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–A Godber lo asesinaron –dijo Lady Mary–. Me doy perfecta cuenta de que se resiste a creerme, pero sé la verdad.
El señor Lapline suspiró. En su calidad de abogado de Lady Mary, se veía forzado dos veces al año a escuchar pacientemente el rocambolesco relato de cómo su marido, el difunto Sir Godber Evans, Rector de Porterhouse, uno de los colegios más antiguos de la Universidad de Cambridge, había sido liquidado con nocturnidad y alevosía (por propia mano o mediante sicarios) por el Decano, el Tutor Mayor o alguno de los otros Claustrales. El señor Lapline, educado en Cambridge, hombre respetuoso con las antiguas instituciones, y en particular con quienes por su edad y posición se convierten en vida en figuras señeras de ámbito nacional, encontraba aquellas infamantes acusaciones de pésimo gusto. A un cliente de menos posibles, y peor relacionado, le habría hecho saber su opinión al instante. Pero se trataba de Lady Mary, y, como de costumbre, se salió por la tangente.
–No es que me resista a creerla –dijo–. Es solo que, a pesar de todos nuestros esfuerzos y de que, como bien sabe, no se ha reparado en gastos a la hora de contratar a los investigadores privados de mayor prestigio, hasta la fecha hemos sido incapaces de hallar siquiera un atisbo de prueba, un indicio tan solo. Y, francamente...
Lady Mary lo interrumpió.
–No me interesa lo más mínimo lo que hayan sido ustedes incapaces de averiguar, Lapline. Lo que le estoy diciendo, y me mantengo en ello, es que a mí marido lo asesinaron. A una esposa no se la dan con queso. Lo único que exijo de usted ahora son pruebas. Ya no soy joven, y como parece incapaz de proporcionármelas...
El abogado se quedó sin habla. Saltaba a la vista que Lady Mary ya no era joven y, en opinión del señor Lapline, resultaba altamente improbable que lo hubiera sido nunca. Era aquella muda amenaza lo que le alarmaba. Desde su último arrechucho, parecía haberse vuelto vieja de repente. Y a perra vieja... (El señor Lapline era propenso a parafrasear refranes.) En el estado en que se encontraba entonces, su cliente era capaz de cualquier cosa. El señor Lapline estaba nervioso.
–Considerando el informe del juez de instrucción... –empezó, pero ella le interrumpió otra vez.
–No hace falta que me recuerde lo que decía aquel botarate en su informe. Yo también estaba presente, por si lo ha olvidado. Y, francamente, no me sorprendería lo más mínimo que estuviera relacionado de alguna manera con Porterhouse. O eso, o que le hubieran untado.
–¿Untado?
–Comprado. Sobornado. Llámelo como prefiera.
El señor Lapline se agitó incómodo en la butaca. Su estómago le volvía a jugar malas pasadas.
–Yo no me atrevería, en absoluto, a utilizar semejantes términos –dijo–. Y le recomiendo encarecidamente que se abstenga a su vez de hacerlo. En público, al menos. Las compensaciones económicas por daños y perjuicios en un juicio por difamación pueden elevarse a cifras realmente astronómicas, se lo aseguro. Yo, como abogado y consejero personal suyo, estoy dispuesto, claro está, a escuchar cuanto tenga que decirme, pero...
–Pero, por lo que parece, no está igualmente dispuesto a actuar –dijo Lady Mary–. Me doy perfecta cuenta. –Se puso en pie–. Quizá serviría mejor mis intereses un bufete dotado de mayor iniciativa.
Entonces el señor Lapline se levantó de su butaca como impulsado por un resorte.
–Mi querida Lady Mary, permítame reiterarle que mi único anhelo es servir fielmente sus intereses –dijo, consciente de que aquellos intereses comprendían los devengados anualmente por la considerable fortuna heredada de su difunto padre, Lord Lacey, miembro liberal de la Cámara de los Lores–. Lo único que pretendo es convencerla de que, en las actuales circunstancias, es menester obrar con la mayor discreción en lo concerniente a este asunto. Nada más. Si, por el contrario, dispusiésemos de alguna evidencia incontestable, por pequeña que esta fuera, de una prueba que ratificara su intuición de que Sir Godber fue... en fin, asesinado, sería el primero en someter el caso a la consideración de la fiscalía del Estado, y en persona, si fuera preciso.
Lady Mary se volvió a sentar.
–Yo diría que las pruebas son evidentes –dijo–. Por ejemplo, no es posible que Godber estuviera borracho. Era un hombre de lo más morigerado en la bebida. El Decano y el Tutor Mayor mintieron cuando declararon que se lo encontraron tirado en el suelo en estado de embriaguez.
–Sí, claro... –dijo el señor Lapline–. Pero el hecho es que... –Se interrumpió súbitamente. La mirada que le clavaba Lady Mary era de lo más inquietante–. Lo que intento decir es que no parece caber duda alguna de que, durante la noche de su... asesinato, Sir Godber había ingerido... cierta cantidad de whisky. La autopsia me parece incontrovertible en lo que atañe a este particular. Existe abundante evidencia médica sobre este punto.
–Y, sin embargo, parece igualmente incontrovertible el hecho de que bebió el whisky en el período de tiempo que transcurrió desde que fue atacado hasta su muerte, no antes del supuesto «accidente». La teoría de que tropezó, cayó y se fracturó el cráneo porque estaba borracho carece de base, pues.
–Cierto, muy cierto –dijo el señor Lapline, aliviado de encontrar por fin algo en lo que pudieran estar de acuerdo.
–Lo cual nos lleva de vuelta a la botella –continuó Lady Mary.
–¿A la botella? ¿Qué botella?
–La botella de whisky, por supuesto. Desaparecida.
–¿Desaparecida?
–Sí, desaparecida, desaparecida, desaparecida. ¿Cuántas veces tengo que repetírselo para que lo entienda?
–Ninguna más, mi querida señora, ninguna más –se apresuró a decir el señor Lapline–. Pero ¿está completamente segura? Quiero decir que usted se encontraba en aquellos momentos ofuscada por una extrema turbación, algo de lo más comprensible, y...
–No he estado ofuscada en mi vida –repuso Lady Mary agriamente.
–Bien. Bueno, digamos entonces que estaba usted un tanto confusa por la emoción del momento, y en tan crítica coyuntura no se le ocurre a uno ponerse a buscar botellas por toda la habitación... Y, además, podría ser que alguno de los criados la hubiera tirado a la basura.
–Si y no.
–Si y no –dijo el señor Lapline con aire ausente, y en seguida se dio cuenta de que, de nuevo, repetía las palabras de su interlocutora–. Lo que quiero decir es...
–Primero, sí que se me ocurrió buscar la botella; y segundo, no la habían tirado a la basura. Precisamente, aquella noche me apeteció tomar una copita de whisky, pero la botella había desaparecido. Le pregunté a la au-pair, que era francesa, pero estaba claro que la criatura no tenía la menor idea de qué había sido de ella. Y tampoco estaba en el cubo de la basura.
–¡No me diga! –exclamó Lapline, incautamente.
–Sí le digo –dijo Lady Mary–. Y si le digo que miré en el cubo de la basura y allí no estaba, es que allí no estaba.
–Sí, por supuesto, no hace falta que me diga más...
–Pues le diré más: el que asesinó a Godber, quienquiera que fuese, le obligó deliberadamente a consumir el contenido de aquella botella durante su agonía, para hacer que pareciera que estaba borracho y había sufrido un accidente. ¿Me explico con suficiente claridad?
–Con claridad meridiana –dijo el señor Lapline sin vacilar–. Está más claro que el agua.
–Pero entonces el asesino cometió el error de llevarse la botella, con la intención, seguramente, de impedir que la policía encontrara sus huellas dactilares en ella. Espero que esto también esté más claro que el agua.
–Sí, sí. Muy convincente –dijo el señor Lapline–. Lástima que no presentara estos indicios durante la investigación oficial. De haberlo hecho así, estoy seguro de que el juez de instrucción habría, ciertamente, pospuesto su veredicto hasta que la policía hubiera hecho más averiguaciones.
Lady Mary le clavó una fría mirada.
–Considerando la premura con que se instruyó la causa, y considerando también mi propio estado de ánimo en aquel entonces, encuentro sus palabras un poquitín superfinas ahora, a posteriori, ¿no le parece? De hecho, por si no lo recuerda, ya declaré en su momento que estaba convencida de que a mi marido lo habían asesinado, y exigí que se hiciese justicia.
–Sin duda, mi querida señora, ya lo creo que sí –dijo el señor Lapline rememorando el desagradable episodio. Escenitas como aquella, en la que una cliente histérica, al comparecer ante el juez de instrucción, acusaba de homicidio al Decano y los Claustrales de un conocido colegio de Cambridge, no eran, decididamente, su fuerte.
–Por otra parte...
–Y, además, no hay que olvidar lo del teléfono –prosiguió Lady Mary, implacable–. ¿Por qué lo tiraron al suelo? Obviamente, para que el pobre Godber no pudiera pedir ayuda. Y, por último, el hecho de que los vasos de whisky no hubieran sido utilizados prueba que le forzaron a beber. ¿Qué más pruebas necesita?
–Bueno. Bien, Supongo que pudo...
El señor Lapline se contuvo. No parecía aconsejable sugerir que Sir Godber pudiera haber bebido a morro de la botella. Lady Mary, tan proclive a apoyar en todo momento la causa de los menesterosos y las clases más bajas de la sociedad, ni por asomo habría aceptado la más mínima sombra de duda acerca de los modales de su marido. Un caballero no bebe whisky a palo seco amorrado a la botella. Pero el señor Lapline nunca tuvo al difunto Sir Godber Evans por un verdadero caballero; si acaso, por un politicastro fracasado, un simple Ministro de Desarrollo Tecnológico, relegado luego al rectorado de Porterhouse. Y pensar que para llegar a semejante destino se había tenido que casar con aquel loro por su dinero y sus influencias... Mientras miraba aquellos labios finos, aquella nariz ganchuda, el señor Lapline se preguntó, una vez más, cómo habría sido la vida sexual de aquel matrimonio.
Trató de liberar su mente de tan mórbidos pensamientos y procuró concentrarse en la materia, menos morbosa, de la muerte del condenado Sir Godber.
–Mucho me temo que las pruebas, aun siendo de peso indudable, y más que suficientes para convencerme, sean todavía meramente circunstanciales, demasiado circunstanciales, para convencer a los estamentos oficiales de que reabran el sumario del caso a estas alturas. Por desgracia, en este país la burocracia, no hace falta que se lo diga, es de una lentitud...
–Nadie conoce mejor que yo los obstáculos burocráticos, señor Lapline, no hace falta que me diga más, no. –Lady Mary hizo una pausa y se echó hacia delante–. Por lo cual, precisamente, he decidido probar una estrategia del todo diferente.
Tras hacer otra pausa teatral, para que el señor Lapline pudiera preguntarse qué papel le había reservado en ella, Lady Mary adelantó un poco su silla.
–Pretendo crear la Beca de Investigación en Memoria de Sir Godber Evans en Porterhouse. Y con este objeto es mi intención donar seis millones de libras con destino a los fondos del Colegio. No me interrumpa.
»Bien, es de suponer que aceptarán la donación, y usted hará las gestiones precisas para que todo sea legal. Y se asegurará de que no trascienda que soy yo la benefactora del nuevo becario, al cual, personalmente, elegiré. Su tarea, señor Lapline, consistirá en seleccionar a los candidatos más idóneos para el puesto y presentarme una lista...
Durante los siguientes veinte minutos el estómago del señor Lapline, a medida que escuchaba los proyectos de su clienta, se fue contrayendo más y más dolorosamente. Era obvio que Lady Mary estaba decidida a seleccionar a un candidato con unas cualidades muy determinadas, las cuales, sin duda, harían que no fuera bien recibido en el Colegio. Incluso si el pobre diablo fracasaba en su misión de probar él asesinato de Sir Godber, y el señor Lapline preveía que tal sería la conclusión de tan peregrina embajada, sus pesquisas no podrían menos que sembrar la alarma entre los Claustrales Mayores de Porterhouse y tener imprevisibles efectos.
–Se hará lo que se pueda, Lady Mary –dijo, sombrío, cuando ella concluyó con su exposición–. Se hará lo que se pueda.
Lady Mary le enseñó los colmillos con una sonrisa siniestra.
–Se hará lo que yo quiera, señor Lapline, lo que yo quiera – dijo–. Y ahora debe obrar con la mayor diligencia. Seleccióneme el número de candidatos que estime oportuno, y yo los entrevistaré. No toleraré más errores. Ya sabe lo que quiero decir.
El señor Lapline sabía exactamente lo que su clienta había querido decir. Salió de la mansión de Lady Mary en Kensington presa de una paralizante desesperación. Ya de vuelta en las oficinas de Lapline & Goodenough, Abogados, en el Strand, se tomó otra píldora y, tras reflexionar, llegó al extremo, extraordinario y casi inaudito, de consultar con su socio.
Era un mal trago, pero no veía otra salida. La especialidad de Goodenough era asesorar legalmente a los clientes menos respetables del bufete, en especial a aquellos en dificultades con el fisco o, peor aún, con la policía. Gracias a los esfuerzos profesionales de Goodenough, ciertos aristócratas arruinados continuaban viviendo con un tren de vida que no parecía indicar ninguna merma de su patrimonio, y un puñado de caballeros que el señor Lapline hubiera visto con gusto entre rejas, seguían en libertad. No aprobaba el proceder de Goodenough. En un bufete tan respetable, parecía demasiado venal.
–Mi querido amigo, no debe usted tomarse esas amenazas literalmente –dijo Goodenough cuando el señor Lapline le contó su conversación con Lady Mary–. De hecho, debería alegrarle que esté lo bastante fuera de sus cabales para empecinarse en una absurda vendetta contra el Decano y el Tutor Mayor.
–Goodenough –dijo el señor Lapline severamente–, la gravedad de la situación requiere algo más constructivo que sem...