Julio César
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Patricia Southern

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Julio César

Patricia Southern

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Parte figura histórica, parte leyenda, Cayo Julio César fue uno de los grandes personajes de la Antigüedad y un individuo complejo: político brillante y maquiavélico, general genial, afortunado e implacable, un consumado conductor de hombres de agitada vida sentimental… Una imagen deformada tanto por la propaganda que el propio César vertió a la posteridad en sus Comentarios como por las sucesivas capas de ornato que, desde la Antigüedad hasta el presente, los historiadores han ido añadiendo a la vida del Divino Julio. Cribar entre realidad y leyenda es lo que plantea Patricia Southern, autora de libros como El Ejército romano del Bajo Imperio o Augusto, para mostrar que la vida de César fue extraordinaria, sí, pero que distó mucho de ser una trayectoria ineluctable, con un destino inevitable, sino que fueron el implacable carácter del personaje y sus decisiones –además de más de un guiño de la diosa Fortuna– las que condujeron a aquel. Si antes de su consulado en 59 a. C. César era un senador más, en los siguientes quince años una extraordinaria sucesión de maniobras políticas y campañas militares le llevaron a acumular un poder inmenso, más del que ningún romano hubiese reunido nunca, apuntando al gobierno unipersonal que su hijo adoptivo Octavio finalmente instaurase. Desde la juventud de un patricio vanidoso y petulante a su asesinato, acaso el más célebre magnicidio de la historia, Patricia Southern consigue sumergirnos en las agitadas últimas décadas de la República romana, acompañando a César en sus ocho años de interrumpidas campañas en la Galia, en la guerra civil contra Pompeyo y los optimates que le llevó a recorrer el Mediterráneo y combatir desde Egipto hasta Hispania, y también a intimar con Cleopatra, la última faraona. Seguir la vida de Julio César es asomarse a un tiempo y una vida convulsos, entreverados de leyenda, pero que este libro despeja para arrojar luz sobre el hombre que hubo detrás del mito.

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Información

Año
2022
ISBN
9788412381771

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CÉSAR: UNA VIDA EXTRAORDINARIA

Cayo Julio César fue, sin lugar a dudas, un individuo legendario. Su figura está a la altura de la de Alejandro Magno, tal como supo ver Plutarco, quien no vaciló en equiparar a ambos personajes en sus Vidas paralelas, las biografías en las que el erudito comparaba a los héroes y villanos griegos con sus equivalentes romanos. Y es que, como sucedió con Alejandro, el nombre de César continuó resonando a través de los siglos, convirtiéndose a la postre en un título empleado por los emperadores romanos para distinguir a sus herederos y sucesores, y reemergiendo en momentos más recientes para designar al káiser en Alemania o al zar en Rusia. Ahora bien, el epíteto que acabo de emplear, «legendario», no implica relegar a César al reino de lo mitológico, donde la fantasía impera sobre la realidad, sino que alude a un personaje colosal, de una inteligencia suprema, siempre victorioso y situado muy por encima de sus insignificantes contemporáneos, hasta el punto de que cualquier embellecimiento o exageración de su historia termina fundiéndose con ella y convirtiéndose en una parte indisoluble de la misma, pues en las biografías de estos sujetos todo es verosímil, por fantasioso que parezca. Hasta cierto punto, podemos observar idéntico proceso acumulativo en personajes mucho más recientes, pero asimismo legendarios como George Washington, Napoleón Bonaparte o Winston Churchill. Conocemos y podemos verificar muchos más datos sobre estas personalidades modernas que sobre sus correlatos antiguos, mas ello no obsta para que la percepción de sus biografías vaya experimentando cambios significativos, sutiles o no, con cada cambio de época. Lo mismo sucede con César: cada generación no puede evitar contemplar al personaje a la luz de su propio tiempo, por lo que, en última instancia, tendríamos que preguntarnos si alguna vez hubo un César real. Es posible que ni siquiera sus amigos y enemigos pudieran responder con certeza a semejante cuestión, y, a dos mil años de distancia, nosotros, como es obvio, no estamos en mejor disposición de hacerlo. Sabemos mucho de lo que hizo y, en ocasiones, sabemos también qué era lo que estaba intentando alcanzar y las razones que lo empujaban. A veces estamos al tanto de lo que en apariencia dijo, si bien sus palabras, preservadas por otros autores antiguos, están sujetas a los malentendidos y a las alteraciones propios de cualquier discurso transmitido por un tercero. Por último, de forma esporádica, César también fue retratado desde una perspectiva menos halagüeña (perdiendo la paciencia y actuando con precipitación, o incluso con una crueldad deliberada), lo que nos recuerda que, después de todo, era un ser humano, y por ende participaba de todas las complejidades de humor y temperamento que diferencian a los hombres y mujeres de los héroes.
La principal dificultad con la que se encuentran los historiadores que tratan de documentar las biografías de estos seres humanos archiconocidos estriba en penetrar más allá de la leyenda, confeccionando narraciones que ignoren o descarten todo ese conocimiento retrospectivo acumulado sobre los personajes, sobre sus peripecias vitales, sobre sus logros y, lo que es más importante, sobre el final de sus vidas. Quien redacta una biografía histórica, y también quien la lee, se ve irremediablemente influido por sus expectativas previas sobre el resultado final, pues incluso los lectores menos versados en la materia tendrán con toda probabilidad algunas ideas claras al respecto. ¿Acaso alguien comienza a leerse una biografía de César sin saber que fue asesinado en el 44 a. C., o que Napoleón no debió invadir Rusia y que acabó sus días exiliado en Santa Elena? Al contrario de lo que sucede cuando se revela quién es el asesino en las primeras páginas de una novela policiaca, no creo probable que ninguna de las anteriores afirmaciones estropee el final del presente libro a ninguno de sus potenciales lectores.
En teoría, para narrar con una cierta frescura una historia que ya ha sido contada en innumerables ocasiones, todo escritor debe esforzarse por actuar como un buen actor: con independencia de que un actor o actriz esté recitando su papel durante la enésima función o se disponga a rodar la décima toma de una misma escena, tiene que parecer que es la primera vez que pronuncia esas palabras y ejecuta esos gestos, y sus compañeros de escenario deben aparentar que nunca antes habían escuchado dichas palabras ni contemplado dichos gestos, y han de reaccionar en consecuencia. Durante toda su vida (ca. 100-44 a. C.), César conoció a personas, participó en acontecimientos y afrontó problemas armado tan solo con su propia experiencia y con su trasfondo familiar, además de con las costumbres sociales y con las leyes del entorno en que le tocó vivir. Se vio forzado a considerar todas las circunstancias y a decidir qué hacer, cómo actuar o reaccionar, confiando en que sus decisiones terminaran resultando exitosas. Los resultados que deseaba o que trató de orquestar no estaban por fuerza preestablecidos ni garantizados, y en ninguno de los episodios de su vida contó con la ventaja de la que disfrutan hoy los lectores modernos, a saber, el conocimiento de lo que iba a suceder después. Es más, incluso cuando carece de ese mínimo conocimiento, el lector de un libro de historia o de una novela histórica, o el espectador de una película o de una obra de teatro, intuye, gracias al número de páginas que todavía le quedan por leer o a la proporción de la obra que aún no se ha representado, que, al menos hasta el clímax final, el personaje protagonista sobrevivirá a los problemas que le acucian. La única incógnita consiste en saber cómo sobrevivirá. En un western, por ejemplo, cuando al principio de la película el protagonista pasea por la calle sin apercibirse de que el cañón de un rifle le está apuntando desde la ventana superior de algún edificio cercano, por mucho que de forma voluntaria acallemos nuestra incredulidad y nos dejemos contagiar de la tensión del momento, sabemos que lo más probable es que el tirador termine errando el disparo, o que todo lo más inflija a su víctima una herida leve. Puesto que César sobrevivió hasta el 44 a. C., escritores y lectores son conscientes de que el personaje superó con éxito todas las dificultades que hasta entonces se le plantearon, lo que resta suspense a la narración. Esta última, por consiguiente, tendrá que centrarse en establecer cómo se afrontaron dichas dificultades.
A la hora de reconstruir la biografía de César, resulta imposible obviar por completo todos nuestros conocimientos previos. No podemos presentar la historia tal como César y sus contemporáneos la presenciaron, es decir, viviéndola paso a paso, anticipando las diversas consecuencias posibles de cada acto pero sin estar seguros de cuáles terminarían siendo sus resultados. En cada uno de los hitos significativos de su biografía, parece tentador reconocer los rasgos y características que le permitieron sobreponerse a los sucesivos dilemas que se le presentaron; mas, aunque semejante lectura puede resultar útil, también puede llevarnos a creer que su ascenso al poder era inevitable, presentándolo como un progreso mecánico de objetivo planificado en objetivo planificado, salvando cualquier obstáculo u oposición hasta la consecución de la meta final. Este tipo de aproximaciones soslaya los reveses registrados en las fuentes y los que nunca llegaron a recogerse por escrito, los errores, las oportunidades perdidas, los retrocesos, las obligadas alteraciones de los planes previstos y la forma, en ocasiones despiadada, con la que César acostumbraba a manipular a personas y acontecimientos para subsistir y mantener sus ambiciones intactas. En la última línea de su prólogo, Canfora cita las siguientes palabras del Arbeitsjournal de Bertolt Brecht: «Escribiendo mi César, comprendí que no debía permitirme ni por un momento creer que las cosas necesariamente tenían que terminar como al final terminaron».1
Con toda probabilidad, César tenía un concepto muy elevado de su propia valía y habilidades y es posible que se forjara una idea muy clara de en qué quería convertirse, pero ni siquiera él tenía la capacidad de predecir cómo iban a desarrollarse las cosas. Era inteligente, desde luego, pero no omnisciente y, en ocasiones, escapó de la muerte por los pelos, tan solo gracias a una combinación de osadía, rápidos reflejos, oportunismo y, con muchísima frecuencia, cierta dosis de suerte. En cualquier momento de su vida pudo haber sucumbido a una enfermedad o a un accidente fatal, pudo haber muerto en combate o asesinado, o bien pudo haber cometido algún error militar o político catastrófico al que ya nunca más hubiera logrado sobreponerse, un error que hubiera ensombrecido su figura, eclipsada por la de algún otro general o político más astuto. Pero incluso esta última hipótesis nos parece poco apropiada para César, quien nunca se rindió ni dejó que nadie le eclipsara. Nosotros sabemos que ningún desastre absoluto aniquiló a César hasta el momento de su asesinato, pero, hasta el 44 a. C., ni él ni sus amigos o enemigos estuvieron en disposición de vaticinar el éxito o fracaso de ninguna de sus empresas. Y es que la leyenda oscurece siempre la posibilidad del fiasco; se infiltra en todas y cada una de las dimensiones de la vida de César, tiñéndola del resplandor rosado del heroísmo.
Es imposible que los conocimientos acumulados sobre la biografía de alguien y su final no influyan en la interpretación de los acontecimientos que la componen, pero en lo referente a César no es ya solo su propia historia, sino su leyenda, lo que se infiltra y colorea su propio pasado. Cuando conocemos los detalles sobre la infancia y la juventud de algún héroe legendario o de algún villano, no suele ser difícil seleccionar aquellos detalles que enfatizan los rasgos que en apariencia presagiaban su futura excelencia o infamia; y, si carecemos de tales detalles, lo tentador es fabricar historias ad hoc que recreen cómo hubo de ser el niño que alcanzó la preeminencia en su campo. Puesto que la atención de las audiencias antiguas, al igual que la de los lectores modernos, se suele centrar en el éxito o en el fracaso del personaje adulto, la predisposición o no del infante a cumplir con su destino suele ser inmaterial, pero aun así aporta una cierta credibilidad a la noción de que su sino estaba marcado desde el momento mismo de su nacimiento. Quizá en el caso de algún héroe o villano esto pueda ser correcto, pero en la mayoría de las ocasiones, y en particular en lo que se refiere a César, carecemos de toda certeza al respecto, tal como ya antes señalamos. Varios autores modernos han insistido en sus trabajos en que la biografía y las hazañas de César no estaban, bajo ningún concepto, predestinadas.
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Figura 1: Reverso de un denario acuñado en el 44 a. C., con Venus sosteniendo una Victoria en la mano derecha y un cetro en la izquierda. Está rodeada por la leyenda L·AEMILIVS BVCA, el nombre del magistrado encargado de la emisión, Lucio Emilio Buca.
Nada ilustra esto mejor que el famoso juego del «¿Y si…?», un ejercicio puramente académico, improductivo en lo tocante a los datos empíricos, pero que manifiesta las incertidumbres de una biografía a medida que avanza hacia delante, mucho más difíciles de aprehender si examinamos toda la historia en retrospectiva. ¿Y si César hubiera muerto, por ejemplo, por elegir un episodio al azar, cuando alcanzó la pretura en Roma y fue nombrado gobernador de la Hispania Ulterior? ¿Qué hubiera ocurrido entonces?
La historia de César hasta ese momento había sido agitada, pero bajo ningún concepto fuera de lo común. César pertenecía a la nobleza senatorial, mas su familia no era en exceso importante, con independencia de que el clan de los Julios pretendiera descender de la diosa Venus. Este tipo de alegaciones, a fin de cuentas, no era exclusivo de la familia Julia: muchas otras estirpes nobles decían tener a una o dos deidades entre sus ancestros. César tenía en su contra que carecía de ancestros humanos ilustres y, para empeorar las cosas, según Suetonio,2 su padre había muerto cuando contaba apenas dieciséis años. Su único pariente varón célebre había sido su tío Cayo Mario, casado con su tía Julia, la hermana de su padre (también llamado Cayo Julio César). Pero la, por lo demás, espléndida carrera de Mario había acabado muy mal, de modo que su recuerdo no constituía precisamente una ventaja para el joven César. En vida, Mario había sido el enemigo mortal del dictador Lucio Cornelio Sila, por lo que un grave peligro se cernió sobre el sobrino de Mario cuando Sila se apoderó de Roma. Pese a todo, César desafió la orden de Sila de divorciarse de su esposa Cornelia y sobrevivió para contarlo, quizá gracias precisamente a su juventud, pese a que al parecer Sila reconoció en él la valía de varios Marios. Tras un breve periplo como fugitivo, el dictador le perdonó la vida y César pudo regresar a Roma. Participó en algunas acciones militares junto al gobernador de la provincia de Asia (en la actual Turquía occidental), que le valieron una condecoración al valor, y también en Cilicia. Retornó a la Urbe tras la muerte de Sila, pero no tardó en reemprender viaje, en este caso rumbo a Rodas para ampliar sus estudios, como solían hacer muchos jóvenes romanos. De camino, fue capturado por unos piratas y liberado a cambio de un rescate, tras lo que se apresuró a reunir un nutrido contingente de hombres para dar caza y ejecutar a sus secuestradores, tal como les había prometido que haría.3 Pero, una vez concluida esta fantástica escapada, César prosiguió con una carrera prototípica, sirviendo en una legión como tribuno militar y, a continuación, como cuestor (magistrado financiero) del gobernador de la Hispania Ulterior. Entre el 67 y el 62 a. C., desempeñó diversos puestos civiles y legales. Los romanos, al fin y al cabo, combinaban los cargos militares, civiles, políticos y religiosos durante sus carreras, por lo que, aunque en ocasiones se han escrito biografías sobre «César, el político» o «César, el general», en realidad nuestro personaje combinó ambos aspectos de la vida pública, igual que hicieron muchos otros hombres de su época. Antes del siglo II d. C., de hecho, no podemos separar en categorías distintas la carrera militar y la política de un romano.
Hasta el 62 a. C., en definitiva, la trayectoria vital de César no había sido espectacular. Pero ese año, cuando ya no le quedaba mucho para cumplir los cuarenta, fue elegido pretor. Las funciones oficiales de los pretores, cuyo número Sila había fijado en ocho durante su reforma del año 81 a. C., eran eminentemente jurídicas, pero en la práctica también podían dirigir ejércitos y, sobre todo, la pretura constituía el último peldaño de la escalera que conducía hacia la magistratura suprema, el consulado, cargo que César siempre había ambicionado y que terminaría alcanzando en el 59 a. C. Además, tras un año de ejercicio en Roma, a un pretor se le podía encomendar el gobierno de una provincia como procónsul, como en efecto sucedió con César, que tras su pretura fue nombrado gobernador proconsular de la Hispania Ulterior. Una vez en su provincia, César emprendió una campaña militar contra los lusitanos, que podían (o no) estar causando problemas. No en vano, este tipo de prácticas, muy habituales entre los gobernadores y toleradas en la práctica por el Senado, proporcionaban a quienes las impulsaban fama (o al menos notoriedad), experiencia en el gobi...

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