismo tiempo maridos felices y empresarios de éxito.
–¿Son cosas que suelen ir juntas?
–Qué va, ojalá. Y tampoco hay felicidad sin una gota de amargura. Samuel y Hannah no tuvieron hijos. En cambio, Benjamin y Thirza tuvieron tres. A mi hermano, el médico, ya lo conoce. –Señaló al padre de Sarah, que estaba sentado junto a la ventana, echando una cabezada–. Ahora me conoce a mí también, pero todavía no sabe que yo soy la oveja negra de la familia y no he contribuido en ningún sentido a su engrandecimiento. A mi hermana Hannah ya la conocerá. Lo crea o no, es ella quien lleva la empresa, quien la hace crecer, y para mí lo que hace es un misterio, pero un misterio agradable, del que vivimos todos, incluidos mis primos Josef y Leah, que sobrevivieron y se vinieron para aquí. ¿Qué hizo su padre durante la guerra?
–Era soldado.
–¿Dónde?
–Primero en Francia, luego en Rusia y al final en Italia. Luego lo hicieron prisionero los americanos.
–Si Josef se entera de eso, le preguntará si su padre pasó por Kosarovska. Pero usted no debe de saberlo, ¿verdad?
–No tengo la menor idea. Mi padre nunca ha hablado mucho de la guerra: lo que acabo de contarle y poco más.
El tío Aaron se levantó.
–Nos vamos todos. Josef y Leah quieren ir a la sinagoga.
Andi lo miró asombrado.
–¿Qué pasa, es que ya ha tenido bastante con las cuatro horas de esta mañana? Yo también, y la mayoría igual. Pero Josef y Leah suelen ir más a menudo, y hoy es la bar mitsvah de David.
–Me ha gustado mucho la der... –Andi había olvidado la palabra y se sonrojó–, quiero decir, el discurso que ha pronunciado David durante el banquete.
–Sí, ha hecho una buena derasha, tanto la interpretación de la Tora como lo que ha dicho después sobre el amor a la música. Esta mañana, durante el rezo, también ha leído muy bien.
El tío Aaron miró al frente.
–Espero que no se tuerza. No podemos perder a ninguno más.
2
Andi y Sarah caminaban por el Central Park. Los padres de Sarah vivían en el lado este del parque, y ellos en el lado oeste. El sol tardío y bajo alargaba las sombras. Hacía fresco y los bancos estaban vacíos; sólo unas cuantas personas hacían jogging, patinaban o iban en bicicleta. Él la llevaba cogida por el hombro.
–¿Tienes idea de por qué el tío Aaron me ha explicado la historia de vuestra familia? Me ha parecido muy interesante, pero me ha dado la sensación de que no me la explicaba simplemente por eso.
–¿Ah, no? ¿Entonces por qué?
–No me contestes con otra pregunta.
–Y tú no quieras darme lecciones.
Siguieron andando en silencio, con un cierto rencor mutuo y tristes por su propio rencor y por el del otro. Hacía dos meses que se conocían. Se habían visto por primera vez en el parque; los dos habían salido a pasear los perros de sus respectivos vecinos, que estaban de vacaciones, y los animales se conocían el uno al otro. Unos días más tarde quedaron para tomar un café y no se despidieron hasta la medianoche. Aquella misma noche él supo que se había enamorado; ella lo supo a la mañana siguiente, al despertarse. Desde entonces pasaban los fines de semana juntos y algún día entre semana también quedaban para cenar y estaban juntos toda la noche. Los dos estaban muy atareados; él tenía una beca de un año de la Universidad de Heidelberg para escribir su tesis doctoral sobre derecho, y ella, que era programadora, estaba trabajando en un juego de ordenador que tenía que estar listo en unos pocos meses. El tiempo se les escapaba, el tiempo que necesitaban para trabajar y para sí mismos.
–Ha sido una fiesta muy bonita, y te agradezco que me hayas invitado. Lo de la sinagoga ha estado muy bien, y la comida y la conversación también. Sé apreciar la amabilidad que han demostrado todos conmigo. Incluidos el tío Josef y la tía Leah, aunque seguro que no les ha sido fácil.
Recordó cuando Sarah, en una de sus primeras noches, le explicó la historia del tío Josef y la tía Leah y su familia, que había sido asesinada por los nazis en Auschwitz. Él no había sabido qué decir. «Terrible» le parecía demasiado suave, y tenía la impresión de que no habría estado bien preguntarle: «¿Cuántos eran de familia?», como si sugiriera que matar a una familia pequeña no era tan grave como matar a una familia numerosa.
–Te ha contado la historia de nuestra familia para que sepas con quién estás tratando.
Al cabo de unos instantes, Andi preguntó:
–¿Y por qué no le interesa saber con quién estáis tratando vosotros?
Ella se detuvo y lo miró preocupada.
–¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan irritable? ¿Qué es lo que te ha molestado?
Le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca.
–Les has caído bien a todos. No sabes la cantidad de cumplidos que me han hecho: que si eres guapo, que si eres inteligente, que si eres amable, modesto, educado... ¿Por qué iban a querer hurgar en tu historia? Ya saben que eres alemán.
Y al lado de eso todo lo demás es indiferente, ¿no?, pensó Andi, pero sin decirlo.
Fueron a casa de Sarah e hicieron el amor mientras fuera anochecía. Antes de que la habitación se oscureciera se encendió la farola que había delante de la ventana, y lo sumergió todo, las paredes, el armario, la cama y sus cuerpos, en una luminosidad dura y blanca. Encendieron velas, y la habitación se llenó de una luz cálida y suave.
Andi se despertó en plena noche. La luz de la farola colmaba la habitación, se reflejaba en las paredes blancas, iluminaba todos los rincones, se tragaba todas las sombras y lo hacía todo plano y ligero. Borraba las arrugas de la cara de Sarah y la rejuvenecía. Andi la contempló feliz hasta que de pronto lo asaltó una ola de celos. Nunca vería a Sarah bailar por primera vez, ni ir en bicicleta, ni divertirse en la playa. Su primer beso y su primer abrazo habían sido para otros, y los rituales de su familia y de su religión eran un mundo y un tesoro que a él le estaría vedado para siempre.
Pensó en la discusión que habían tenido. Era la primera. Más adelante, creyó ver en aquella discusión el anuncio de todas las que vendrían. Pero es muy fácil predecir el futuro cuando ya ha sucedido. Las parejas hacen tantas cosas juntas, que es muy fácil encontrar presagios de todo lo que sucederá en el futuro, y también de todo lo que nunca ocurrirá.
3
En la bar mitsvah, Andi había conocido a Rachel, la hermana de Sarah. Estaba casada, tenía un hijo de tres años y otro de dos y no trabajaba. Sarah animó a Andi a alquilar un coche y salir a dar una vuelta con Rachel. Ella podría enseñarle algo que todavía no hubiera visto, por ejemplo alguna de aquellas magníficas casas de campo a la orilla del Hudson.
–Te dirá que lo hace por ti, pero la verdad es que sale poco y necesita airearse. Hazlo por ella y también por mí, tengo ganas de que os conozcáis.
Pasó a recogerla. La mañana era clara y fresca, y como Andi había tenido que aparcar bastante lejos, fue un placer encontrar el coche caliente. Ella tra...

Índice

  1. Portada
  2. La niña de la lagartija
  3. El salto
  4. El otro
  5. Guisantes
  6. La circuncisión
  7. El hijo
  8. La mujer de la gasolinera
  9. Créditos
  10. Notas