Mar de tierra
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Información

ISBN de la versión impresa
9788418648465
ISBN del libro electrónico
9788411310994
1
A bordo del galeón Santo Domingo.
En algún punto del Océano Atlántico.
Alonso Ortiz de Zárate no consigue pegar ojo. Y así van ya muchas noches desde que partiera, hace casi tres meses, de su Sevilla natal. Mecidos por las olas, el crujir de las cuadernas de la nave no encubre la conversación de sus compañeros de camarote. Hablan de las inagotables oportunidades de conseguir oro y plata que les aguardan. Los sueños, preñados de ambición, dan rienda suelta a sus lenguas. ¡El Nuevo Mundo! Pareciera que el maná fuera a caer allí del cielo que ahora los ve navegar.
La proximidad del mar Caribe y el mal olor empiezan a hacer asfixiante aquel cubículo sin apenas ventilación, donde solo hay espacio para cuatro hamacas asidas por sus extremos al maderamen del barco. Cansado de voltearse sobre su cuerpo, decide prestar atención a aquella inagotable letanía de susurros en un vano intento de escapar de la angustia que lo consume. Un comerciante está interrogando a otro por el precio que cree podrá pedir por los paños de tafetán y brocados que transporta en la bodega. El otro le responde que tal vez treinta o cuarenta veces el valor que tenían al embarcarlos. El primero se sonríe, apretando los labios en amago de no confesar la cifra, pero la vanidad lo embarga. Sorbiendo otro trago de vino de la botella que han ido vaciando, señala hacia la litera que ocupa Alonso y, con el índice sellando sus labios en señal de complicidad, al final reconoce:
—¡Más! —sisea entre dientes, henchido de ego—. ¡Al menos cien veces! ¿No ves que son tejidos italianos? ¡Propios de reyes! Todo provechoso para sus majestades los indianos. ¡Todo provechoso! —afirma intentando contener una carcajada.
—¿Y las mujeres? —le replica el otro, excitado—. ¡Hay tantas que sólo tienes que coger una para fornicar! ¡Dicen que huelen a gloria y que no tienen ni un pelito en todo el cuerpo! Estoy deseando desembarcar y montarme a la grupa de una de esas indias. Lo tendremos todo al alcance de la mano, ¡como fruta madura!
Alonso deja súbitamente de atender a la soez conversación, pues otro de aquellos pensamientos irrumpe bruscamente en su cabeza, apoderándose por completo de su ser. Se reiteran constantemente. Siempre están ahí: a cada despertar, con cada puesta de sol, como un cancerbero fiel, martillando su cabeza, oprimiéndole la respiración. Apenas si escucha las mal disimuladas risas de sus compañeros, pues una inmensa rabia le hace morderse el labio inferior con tanta fuerza que el dolor lo proyecta hacia la figura de su tío, el tutor que suplió a su padre cuando este los desamparó. La persona que jamás le falló y a la que él abandona en Sevilla. A don Diego le han impedido de manera repentina y fulminante ejercer la profesión de abogado con la que dignamente se ganaba la vida. Una serie de entramados y envidias le han privado del derecho a trabajar. Y él, Alonso, la persona en la que había depositado todas sus esperanzas, lo ha dejado a su suerte.
No consigue apartar de su cabeza el rostro desencajado de su tío, atónito, incrédulo, resentido; despidiéndolo sin tan siquiera darle un abrazo ante la puerta del que fuera su común despacho en la calle del Aire de Sevilla.
La memoria se revuelve y le vomita otro recuerdo: el de su madre conteniendo las lágrimas mientras introduce en su petate, con gesto desgarrado, el estuche que contiene una navaja de afeitar de acero toledano. La misma que le regaló el día en el que se convirtió en el primer alumno no becado Doctor en Derecho por la universidad de Sevilla.
Más recuerdos, más dolor.
Da una vuelta. Otra. Finalmente se recuesta tratando de dar la espalda a una conversación que no cesa, al olor putrefacto, a la asfixia. El diálogo que ahora escucha se ralentiza. O al menos eso le parece. Es como si el efecto del vino hubiera provocado que las lenguas de los mercaderes fueran más densas, más pastosas.
Y lo que viene a hostigar su mente ahora, inmisericorde, es su más hondo pesar, el más triste infierno de su existencia. La injusticia plena. Plena como la luna que vio nacer su amor, ahora perdido, una noche de San Juan en las playas de Sanlúcar de Barrameda. Intramuros de un convento sevillano languidece el sentimiento más puro, el de Constanza; la niña monja que, por esas fechas, debe encontrarse leyendo una dispensa papal que le permite contraer matrimonio con su primo hermano. Imagina a la abadesa del convento de San Clemente entrando en la celda de la novicia para entregarle una carta firmada por Su Santidad, el mismísimo papa de Roma, que prácticamente la obliga a casarse con su primo Andrea Pinelo. Solo que Andrea es, además, el mejor amigo que Alonso jamás haya tenido. Su hermano de alma.
Los compañeros de travesía se miran con estupor. De la garganta de ese hermético muchacho ha brotado un extraño y gutural lamento mezcla de desesperación e impotencia; creen incluso adivinar que ha dado un fuerte puñetazo a una de las cuadernas del camarote. Instintivamente, trocan la conversación por un intento de silencio que es quebrado por la sorda contención de unas risas de mofa que no pueden evitar. Ese chico les produce un sentimiento mezcla de vergüenza y pena. Transmite una tristeza impropia de la ilusión de todo aquel que emprende la Carrera de Indias.
No sabe cómo huir de su propio vacío y se sume en un nuevo pensamiento, quizá el único istmo que lo une a una mínima esperanza de vida y que es el motivo por el cual se encuentra ahora embarcado en ese galeón: su padre. ¿Y quién es su padre al fin y al cabo sino un desconocido? Los abandonó a él y a su madre cuando tan solo tenía nueve años. En un principio le mintieron. Parecía que, como tantos otros, hubiera partido a hacer fortuna en el Nuevo Mundo. Pero luego descubrió que no fue así; que huyó porque no respetó las reglas del juego, que amañó y falsificó pruebas de un proceso judicial en beneficio de un cliente… que cayó en desgracia.
Y aquel individuo es ahora su único motivo para seguir con vida, para no arrojarse por la borda de la embarcación que en esos momentos acaricia el mar océano y acabar en su fondo cristalino. Se imagina sintiendo cómo el agua va envolviendo su cuerpo, abrazándolo, arropándolo, para nunca más emerger.
Para nunca más sufrir.
2
Bendita sea la luz, y la Santa Veracruz.
Y el Señor de la Verdad, y la Santa Trinidad.
Bendita sea el alma y el Señor que nos la manda.
Bendito sea el día y el Señor que nos lo envía.
El tiempo transcurre y un nuevo amanecer lo acecha, inexorable. No sabe en qué momento se quedó dormido, pero acaba de escuchar la primera cantinela religiosa de la mañana, la que recita el grumetillo con gesto destemplado, puño en el mentón, dando otra vuelta de ampolleta al reloj de bitácora. La hora prima ha anunciado (las seis de la mañana) aunque la claridad que se filtra a través de la madera mal ensamblada del camarote delata que el chiquillo ha podido quedarse dormido durante la noche o no ha estado demasiado atento a la arenilla de la ampolla.
Mientras se evapora el rocío de la mañana va armándose poco a poco el oficio religioso y comienzan a escucharse apuradas pisadas sobre la cubierta.
Sin moverse del jergón, desentumece huesos y músculos preparándolos para otra jornada de tedio y olvido. Dentro del reducido y agobiante espacio, denso de humedad, resulta imposible no escuchar los ronquidos acompasados de sus compañeros que, ahora sí, duermen a plomo. Percibe el primer rayo de sol besándole el rostro y cómo su calor le incomoda el sueño. Necesita huir urgentemente de aquel rancio agujero. Lo terrible es que, en cuanto salga y transcurran unos minutos a la vista de la tripulación, tampoco soportará estar en cubierta y necesitará regresar de nuevo a refugio de miradas y comentarios. Al abrir la portezuela sitúa instintivamente una mano en la frente. Sus ojos, secos de lágrimas, se entrecierran al impacto de un sol inclemente. Al tiempo, una fragante brisa le roza el rostro. Los pulmones se le cargan de aire. El justo para seguir sobreviviendo.
El oficio religioso ya está instalado, y frente al sacerdote se van arrodillando todos por igual: carpinteros, marineros, maestres, cirujanos, despenseros, cocineros, capitanes, pilotos y demás gente de mar. Únicamente un pequeño retén queda al gobierno de la embarcación que avanza hinchando pesadamente las velas. Doscientas sesenta y tres almas rezan al unísono el padrenuestro, el avemaría, el credo y el canto de la salve marinera. No viaja ninguna mujer a bordo del galeón Santo Domingo. Hincado de rodillas, uno más sobre la cubierta, Alonso implora a Dios que le dé algún motivo para seguir con vida.
Tras el acto de contrición se inicia en la nave una creciente actividad. Algunos comen algo: un bizcocho, una galleta, ajos, una sardina salada… Los marineros se lavan la cara y las manos con agua del mar que suben con cubos desde la borda. La mayoría ha pasado la noche en cubierta, al abrigo de alguna estera o manta, cuando no con el único calor del cordaje. El capitán está ya al frente de las tareas, supervisando las operaciones de achique del agua que haya podido entrar en el barco durante la noche anterior. Algunos miembros de la tripulación suben y bajan de las escalas agitando las velas para que el rocío se despegue más rápidamente; otros se afanan en reparar algún aparejo, limpiar la nave, trepar por los palos o confeccionar cuerda nueva con cabos viejos. Tres o cuatro hacen impaciente cola sobre los jardines: una especie de tablilla desplegable que da directamente al mar y desde la que todos, sin excepción —capitanes, sacerdotes, militares y grumetes— evacúan sus necesidades sin discreción alguna.
Alonso ha comido tan solo un trozo de pan con carne seca de vaca y uvas pasas. Permanece unos minutos observando la estela de la embarcación, pero el recuerdo de lo que deja atrás le hace saltar como un resorte. Cansado, aburrido de deambular por cubierta, de fijarse en cada mínima tarea, se dirige de nuevo a su camarote, dejándose caer pesadamente sobre el jergón. Allí al menos no tiene que disimular su angustia. Saca un tomo de derecho, hace como si lo leyera pero lo mete nuevamente en el petate en el que guarda sus únicos enseres. Toma otro volumen, esta vez es el ejemplar de Los seis libros de la Galatea, la novela que le regaló un pobre infeliz al que defendió en un litigio. Lo abre y lee la dedicatoria que el autor le firmó en la primera página:
Es en las desventuras comunes donde se reconcilian
los ánimos y se estrechan las amistades.
Miguel de Cervantes Saavedra.
Sofocado, trata de despegar un poco el traje togado de su cuerpo, pero la humedad hace que se le adhiera nuevamente. La proximidad del mar Caribe se va haciendo notar y él lleva meses sin poder asearse con agua dulce, sin cambiarse de ropa. Se recuesta resoplando. La sangre le hierve, el alma le escuece. Es aún muy de mañana, tiene toda una jornada de languidez por delante para intentar evadirse, olvidar, no consumirse, no morir lentamente… aunque sabe que no lo conseguirá.
Está solo en el camarote. Fuera se escuchan voces confusas y poco a poco se sume en un inquieto letargo. Los sonidos de los aparejos se van fundiendo como un eco dentro de su cráneo y rebotan mezclándose con las órdenes de los oficiales, con las quejas silenciosas de los marineros, con los martillazos de los calafates, el crujir del velamen…
Todo así, ...

Índice

  1. Nota del autor
  2. Glosario de personajes
  3. Prólogo
  4. 1
  5. 2
  6. 3
  7. 4
  8. 5
  9. 6
  10. 7
  11. 8
  12. 9
  13. 10
  14. 11
  15. 12
  16. 13
  17. 14
  18. 15
  19. 16
  20. 17
  21. 18
  22. 19
  23. 20
  24. 21
  25. 22
  26. 23
  27. 24
  28. 25
  29. 26
  30. 27
  31. 28
  32. 29
  33. 30
  34. 31
  35. 32
  36. 33
  37. 34
  38. 35
  39. 36
  40. 37
  41. 38
  42. 39
  43. 40
  44. 41
  45. 42
  46. 43
  47. 44
  48. 45
  49. 46
  50. 47
  51. 48
  52. 49
  53. 50
  54. 51
  55. 52
  56. 53
  57. 54
  58. 55
  59. 56
  60. 57
  61. 58
  62. 59
  63. 60
  64. 61
  65. 62
  66. 63
  67. 63
  68. 65
  69. 66
  70. 67
  71. 68
  72. 69
  73. 70
  74. 71
  75. 72
  76. 73
  77. 74
  78. 75
  79. 76
  80. Epílogo
  81. Nota del autor
  82. Agradecimientos
  83. Leitmotiv