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La feria de los libros
Artículos de crítica literaria
- 276 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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La feria de los libros
Artículos de crítica literaria
Descripción del libro
La Feria de los Libros –título tomado de la sección semanal de crítica literaria del periódico Heraldo de Madrid– ofrece una amplia selección de reseñas literarias (75 en total), publicadas por Juan González Olmedilla, en este medio, entre 1924 y 1927. El autor sevillano dio a la luz artículos de opinión, reseñas de estrenos teatrales, críticas de libros, y otros textos, en dicho diario, donde también ejerció como redactor político. Olmedilla muestra –en estas entregas– un bagaje cultural de lecturas –su formación como escritor–, a la vez que intenta extraer, de cada obra analizada, lo más importante de su elaboración y estética, destacando siempre los valores positivos y válidos para el lector, sin obviar detalles que son disonantes (versos inconexos, erratas, copias). Merece especial atención su revisión de la primera vanguardia, con la defensa de un verdadero y puro vanguardismo, que no olvida la tradición.
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Información
ARTÍCULOS DE CRÍTICA LITERARIA
1
La flor de los años
Poesías de Emiliano Ramírez Ángel
La flor de los años
Poesías de Emiliano Ramírez Ángel
Ya hace tiempo que Emiliano Ramírez Ángel es todo un ilustre escritor –en el mejor sentido de la frase, como lo prueban algunos admirables libros de los veintiuno que tiene publicados– y aún conserva intacta, enhiesta, apasionada la interior columna de fuego, la llama de juventud que empezó a iluminar su vida literaria en 1905, junto a otras juventudes, también patentes todavía, como las de Cansinos Assens, Andrés González Blanco, José Francés, Diego San José, Pedro de Répide… ¿No es, ciertamente, una envidiable hazaña juvenil la de Emiliano reuniendo ahora en un volumen todas las poesías que escribiera a lo largo de diez y seis años, en líricos momentos de temblor emocional, a veces en los ocios que la literatura le permitía, a veces a extramuros de la literatura?
Ramírez Ángel, que ya había demostrado ampliamente en su Madrid sentimental, en Cabalgata de horas, en La vida de siempre ser tan buen poeta en prosa como buen novelista en Las tiranas, Después de la siega, y Los ojos abiertos, al entrar con el volumen XXI de sus obras en el jardín murado de la lírica lo hace –lealtad obliga cuando se habla a un espíritu selecto como el suyo–, lo hace de un modo claudicante, tropezando aquí en los surcos embarrizados que dejara la berlina familiar de Campoamor, elevándose allá hasta las ramas a que logró lanzar sus pájaros de gracia Manolo Machado en algunos scherzos y en ciertas oraciones en voz baja…
Ramírez Ángel es un poeta desigual, como todo poeta que se abandona a la emoción fugitiva y le da su ritmo cordial, cotidiano, su ritmo de hombre, no de artista, en vez de macerarla –nueva Esther– en los aromas de la meditación por lo menos seis meses, como la mujer bíblica. Se explica así que poemas fechados en 1908, como «Súplicas», «Responso» y «A una modista», o en 1912, como «A una montmartresa» sean tan logradas joyas –dentro de su manera de crónica sentimental rimada– como los mejores de los años maduros.
La flor de los años contiene sesenta y seis poesías distribuidas en ocho apartados distintos, según aquellas sean subjetivas («quise hacer esos versos tan sentidos que se escriben tan mal», pág. 48) u objetivas, de España o de Venezuela, donde el poeta vivió algunos años, del corazón o de los sentidos. Las poesías en que Emiliano no pone en juego su sentir más hondo, sino su agilidad de observador sutil, su pesimismo risueño de cronista un poco cansado de la comedia humana, pero comprensivo y perdonador para sus actores, son las que no nos defraudan, las que lo identifican con el buen artista a quien admiramos en tantas páginas de prosa. Con los versos de las partes tituladas «Madrid humilde», «Madrid encantador», «Más objetivamente», «Rimas de Expatriado», y algunos de «Muy adentro» y de «Cumbre abajo» –treinta poemas no más, dignos de ser leídos siempre– pudo el poeta haber formado un amable breviario sentimental sin una sola línea desestimable. Debió, al menos, sacrificar media docena de composiciones que restan belleza al volumen. Sólo cuando nos enfrentamos con un libro en que el autor supo corregir implacable la efusión creadora con un agudo sentido autocrítico, nos inclinamos ante el artista para saludar en él a un maestro.
2
La copa de Anacreonte
Poesías por José A. Balseiro
La copa de Anacreonte
Poesías por José A. Balseiro
Coincido en un todo con Eduardo Marquina en la velada extrañeza que insinúa en los versos preliminares del libro, ante la melancolía y tristeza prematuras de este poeta. Joven –Balseiro tiene veinticuatro años, según sus versos–, rico por su hogar, culto por el ambiente de su infancia y por sus dilatados viajes –conoce bien, muelle y reposadamente, Europa, Sudamérica, los Estados Unidos–; fácil la publicación de sus poemas, halagüeña la acogida que los periódicos españoles e iberoamericanos, y aun los críticos de ambas latitudes dieron a sus cuatro obras anteriores; pleno de salud y equilibro; amigo –como Marco Antonio y Cleopatra– del «vivir inimitable» de los epicúreos pudientes; dueño, en fin, de una sensibilidad exquisita, ¿qué le falta a este aeda portorriqueño para exaltar la vida, la alegría de la vida, que es lo que más directamente su corazón conoce? A juicio mío, olvidar sólo sus copiosas lecturas de los grandes amargados que fueron Heine, Byron, José Asunción Silva, Bécquer…
En La copa de Anacreonte, Balseiro da evidentes pruebas de un talento claro y sereno, de una inspiración noble y tierna, de una técnica musical, tal vez demasiado fluyente. Algunas poesías, acaso por ser también un buen músico el buen poeta, parecen escritas para ser recitadas en un sarao finisecular –de cuando España aún prolongaba sus costumbres familiares en las Antillas– junto a las bujías rosas del piano abierto frente a una belleza lánguida y ardiente, alternando versos de Gutiérrez Nájera y de Gustavo Adolfo. Principalmente, los poemas de metro endecasílabo afilian de modo concreto a este poeta en la pléyade de los grandes cantores americanos del pasado siglo.
No debe poco también la técnica de Balseiro al príncipe Darío, de quien todos, hasta sus enemigos, aprendimos tanto, y a quien el autor de La copa de Anacreonte dedica su obra.
Con más vagar diría algo de lo mucho que me sugieren los versos encantadores de este poeta y las críticas que epilogan el libro en relación con la poesía iberoamericana y con la función fiscal y encauzadora de la Crítica peninsular, función hoy tan reblandecida por la amistad y el agasajo de esos nietos de España, que cuando vienen al viejo solar patricio nos ganan con la música de sus estrofas y la simpatía extraordinaria de su generosa politesse.
De momento afirmemos sólo –uniendo nuestra voz a la de escritores españoles tan justos y ecuánimes como Carmen de Burgos, Villaespesa, Andrés González Blanco y Hernández Catá– que José A. Balseiro es un gran poeta portorriqueño, y que su libro más reciente es la consagración definitiva de toda una adolescencia lírica.
3
Después de los dioses…
Novela de Luis Mosquera
Después de los dioses…
Novela de Luis Mosquera
¡Qué jubilo en el alma, qué alegría en el corazón cuando –al doblar, leído un libro nuevo de un escritor desconocido– podemos exclamar desde lo profundo de nuestro sentir más sincero: he aquí un artista, un verdadero artista que siente la humanidad y sabe interpretarla!
Luis Mosquera es un escritor sevillano, que no ha salido de Sevilla –o del antiguo reino de Sevilla, mejor dicho–, y que, sin embargo, ha logrado enmarcar, admirablemente, en Sevilla el asunto de su novela primigenia como un novelador que pudiese, por su origen y por su cultura internacional, ver el panorama plástico, espiritual y social de Sevilla con la necesaria perspectiva para interpretarlo, para abarcarlo, para comprenderlo. (Luis Mosquera posee el don de la perspectiva grato –y fácil– a Pérez de Ayala, como observaba Rafael Marquina recientemente). «No basta –afirmaba éste en el folletón último del Heraldo– plasmar humanidad en la novela, modelar el barro vital y darle aliento; es preciso además relacionar las criaturas vivas con la materia inerte que las circunda; los espíritus pensantes con la vida en que se mueven; es preciso que cada figura ocupe en el paisaje, destacándose sobre el fondo, el lugar que le corresponde, hasta el punto que su situación en el cuadro –precisa e inmutable– sea bastante a definirla».
Y esto, una de las dos grandes virtudes literarias de toda obra considerable, está conseguido con plenitud en Después de los dioses… Su visión de Sevilla, sin dejar de ser exacta, es intensamente personal, y por esto, por ser tan sincera, es potente y nueva y de todos. Al menos, de cuantos habiéndonos alejado de la ciudad de la Gracia, podemos verla –y admirarla mejor– sin panderetismos fáciles, sino en su complejidad de pueblo antiquísimo y novísimo, lleno de evocaciones seculares y preñado de sociales inquietudes para el futuro. (La inquietud de las huelgas fabriles, el dolor latente de la tuberculosis que hace de Sevilla uno de los más trágicos espoliarios de España, la pobreza, la sordidez, la fealdad de las casucas obreras –y la miseria de sus habitantes–; la alegría pobre y anodina de la Sevilla de verano y de invierno, no la desbordante, y un poco aparatosa, de la Sevilla en fiestas de primavera, son elementos reales del ambiente sevillano, que ya por ellos solos harían de esta novela un libro considerable).
Y luego, o entreverado en esta visión cierta, la pintura de los caracteres, la humanización de los protagonistas, el dolor, el amor y el desamor, el desencanto, la ternura, el desdén, la piedad –finalmente– que laten como sentimientos vivos, no literarios, en todas las páginas de la novela, granjean al fuerte y personal y pulcro artista que la pergeñara una simpatía inicial, sin reservas, en cuantos le leen con alma limpia de gregarios prejuicios ante la ineditud absoluta de la firma.
Luis Mosquera pasó ya de los treinta años; es alto, magro, anguloso, triste, displicente, hermético. Ama, por encima de todo –aun de su hogar–, el arte. Y, por lo mismo, no hace profesión de logro de sus disciplinas, sino que dice la oración secreta de su esfuerzo literario, apartado del afán de cuantos, ¡ay!, hemos mezclado el arte con la vida, y transformado en trabajo el ocio de aristos que hacía del arte un juego en épocas más puras.
Su novela está escrita con la elegante lentitud flaubertiana de quien no tiene prisas –ni de gloria ni de dinero–; esto no quiere decir que su ritmo vital sea lento, no; el desarrollo de la obra es normal como el pulso de la vida, ni acelerado ni pesado. Por esto, Después de los dioses… es, además, una obra honda –amarga, hostil, cruda en ocasiones–, una novela interesante, en el sentido ya estereotipado de que una vez familiares a nosotros sus personajes –en los primeros capítulos–, ya no se nos cae de las manos hasta haberles visto caer a todos ellos definitivamente en el pozo de sus errores y miserias.
Técnicamente, esta obra está escrita con la limpidez de los mejores prosistas modernos, sin color local ni arcaísmos; pero también sin esa chocarrera facilidad de los que saben escribir en un mes un número de cuartillas suficiente para dos novelas de 400 páginas. Hay en Después de los dioses…momentos que me han hecho recordar a Barbusse en El infierno y a Anatole France en Los deseos de Juan Corvieur; y otros que me evocan, vagamente, a Baroja; y más lejana aún, la resonancia casi perdida de D’ Annunzio… Mas esto, cuando el que nos lo suscita es un artista de talento personal, de posibilidades seguras de creador para un futuro inmediato, no puede, leal...
Índice
- Juan González Olmedilla LA FERIA DE LOS LIBROSArtículos de crítica literaria
- PRÓLOGO. Entre el modernismo y las primeras vanguardias: Juan González Olmedilla
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