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La copa alejandrina
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Información
Editorial
Editorial AlmuzaraAño
2022ISBN de la versión impresa
9788418578663ISBN del libro electrónico
9788411310949Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
Cuando la campana hizo vibrar el aire anunciando el toque de tercia, fray Augusto de la Piedad aguardaba sentado en el recibidor del palacio del abad.
No quería marcharse de allí sin al menos despedirse del diácono. Había decidido abandonar la búsqueda del asesino y seguir su vida.
Vio al amanerado Humfredo dirigirse al dormitorio de los huéspedes. Supuso que iría a recoger alguna pertenencia del inquisidor. El abad, para evitar males mayores, les había trasladado a su palacio. Allí, con Eutropio y Aquilino, estarían al menos más seguros que con los agustinos.
Ya se habían acostumbrado a que los monjes evitaran sus compañías y que se separaran una notable distancia en los pasillos del nártex y el refectorium. Incluso a la superstición de más de uno que evitaba con un salto pisar su sombra. Reacción ancestral sobre los marcados por el Diablo… como ellos.
El fraile sabía que su abad en Burgos le apoyaría en su proceso.
Repentinamente, un revuelo de voces e improperios se escuchó fuera del palacio. Un novicio entró trompicado y casi se estrelló contra la puerta del despacho del prior. Atropellados susurros informaron al abad del acontecimiento. Las miradas de ambos convergieron en fray Augusto.
En el portón de acceso a la nave de los conversos un hecho extraordinario revolucionaba la paz monacal. ¡Una mujer del Tablar Colorado se había permitido entrar en el monasterio! Pero lo más inaudito era que nadie le impidió llegar hasta la misma puerta de la iglesia abacial. ¡Nadie hacía nada! Solo un monje anciano que la vio a través de la puerta mandó a un novicio a la carrera en busca del abad.
La mujer, con aire resuelto, preguntaba por el monje «cuervo». ¡Debía hablar inmediatamente con el monje de negro!
El abad, con su ceño prendido en una sorpresa, miró a fray Augusto y su negro hábito.
—¿Sois vos el monje «cuervo»? —preguntó con premura.
—Así nos llaman, pero espero serlo por muy poco tiempo, mi señor —respondió el agustino con calma—. Con vuestra bendición y bula, abandonaré al amanecer…
La desesperación del abad dio paso a un gesto de impaciencia.
—Esperad… —cortó con su mano alzada—. Un suceso que os afecta directamente reclama nuestra presencia en la cilla… Vayamos rápido.
Los tres hombres corrieron al callejón de los conversos donde, con enérgicas protestas de los monjes, habían conseguido que la mujer esperara lejos de los terrenos sagrados. «¡Rodarían cabezas!», clamaban por lo bajo los más ancianos. ¡Aquello era intolerable! ¡Jamás un ser tan inmundo había osado hollar con su pie aquellos lugares santificados!
El agustino vio a la mujer de cabellos dorados que señalaba el portón de la cilla y se dirigió rápidamente al almacén ignorándola. Le acompañaban el abad y el monje cillerero, y juntos comenzaron a buscar por todos los sitios. Le encontraron junto a uno de los toneles sin sentido, tenía la boca abierta en una agonía y su lengua desmayada a un lado. Fray Augusto puso la oreja en su pecho y solo percibió unos débiles latidos en su corazón.
—¡Saquémosle al exterior! ¡Este hombre se está ahogando, está medio muerto! —dijo el cillerero con apuro—. ¡Qué imprudencia meterse aquí con el vino fermentando!
—¡Tapemos todos nuestra boca y nariz! —prosiguió el cillerero apurado—. ¡Hay que sacarle de inmediato, es una muerte segura! ¡Por eso dejé la bodega bien cerrada! —se lamentaba el hombre encargado del almacén—. Los olores de la fermentación podrían matar hasta a un caballo. ¿Cómo ha podido ser?
En un poyo del claustro le tumbaron y el abad mandó llamar con urgencia al herbolario Segismundo. Se presentó de inmediato avisado por el acontecimiento.
—¡Dios mío, qué imprudencia! —exclamó apartando a la multitud curiosa arracimada a su alrededor—. Estirémosle y hagamos que mueva primero los brazos en cruz y luego sobre su pecho apretando fuerte repetidas veces. ¡Traed el fuelle de la estufa de las cocinas! ¡Rápido, tenemos que reanimarlo! No sería el primero en morir de esta forma. El vino, cuando fermenta, desprende un gas produciendo la misma asfixia que cuando uno se ahoga en el agua. ¡Es muy peligroso!
Un novicio trajo a la carrera un gran fuelle que el herbolario introdujo en la boca de fray Regino apretando su nariz con los dedos. Lentamente el fuelle introdujo por su acción mecánica aire en sus pulmones; luego le obligaron a cerrar los brazos sobre su pecho presionando con las manos. El monje herbolario siguió con los ejercicios hasta que después de no pocos esfuerzos fray Regino abrió los ojos tosiendo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Está vivo!... ¡Ha sido un milagro!
Fray Augusto, con la alegría pintada en su rostro, abrazó al herbolario que azarado por la familiaridad restó importancia al hecho. Dijo que aquella técnica de reanimación ya se practicaba en la antigüedad, como probaban las Sagradas Escrituras. El abad, sorprendido al límite, observaba todo con mirada torva.
Fray Regino se incorporó aspirando con fruición aire nuevo, orbitando sus ojos en busca de la figura del Diablo. Luego miró a todos absorto. No pudo recordar quién le citó allí. Tan solo dijo que era joven y con acento sefardí.
Fray Regino no comprendía aquel ataque a su persona. ¿Quién podría intentar quitarle de en medio y…? De repente salió corriendo en dirección a su celda. Su pecho subía y bajaba a punto de explotar por la falta de oxígeno y la ansiedad desesperada de comprobar si…
Cuando empujó la puerta, su estómago se retorció hasta dolerle. Todas sus pertenencias se encontraban por el suelo. Habían levantado la cama y sacado todo de su petate. Se lanzó a la baldosa bajo la cual escondiera el cilindro y comprobó aliviado que permanecía en el mismo lugar.
Lo sacó del hueco colocando de nuevo la baldosa en su sitio. Había pensado un lugar en el que absolutamente nadie se le ocurriría rebuscar; tenía tiempo, pues todos estaban en el claustro.
Luego, con calma, se dirigió en busca del abad. Le encontró hablando con varios monjes en el recibidor de su despacho. Cuando este le vio le dijo:
—Celebro que hayáis salido bien de vuestra imprudencia en la cilla. Si hubieseis estado preparando vuestros votos…
—Os ruego, mi señor —cortó impaciente el diácono—, que retraséis mi ordenamiento algunos días; tengo que estudiar unos datos y posiblemente os informe sobre el verdadero autor de las muertes de los monjes del coro.
—¿Vos también…? —respondió el abad con agresividad. El abad mantuvo su mirada sobre el diácono.
—Os lo pido por el amor de Dios, mi buen abad, nada tenéis que perder. Pensadlo un momento, si no consigo nada, renunciaré a mi diaconato y mi ordenación. Me iré muy lejos y jamás sabréis de mí, os lo juro.
—Está bien, os concedo solo unos días más. En caso contrario, si el inquisidor…
El diácono regresó al nártex, donde fray Augusto y el herbolario hablaban en voz baja.
—Hermanos —dijo el herbolario—, espero disculpéis mi indiscreción, pero la entrada al monasterio de una mujer ha sido algo que ha desbordado los entendimientos del Capítulo. Los monjes mayores y los de pleno derecho se encuentran en la abadía rezando. Estarán así muchos días para alejar de sus mentes la visión lujuriosa de la hembra… —suspiró cabeceando—. ¡Una mujer en el cenobio!
—Pero no podía saber que… Yo… —balbució fray Augusto.
—No condenéis la intransigencia del abad —prosiguió el botánico mientras subía el fuelle a su hombro—, os aseguro que se mantiene al frente de milagro —concluyó de lejos con una inclinación de cabeza.
—¡Quien quiera que sea el responsable de estos ataques sabe aprovechar las circunstancias a su favor! —maldijo el agustino con un temblor en su puño.
Clementa de Çaragoça había dicho en llamarse la joven. La humedad de sus labios carnosos y brillantes encogió los estómagos de monjes y conversos. La luz ambarina de su mirada de miel petrificó a los jóvenes, espantando a los mayores.
La mujer había sido enviada por un viejo del Tablar. Un familiar converso ayudante del tonelero vio entrar en la cilla a fray Genaro. Al no verlo salir después de un buen rato, corrió al Tablar Colorado a avisar del peligro que corría; no quiso evidenciarse con el posible asesino o con el mismo Diablo. Tuvo que ser Clementa quien diera aviso al monasterio mandada por el viejo.
Fray Regino sentía que su confusión aumentaba. Se dio cuenta de que aquel viejo parecía saber mejor que ellos lo que ocurría en el monasterio. No entendía que alguien rebuscase en su celda. Sabía que fray Augusto había...
Índice
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos. 1492
- Prefectura de Judea, Jerusalén día 7 de Nisán, año 27 d. C.
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- Monasterio de Santo Domingo de Silos, Burgos. Dos años antes
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos.
- Barrio del degolladero, Adarves de la judería, Toledo
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- Palacio ducal de la casa de Habsburgo, Brujas, Flandes.
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- Mercado de la Plaza Zocodover, Toledo
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- Palacio de la Mota, Medina del Campo, Valladolid
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- Monasterio de San Juan de los reyes, salón capitular, Toledo
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- Monasterio cisterciense del castillo de Piedra Vieja, Nuévalos
- EpílogoSeñorío de Ramón Berenguer, cerros aledaños a Nuévalos. 1492