
- 122 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La espiral esférica
Descripción del libro
Novela de una sensibilidad y una profundidad inusuales, en la que el autor ahonda en uno de los temas estrellas de su obra: el regreso a las raíces después del exilio. Nuestro protagonista regresa a su hogar tras muchos años sumergido en otra cultura, en otra lengua y en otra vida. A través de conceptos tan líquidos como la patria, la identidad, la bandera, Pablo Medel nos narra en esta historia lo que Heráclito contó en su fábula: ningún hombre es capaz de nadar dos veces en el mismo río, porque ya no es el mismo río, como tampoco es el mismo hombre.
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Información
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LiteratureCategoría
Literature General1
Mi tiempo avanza en espiral
F. G. L
Ser capaz de observar con detalle esta cinta cribadora que tritura y arrastra los montones de algas y sargazo, mientras el murmullo de las olas de espuma se acerca a la orilla y evita un peligro en tierra, porque justo al chocar con tus pies siempre da marcha atrás y el operario, que no mira, deja tras de sí un surco infinito de arena despejada y sigue avanzando de la única forma posible, sin volver la vista hacia atrás, y deja a sus espaldas el palo de madera donde ondea la bandera azul y la dorada con su castillo doblado, sus estrellas de ocho puntas y la corona real abierta ante la nada frente al cormorán que observa todo en silencio, como si únicamente él supiera cómo hay que mirar con más detalle o con la tranquilidad de esas gaviotas reidoras que cruzan de un lado a otro de la costa sobre el manto tranquilo de agua salada que oscila sin mucha fuerza y sin saber que alguien observa lo que pasa, en espera de que se haga de noche y llegue el frío.
Quizá no sean los atardeceres atlánticos y pacíficos, pero esta vez comprendes que la fuerza no está en el mar, sino en el cielo mediterráneo donde ahora los tonos de naranjas y guayabas te ofrecen un cielo distinto al que recordabas y te hacen resoplar con fuerza, para que sientas una vez más el alivio de desechar una idea tonta que no sea la de pensar que el aroma fétido del salitre sea el que te invite a levantarte de esta roca, única testigo de la decisión de empezar de cero a más de nueve mil kilómetros de esta roca y ya han pasado tres años, pero podrían haber sido trescientos mil porque la roca insiste en que te sientes una vez más para recordar que eres capaz de olvidarlo todo porque todo sigue igual de firme en el mismo sitio.
Las montañas de algas se amontonan en la arena y en el paseo marítimo la luz de las farolas se enciende e ilumina a las sombras de familias que desaparecen lentamente entre las columnas de palmeras y jacarandas bajo el murmullo de las olas, el chirrido lejano de los grillos y los golpes del llavero plateado, el mismo llavero de entonces, que vuelve a enroscarse sobre el dedo que señala y haces que dé vueltas sobre sí mismo.
Anochece más pronto que la semana pasada; está claro que el verano por fin se acaba y llegará septiembre y vendrán las lluvias y soplará el poniente y las aves migrarán cuando ya no estés, si decides irte; unas, de norte a sur y otras irán de este a oeste, e imaginas las rutas de ida y de vuelta, y lo harán sin perderse porque nacen programadas genéticamente para saber cuándo y hacia dónde tiene que volar en las primeras migraciones, mucho antes del aprendizaje o las experiencias de vuelo, y es un misterio cómo localizan sus destinos, siempre los mismos, de ida y vuelta; la brújula está en las estrellas, dices, esas mismas que ahora se intuyen en el cielo, pero también en los vientos estacionales, en rocas como esta o incluso en los campos magnéticos de esta tierra que pisas tranquilo.
Saber que hay vida más allá de las gaviotas, aunque no distingas bien entre un charrán y una golondrina y te cueste diferenciar a la cabecinegra que en invierno cambiará el color de su cabeza, porque todo este mundo que desconoces no es sino una excusa para recordar los viajes neotropicales que llenarán pronto las aguas caribeñas de zorzales y playeritos, tangaras y chorlitos, gavilanes y zopilotes, colibríes y especies tan lejanas y distintas a los cormoranes y pardelas, alcatraces y vuelvepiedras, correlimos o las gaviotas reidoras que en teoría ahora comparten destino contigo.
No caigas en la trampa de comprender el regreso; uno se da cuenta de que no es fácil volver si no se sabe volver, porque los héroes llegaban y, salvo el elegido, fueron vueltas desastrosas y solitarias, quizá por pensar que todos tenían una aventura cíclica y masculina, ya fuese Troya o el exilio en este planeta que se viene abajo, como este horizonte de plata mediterránea que se apaga y languidece; no importa si hubo ambición y se cumplió el objetivo o fue algo mítico y se transformó tu pequeño mundo o quizá fue algo más inesperado; es el esquema nuevo que ahora no cuadra en esta línea que uno no sabe dónde termina, ni crees ya que sea un círculo.
Recordar que uno no está solo y entender que el momento no te deja fuera de nada ni dentro, solo te enseña a comprender que uno ya no es ni de fuera ni de dentro cuando regresa temporalmente a una patria que dejó de tener sentido, si acaso alguna vez lo tuvo, pero eso ya no importa; tu preocupación es otra, es volver a un posible origen y creer que hubo un principio, aceptar una raíz y convivir con la extraña sensación de no pertenecer a ningún sitio, porque los sitios no le pertenecen a nadie, a pesar de las fronteras y del baile de banderas y escudos y lenguas que se enredan solas para ver quién es la más fuerte mientras una fuerza oculta te empuja hacia a la cuneta, que es una orilla como esta, en la que no pasa nada y te planteas si el planeta cambió o sigue igual y tú lo ves distinto.
Cuando se pierde el lazo familiar con el hogar y con el mundo tras la experiencia de haber roto con un supuesto pasado, tú ya no eres el mismo y no estás solo, aunque pienses ahora en la opción de dar por terminada la posible aventura y que empecéis aquí una nueva vida, porque sabes que el problema ahora es otro; el problema estaría en el reajuste, en readaptarse; solo tú sabes qué has vivido y ya eres distinto, aunque luches a ciegas, como esos peces que imaginas, por volver a ser el mismo.
La trampa es no aceptar que el regreso es otra salida, una segunda vuelta, acaso la segunda de muchas otras o quizá la última, y alocarte con preguntas que carecen de respuestas, mientras las gaviotas ríen en grupo, porque el tiempo ha pasado y las reglas también varían, aunque busques como un tesoro enterrado el vínculo entre lo propio y lo extraño y le des vueltas al llavero plateado y a la paradoja de no saber resolver la tensión indefinible que sospechas tener no con el mundo sino con la persona que eras antes de haberte ido.
La playa se queda a oscuras y sabes que es momento de volver y cerrar el día junto al mar en busca de un consejo, de un consuelo, de otra roca donde sentarte, porque has vuelto a la misma roca, a la misma piedra en la que te despides otra vez de ti mismo mientras caminas por la orilla en busca de otras piedras y sonríes tranquilo, porque has tenido tiempo para comprender que lo único que te queda aquí, con o sin piedras, es este momento de lucidez presente donde uno se libera del apego y aprende a disfrutar del fragmento para observar el mundo de otra forma, con los mismos ojos que ahora miran los montones de algas y sargazo y las dos banderas revueltas que ondean para nadie con sus advertencias y sus peligros.
Y volver a encontrarte con el grupo y confundir las llegadas y salidas porque hoy llegas tú, pero mañana uno vuelve a Portland y otro a Mozambique y darte cuenta de lo difícil que es mantener el contacto si ya habéis normalizado los encuentros temporales, porque todos somos residentes temporales en cualquier país del mundo, dice tu amiga de Cartagena y lo hace muy afectada desde que se fue a Mánchester y luego a Edimburgo y ya le fue imposible sostener la relación contigo, a pesar de los intentos digitales y los cruces de mensajes, porque ahora ya no os habláis, sois casi desconocidos y tú le preguntas que ya ni recuerdas cómo se apellida; fue imposible retener las amistades con tanto movimiento y tanto viaje, por eso la imagen recurrente y agridulce fue la de una pandilla dispersa, esparcida sobre treinta y ocho millones de kilómetros cuadrados.
Porque todo está mezclado y por mucho que insistas en deshacer los nudos e inventarte líneas rectas, una vez que sales de la rueda no hay vuelta posible y tampoco tendría sentido; había que alejarse, cuidarse, tomarse la vida de otra forma y darse cuenta de que la solución no estaba en las hipotecas o en las pensiones del futuro, sino en aferrarse al instante, hacer otras preguntas, sacar la ilusión de otros lugares e inventarse una vida que pudiera ser posible ahora, a ser posible lejos de Europa, te dice otra amiga que vive en Buenos Aires y ahora discute apasionadamente sobre las revueltas sociales y el futuro incierto de la última generación de treintañeros indignados.
Durante la noche alguien le pone nombre y tú hablas del choque cultural inverso y otro habla del síndrome de Ulises y alguien dice que no, que no es lo mismo, y tras leer alguien en un teléfono un fragmento de Homero, coincidís en lo difícil que es volver cuando no hay apego romántico de por medio a la tierra en la que naciste, aunque hoy que recorriste de día tu ciudad como quien la descubre de nuevas, se te acumularon las rutas y los monumentos emblemáticos y te diste cuenta de que sí que lo ves todo con un nuevo cariño, pero no tienes claro que sea hacia la ciudad, hacia este barrio, hacia la calle, hacia esta terraza o hacia la comida que tienes a la mesa, sino hacia los recuerdos fragmentados de una historia de errores y aciertos que, de golpe y sin aviso, te desvelan un posible pasado.
Habláis mucho del desapego, y quizá tendríais que seguir hablando, y del contrasentido de saber que eso es lo que os une y define como colectivo en conversaciones como esta en las que acabáis consumidos por el fuego fatalista del nuevo encuentro esporádico; muchos sois excedentes voluntarios de países ricos y no eres consciente, te dice tu amigo inconformista, de la tragedia de las ciudades-campamento donde se busca lo imposible con la torpeza diplomática de buscar soluciones locales a problemas planetarios, y le das la razón porque descubriste no hace tanto que la tragedia del sistema neoliberal que os vio nacer, dicen, es más social que económica y, mientras unos se van y otros se quedan e intentan comprender lo que ocurre, hay lugares que perfilan el mundo como un vertedero de residuos; las cárceles ya no reciclan, escuchas, solo eliminan lo que sobra o lo trituran, como en los campos de refugiados; os obligaron a moveros y mirar hacia otro lado, mientras construyen más muros y clavan más banderas y suenan más altos los himnos, porque la última carta de los políticos fue aprovechar el clima de terror y asegurar la protección eterna frente a los que llegaban de fuera, los nuevos enemigos fantasmas de este mundo que no sabes cómo resiste ya tanto golpe y tanto daño.
Es bonito saber que colgaron una pancarta gigante dándoles la bienvenida, pero aquí no llegaron ni dos mil de los diecisiete mil a los que se habían comprometido, te recuerda tu amigo y te dice que, por favor, dejes quietecita ya la moneda de dos euros, porque en Europa se cerraron otra vez las puertas y en Creta se marcó la entrada de un nuevo laberinto; prometieron reubicar, asentar y dar cobijo a casi doscientos mil seres humanos y, a pesar de las movilizaciones, las protestas y los actos reivindicativos parece que el tema dejó de ser de actualidad porque había otras urgencias políticas, prosigue, otra vez con el lío de banderas, peleas territoriales y la incapacidad genética hacia el diálogo.
Porque aquí se habla sin parar y demasiado y parece que nadie escucha; muchos siguen hablando y otros hacen bromas sobre los ecuatorianos que no tienen ni gracia ni sentido y, mientras los coches pasan muy cerca de tu silla y una pareja discute a gritos en la otra acera, te recuerdan otra vez que el mundo se os está yendo de las manos, y tiene razón tu amiga ecologista cuando habla de los efectos del cambio climático, porque las altas temperaturas solo fueron el preludio de lo que ya estaba pasando; una imagen desoladora de polos que se derriten y el nivel del mar que sigue subiendo, sequías y lluvias torrenciales que están extinguiendo las especies y secando los humedales, cada vez menos trabajo en el sector de la pesca y en el agropecuario, la baja producción cítrica y la pérdida de vides y olivos, los incendios forestales y las olas de calor y todas las nuevas plagas, virus apocalípticos y enfermedades cardíacas y los pulmones debilitados.
Niños y ancianos expuestos al ozono, te recuerda, y las partículas contaminadas como las que sueltan los humos de estos cigarrillos, y aunque poco se pueda hacer ya, sí que hay formas de atrasarlo, pero siguen faltando puentes, puertas y escaleras y llevar la pasión también a otros lugares porque a ti, y lo dices sin pensar lo que dices, esta noche, más que confirmar que el mundo no tiene arreglo, te apetecía contarles algo, quizá, más mundano.
Escuchas la conversación y vuelves a revivir la misma agitación de entonces, porque el mundo se desmorona y no hay mucho que puedas hacer mientras bebes otro doble de cerveza en esta terraza tan limpia de este barrio tan castizo, pero la moneda que da vueltas te reconforta; en la ciudad de la prisa y de la urgencia es muy difícil encontrar la calma y ya te mueves a otro ritmo, a otro tiempo, por eso dejaste todo, te dices, y tuviste la valentía de elegir otro camino distinto al que te habían diseñado y tomarte la vida con otra actitud, más sencilla y a la vez más reflexiva, y mirar el mundo de otra forma y asumir que la aventura estaba siempre fuera de la norma establecida, más allá de esta ciudad, con otros tiempos, otros paisajes, otras voces, otros olores, otras costumbres y, ahora que han pasado tres años, compruebas que no fue tan difícil dejarlo y aceptar el movimiento como parte de tu vida; lo difícil es volver, sospechas, y no saber qué es lo que sigue igual y qué es lo que ha cambiado.
Y ser capaz de avanzar sin mirar y, aunque las pisadas sean lentas y no sepas hoy hacia dónde te llevan, te mueven hacia un destino provisional y momentáneo, un lugar con forma de limbo, un espacio elegido para detener el tiempo y que el tiempo se convierta en espacio, porque las grandes historias se cayeron, se desbarataron como castillos de arena, te dices, pese a que las noticias que leíste estos días se esfuercen por crear otra vez un gran relato de ingredientes tan viejos y aburridos como el pulso eterno entre dos grandes fuerzas, los buenos y los malos, los de abajo y los de arriba, los de dentro y los de fuera, los que tienen y lo que quieren, los que comparten y los que no transigen, los que se quieren ir y los que no quieren que te vayas, los soñadores y los apegados a una realidad ficticia y todos los contrarios que pellizcan la línea del tiempo desde su extremo narrativo sin saber que no pasa nada si se rompe, porque hay tantas cuerdas como personas ocupando espacio y, por mucho que volvamos, por mucho que digamos, en tardes como la de hoy piensas que te falta paciencia y valorar lo que te queda en su precisa medida.
Habrá que valorar el movimiento y mantener el equilibrio como las balanzas antiguas donde los platillos de bronce ajustaban sus alturas y se daban por medidas; si uno sopesa y hace la criba, revive la imagen del tamiz lleno de arena y sabe que no tiene sentido retener nada por absurdo e imposible y por alimentar bucles dentro de uno mismo; ahora es tiempo de estar aquí con la inercia del plato de bronce y en la calma, en la balanza y en este atardecer naranja encontrar una posible raíz a la que aferrarte ahora mismo como si fuese un salvavidas.
Eso haces mientras llegan los informes de una tierra que retembló en el mismo día, siempre el mismo día, y se cayó a pedazos mientras recreas otra vez cómo se derrumbó tu calle, tu antiguo edificio, tu oficina, tus museos o aquel montón de escombros que esconden los recuerdos que no contaste por no encontrar nunca el momento, pero te hicieron sentir libre de todo y de nada; desmontaste la careta, la máscara, la persona, y te diste cuenta de que la razón agota, despedaza y adormece lo sensible, pero supiste detenerla y ver de otra forma el mundo u otro mundo o quizá fuera el mismo o un mundo que ahora se desploma a nueve mil kilómetros de esta ventana intacta mientras se rescatan y buscan desaparecidos y se evidencia que la ruptura subterránea levanta y une más un pueblo dividido; lo valiente es la unión sin estar unidos, recuerdas que era eso lo que te decían.
Por eso observas la noche desde esta ventana impoluta y a veces sientes que te observas a ti mismo, más allá de la cinta que criba y acribilla a lo lejos los montones de algas y sargazo de la playa y, aunque desde aquí no veas la roca, eres capaz de verte sentado frente a ti mismo y recuerdas la búsqueda discontinua del año previo a la salida y la obsesión templada de presenciar el desdoblamiento de todo, de ti, de vosotros, del mundo y jugar a encontrar posibles explicaciones y simetrías.
Conviertes esta habitación familiar en un improvisado observatorio donde estás siendo testigo del cambio de estación en este día veintidós a las veintidós horas y dos minutos y no consigues ver la Luna Nueva porque no es Luna, pero tampoco sabes muy bien qué es la Luna, sabes que es un satélite de un sistema solar que gira y también da vueltas sobre sí misma, una pelota plateada de treinta y ocho millones de kilómetros cuadrados que brilla como este llavero y nos vuelve locos y nos deja, no solo el primer día, el cruasán, el cine, el dedo que gira y señala o las mezquitas, sino más excusas para medir nuestras fuerzas siderales y clavar banderas estrelladas que recuerdan que siempre nos tropezamos con la misma piedra, con el mismo palo, con la misma bandera, con la misma Luna que seguirá latiendo como un reloj suizo cumpliendo sus fases sagradas, por mucho que intenten fijarla, estudiarla y hasta medirla.
Confías en que exactamente dentro de seis días asomará una uña celestial creciente y buscarás su ubicación desde otra ventana y volverás a pensar lo mismo, porque no es necesario comprender qué es la Luna, sino aprender a mirarla y saber que estás lleno de vida.
El temblor ha revuelto las convicciones y las dudas, pero no la fortaleza y la ilusión de cumplir un sueño, el sueño de cruzar un océano de más de cien mil kilómetros de costa de la vieja Pangea que nos dividió temporalmente, porque antes estábamos todos unidos, el sueño de ver que es posible no seguir ni creer las advertencias amigas y dar el salto, dejar lo necesario y convencerse de que lo que se mueve es lo que está vivo, a pesar de que justo ahora la voz que no quieres escuchar, pero escuchas en falso directo, lucha por colocar bien las complejísimas raíces sumergidas del árbol del apego, el árbol de lo mortal y de lo humano que nos impide, por mucho que nos duela, hacer las maletas cuando llega el día.
Fantaseas con la idea de encontrar en la noche la posible silueta de la Luna Nueva, pero no ves más que espacio y tiempo y un espejo negro que refleja el mar que de fondo seguirá haciendo ruido, porque desde esta ventana ya no se escucha nada, solo un mensaje de voz que vuelves a reproducir desde el principio y el recuerdo presente de la sonrisa más blanca del ejemplo vivo de que el amor, dure lo que dure, se viva como se viva, y a pesar de las distancias, sigue siendo lo único que merece la pena ser vivido, lo único que te mueve y destapona, lo único que desenreda el nudo y le da sentido a este movimiento de noches como las de hoy donde esta casa familiar tan vacía se convierte por momentos en un improvisado observatorio de astronomía.
Y volver a deambular por las calles, las mismas líneas de Metro, las mismas terrazas y beber los mismos cafés de hace tres años y descubrir que todo sigue igual en apariencia, quizá más ordenando o quizá más limpio, pero el tiempo parece haberse estancado en aquel verano donde te despediste por última vez de una ciudad ansiosa que ya no era tuya, porque las ciudades no son de nadie, piensas; cuando entregaste las llaves de tu última casa y te subiste en el autobús amarillo que te llevó desde Atocha directo al aeropuerto, entonces sabías que ya no había vuelta atrás y, ahora que vuelves y ha pasado el tiempo, lo haces como visitante, vuelves a ser turista, ya siempre estarás de visita y, ahora que estás sentado en la misma terraza de hace tres años, la sensación es al mismo tiempo extraña y liberadora; el reencuentro con tu ciudad se hace desde otro lugar que, por muchas vueltas que le des, ya nunca será el mismo.
Tener la valentía de quedarte en silencio cuando la discusión política quema las bocas amigas, no porque no estés en contra o porque estés de acuerdo, sino porque sospechas de todas las ideologías, pero no puedes cuestionarte el sacramento del raciocinio y, al final, hablas o callas fuera de tono y a destiempo; entiendes el contexto, la historia, el pasado común herido y no te pronuncias como antes, porque no tienes claro qué decir y, sin querer, salta la polémica y dices lo que sientes, no lo que piensas sobre lo que escuchas, porque dejar de pensar en ello durante los últimos años y fijarte en otras cosas hizo que te sintieras libre, piensas, y algunos comparten tu indiferencia ante las fronteras, las patrias, las banderas o los desastres políticos y económicos, pero es inaceptable que no te posiciones, te cuestiones tu propia cultura o pongas en tela de juicio las tradiciones, porque es imposible, te dice tu amigo salmantino mientras pide otra ronda de cervezas, modificar la cosmovisión de un país de países como el tuyo que solo se comprende a través de sus costumbres y sus mitos.
Reírte al final de todo y dejar de buscar argumentos si no tienes claras cuáles son las tesis, porque, en el fondo, ya sabes que no todo el mundo ve las cosas como tú las estás viendo ahora y tiene sentido lo que dicen, aunque los nuevos temas son igual de extraños; la posmodernidad que no entiende de fronteras dio sus últimos co...
Índice
- La espiral esférica
- Copyright
- Other
- 1
- II
- Sobre La espiral esférica