Parte VI
Remedios relacionales
John y Louise están sentados en silencio, cada uno en una punta del sofá, como si buscaran mantener el máximo de distancia uno del otro. La tensión entre ellos es casi tangible; están nerviosos, y se les ve cansados. El silencio se rompe al entrar la terapeuta en la habitación. La presencia de la profesional parece ayudarles a liberar un poco de tensión. Se les ve respirar aliviados al centrar su atención sobre ella.
La terapeuta toma asiento frente a la pareja. Su mirada es cercana y cálida. Conoce bien cuán difíciles e incómodos pueden ser estos primeros momentos. Lleva muchos años trabajando y acompañando parejas, en distintos tramos de sus vidas. Ella también ha pasado por allí, brevemente, con su propia pareja, y sabe el reto que supone exponerse y hablar de temas tan íntimos a un tercero desconocido. «¿Cómo piensan que puedo ayudarles?», les pregunta después de unas breves presentaciones.
Hay tanto que, aun sin pronunciar ni una sola palabra sobre lo que les pasa, John y Louise ya expresan a través de sus miradas y sus gestos: ira, fatiga, ambivalencia, miedo, esperanza. «Problemas de comunicación» es el resumen que ofrecen luego sobre su situación. Ambos están de acuerdo con el diagnóstico al que han llegado —quizás uno de los pocos puntos que comparten en estos momentos. Describen una variedad de situaciones que han sido escenarios de conflictos; todas dolorosas, la mayoría de ellas sobre temas aparentemente insignificantes. En estos momentos dicen que cualquier cosa, por pequeña que sea, puede desencadenar conflictos importantes; que, en realidad, sus peleas más terribles se inician por trivialidades. Pero no importa cuán pequeños o grandes sean los problemas con los que intentan lidiar, realmente no logran llegar a ninguna parte, a pesar de sus esfuerzos.
Su baile, que antes era una fuente de gozo y alegría, se ha convertido ahora en una especie de trampa de la que no logran salir. Conocen todos sus movimientos demasiado bien, incluso pueden anticipar cómo se moverán, qué dirán o qué harán en cada momento dado, pero, aun así, no logran evitar lo que ahora parece ser inevitable; no consiguen cambiar nada de su coreografía. Tan pronto empiezan, repiten los mismos pasos, realizan los mismos movimientos una y otra vez; entran en una especie «bucle».
Un terapeuta de parejas conoce bien esta danza entre dos, tan predecible y repetitiva, y a la vez única para cada pareja. Las historias pueden variar, ser más o menos dramáticas, más o menos cautivadoras; pero por mucho que cambie la letra, la música sigue igual; los pasos son siempre los mismos. El terapeuta acompaña a la pareja, es testigo de los mismos patrones; una y otra vez… Sin embargo, hay muy buenas razones porque el «viajar a ninguna parte» (o andar en círculos) es una de las experiencias más comunes en la historia de una pareja: las fuerzas opuestas que intervienen en su funcionamiento la convierten en una de las estructuras orgánicas más paradójicas que existen.
La pareja tiene que avanzar y retroceder al mismo tiempo. Tiene que nutrir las individualidades y proveer conexión también. Debe crear algo nuevo y al mismo tiempo respetar lo viejo. Empuja hacia la madurez psíquica y la trascendencia y, sin embargo, saca a relucir nuestros lados más primitivos e infantiles. Los problemas de pareja pueden ser, por lo tanto, abrumadoramente complejos, incluso cuando parecen simples. Y, al no haber respuestas y fórmulas obvias o fáciles, la pareja a menudo acaba creando más y más «nudos» (patrones relacionales disfuncionales y repetitivos) en sus múltiples intentos por llegar a soluciones.
«Los problemas de hoy son las soluciones del ayer», le he oído decir en numerosas ocasiones al Dr. Alberto Gimeno, antiguo director de mi departamento en ESADE. Y las parejas constituyen, sin duda, un contexto idóneo para observar —y constatar— esa afirmación. A veces vemos a personas a las que queremos mucho (y a nosotros mismos también) atrapados en lo que parecen ser relaciones tóxicas, sin entender cómo llegaron hasta allí, por qué no se van, cómo pueden soportar tanto dolor o porqué lo soportan. Normalmente, sentimos un impulso fuerte de sacarlos de allí, de hacer algo, de ayudarlos de alguna manera; pero nuestros intentos de rescate suelen fracasar estrepitosamente. Por muy buenas que sean nuestras intenciones y argumentos, por mucho que nos esforcemos, hagamos lo que hagamos, todo parece ser inútil. El problema fundamental, en estos casos, es que sólo vemos una pequeña parte de un «todo» que se está desarrollando a la vez. Y esta visión parcial y sumamente limitada nos lleva a adoptar posturas que sólo responden a la pequeña fracción que vemos y que forma parte de ese algo mucho más grande y complejo que no vemos, lo que nos conduce a interpretaciones y teorías sesgadas, a veces plagadas de prejuicios e incluso, en ocasiones, a actuaciones que pueden agravar los problemas en lugar de facilitar su resolución. Nuestra primera tarea sería, por lo tanto, aceptar que las relaciones, todas las relaciones, en especial las de pareja, son complejas. Por lo tanto, cualquier solución que ofrezcamos es posible que constituya, a su vez, un problema. Si nos posicionamos en pro de la autonomía, quizás se pierda conexión; si buscamos nutrir el vínculo quizás se pierde identidad; si apostamos por el futuro, quizás se pierde en lealtad hacia el pasado… Si las soluciones fuesen obvias o fáciles, las propias personas, como expertas de su situación e historia, habrían encontrado las respuestas.
Desde mi punto de vista, no tiene sentido sacar conclusiones precipitadas o, ni siquiera, entrar en «modo rescate». Lo que a primera vista puede parecer «loco», destructivo o maligno no es más, por lo general, que una lucha desesperada por resolver ecuaciones interpersonales casi imposibles; intentos de seguir creciendo y evolucionando sin dejar nada por el camino.
Y ese cambio de mirada, que busca contemplar al ser humano desde un marco más complejo y más científico, que no separa al individuo de su ámbito, y toma en cuenta los procesos de la naturaleza y de la evolución, nos permite alejarnos de «etiquetas» abstractas —e inútiles— como son los juicios morales. El éxito o el fracaso de nuestro sistema inmunológico de protegernos de ciertos patógenos, por ejemplo, no lo convierte en «bueno» o «malo». No hay nada bueno o malo en la naturaleza. El mundo simplemente es. Hay cosas que nos pueden generar dolor, que nos hacen sufrir, que nos pueden matar, incluso. Pero no nos sirve etiquetarlas, sin comprenderlas, en términos morales; por el simple hecho de que, tan pronto lo hagamos, se nos escapa gran parte de la imagen global. Nos alejamos así de la «realidad» y entramos en la ciencia ficción de los juicios morales, que dicen mucho, pero, en realidad, no explican nada.
Tales juicios, además, representan una amenaza para nuestra integridad, y pueden tener un impacto muy importante ya que se proyectan, directamente, sobre nuestra identidad; a lo que somos, no a lo que hacemos. El margen de actuación que uno tiene frente a un «eres malo» o «estás loca» es extremadamente estrecho —si no se opta, directamente, por el camino «natural» de ofenderse y (contra)atacar al mensajero. Por el contrario, cuando sentimos sobre nosotros la curiosidad genuina de alguien que realmente quiere comprendernos, «estoy contigo pero no entiendo bien lo que está pasando, lo que tú sientes o necesitas, ayúdame a comprender» es mucho más probable que nos sintamos en confianza y podamos compartir nuestras dificultades de maneras constructivas. Se crean así más opciones, se abren caminos, emergen salidas. Las resoluciones requieren un espíritu creativo y la creatividad sólo es posible en tiempos de paz.
En resumen, nuestras defensas nos conducen a callejones sin salida, y una visión crítica —y por lo tanto limitada— de nuestra situación además las activa y puede hacer que nos quedemos atrapados allí, en un bucle interpersonal, ad infinitum. Reconocer la complejidad de las relaciones y aceptar las limitaciones propias y, también, las ajenas como algo normal y natural, como parte de la vida misma, puede sentar las bases para encontrar salidas, descubrir nuevos pasos de baile y renovar la coreografía.
Guiar lo primitivo
Como hemos visto, nuestras defensas son cosa de nuestro cerebro primitivo. Están vinculadas a lo que aquí se ha definido como el lado «infantil» o el lado «animal» de cada individuo. Saber manejarlas, por lo tanto, con cierto nivel de destreza, conlleva la capacidad de relacionarnos hábilmente con esa parte de nosotros mismos y, también, de nuestra pareja.
Revisitemos un pequeño extracto de la historia de John y Louise (que quizás mencionen en sus sesiones de terapia —o no) que es, de todos modos, «clave» para comprender algunas de las dinámicas centrales en su relación. Mencionamos que la crianza de Louise no implicó mucho control de la parte de sus padres, y que se la animó a ser muy autónoma. Cuando ella se marchó de viaje sin contárselo a John, el cerebro límbico de John hizo sonar las alarmas de amenaza. Su lado emocional, su parte infantil, su «caballo», estaba inquieto, se puso en alerta. La primera acción adulta que podría haber realizado John para solventar la situación, habría sido regularse a sí mismo: «Tío, te has enamorado de esta chica precisamente porque es un poco salvaje. Ella es así y, en parte, te encanta que sea tan autónoma. No se trata de ti en este caso. Ella probablemente no tiene ni idea que lo estás pasando mal. Te has encargado, además, de mostrarle, en todo momento, lo fuerte y autosuficiente que eres. Así pues, si ves que no puedes manejarlo ahora, tal vez puedas intentar hablar con ella y explicarle lo que te ha pasado. Quizás podáis inventaros algo juntos».
Ser un buen padre para nosotros mismos (o un buen jinete para nuestro caballo) es quizás la habilidad más importante en la vida, la que más nos puede servir, mayor bienestar nos pueda proporcionar, y más lejos nos pueda llevar, tanto individualmente como con nuestras parejas. A menudo delegamos la responsabilidad del cuidado de nuestro lado infantil directamente al otro, y le exigimos un tipo de parentalidad y un nivel de dedicación que, normalmente, tampoco somos capaces de proveernos a nosotros mismos. Buscamos que la pareja se ocupe de nosotros, tal como habíamos anhelado ser atendidos de niños y, cuando no cumplen con nuestras expectativas, nos ponemos a la defensiva. Si, a cambio, aceptamos que, al llegar a la mayoría de edad, nuestras necesidades primitivas dejan de ser asunto del otro; y pasan a ser, principalmente, nuestra responsabilidad, podemos ser los primeros en ayudarnos a nosotros mismos y atender nuestras necesidades. Al introducirnos así, además, en el complejo arte de la parentalidad, tendremos la oportunidad de experimentar, de primera mano, cuán difícil es la tarea de cuidar y atender adecuadamente a un niño. Y esto, a su vez, nos puede servir para reducir nuestras expectativas, ser humildes y menos exigentes, tanto con nosotros mismos como con los demás.
Sin embargo, regularnos a nosotros mismos no siempre es posible —y a veces tampoco es nuestra mejor opción. Frente a situaciones que nos resultan abrumadoras, cuando no tenemos el margen o las fuerzas para atendernos a nosotros mismos, otro camino que puede escoger una persona adulta (emocionalmente hablando) es pedir ayuda externa para reconfortar a su niño interior. Para que esto sea verdaderamente un intercambio entre adultos, hará falta emplear funciones corticales, tanto de uno como del otro. Es decir, no será cuestión de dejar a los caballos sueltos, sino que se tratará de la interacción entre «jinetes», que tendrán que colaborar para atender a uno de los caballos. El jinete de uno le comunicará al otro, por ejemplo, lo que le está sucediendo a su caballo; al que podríamos definir como el «paciente». El otro, desde la posición de jinete, será invitado, así, a asumir una posición terapéutica. Por lo tanto, John podría acercarse a Louise y decirle algo como: «Sabes, el otro día, cuando te fuiste al viaje aquél… fue un poco extraño y difícil para mí. No lo llevé muy bien. Me afectó que no hubieras dicho nada al respecto. Supongo que es tu manera ser, y eso lo respeto, pero, igualmente, me resulta difícil; no estoy acostumbrado. ¿Crees que me podrías avisar en el futuro? Así sería más simple y fácil para mí». De esta manera, tenemos al John cortical hablando en representación del John subcortical, ambos presentes e involucrados en la interacción, con el John cortical llevando las riendas.
Expresado en términos de «caballo y jinete», se podría decir que el caballo y el jinete de John están en sintonía, confían uno en el otro, y se están acercando ahora al caballo y al jinete de Louise de tal modo que el «caballo» de ella no los percibe como una amenaza. Su jinete puede participar así de manera constructiva en la interacción. Louise, a su vez, necesitará «negociar» con su «yo» subcortical para poder proporcionarle a John, más tarde, una respuesta a su petición. Un acercamie...