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El maestro asador
Descripción del libro
El maestro asador es un intenso recorrido por la memoria y a la vez una celebración de la vida. En un contexto definido por un paisaje humano y geográfico singular redescubierto a través de la memoria, el narrador –Manuel T.– cuenta el modo cómo sus padres alimentaron su sensibilidad e imaginación y le inculcaron los valores éticos que definirían su personalidad artística y su comportamiento social. El fuego y el asado aparecen como los elementos esenciales de un ritual nutricio que enaltece el vínculo familiar y la amistad. Así como la palabra "compañero" trae en su historia original el "compartir el pan", para el maestro asador asar y compartir la carne es un acto de amor que nace del conocimiento.
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Información
Editorial
Editorial Universitaria Villa MaríaAño
2022ISBN del libro electrónico
9789876996587El maestro asador es un intenso recorrido por la memoria y a la vez una celebración de la vida. En un contexto definido por un paisaje humano y geográfico singular redescubierto a través de la memoria, el narrador –Manuel T.– cuenta el modo cómo sus padres alimentaron su sensibilidad e imaginación y le inculcaron los valores éticos que definirían su personalidad artística y su comportamiento social. El fuego y el asado aparecen como los elementos esenciales de un ritual nutricio que enaltece el vínculo familiar y la amistad. Así como la palabra “compañero” trae en su historia original el “compartir el pan”, para el maestro asador asar y compartir la carne es un acto de amor que nace del conocimiento.
Tello, Antonio
El maestro asador / Antonio Tello. -
1a ed . - Villa María : Eduvim, 2021.
1a ed . - Villa María : Eduvim, 2021.
Libro digital, Epub.
ISBN 978-987-699-658-7
1. Literatura. I. Título.
CDD 920

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Impreso en Argentina - Printed in Argentina.
El maestro asador
Antonio Tello
Eduvim Literaturas

Índice
El maestro asador
Para Humberto y Pabla, mis padres, y Chiche, Lita, Manuel, Jorge, Chari, Miguel y Joselo, mis hermanos.
El maestro asador
Al llegar el alba, cuando el sol no es más que una premonición detrás de la sierra, el hombre se levanta, alza al niño que duerme en la cuna y lo lleva al patio. Algo le murmura al oído y, casi enseguida, el canto del gallo rompe el silencio y anuncia el fin de la madrugada. El hombre vuelve a la casa y entrega el niño a su madre.
Aquí lo tiene, ya puede darle de comer.
Y la mujer le da de sus pechos el primer alimento del día. Tal vez fuera esta la razón por la que el niño creció creyendo que el gallo era un ruiseñor y que el alba olía a leche.
A eso de las seis de la tarde oí que un coche paraba frente a la casa y dejé de escribir. Las teclas de la máquina quedaron inmóviles como si nunca, nadie, las hubiera tocado. En su quietud, los dedos esqueléticos de la Lettera 22 soportaban en sus yemas la grafía alfabética y los símbolos convencionales de la escritura. En el papel que asomaba por el rodillo de la máquina se leían unas líneas de palabras y, casi pegada, sobre el borde de la cinta, la frase que acababa de dejar inconclusa. Enseguida oí la voz de uno de mis hermanos, Humberto o Raúl, preguntando por mí. Imaginé a mi mujer señalándole con un gesto de su cabeza donde me hallaba y luego oí unos pasos acercándose. Sin darme cuenta puse un punto en la última frase inacabada y al hacerlo comprendí que de este modo consumaba lo que ya había decidido al oír la Ford A de mi padre, a la que había reconocido como quien reconoce los pasos de su perro o de su caballo. Lo hice, puntuar la frase, digo, porque presentí que algo había empezado a ocurrirme, después de lo cual, aunque siguiese siendo el mismo, ya no miraría las cosas del mismo modo. Tampoco escribiría como lo había hecho hasta entonces.
Dice Don T. que vayás.
Así le llamaban todos. Cabe aclarar que entre los criollos argentinos el don antepuesto tanto al nombre como al apellido no supone distinción social, sino trato de consideración a personas mayores o, como en el caso de mi padre, que infunden respeto, cualquiera sea su edad. Con los años he llegado a pensar que mi padre, al darme desde la cuna el mismo trato que los demás le daban a él, me advertía de lo que pretendía de su primogénito. De ser así, esto explicaría su empeño en distinguirme y también muchas de las tensiones que hubo entre nosotros.
¡Hola hijo! – saludó mi madre levantándose para abrazarme.
¡Ah, ya está aquí don Manuel! – dijo mi padre esperando a que me acercara para darle el beso de saludo.
Hacía calor y los dos estaban sentados ante una mesa redonda de piedra que Don T. había hecho colocándola a la sombra de un nogal, próximo a un asador bastante grande que también había construido él. Probablemente estuvieran tomando mate: dulce, ella y amargo, él. O quizás ella estuviera zurciendo algunas medias y él tomando un vaso de vino fresco aligerado con soda. Resulta curioso que los vea y hasta los oiga, pero que no pueda precisar lo que estaban haciendo.
Su tío se vuelve a Mendoza esta noche, a las diez –dijo mi madre aludiendo a su hermano Miguel que estaba pasando unos días visitándola.
Por eso lo he hecho venir –completó mi padre achicando los ojos con un gesto casi imperceptible.
Había en ellos, en los ojos, un brillo de picardía que me puso en alerta. Pero permanecí en silencio. Él contuvo una sonrisa y señaló hacia la cocina. Miré en esa dirección y luego lo interrogué con la mirada. Era así como nos hablábamos muchas veces, como guardando palabras para otra ocasión. Mi madre se había ido y la oí cantar en la cocina. Era el único sonido que parecía llenar aquella tarde silenciada por el sol que caía a plomo más allá de los árboles del patio. Hacía tanto calor que hasta la brisa corría adormilada, sin embargo mi padre, salvo por unas gotas de sudor en su frente, parecía no sentirlo. Con su camisa y su bombacha blancas se lo veía fresco y como ajeno a la canícula. En ese momento volvió mi madre trayendo una botella de vino enfriado, un sifón de soda [ahora lo recuerdo, estaban sentados sin hacer nada, esperándome], y un par de vasos. Puso todo sobre la mesa y nos dejó solos. Me senté. Mi padre abrió las piernas para acercarse a la mesa y servir el vino, y yo vi que calzaba alpargatas.
Son frescas –dijo sabiendo que a mí no me gustaban.
Cuando era niño solía llevarme a la zapatería y me compraba todos los zapatos que me gustaban. Aún ahora, cuando llevo unos lindos zapatos bien lustrados, siento la sensación de seguridad que me da el ir bien calzado.
¿Se acuerda?
Asentí mientras le echaba la soda al vino. Se refería al día en que me llevó a la zapatería y, en lugar de dejarme como siempre que yo eligiera mis zapatos, fue él quien lo hizo por mí. Eran unos zapatazos marrones de suela de goma con la punta cuadrada, como los que llevo ahora mientras escribo, de la marca Siete vidas y que usaban los chicos pobres porque no se gastaban nunca. Aquel disgusto, que se tradujo en un soberbio ataque de histeria caprichosa, fue el primer aviso para mí de que los negocios familiares no iban bien. Aún siendo largo el tiempo de la infancia, pasó muy poco antes de que sólo me pudieran comprar alpargatas.
Cuando no se tiene para comprar un buen par de zapatos, lo mejor es llevar alpargatas. Un zapato malo le sacará callos o le deformará los pies. Hágame caso, lleve alpargatas. Un hombre no puede andar con dolor.
Asentí mientras le echaba soda al vino y después daba unos tragos largos.
Quiero que haga el asado para su tío.
Sentí como si las burbujitas de la soda traspasaran el umbral de la sed y me gasificaran la sangre. Contuve el aliento y, muy despaciosamente, domando el gesto, dejé el vaso en la mesa mirándolo sin decirle nada. Esperando que continuara. Durante diez años me había tenido a su lado para que hiciera el fuego, para que moviera las brasas, pero nunca permitió que tocara la carne.
Al asado, sólo lo toca el asador.
Pero yo sé asar...
No hasta que domine el fuego, que interprete su calor por el color de las brasas y el espesor de la ceniza que las cubre.
Don T., como buen criollo que era, tenía al asado en alta consideración y el hacerlo era para él un gesto genuino de amistad. Una celebración. Pero lo que distinguía a este asador de los otros, en un país donde la sola nacionalidad parece llevar consigo tal condición, era la sencillez con que hacía de su trato con el fuego y la carne algo muy especial. Algo en lo que tenía que ver su modo de entender el mundo y relacionarse con los demás. El acto de asar la carne era asimismo para el maestro asador la liturgia de una particular poética en la lucha por la vida; un camino en cuyo recorrido el individuo debía aprender, con paciencia y voluntad, a dominar las fuerzas primarias para sentir el placer de comulgar con la naturaleza; un camino de conocimiento y comprensión de los secretos códigos que gobiernan al ser humano y al universo.
Como puede suponerse, desde mi niñez y hasta el momento en que me dejó hacer solo el primer asado, cuando ya tenía unos veintitrés años, ninguna de estas reflexiones me habían venido a la cabeza. Al menos del modo como lo hice muchos años más tarde, cuando el destierro empezó a abrirme los ojos ante otros horizontes. En mi impaciencia juvenil sólo me preguntaba ¿por qué? ¿qué más quiere que aprenda? Probablemente tenía razón en mi convicción de haber aprendido durante tantos años las técnicas de dominio y control del fuego y de haber incorporado en el cuerpo los tiempos de cocción de la carne, pero ignoraba qué era aquello que me faltaba para ser un verdadero asador y que para él era esencial.
Cuando usted comprenda lo que las cosas dicen, sabrá lo que ahora quiere saber.
Entonces me miraba y con una media sonrisa me revolvía el pelo, cosa que yo aceptaba a regañadientes.
No te entiendo.
Paciencia, hijo, paciencia, todo llega... –y socarrón– hasta la muerte, si se sabe esperarla.
Paciencia, siempre paciencia. Me desesperaba pensar en la paciencia. Según él, el mundo iba a una velocidad distinta a la mía y como el mundo no la iba a cambiar, era yo quien debía hacerlo para que fuésemos juntos. Siempre era igual.
No se puede ir más rápido que el mundo ni aprender sin paciencia, hijo.
Mucha paciencia debí tener para aprender a arar la tierra. Para un niño del campo, saber arar y trazar los surcos es como recibirse de hombre. Podías cabalgar, juntar el ganado a la tarde, pasar la rastra para quitar el rastrojo, ordeñar las vacas y mil tareas más, pero si no sabías arar eras sólo un niño o un pisaverde de la ciudad o simplemente un inútil.
Desde pequeño yo quería ser un hombre y, consecuentemente, saber arar. Sin embargo, Don T. me hizo esperar varios años, hasta que tuve la estatura y la fuerza mínimas para alcanzar y sostener el arado de mancera. Cuando ese momento llegó, un día, a media mañana, mi padre volvió del campo a buscarme y me pidió que lo acompañara. Caminamos hasta un potrero cercano, una parcela de tierra cercada para el cultivo o el pastaje de los animales, sin que por el trayecto se me ocurriera el motivo de llevarme hasta allí. Por entonces ya había aprendido a no preguntar cuando la respuesta se te dará sola si tienes la paciencia de esperar.
No hay que impacientarse por saber las cosas, toda pregunta tiene su respuesta.
¿Toda pregunta?
Toda, lo que no se responde es por ignorancia o miedo.
Así que él iba en silencio, como siempre, y yo silbando, imitando algún pitojuán o tirándole piedras a los cuises, que se escondían entre las ramas.
Vamos, hijo, no se entretenga.
Pero no me entretenía, sino que, sin darme cuenta aún, intentaba acomodar mi tiempo al tiempo del mundo.
Cuando llegamos al potrero y atravesamos la tranquera olí el olor dulzón de la tierra recién arada, sobre la que revoloteaban diminutos insectos transparentes, aleteaban mariposas y bandadas de gorriones se daban un festín de lombrices.
Vamos a trazar los surcos –el corazón me golpeó el pecho.
Don T. me enseñó a ajustar los aperos al caballo, colocarle las orejeras para que «no se distrajera» y después, seguramente porque, a pesar de mi contento por manejar el arado, se me notaba algo la decepción, me dijo:
Mire don Manuel, no se crea todo lo que dicen, arar la tierra es fácil, cualquiera sabe roturarla, pero pocos saben sembrarla. Yo quiero que usted sea un sembrador.
No muy convencido, asentí con la cabeza justo en el momento en que el canto desangelado de un cachilote llenó de desorden el espacio. Y allí estaba yo, un niño que apenas llegaba a la altura de la esteva del arado, con sus piececitos haciendo equilibrio en la tierra rota, dispuesto a hacerse hombre.
Agarre el arado por las manceras y clave hondo la reja en la tierra –lo hice con su ayuda–, bien... con una mano lleve el arado y con la otra sujete las riendas… ahora, para trazar el surco, fije con la vista un punto en el horizonte y vaya directo hacia él –me miró y con un gesto me animó a arrancar.
Tuve la sensación de que todo se movía muy despacio y de que podía percibir en el aire los restos deshilachados del canto del cachilote, las turbulencias del vuelo de los pájaros y de las mariposas, los rastros de polen que dejan las ...
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