
- 190 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Las Furias
Descripción del libro
Libro "prohibido" durante años en escuelas de España y América Latina, por la crudeza de la historia, es uno los grandes retos de Jordi Sierra i Fabra como escritor. Un maestro de un instituto golpea a un estudiante. Los alumnos de la clase se encierran pidiendo que se le despida y el clamor popular y los medios convierten el hecho en una bomba. Pero una periodista sospecha que hay algo más detrás de ese gesto aparentemente inesperado. Lo que descubre va más allá de la violencia en las aulas o el bullying, el acoso o la maldad. Un reflejo de la conflictividad en las aulas en los años 90 y principios de este siglo.
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Información
Categoría
LiteratureCategoría
Literature General1
ab initio
1
Las risas burlonas se escucharon a su espalda al darse la vuelta. Risas rebeldes, preñadas de intención. El hombre trató de pasarlas por alto.
No lo consiguió.
Aquella mañana eran especialmente irónicas.
Más incisivas que nunca.
Volvió a mirar al puñado de chicos y chicas desparramados frente a él, a lo largo y ancho del aula.
—¿Qué pasa hoy aquí, si puede saberse? —preguntó.
No obtuvo ninguna respuesta. Los rostros de las dos docenas de alumnos permanecieron impasibles, aunque en algunos la risa estaba agazapada, a punto de estallar, escondida en la comisura de sus labios y en el fondo de sus ojos.
Esperó.
Unos segundos.
Luego trató de continuar la clase.
Sintió el peso de la derrota, el profundo amargor de una sensación mantenida y renovada día a día, revoloteando como un cuervo por encima de su cabeza. Una mano oscura le agarró el alma y comenzó a apretársela.
Vértigo. Dolor.
La tiza tembló al borde de la pizarra. Fue un simple espasmo, igual que si un súbito Parkinson se hubiera apoderado de ella. Por el rabillo del ojo creyó ver un avión de papel surcando el cielo enrarecido del aula. Una estela blanca que, al ser bañada por la luz de los ventanales, proyectaba en la pared una ligera sombra apenas fugaz. Una voz femenina susurró: «Cómo os pasáis».
Esta vez no se dio la vuelta. Intentó hablar.
—La frase que vamos a analizar...
No quería enfrentarse más a sus miradas. Deseaba dar la clase, aunque fuese de espaldas. Había días y días, y ese era uno de los peores. Sintió vergüenza de reconocer que lo que más deseaba era estar lejos de allí.
Nunca habría imaginado que él pudiera pensar así.
Lejos de clase, de su mundo, de su... ¿vocación?
¿Cuánto hacía que esa palabra había dejado de tener sentido?
—La frase que vamos a analizar...
Se había quedado en blanco, quieto, con la tiza apoyada en el encerado.
El avión de papel aterrizó, o mejor decir chocó contra su espalda. Luego cayó al suelo.
La tiza empezó a dejar un sesgo blanco en la superficie negra.
El silencio se hizo total.
Así que percibió el nuevo movimiento por el ruido.
Siguió escribiendo.
Alguien se había levantado de su sitio.
Alguien se acercaba.
—Copiadla y...
¿Era su voz o un simple gemido?
El ruido era un roce, una respiración, una burla oculta, una presencia. Uno de ellos o ellas estaba ya tan cerca que podía sentir su calor.
Lo tenía allí mismo, tras él. Aquel miedo soterrado de las últimas semanas reapareció. Dos noches antes había soñado que lo rociaban con gasolina y le prendían fuego.
¿Cuál era el límite de la resistencia humana?
El miedo llegó a lo más alto y entonces...
Se convirtió en rabia.
Furia.
Apretó las mandíbulas. Cerró los ojos. Volvió a abrirlos. E inesperadamente se dio la vuelta otra vez.
El chico estaba a menos de medio metro.
El resto sucedió muy rápido.
Tanto que fue como si no le estuviese pasando a él, como si todo su ser se escindiera en dos, como si una parte retrocediera y fuera testigo de lo que hacía la otra, y esa otra actuara independientemente, ajena a todo.
Vio los ojos huidizos del muchacho. Escuchó el primer torrente de risas. El miedo reapareció al ver que él llevaba algo en la mano. No supo intuir qué. Algo oculto. Se le rompió el último equilibrio. La rabia le llenó la razón, se la tiñó de rojo. Y la furia le hizo reaccionar.
De pronto.
La tiza cayó al suelo.
Luego, la misma mano que la había sostenido, se alzó para proyectarse con inusitada virulencia sobre el rostro del ahora desconcertado alumno.
El estallido les cortó el aliento a todos.
Pero más aún el gesto de su profesor.
Y mientras el chico caía hacia atrás, indemne pese a la bofetada, y el resto de la clase enmudecía, atenazado por la escena, el hombre reaccionó primero ante lo que acababa de hacer y después ante lo que podía suceder a continuación.
Volvió a ser uno, el tímido ser humano de siempre, asustado y atenazado. Un gélido viento le arrebató la rabia, lo dejó desnudo ante sí mismo y ante aquellas dos docenas de miradas.
Todo se deshizo en su mente.
Después bajó del entarimado, se abalanzó sobre la puerta del aula con movimientos imprecisos, la abrió y salió al exterior dando bandazos, hasta perderse pasillo arriba en su desmadejada huida.
2
corpus delicti
2
Mauricio Murillo entró de forma atropellada en el lavabo de los alumnos, sin esperar a llegar al de los profesores. No era la primera vez que estaba allí, pero ni aun siéndolo se habría sorprendido por la suciedad, las pintadas o el deterioro general. El mismo centro escolar se caía a pedazos. Y los lavabos eran el gueto máximo, la suma expresión de aquel declive.
Solo quería refrescarse, mojarse la cara y reaccionar.
Pero se miró en el último resto de espejo que le quedaba a la pared.
Tenía los ojos desencajados, el escaso cabello revuelto por encima de su cabeza, temblaba. Había envejecido diez años en los últimos diez segundos.
¿O habían transcurrido realmente diez años?
Le costó apartar los ojos de su imagen. Era como si se moviera en dos dimensiones, o con dos velocidades. Una muy acelerada, y otra a cámara lenta. Estaba vivo y estaba muerto. Abrió el grifo del agua y puso ambas manos debajo del chorro. Luego se las llevó a la cara. El frio le hizo estremecer, pero nada más. No había ninguna toalla, así que dejó que las gotas resbalaran por su rostro mientras se apoyaba de nuevo en el lavamanos. La imagen que reflejó ahora el espejo le gustó aún menos. Parecía estar sudando copiosamente.
Se apartó del lavabo. No llegaba ningún sonido del aula 9. Seguían dentro, esperando.
Pero él no podía volver.
Ya no.
Se pasó el antebrazo por el rostro, para apartar las últimas gotas de agua y la humedad, y salió de allí. Pasó por delante de las restantes aulas de aquella planta, la primera, hasta alcanzar la escalera. Un tramo ascendía, el otro bajaba. Tomó este último y comenzó a descender, rumbo a la planta baja. Se dio cuenta de que no hacía más que huir cuando, al llegar a ella, vaciló sin saber qué hacer.
El caos de su mente se expandía más y más.
La sala de profesores quedaba hacia la derecha, lo mismo que las oficinas y la caseta de Gaspar, el celador, vacía en ese momento. Por la izquierda se iba a las aulas de la planta baja y se salía al patio. En frente, la calle. El mundo exterior.
Primero tuvo una vaga intuición, refugiarse en la sala de profesores, esperar a que terminara la hora, buscar el apoyo de los demás, calmarse. Pero fue muy fugaz. No se trataba de ellos, sino de él.
Lo había hecho.
Había pegado a un chico.
Y no importaba todo lo anterior, el límite de los límites. No importaba nada.
¿Cómo...?
Quiso recuperar la escena, el sentimiento, analizar aquella rabia, la furia final.
¿Por qué?
Se sintió como Ulises frente al canto de las sirenas. La puerta exterior era la libertad. Y lo único que deseaba, lo único que necesitaba, era respirar un poco de aire, pensar...
Acababa de hundir todos sus principios, sepultándolos en lo más profundo de una sima.
Se rindió ante lo más evidente.
Quería huir, escapar.
Dio el primer paso en dirección a la puerta del instituto. Y también un segundo y un tercero. La voz le llegó por detrás.
—¿Murillo?
Volvió la cabeza. Era Olga Velasco. No tenía clase a esa hora.
—¿Sí?
—¿Se encuentra bien?
—No. Me... me iba a casa.
La mujer evidenció su extrañeza.
—Pero...
Explicaciones. ¿Para qué?
Mauricio Murillo le dio la espalda, la dejó con la duda y el interrogante en los labios, consiguió alcanzar la puerta. Con cada paso, la niebla que acababa de reaparecer en su cerebro se hacía más espesa. Lo único que veía era la calle, la luz, el mundo. Por detrás ya no había nada, ni siquiera el infierno.
Salió del instituto, cruzó los veinte metros de espacio abierto hasta la verja exterior y traspuso la cancela metálica, inexplicablemente abierta por lo cual no tuvo que emplear su llave. Cuando llegó a la calle la parte acelerada de su ser le empujó a correr, pero la parte que le mantenía funcionando a cámara lenta fue más fuerte.
Así que echó a andar despacio, alejándose definitivamente del centro escolar.
3
En el momento de salir su profesor por la puerta del aula, los alumnos se levantaron, no tanto para acudir en ayuda de su compañero agredido como para liberarse a sí mismos de la tensión y la sorpresa producida por el incidente.
Sobrevino la primera espiral de voces.
—¡La madre que lo...!
—¡Qué alucine, tíos!
—Tope fuerte, ¿no?
Ezequiel Castro fue el primero en dirigirse a la puerta. No la abrió. Solo atisbó por el pequeño rectángulo de cristal de no más de un palmo de ancho por dos de alto. Lo hizo en ambas direcciones.
—¿Estás bien? —le preguntó Nacho Martínez al golpeado.
—Claro, hombre. ¿Qué te crees?
—Pues te ha dado con toda la mala leche —opinó Mariví Delgado.
José María Martín se encogió de hombros. Lo cierto era que tenía la parte izquierda de su rostro violentamente enrojecida.
—Joder, ¡Murillo! —expresó su sorpresa Juliana Campos.
—Si es que os estáis pasando ya demasiado.
Miraron a Karmele Vázquez. Fue Ezequiel, volviendo de la puerta, el que se plantó delante de ella.
—Oye, ¿tú de qué vas?
—Mira, pasa de mí, ¿quieres...
Índice
- Las Furias
- 1 ab initio
- 2 corpus delicti
- 3 consummátum est
- Créditos
- Jordi Sierra i Fabra