Animales enfermos
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Animales enfermos

Filosofía como terapéutica

Diana Aurenque Stephan

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Animales enfermos

Filosofía como terapéutica

Diana Aurenque Stephan

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En vez de una obra de erudición filosófica o un manual filosófico, este libro busca llegar no solo a los expertos o iniciados en la disciplina, sino que quiere ser comprensible por todo aquel que se aventure a comprenderse como "animal enfermo" —como nos tituló Friedrich Nietzsche.Si bien este estudio quiere profundizar en esa especial "enfermedad" que somos, esa incapacidad-capacidad que tenemos de jamás contentarnos con el mero vivir, veremos que gracias a ese cuestionamieto existencial podemos ser lo que somos: animales éticos, técnicos, amorosos y, también, por cierto, filosóficos. Justamente porque nacimos carentes de un sentido natural o divino dado de antemano, somos la maravillosa posibilidad de transformación y resignificación. Un maravilloso "animal enfermo" que sabe ser "sano" de una y mil formas; una y mil veces.A lo largo del libro se abordarán una serie de temas de enrome relevancia para la vida —salud y enfermedad, tragedia y sufrimiento, ética y dietética, medicina y terapia, naturaleza y optimización, cuerpos sanos, enfermos y envejecidos, vida y muerte, o incluso, la extraordinaria "enfermedad" del amor—.evidenciando su doble naturaleza médico-filosófica.

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Información

Editorial
FCEChile
Año
2022
ISBN
9789562892551
CAPÍTULO 1
Necesariamente filosóficos1
[La filosofía concebida como madre de todas las ciencias] Ya hace mucho que no lo es; pero sobrevivirá entre nosotros como fenómeno humano, mientras en esta Tierra vivan hombres pensantes. Se puede declarar, muchas veces, muerta a la filosofía; pero eso no le acusará ningún daño.
HANS-GEORG GADAMER
EN TIEMPOS como los actuales, cuando a nivel global se vivencian una serie de urgencias de diversa índole —sanitarias, políticas, humanitarias, económicas, climáticas, por nombrar algunas—, pareciera ser más necesario que nunca repetir la pregunta sobre “¿por qué importa la filosofía?”.2 En efecto, vivimos convulsionados, revueltos por múltiples conflictos humanos, y no solamente humanos, que exigen a todas las disciplinas y ciencias, incluidas las ciencias sociales y humanas, su contribución para enfrentarlos. La filosofía no se exime de aquella exigencia.
El rol que asumió la filosofía en plena pandemia por el SARS-CoV-2 durante el 2020 y 2021 lo confirma. Durante el inicio de la crisis sanitaria, la mayoría de los intereses privados, públicos, disciplinares y transdisciplinares se focalizaron en pensar y proponer estrategias para enfrentar de la mejor forma posible la emergencia que nos afectaba a nivel planetario. Sin embargo, además de las cuestiones médico-epidemiológicas vinculadas a la protección de la salud de la población, justamente durante la pandemia ocurrió una explosión de filosofía.
Así como en el pasado fueron guerras o pestes los hechos que impulsaron notables reflexiones filosóficas, también hoy una nueva catástrofe motivó a muchos pensadores a nivel global a interpretar filosóficamente el impacto de este nuevo virus en nuestro mundo. Giorgio Agamben, Slavoj Zizek, Jean-Luc Nancy, Byung-Chul Han, Judith Butler, Alain Badiou, Markus Gabriel y Paul B. Preciado son algunos de los nombres más famosos que componen el índice del libro Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemia,3 de libre acceso y que apenas fue publicado se viralizó rápidamente por redes sociales. Pero el inventario de filósofos y filósofas que intentaron pensar la pandemia es muchísimo más largo e incluye, por cierto, a representantes de nuestro territorio.4 Esta situación puede ser leída de varias formas, pero naturalmente da cuenta de un hecho antropológico ineludible. Tanto el interés de la comunidad filosófica por expresarse y tomar postura ante este fenómeno que, de súbito, cambió el curso normal de la vida; como la buena recepción popular (indudable, muchísimo mayor que la académica) ante estas meditaciones por parte de una comunidad lectora atenta, demuestran que somos una especie animal sumamente curiosa. Pues, en medio de una pandemia, y enfrentados a un fenómeno que nos ha puesto en riesgo en lo más elemental, aun así, había tiempo y hasta necesidad de filosofía.
Incluso en los momentos donde otros asuntos son evidentemente más urgentes que el pensar, como satisfacer el hambre, curar la enfermedad o mantener la vida, en vez de pasar a segundo plano, la filosofía se posicionó como una disciplina tan importante o incluso a la par que la medicina. Ella, como ámbito especial donde el pensar se experimenta, no nos incumbe porque nos ofrece una oportunidad laboral, ni una formación docta apreciada por y desde sí misma, ni mucho menos por brindar un consuelo salvador. Su importancia e incluso su carácter necesario para el humano, como veremos en este capítulo, se vincula a que ella compete a una posibilidad peculiar del “animal enfermo”, de la bestia filosófica que somos. La filosofía no solo contribuye al desarrollo de la historia de las ideas para engrosar la vanidad de su especie. Muy primordialmente, comparece innecesaria bajo la mirada naturalista y biológico-médica, pero absolutamente indispensable para una “salud” humana.
Si bien todo este libro se basa en el supuesto de la capacidad terapéutica de la filosofía, antes de ahondar en esta deberíamos despejar algunas dudas respecto de lo que constituye la filosofía verdaderamente. Ante todo, replantearnos la pregunta por su legitimidad en general, para luego aproximarnos a su dimensión terapéutica. Por lo pronto, se hace urgente la pregunta por el aporte de la filosofía, la justificación de su enseñanza curricular, de su cultivo académico o informal, así como la importancia de su divulgación. ¿Por qué escribir y leer un libro de filosofía en tiempos donde se demandan acciones? ¿Cómo se justifica robarle al lector o lectora un poco de su valioso tiempo —algo tan escaso en nuestros días— para dedicarlo a pensar filosóficamente sobre lo que somos?
Plantear una justificación acerca del valor de la filosofía para el mundo actual, en especial para nuestra sociedad chilena, fue hace poco motivo de un agitado debate público en nuestro país. Lo anterior suscitado ante la desafortunada propuesta del Consejo Nacional de Educación (CNED), por suerte desestimada, de eliminar la asignatura de filosofía del currículum nacional secundario. Ahora bien, independiente de la coyuntura específica que circunscribió la polémica en Chile, lo cierto es que la pregunta por la justificación de la filosofía es tan antigua como la disciplina misma. Y ello no es casualidad. El famoso encuentro entre Tales de Mileto y un pueblo que se mofaba de él —hito ampliamente conocido en la historia de la filosofía— nos representa precisamente aquella profunda incomprensión que en muchas personas genera el valor o incluso el significado de la filosofía. Georg Hegel, en una de sus lecciones —como antes lo haría Aristóteles o después Martin Heidegger—, relata la anécdota:
“Mirando las estrellas y observándolas cayó él [Tales] en una zanja, y la gente se burló de él por cómo podía ver las cosas celestiales, si él ya ni siquiera podía ver lo que estaba bajo sus pies”.5
La anécdota refiere a una de las incomprensiones más típicas acerca de la praxis filosófica. Ella nos cuenta del prejuicio que se tiene de los filósofos: Tales de Mileto, en vez de preocuparse de lo que le concierne de forma inmediata y necesaria, su propia existencia en la tierra, o el suelo bajo sus pies, se ocupa de asuntos abstractos, lejanos y oscuros —Tales estaría volando en sus propios pensamientos—. Aquella visión del filósofo, como quien no tiene los pies en la tierra, es comprensible en cuanto la filosofía desde sus orígenes metafísicos buscaba y se preguntaba por los principios más generales que permitían explicar la realidad en su totalidad. Sin embargo, de esa pretensión sería un grave error considerar que la filosofía se aparta o se desentiende del mundo concreto y sus asuntos.
Muy por el contrario, la filosofía surge desde siempre como una reflexión con y a partir del mundo, como una necesidad de dialogar y pensar desde donde se habita. Ella guarda una concordancia profunda con la vida concreta y encarnada del ser humano. Miguel de Unamuno observó esto agudamente: “La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción”.6 En ese sentido, la filosofía permite formarnos una mirada integral sobre lo que somos y lo que nos rodea; construir un acceso propio, reflexivo hacia nosotros mismos que, a su vez, es responsable de un estar más despierto para nuestro actuar en el mundo. Unamuno dirá por eso que, a diferencia de otros conocimientos y saberes que nos brindan instrucción para ámbitos determinados de la vida humana, la filosofía “se refiere a nuestro destino todo, a nuestra actitud frente a la vida y al universo”.7 Y esa actitud que es simultáneamente vital y filosófica, comienza con una forma especial de comprendernos y comprender nuestro lugar en el mundo. Siendo así, y volviendo a las reflexiones del comienzo, que la pandemia haya sido objeto del interés de filósofos y no filósofos se explica justamente porque ante una semejante situación de crisis y pérdida de estabilidad de la existencia, la mirada filosófica busca plantear una explicación, un sentido unitario al fenómeno que contenga una forma de comprenderlo, y eso, curiosamente, logra serenar el espíritu. La filosofía casi nunca puede, en realidad, resolver un conflicto, pero el entender mejor lo que es el problema, nos permite posicionarnos mejor ante este.
Tales de Mileto, Anaximandro, Heráclito y Parménides, por nombrar algunos de los filósofos presocráticos más conocidos, inician una forma peculiar de pensar en occidente que se caracteriza por preguntar acerca del origen de lo que les rodea, el universo, la naturaleza entera y la vida. Y dicho cuestionamiento no ocurría por medio de explicaciones míticas, sino a partir del uso de aquello que llamaron el logos. Pensar atendiendo al logos —que después traducirán los romanos como ratio, modificando y restringiendo en gran parte su sentido, hasta llegar a la palabra castellana “razón”—, implicaba buscar aquellas causas a las que, a través de nuestra capacidad de deliberación, podríamos acceder; entender la naturaleza y sus fundamentos. Ello no significa, como se malentiende a veces, que la explicación mítica pre-filosófica o pre-científica fuera irracional, sino más bien que el logos guía una forma específica del pensar en cuanto sigue un procedimiento particular.
Aquella búsqueda iniciada por los primeros filósofos se fundaba en el supuesto de que el cosmos tendría un orden, una estructura a la cual podríamos acceder mediante el propio deliberar y argumentar, y no por medio de una revelación mítica transmitida por una tradición y su memoria. El logos, como aquella capacidad de reflexión y de descubrir el orden del cosmos, implicó ampliar y democratizar el saber a todo quien lo ejercitaba. Con ello, el saber dejó de estar depositado en el relato de los grandes poetas —como Sófocles u Homero—, quienes en cierto modo se veían legitimados por el amparo de los dioses. Así, el mundo homérico, por ejemplo, tenía su orden y sentido garantizado por el relato de los dioses Zeus, Hades, Poseidón y Gea. En este sentido, y aunque pueda parecer extraño prima facie, precisamente el llamado “milagro griego”,8 el paso del mito al logos —en cuanto inicio de la filosofía como racionalización del universo— constituye una primera democratización del saber. Pues, a diferencia del mito, donde los poetas serían los interlocutores válidos, intermediarios entre lo divino y lo mortal, el relato explicativo de los filósofos no tiene mediación sagrada. O, dicho en otras palabras, para la Grecia mítica, lo que constituía el saber no era su carácter científico como se inicia con la filosofía, sino poético y mítico, saberes contenidos en forma de una teodicea y una teogonía. Vernant caracteriza a estos últimos como sigue:
“Éste se presenta en forma de un relato procedente de la noche de los tiempos, preexistente a cualquier narrador que lo recoja por escrito. En ese sentido, el relato mítico no depende de la invención individual o la fantasía creadora, sino de la transmisión y la memoria. Este vínculo íntimo y funcional con la memorización acerca el mito a la poesía, que, en su origen, en sus manifestaciones más antiguas, puede confundirse con el proceso de elaboración mítica”.9
La búsqueda filosófica por principios y conceptos generales que permitan explicar lo particular y lo universal, una posibilidad abierta para todo ser humano en tanto partícipe del logos, se vuelve más clara cuando recordamos que la filosofía constituye el primer intento por generar un relato, una explicación que se sostiene desde la verificación del uso correcto de nuestro entendimiento. Es evidente que aquel método no corresponde al saber científico tal como lo entendemos hoy, pero en cierto sentido está ligado a este. No hablamos, pues, de ciencia al modo moderno, no se trata de que los griegos pensaban la ciencia al modo experimental, más bien de aquella forma de saber que, siguiendo la determinación de Aristóteles de la filosofía como filosofía primera (πρώτη φιλοσοφία), es decir, como el saber más general y originario, servía de fundamento para todas las demás disciplinas. La explicación filosófica, fundada en el logos, busca apoyarse no en el mito, no en una historia relatada y transmitida generacionalmente y validada por el peso de la tradición, sino en el relato construido por vía de una argumentación deliberada en primera persona.10 Hasta aquí sabemos que con el comienzo de la filosofía inicia una forma de explicación basada en argumentos y no en crónicas heredadas y anónimas.
Ahora bien, nuestro mundo no es el mundo griego y los saberes han logrado especializarse a un nivel cada vez mayor. Hoy son muchas las ciencias que intentan explicar el fenómeno de lo vivo y el universo entero: la astronomía, la biología, la medicina, la informática, la bioquímica e incluso la robótica se ocupan de estos asuntos. Por tanto, la pregunta se mantiene: ¿por qué hoy filosofía?, ¿por qué dedicarnos a considerar una disciplina que, con sus preguntas, como criticaba el mismo Kant a la metafísica, parece “un mero andar a tientas”?11 La justificación de la filosofía nos obliga a adentrarnos más hondamente en su compleja naturaleza, y en especial en reconocer de una buena vez, sin temerle a ello, que su importancia no es evidente, pues, mientras que la medicina gracias a sus conocimientos puede salvar vidas, retrasar la llegada de la muerte, curar enfermedades o mejorar la calidad de vida de las personas, la filosofía no sirve como ella. No debe asustarnos cuestionarnos: ¿De qué sirve la filosofía? Plantear esta pregunta con honestidad nos abre el camino para intentar dibujar una justificación.
En este apartado, así como espero a lo largo de todo este libro, deberíamos concordar en que la filosofía vale terapéuticamente. Ella tiene un sentido y un valor particular, aun cuando no sea útil en sentido restringido. Pues, citando a Unamuno, lo que la filosofía nos ofrece, un conocimiento especial y jamás mera opinión, se justifica en la vida misma: “¡Saber por saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano”.12 Unamuno advierte que el “filósofo filosofa para algo más que para filosofar”, y ello se debe a que “el filósofo antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar, y de hecho filosofa para vivir”.13 Esta última gran afirmación me parece da en el clavo, y todo este trabajo quiere argumentar en virtud de ello: el filósofo “filosofa para poder vivir”. Ello puede sonar extraño, pues pareciera ser más necesario comer o dormir para vivir que filosofar. Sin embargo, en la medida que vayamos explorando mejor la condición humana y adentrándonos en su especial forma de ser “enferma”, encontraremos sentido a esta frase. Solo en la medida en que comprendamos que el ser humano es un “animal enfermo” vislumbraremos a la filosofía no como una disciplina en...

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