La bolsa de huesos
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La bolsa de huesos

Eduardo Ladislao Holmberg, Eduardo Ladislao Holmberg

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La bolsa de huesos

Eduardo Ladislao Holmberg, Eduardo Ladislao Holmberg

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Información del libro

«La bolsa de huesos» se trata de una novela policiaca de Eduardo Ladislao Holmberg y se considera la novela fundadora del género policial en Argentina. Un médico regresa de un viaje y a través de dos amigos de profesión descubre que alguien ha abandonado esqueletos a los que les falta la cuarta costilla. Entonces, comienza una investigación para descubrir la verdad.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726681031

VII. Mejores o peores

He visto seres humanos á los que la bala ó el acero desplomaran hiriéndolos en el corazon; he visto fulminados por el aneurisma ó por el rayo; pero me faltaba observar una víctima de la sorpresa en su grado extremo.
Al oir su nombre, Clara dió un rugido sordo, y levantando los brazos los dejó caer de pronto, mientras daba una media vuelta rápida, y, con las rodillas flojas, tocaba casi la tierra.
Un movimiento de resorte la hizo levantarse instantáneamente.
Ya estaba yo á su lado.
Muda de asombro, y pálida como el cadáver de Saturnino, se apoyó contra un pilar de la reja y miró á todos lados.
—«¿Me conoce usted?»
—«¡Sí!»-respondió haciendo un esfuerzo.
—«¿Me crée capaz de traicionarla ó de venderla?»
—«¡No!»
—«Sigamos su camino. Ha llegado el momento de que conversemos de asuntos que nos interesan á los dos.»
—«Llámeme Antonio mientras llegamos á casa.»
—«No es necesario que la llame de ningun modo, porque nada tengo que decirle en la calle.»
Seguimos viaje juntos, y á las dos cuadras penetró en una casa de aspecto lujoso.
Al poner el pié en el umbral ofendí mentalmente á Clara, pensando que sería conveniente recordarle algo relativo á mi seguridad personal; pero todo pasó como un relámpago, y la seguí.
Aquella mujer extraordinaria no podía caer en la vulgaridad de disparar sobre mí, y á traicion, un arma de fuego. Si me conocía, como lo había dicho, no podía temer una celada, ni tampoco pensar que estuviera solo, en el caso inverosímil de que, cambiando de papel en mi vida, me hubiera convertido en un agente policial, porque mi muerte sólo habría complicado su situacion, demasiado grave ya en aquel momento. Por lo demás, ignoraba el motivo de mi interpelacion, y por lo mismo que no me había apoderado de ella al demostrarle que la conocía, y que, conociéndola en la casa de Saturnino, la había dejado libre, su propio interés la obligaba al respeto y á la consideracion.
Cuando estuvimos en el patio, me dijo:
—«Tenga á bien esperarme un momento; voy á abrir la sala.»
Abrió la puerta del aposento que seguía y encendió luz. Un minuto despues, ví que se iluminaba la sala. Sonaron las fallebas, y penetré allí.
—«Señorita» —le dije antes de tomar asiento— «mi espíritu goza en este instante de una claridad extraordinaria; pero siento el corazon oprimido, y temo que, para desarrollar el tema que me ha obligado á incomodarla, no sea éste el mejor aposento de la casa. Mi voz no es suave como el perfume que usted usa, y los acentos de la pasion la elevan á tonos de una resonancia que puede transparentarse por ventanas que dan á una calle no situada en el desierto.»
—«Es verdad. Permítame usted correr estas cortinas, y pasaremos á la pieza inmediata.»
—«¿Nadie podrá oirnos desde el patio?»
—«Nadie.»
Atravesando una portada que cerró luego, penetramos en la antesala.
Allí había un harmonio y un piano. En las paredes, los dos cuadros de Beethoven y de Weber que ya conocemos. En un armario-biblioteca, muchos libros, en cuyos lomos, casi disimuladamente, leí nombres de autores científicos. Un pequeño sofá de ébano con tela de damasco aterciopelado, algunas sillas, un estante con cuadernos de música. En el atril del piano, abierto en la primera página,el Clair de lune de Beethoven.
Sobre una mesita, flores de la estacion, y en las cortinas, en el aire, en la luz, el perfume revelador, aquel perfume que, apenas más perceptible, habría podido embalsamar todos los ensueños nacidos en cerebros del Oriente.
Me invitó á tomar asiento; pero no me senté.
—«La confianza que le demuestro al dejarme encerrar en su casa, sin saber quién vive en ella, ni cuál es su carácter de usted, le prueba que he adivinado el secreto de su vida misteriosa, y que, á pesar de ser su prisionero, en la apariencia, deseo conservar mi libertad de accion y mi voluntad. Vaya usted y cámbiese de traje. Yo quiero hablar con la mujer, no quiero hablar con el máscara.»
La sorpresa no se pintó en su semblante, porque no tenía dónde pintarse.
Su espíritu altanero se rebeló contra aquella órden, y permaneció firme en el sitio que ocupaba.
—«Le he dicho que se mude ese traje. Yo quiero hablar con la mujer, con toda la mujer; quiero leer en sus grandes ojos negros la impresion de mis palabras. Yo lo quiero!»
Rendida ó sujestionada, obedeció.
Pasó á la pieza inmediata, y oí ruido de agua y de cepillos, el chirrido de un ropero que se abría, tacos que sonaban al caer, roce de seda, y luego choque de frascos.
Algunos minutos después sentí que todas las inserciones musculares parecían desprenderse de sus respectivos asientos, y que todas las auroras me enviaban soplos de vida jóven y fresca, en la plenitud de un esplendor que se remontaba sobre los sueños y las ilusiones.
¡Qué soberana belleza vieron mis ojos asombrados!
Me pareció que si las tristes víctimas de una catástrofe adivinada, volvieran á recuperar su animacion, retornarían contentas á la sombra del sepulcro, exclamando:—«Tú lo has hecho; gracias siempre por tu amor».
Y justifiqué á aquel personaje de Hoffmann que vendió su reflejo en una noche de San Silvestre; y huyeron para siempre, como palomas aterradas por el gavilan, las imágenes de todos los suicidas y criminales y locos que se quedaron sin conciencia por las seducciones de la hermosura.
—«Una inteligencia como la suya,»—la dije—«no puede pasar inadvertida la impresión que me ha causado al verla como deseaba, y debe creer que mis sentimientos me imponen la conviccion de que, poseedora de una belleza semejante, no puede ser criminal.»
Mientras le decía esto, me palpé la cuarta costilla, y ella se llevó la mano á la cabeza para arreglarse alguna nada del tocado, que le hacía cosquillas en la nuca, y que disimulaba la falta de la cabellera. Tenía un casquetín de blondas negras yvestía un traje de satín de igual color. En el cuello un tul blanco plegado, y una gruesa cadena de oro, en la que estaba suspendido un relicario de rubíes.
Habría jurado que en aquel relicario estaba el veneno.
No sabía por dónde comenzar.
Frine, vestida, se presentaba sin abogado.
Y ¡cómo! despues de tanta pesquisa, de tantas averiguaciones, ¿me iba á avasallar aquella mujer?
La ofuscacion había pasado, y ella rompió el silencio.
—«Usted sabe mi nombre, y esto me indica que usted sabe todo.»
Su voz había cambiado, y era dulce como un caramelo, y blanda y voluptuosa como sus ojos.
—«Si no todo, una gran parte á lo menos. He sido llevado de la mano por la curiosidad y por el acaso.»
Me pareció que no le hablaba con bastante energía. Que mi voz no tenía esa resonancia que iba á atravesar las ventanas, y que algunos vocablos nacían como súplicas en vez de retorcerse como órdenes.
—«Vengo, señorita, para salvarla. Su secreto ya no le pertenece, ni á mí tampoco, porque otras personas han tomado parte en esta investigacion. Al regresar de un largo viaje, un amigo me regaló una bolsa de huesos que un estudiante de Medicina dejó olvidada en la casa del Señor Equis.
Estudié esos huesos. Un frenólogo estudió el cráneo. La casualidad quiso que el Doctor Pineal tuviera un esqueleto semejante, el cual procedía de una casa de la calle Europa. El frenólogo estudió tambien el cráneo y halló lo mismo que en el otro. En ambas casas había vivido Antonio Lapas; en ambas había muebles que conservaban cierto perfume exquisito; en ambas el estudiante era un modelo de discrecion y de prudencia; en ambos esqueletos faltaba la cuarta costilla; en la carne, y sobre la misma, Saturnino presentaba una incision cicatrizada; los tres tenían inteligencia brillante y eran estudiantes de Medicina; en la Facultad ignoraban la existencia de Antonio Lapas, lo mismo que en la de Montevideo, en la de Córdova y en la de Santiago de Chile; pero en los libros de la nuestra quedada constancia de la época de desaparicion de Nicanor B. y de Mariano N., como queda, en el espíritu de los médicos, la conviccion de que Saturnino ha sido envenenado con cierta sustancia que no conocen, que yo sé que procede de un vegetal del Perú y que ataca los nervios de la base del cerebro, terminando por paralizar el corazon. Pero yo sé tambien que en cierta cómoda hallé un final de carta en el que se leían algunas palabras cariñosas, al pié de las cuales se veía el nombre de Clara T., y que la letra de esa carta era la misma que la que había en cierto fémur procedente de la calle Tucuman.
Clara sollozaba.
—«¡Estoy descubierta! ¡estoy perdida!»
—«Sí, señorita; está descubierta, porque cuando la Ciencia puede llegar á decir 'este esqueleto es de Mariano N. y este de Nicanor B.' es porque la Ciencia no ha agotado el tesoro, no ha extinguido aún las fuentes ni las formas de la investigacion.»
—«¡Estoy descubierta! ¡estoy perdida!»
—«¡Sí! porque usted ha confiado mucho en su habilidad y muy poco en la curiosidad inteligente de los demás.»
—«¡Estoy descubierta! ¡mi obra está terminada!»
—«Sí, señorita; y es una felicidad que así sea, porque su obra, además de cruel, era injusta, y su venganza implacable ha castigado á los inocentes despues de castigar al que la engañó.»
—«¡Cómo!»-exclamó incorporándose á semejanza de una leona herida—«no satisfecho con el desden ¿todavía me ha vendido el miserable?»
—«Tambien es injusta en eso; nadie la ha vendido. El estudio del cráneo es quien ha revelado que Nicanor B. era capaz de faltar á su palabra.»
—«La Frenología no puede llegar á tanto.»
—«Usted sabe matar y transformar los cadáveres en objetos indiferentes de estudio; pero usted no sabe Frenología, y la prueba de que ésta puede llegar á tanto, es que usted ha comprobado, en su enojo, que alguien la había desdeñado.»
—«Yo no puedo creer que usted me engañe, y el conjunto de los antecedentes recogidos me prueba que el descubrimiento tenía que hacerse, y que no podía ser de otro modo. Estoy descubierta; todo lo que usted ha dicho es exacto.»
Juntó las manos en actitud, de plegaria y las elevó lo mismo que los ojos.
Me dí vuelta.
—«¡Adios! ¡adios!»—exclamó repentinamente, y cayendo de rodillas, derramó un torrente de lágrimas.
Aquel «¡adios!» me obligo á mirarla.
Y lo repetía, besando con vehemencia el relicario.
—«No ha llegado todavía el momento de las lágrimas, porque con ellas no podría usted enjugar una sola de las que arrancó á los corazones de los padres y hermanos de sus víctimas.»
—«Sí, ha llegado»-dijo levantándose y tomando asiento otra vez—«ha llegado, porque lloro, y hacía mucho tiempo que me faltaba este desahogo.»
—«Yo no he venido á provocar aquí escenas de drama, sino á salvarla.»
Despues de algunos minutos de llanto y de sollozos, me pidió le explicara el procedimiento que había seguido hasta encontrarla.
Y le referí, como lo deseaba, todo lo que ya sabemos.
Su asombro fué sincero.
—«¿De manera que si usted no se hubiese fijado en que faltaba la cuarta costilla del esqueleto que tiene en su casa, como faltaba en el del Doctor Pineal, no se descubre nada?»
—«¡Nada! Vea, señorita: ahora no puedo hacer otra cosa que felicitarme por haber dado término á su obra; porque, se lo juro, su venganza, digna de un Schariar, ó de cualquier bárbaro semejante, ha concluido! ¡Qué bien dijo Napoleon I al afirmar que todas las mujeres eran mejores ó peores que los hombres! Si; ha concluido.»
—«¿No vé usted que estoy serena ya?»—dijo sonriendo.
¡Qué barbaridad! ¡qué dientes! ¡irradiaban luz sobre el carmin de los lábios!
—«Entónces me permitirá usted que le haga algunas preguntas.»
—«Las que usted quiera.»
—«¿Cuál fué su primera víctima?»
—«Nicanor. Pero ¿para qué quiere usted hacerme preguntas, si ya lo ha reconstituido todo?»
—«¿Qué veneno ha usado usted?»
—«Un alcalóide de una planta del Perú.»
-«¿Su nombre?»
—«Cryptodynama purpurea
—«¿Y es posible que esa planta contuviera tal veneno y escapara á las investigaciones de los químicos y de los fisiólogos?»
—«Eso es más de lo que yo sé; pero es un hecho.»
—«¿Cuánto tiempo han durado sus relaciones con Nicanor?»
—«Dos años; y el muy pérfido me abandonó cuando su presencia era más necesaria. Tres meses despues, lo atraje con mis redes ... ¿Crée usted ...

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