CAPÍTULO SEGUNDO
Los misterios de Albertine. — Las muchachas que ésta ve en el espejo. — La señora desconocida. — El ascensorista. — La Sra. de Cambremer. — Los placeres del Sr. Nisim Bernard. — Primer esbozo del extraño carácter de Morel. — El Sr. de Charlus cena en casa de los Verdurin.
Con el miedo a que el placer que me había brindado aquel paseo solitario debilitara en mí el recuerdo de mi abuela, intentaba reavivarlo pensando en determinado sufrimiento moral que ella había tenido; ante mi llamada, dicho sufrimiento intentaba formarse en mi corazón, alzaba en él sus inmensos pilares, pero éste era seguramente demasiado pequeño para él, no tenía yo fuerzas para cargar con un dolor tan grande, mi intención flaqueaba en el momento en que volvía a formarse por entero y sus arcos se desplomaban antes de haberse juntado, como — antes de haber completado su bóveda— se desploman las olas.
Sin embargo, tan sólo con mis sueños, cuando dormía, habría podido yo darme cuenta de que mi pena por la muerte de mi abuela disminuía, pues aparecía en ellos menos oprimida por la idea que yo me hacía de su nada. Seguía viéndola enferma, pero en vías de recuperación; la veía mejor. Y, si se refería a lo que había padecido, yo le cerraba la boca con mis besos y le aseguraba que ahora estaba curada para siempre. Me habría gustado hacer comprobar a los escépticos que la muerte es, en efecto, una enfermedad de la que se vuelve. Sólo, que yo ya no encontraba en mi abuela la rica espontaneidad de otro tiempo. Sus palabras eran ya sólo una respuesta debilitada, dócil, casi un simple eco de las mías; ya sólo era el reflejo de mi propio pensamiento.
Pese a sentirme incapaz aún de sentir de nuevo un deseo físico, Albertine empezaba a inspirarme otra vez como un anhelo de felicidad. Algunos sueños de cariño compartido, que siempre flotan en nosotros, se alían con gusto, mediante como una afinidad, con el recuerdo — a condición de que éste se haya vuelto ya un poco impreciso— de una mujer con quien hemos experimentado placer. Aquel sentimiento me recordaba aspectos del rostro de Albertine, más dulces, menos alegres, bastante diferentes de los que me habría evocado el deseo físico y, como también era menos apremiante que este último, con gusto habría yo aplazado su realización al invierno siguiente sin intentar volver a ver a Albertine en Balbec antes de su marcha, pero, incluso en medio de una pena aún intensa, el deseo físico renace. Desde la cama, en la que todos los días me hacían permanecer largo rato para descansar, deseaba yo que Albertine viniera a reanudar nuestros juegos de otro tiempo. ¿Acaso no se ve a unos esposos — en el propio cuarto en que han perdido a un hijo— pronto entrelazados de nuevo para dar un hermano al pequeño muerto? Yo intentaba distraerme de aquel deseo acercándome a la ventana para mirar el mar de aquel día. Como el primer año, los mares, de un día para otro, raras veces eran los mismos, pero apenas se parecían, por lo demás, a los del primer año, ya fuese porque en el actual era primavera, con sus tormentas, o porque, aun cuando hubiese vuelto en la misma fecha que la primera vez, tiempos diferentes, más cambiantes, habrían podido desaconsejar aquella costa a ciertos mares indolentes, vaporosos y frágiles que yo había visto durante días ardientes dormir en la playa elevando imperceptiblemente su seno azulado con una floja palpitación o sobre todo porque mis ojos, instruidos por Elstir para retener precisamente los elementos que en tiempos apartaba yo voluntariamente, contemplaban por extenso lo que el primer año no sabían ver. Aquella oposición que entonces me impresionaba tanto entre los paseos agrestes que daba con la Sra. de Villeparisis y aquella vecindad fluida, inaccesible y mitológica del Océano eterno había dejado de existir para mí y algunos días el mar me parecía ya, al contrario, casi rural, a su vez. En los días — bastante poco frecuentes— de verdadero buen tiempo, el calor había trazado en las aguas, como a través de los campos, una senda polvorienta y blanca detrás de la cual la fina punta de un barco de pesca sobresalía como un campanario de aldea. Un remolcador del que sólo se veía la chimenea humeaba a lo lejos como una fábrica apartada, mientras que en el horizonte un cuadrado blanco y abombado, pintado seguramente por una vela, pero que parecía compacto y como calcáreo, recordaba al ángulo soleado de un edificio aislado, hospital o escuela, y las nubes y el viento, en los días en que se les sumaba el sol, remataban — ya que no el error del juicio— al menos la ilusión de la primera mirada, la sugestión que despierta en la imaginación, pues todo aquello — la alternancia de espacios de colores claramente marcados, como los resultantes en el campo de la contigüidad de cultivos diferentes, las desigualdades ásperas, amarillas y como cenagosas de la superficie marina, los diques, los taludes que ocultaban a la vista una barca en la que un equipo de ágiles marineros parecía segar— en días de tormenta hacía del océano algo tan variado, tan consistente, tan accidentado, tan populoso, tan civilizado, como la tierra transitable que yo recorría en otro tiempo y por la que no iba a tardar en dar paseos y una vez, al no poder resistirme a mi deseo, en lugar de volver a acostarme, me vestí y fui a buscar a Albertine a Incarville. Iba a pedirle que me acompañara a Douville, donde iría a hacer una visita en Féterne a la Sra. de Cambremer y a la Sra. Verdurin en La Raspelière. Albertine esperaría durante ese tiempo en la playa y volveríamos juntos por la noche. Iba a tomar el trenecito de vía estrecha todos cuyos sobrenombres en la región había yo aprendido en tiempos gracias a Albertine y sus amigas: lo llamaban el Retorcido por sus innumerables recodos, el Cacharro, porque no avanzaba, el Transatlántico, por una espantosa sirena que tenía para que se apartaran los transeúntes, el Decauville y el Funi, aunque en modo alguno fuera un funicular, porque trepaba por el acantilado, ni tampoco, hablando con propiedad, un Decauville, pero porque tenía una vía de 60, el B.A.G., porque iba de Balbec a Grattevast, pasando por Angerville, el trole y el T.S.N., porque formaba parte de la línea de los Trenes-tranvía del Sur de Normandía. Me instalé en un vagón en el que me encontraba solo; hacía un sol espléndido, me asfixiaba; bajé la cortinilla azul, que dejó pasar sólo un rayo de sol, pero al instante vi a mi abuela, tal como iba sentada en el tren a nuestra partida de París para Balbec, cuando, con el sufrimiento de verme tomar cerveza, había preferido no mirar, cerrar los ojos y hacer como que dormía. Yo, que en otro tiempo no podía soportar su sufrimiento cuando mi abuelo tomaba coñac, no sólo le había infligido el de verme tomar por invitación de otro una bebida que ella consideraba funesta para mí, sino que, además, la había obligado a dejarme libertad para atracarme con ella a placer; más aún: con mis cóleras, mis ataques de sofoco, la había obligado yo a ayudarme al respecto, a aconsejármelo, con una resignación suprema cuya imagen muda, desesperada, con los ojos cerrados para no ver, tenía yo ante mi memoria. Semejante recuerdo, como un baquetazo, me había devuelto de nuevo el alma que estaba perdiendo desde hacía tiempo. ¿Qué habría podido hacer con Rosemonde, cuando mis labios enteros estaban recorridos sólo por el deseo desesperado de besar a una muerta. ¿Qué habría podido decir a los Cambremer y a los Verdurin, cuando mi corazón latía tan fuerte, porque en él volvía a formarse en todo momento el dolor que mi abuela había padecido? No pude permanecer en aquel vagón. En cuanto el tren se detuvo en Maineville-la-Teinturière, renuncié a mis proyectos y me apeé. Maineville había adquirido desde hacía un tiempo una importancia considerable y una reputación particular, porque un director de numerosos casinos, vendedor de bienestar, había hecho construir no lejos de allí, con un lujo de mal gusto capaz de rivalizar con el de un palacio, un establecimiento al que volveré a referirme y que era — hablando con franqueza— el primer burdel para personas elegantes que a alguien se le hubiese ocurrido construir en las costas de Francia. Era el único. Todos los puertos tienen el suyo, pero válido sólo para los marineros y para los aficionados a lo pintoresco, a quienes divierte ver — muy cerca de la iglesia inmemorial— a la patrona casi tan vieja, venerable y musgosa delante de su puerta de mala fama esperando el regreso de los barcos de pesca.
Tras apartarme de la deslumbrante casa de «placer», insolentemente erigida allí, pese a las protestas de las familias en vano dirigidas al alcalde, me acerqué al acantilado y seguí sus sinuosos caminos en dirección a Balbec. Oí sin responder las llamadas de los majuelos. A esos vecinos menos ricos de las flores de manzano éstas les parecían muy pesadas, sin por ello dejar de reconocer la tez fresca de las hijas, de pétalos rosados, de esos grandes fabricantes de sidra. Sabían que, pese a estar menos ricamente dotados, se los buscaba con mayor interés y que, para gustar, les bastaba una blancura ajada.
Cuando volví, el portero del hotel me entregó una esquela de defunción en la que el marqués y la marquesa de Gonneville, el vizconde y la vizcondesa de Amfreville, el conde y la condesa de Berneville, el marqués y la marquesa de Graincourt, el conde de Amenoncourt, la condesa de Maineville, el conde y la condesa de Franquetot, la condesa de Chaverny, de soltera D’Aigleville, comunicaban su dolor y, cuando reconocí los nombres de la marquesa de Cambremer, de soltera Du Mesnil La Guichard, y vi que la fallecida, una prima de los Cambremer, se llamaba Éléonore-Euphrasie-Humbertine de Cambremer, condesa de Criquetot, comprendí por fin por qué me la habían enviado. En toda la extensión de aquella familia provinciana, cuya enumeración llena líneas finas y apretadas, no había ni un burgués y, por lo demás, tampoco un título conocido, sino toda la cofradía de los nobles de la región que hacían cantar sus nombres — los de todos los lugares interesantes de la región— con alegres finales en ville, en court, a veces más sordas (en tot). Vestidos con las tejas de su castillo o el revoque de su iglesia, con la cabeza bamboleante que apenas sobrepasaba la bóveda o el cuerpo del edificio y sólo para cubrirse con la lucernaria normanda o entramados de techo en forma de atalaya, parecían haber convocado la agrupación de todas las bonitas aldeas esparcidas o dispersadas a cincuenta leguas a la redonda y haberlas dispuesto en formación cerrada, sin una laguna, sin un intruso, en el tablero compacto y rectangular de la aristocrática carta ribeteada de negro.
Mi madre había vuelto a subir a su habitación, mientras meditaba esta frase de Mme. de Sévigné: «No veo a ninguno de los que quieren distraerme; con palabras encubiertas, es que quieren impedirme pensar en ti y eso me ofende», porque el primer presidente le había dicho que debía distraerse. A mí éste me susurró: «Es la princesa de Parma». Mi miedo se disipó, al ver que la mujer que me mostraba el magistrado no tenía relación alguna con Su Alteza Real, pero, como había encargado la reserva de una habitación para pasar la noche al regreso de la casa de la Sra. de Luxembourg, la noticia hizo que muchos tomaran a toda señora nueva que llegaba por la princesa de Parma... y a mí hacerme subir a encerrarme en mi desván. No habría querido permanecer solo en él. Apenas eran las cuatro. Pedí a Françoise que fuera a buscar a Albertine para que viniese a pasar el fin de la tarde conmigo.
Creo que mentiría, si dijera que ya entonces comenzó la dolorosa y perpetua desconfianza que iba a inspirarme Albertine y con mayor razón el carácter particular, propio de Gomorra sobre todo, que iba a revestir. Cierto es que desde aquel día — pero no fue el primero— mi espera fue un poco ansiosa. Tras marcharse, Françoise tardó tanto en volver, que empecé a desesperar. No había yo encendido ninguna lámpara. Ya casi estaba obscuro. El viento hacía flamear la bandera del casino y — más débil aún en el silencio de la arena de la playa por la que subía el mar y como una voz que hubiera plasmado y aumentado la molesta ola de aquella hora inquieta y falsa— un organillo detenido delante del hotel tocaba valses vieneses. Por fin llegó Françoise, pero sola. «He ido todo lo deprisa que he podido, pero ella no quería venir, pues aún no estaba bien peinada. Si no ha estado una hora de reloj poniéndose afeites, no ha estado ni cinco minutos. Va a haber una auténtica perfumería aquí. Va a venir, pero se ha quedado atrás para arreglarse delante del espejo. Creía que me la encontraría aquí». Aún pasó mucho tiempo antes de que llegara Albertine, pero la alegría, la amabilidad que tuvo aquella vez disiparon mi tristeza. Me anunció — al contrario de lo que había dicho el otro día— que se quedaría toda la temporada y me preguntó si podríamos vernos, como el primer año, todos los días. Le dije que en aquel momento me sentía demasiado triste y que prefería mandarla de vez en cuando a buscar en el último momento, como en París. «Si alguna vez estás afligido o el corazón te lo pide, no vaciles», me dijo, «mándame llamar, vendré corriendo y, si no temes escandalizar en el hotel, me quedaré todo el tiempo que quieras». Françoise tenía expresión alegre, al traerla, como siempre que se había tomado alguna molestia por mí y había logrado complacerme, pero la propia Albertine nada tenía que ver con aquella alegría y ya el día siguiente Françoise iba a decirme estas palabras profundas: «El señor no debería ver a esa señorita. Veo perfectamente la clase de carácter que tiene, le causará penas». Al acompañar a Albertine hasta la puerta, vi en el comedor iluminado a la princesa de Parma. Me limité a mirarla y arreglármelas para no ser visto, pero confieso que vi cierta grandeza en la cortesía regia que me había hecho sonreír en casa de los Guermantes. Es cierto el principio de que los soberanos se encuentran por doquier en casa y el protocolo lo plasma en usos muertos y sin valor como el de que el señor de la casa mantenga el sombrero en la mano, en su propia morada, para mostrar que ya no está en la suya, sino en la del príncipe. Ahora bien, la princesa de Parma tal vez no se formulara esa idea, pero estaba tan imbuida de ella, que todos sus actos, espontáneamente inventados para las circunstancias, la plasmaban. Cuando se levantó de la mesa, entregó una importante propina a Aimé, como si éste hubiera estado allí sólo para ella y como si recompensara — al abandonar un castillo— a un jefe de comedor asignado a su servicio. Por lo demás, no se contentó con la propina, sino que, además, le dirigió, junto con una sonrisa graciosa, unas palabras amables y lisonjeras, de las que su madre la había provisto. Ya sólo faltaba que le dijese que el hotel estaba tan bien llevado como floreciente era Normandía y que prefería Francia a todos los países del mundo. Otra moneda se deslizó de las manos de la princesa para el bodeguero, a quien, tras mandarlo llamar, quiso expresar su satisfacción, como un general que acaba de pasar una revista. El ascensorista había acudido en aquel momento a darle una respuesta; también recibió unas palabras, una sonrisa y una propina, todo ello mezclado con experiencias alentadoras y humildes destinadas a demostrarles que no era más que ellos. Como Aimé, el bodeguero, el ascensorista y los demás consideraron que sería descortés no sonreír de oreja a oreja a una persona que les sonreía, no tardó en estar rodeada de un grupo de sirvientes a los que habló con condescendencia; como aquellos modales eran inhabituales en los hoteles de lujo, las personas que pasaban por la playa, al ignorar su nombre, creyeron ver a una asidua de Balbec y que, por ser de extracción mediocre o por interés profesional (tal vez fuese la esposa de un representante o un fabricante de champán), era menos diferente de la domesticidad que los clientes de verdad elegantes. Yo pensé en el palacete de Parma, en los consejos — religiosos a medias y a medias políticos— dados a aquella princesa, que se comportaba con el pueblo como si debiera conciliárselo para reinar algún día; más aún: cual si ya reinara.
Volví a subir a mi habitación, pero no estaba solo en ella. Oí a alguien tocar con delicadeza fragmentos de Schumann. Cierto es que las personas, incluso aquellas a quienes más queremos, se saturan con la tristeza o la irritación que emana de nosotros. Sin embargo, hay algo que puede exasperar hasta un grado que jamás alcanzará una persona: un piano.
Albertine me había hecho tomar nota de las fechas en que iba a ausentarse e ir a casa de las amigas por unos días y también su dirección por si la necesitaba en una de aquellas noches, pues ninguna de ellas vivía demasiado lejos, conque, para encontrarla, de muchacha en muchacha, se trabaron con toda naturalidad en torno a ella lazos de flores. Me atrevo a confesar que muchas de sus amigas — aún no la amaba a ella— me dieron en una u otra playa instantes de placer. Aquellas compañeras benévolas no me parecían demasiado numerosas, pero últimamente he vuelto a pensar en ellas y he vuelto a recordar sus nombres. Conté doce que en aquella temporada me brindaron sus débiles favores. Recordé otro nombre al instante, con el que hacían trece. Entonces sentí como un temor infantil a quedarme con aquel número. Pensé — ¡ay!— que había olvidado a la primera: Albertine, que ya no estaba, y que fue la decimocuarta.
Por reanudar el hilo del relato, había yo anotado los nombres y las direcciones de las muchachas en cuya casa la encontraría determinado día en que no estaría en Incarville, pero por entonces yo había pensado aprovechar para ir a casa de la Sra. Verdurin. Por lo demás, nuestros deseos de mujeres diferentes no siempre tienen la misma fuerza. Cierta noche no podemos prescindir de una de la que después apenas si nos acordamos durante uno o dos meses y, además, aparte de las causas de alternancia que no viene al caso estudiar aquí, después de las grandes fatigas carnales, la mujer cuya imagen obsesiona nuestra momentánea senilidad es una a la que casi no haríamos otra cosa que besar en la frente. En cuanto a Albertine, yo la veía pocas veces y sólo las noches, muy espaciadas, en que no podía prescindir de ella. Si semejante deseo se apoderaba de mí cuando ella estaba demasiado lejos de Balbec para que Françoise pudiera ir hasta allí, enviaba al ascensorista a Épreville, a La Sogne, a Saint-Frichoux, tras pedirle que acabara su trabajo un poco antes. Entraba en mi habitación, pero dejaba la puerta abierta, pues, aunque hiciese a conciencia su «currelo», que era muy duro y consistía en numerosas tareas de limpieza desde las cinco de la mañana, no podía decidirse a hacer el esfuerzo de cerrar una puerta y, si se le indicaba que estaba abierta, volvía atrás y, haciendo el máximo esfuerzo, la empujaba ligeramente. Con el orgullo democrático que lo caracterizaba y al que no alcanzan en las carreras liberales los miembros de profesiones un poco numerosas, pues los abogados, médicos, hombres de letras llaman «mi cofrade» a otro abogado, hombre de letras o médico, él, recurriendo con razón a un término reservado a los cuerpos limitados como las academias, por ejemplo, me decía refiriéndose a un botones que era ascensorista un día sí y otro no: «Voy a ver si me substituye mi colega». Dicho orgullo no le impedía aceptar por sus recados — con el fin de mejorar lo que llamaba su remuneración— unos pagos por los que había inspirado horror a Françoise: «Sí, la primera vez que lo ves, le darías la hostia sagrada sin confesión, pero hay días en que es tan cortés como una puerta de cárcel. Es otro sacacuartos», categoría en la que había incluido con tanta frecuencia a Eulalie y en la que, por todas las desdichas que un día iba a ocasionar, situaba ya — ¡ay!— a Albertine, porque me veía con frecuencia pedir a mi madre — para mi amiga poco afortunada— algunas cosillas, baratijas, algo que Françoise consideraba inexcusable, porque la Sra. Bontemps sólo tenía una criada para todo. En seguida el ascensorista, tras haberse quitado lo que yo habría llamado librea y él túnica, aparecía con sombrero de paja y un bastón, cuidando sus andares y con el cuerpo erguido, pues su madre le había recomendado no adoptar nunca el estilo «obrero» o «botones». Así como la ciencia está, gracias a los libros, a disposición de un obrero que deja de serlo cuando ha acabado su trabajo, así también, gracias al sombrero de paja y al par de guantes, la elegancia resultaba accesible al ascensorista, quien, tras haber dejado de subir a los clientes, consideraba — como un joven cirujano, tras quitarse la bata, o el sargento de caballería Saint-Loup el uniforme— que se había vuelto un perfecto hombre de mundo. Por lo demás, no carecía de ambición ni tampoco de talento para manipular su jaula y no detenernos entre dos pisos, pero su lenguaje era defectuoso. Yo me creía su ambición, porque...