SEGUNDA PARTE
Capítulo primero. Cara o cruz
Las seis. Apenas ha amanecido. Las porteras de la mañana abren sus portales y arrastran hasta los umbrales grandes cubos de basura redondos. Cruzan sus pañuelos de punto sobre sus hombros y respiran el aire frío.
—Buenos días, señora Simiand.
—Buenos días, señora Berthier.
Delante de la señora Erwein, en la calle Claude-Bernard, la señora Margotton ha escupido entre sus pantuflas: la señora Erwein es alsaciana, pero la señora Margotton sospecha que en realidad es alemana.
Un paseante rezagado camina por la calle de Vaugirard: es joven y se sonroja un poco porque sus pasos se oyen demasiado y hace que se muevan las cortinas de cada portal. Además, no lleva nada bien las arcadas que el frío le produce. Ora grandes vehículos retiran las basuras domésticas, ora el punto más alto del andamio del Panteón, que es el primero en ver el sol, arroja un rayo azul claro sobre la calle Soufflot. Los bares situados al borde del Barrio Latino, la calle Claude-Bernard, la calle de Vaugirard, el bulevar Port-Royal, la calle du Faubourg-Saint-Jacques, abren sus puertas. Los primeros vagones de obreros del tranvía N.º 8 llevan circulando ya bastante tiempo. Delante del Bullier, están barriendo los folletos y los programas de baile. La Coupole está casi vacía. Los vagabundos llegan en tropel a los pequeños bares de la plaza Maubert: por fin han conseguido la moneda de veinticinco céntimos que no tenían a la una de la mañana para su café. En algún lugar, muy lejos, suena el primer toque a misa, mientras el cura de Saint-Jacques-du-Haut-Pas se prepara para decir la suya. Un redoble de tambor ha despertado a los alumnos internos de los tres institutos del Barrio Latino. Todas las lámparas están encendidas, ¿sabrán que fuera ya se vislumbra el día recién nacido y que en los jardines de Luxemburgo los árboles conservan aún casi todas sus flores?
Las siete. Los devotos se cruzan con las pequeñas trabajadoras que se dirigen corriendo con una sonrisa a los cafés Biard pensando en esos cruasanes recién hechos que abrasan los dedos y se derriten bajo la lengua. Ya casi no quedan trabajadores manchados de yeso blanco en las barras de los bares. Ahora solo están aquellas chicas risueñas y heladas y los trabajadores de trajes negros que sujetan su servilleta con el codo mientras controlan el péndulo del reloj engullendo a toda prisa. El metro ya ha depositado a los trabajadores de diferentes profesiones: huele a naranja, a verdura fresca, a madera nueva, a pintura, a polvo de arroz y a pasta de dientes. Entre las siete y cuarto y las siete y media, uno ya puede sentarse en los compartimentos de segunda, en los que una auténtica papilla humana, más tarde, se hinchará repentinamente del mismo modo que lo hace la leche cuando se calienta.
Las empresas de Montparnasse van a cerrar durante dos horas para la limpieza diaria. Unos ciclistas han llevado a los kioscos del bulevar Saint-Michel fardos de periódicos precintados con cordeles: la vendedora los extiende sobre la balaustrada de madera de la Capoulade como si tendiera la ropa. Más tarde, los clasificará por opiniones, poniendo juntos por un lado los periódicos neutrales y, por otro, los periódicos combativos, en medio de los cuales siempre se encuentra Comoedia. Pliega y recoge metódicamente los periódicos del día anterior que contienen noticias indiferentes y que ponen sobre falsas pistas a los amantes de los robos de niños. Solamente echa un vistazo a los registros de entrada de los cementerios porque tiene un cuñado que es vigilante en el cementerio del Père-Lachaise.
Al andamio del Panteón le está cascando ahora el sol de pleno. En unos minutos aquellas nubes groseras y muy redondas se habrán disipado. Luego solo quedará una fina e impalpable bruma sobre esta joven alba de noviembre tan ingeniosamente delicada. Llamado por un deber imperioso, el modelo de cabellos largos que posaba antaño como Cristo para cuadros religiosos y como Louis XIV para cuadros históricos, va bajando por el bulevar hacia el Sena con una caja bajo el brazo. Algunos tenderos comienzan a desanclar sus vitrinas, revelando vestidos tintados, sombreros cuya forma han conseguido recuperar, impermeables a la moda y corbatas de lona relucientes. Solo los pasteleros intentan hacer creer a la gente que han vendido todos sus pasteles y que no ha quedado ni una onza de palo catalán ni de profiteroles en sus bandejas de bordes de hierro.
En la calle Saint-Jacques, ante la puerta que lleva a las aulas X e Y, bajo las buhardillas de la Sorbona, esperan, sentados sobre sus diccionarios, los estudiantes que suspendieron en la convocatoria de junio. Hace ocho días, solo querían ser alumnos de bachillerato, hoy, envalentonados, aspiran a obtener sus licenciaturas, pero apenas han cambiado, y uno los sabe reconocer bien. De hecho, esa joven chica de la boina roja decía la semana pasada que no había entendido absolutamente nada del texto del examen de traducción de latín.
La vendedora de flores apunta en su pizarra: «Hoy: Saint-Charles. Mañana: Sainte-Bertille.»
Han sonado las ocho en Saint-Jacques-Du-Haut-Pas y han abierto a la vez doce tiendas y, siempre tres minutos después, abren los zapateros de la calle de l’Abbé de l’Épée, el florista de la calle Saint-Jacques y los dos ópticos de la calle Gay-Lussac. Sobre las casas, el cielo es fresco, de un azul ligero. Los vendedores de ostras se encuentran en las esquinas de los barecillos abriendo sus chirriantes papeleras y cortando rodajas de limón con un cuchillo que rechina, luego las colocan sobre grandes bandejas de porcelana blanca. Siete taxis están dispuestos en fila, felices por la mañana naciente, ya que no necesitan captar clientes. Cada uno de los conductores sonríe y se toca la gorra a modo de saludo cuando gira por la esquina del bulevar Saint-Michel y pasa por delante del vendedor de castañas.
En el barrio, ya bien despierto, se espolsan en el interior de los patios interiores las alfombras y las fundas de las camas y, a veces, una chacha furtiva agita un trapo en el quinto piso que da sobre la calle, y ese trapo va saltando durante doscientos metros de una ventana a otra. La papelería Saint-Louis ha instalado ya delante de su puerta las torres de tarjetas postales y los archivadores en los que se puede encontrar, uno después de otro, a Paul Valéry, a Jean Kiepura, a José Laval.
Algunas personas que llegan tarde van corriendo hacia Louis-le-Grand, hacia Henri-IV, hacia Saint-Louis donde han repicado unas campanas enormes. Un niño de siete años que lleva una bufanda de lana ha dejado caer su servilleta en el riachuelo delante de Montaigne. Las jóvenes chicas con impermeables azules, con sus graciosas boinas de punto sobre la cabeza, entran a las ocho y cuarto u ocho y media. Se dirigen tranquilamente hacia su metro o su tranvía, con aspecto terriblemente serio. Hemos visto a una, sin embargo, que llevaba los libros de un pequeño niño y le hacía cosquillas debajo de la barbilla para que se riera.
Todas las cafeterías del Barrio Latino están abiertas y dan de comer a un pueblo devoto del cortado. Esto durará por lo menos dos horas, cuando los perezosos den el relevo a los madrugadores. Hasta el momento en que los tragones, los madrugadores, los que consigan escapar de los patios, vengan a tomar, hacia las diez o las diez y media, un segundo desayuno. Cuando se marcha, el niño calvo con cara de pájaro viejo explica que se levanta todas las mañanas a las cuatro y media porque vive en Saint-Germain.
En la librería Picard, hileras de lectores mudos toman consciencia de la literatura contemporánea no censurada y deslizan un ojo hábil y torvo entre sus páginas. Los otros libreros instalan fuera los milagrosos barriles donde uno puede encontrar tanto libros de ciencia como de poesía, así como libros de saldo, cuadernos cuadriculados y almanaques. Los paseantes van a sus trabajos, a menos que los trabajadores no se paseen. Aún es raro ver a gente con abrigo. Los primeros meses de noviembre permiten la alegría, llevar un aspecto libre e ir deteniéndose ante los escaparates. La joven chica elige mentalmente en el Centro de las escuelas una corbata para su amigo (a él no le gustará, pero se la pondrá de todas formas) y el joven hombre elige para su amiga esas botas rusas de Phit-Eesi.
Son las ocho y media. Don Rustique3, profesor de la Sorbona, se encuentra en una sala sin muebles, vacía de libros. Acaba de guardar de nuevo su Montaigne, en el que ha releído ese himno al amor y a la voluptuosidad que el anciano dirige a la juventud, en su exacta y dulce mezcla de dos jóvenes bellezas. Don Rustique se pone algo soñador y se dirige hacia su ventana. Pero desde ahí solo ve la cúpula del Val-de-Grâce y a las pequeñas salutistas cargadas con cestas que vienen a recoger sus provisiones de Biblias. Es la última vez que contempla aquel espectáculo. Don Rustique se muda mañana.
Es por días como estos que el vendedor de pájaros se dice a sí mismo que la vida, después de todo, no es tan mala. Para estar en Les Halles bastante temprano y unirse a los grandes floristas que le honran con su protección, tiene que levantarse antes de que lo haga el día. Tan temprano que, algunas veces, no se acuesta: da unas cabezadas en los bares de la plaza Maubert, hasta más o menos las tres y, después, va a pie hasta los barrios del centro y se calienta un poco con un paquete de patatas fritas: en algunos barrios es con el nombre de señor Lafrite como se le conoce. Solamente entonces vuelve a su casa, a dar refugio a sus flores, que ama, a darles el agua que les corresponde y a cuidar a sus pájaros, en su casa, en la calle Mouffetard, un chiribitil bien cerrado por el que paga quince francos al mes.
El señor Lafrite ha desempeñado muchos oficios desde que está en la tierra, es decir, tantos como es capaz de recordar, desde hace cincuenta años. Solo ha salido de París para ser soldado, en los batallones de África primero, y después fue al este, durante aquellos cuatro años tan famosos. De todo aquello solamente trajo consigo una suave extrañeza. Hoy en día no está seguro de no confundir a los negros con los alemanes. «Cuando estaba luchando contra los soldados alemanes negros…» dice, y entonces se puede tratar tanto de cuando estuvo en Sidi-bel-Abbès como cuando estuvo en Sainte-Menehould. De hecho, había regresado, sin saber muy bien por qué, con un galón de lana. Pero aquello lo había olvidado igual que había olvidado por qué lo destinaron, antaño, a la infantería ligera.
Durante algún tiempo fue trapero en el «Maroc», cerca de la puerta de Gentilly. «Fue en la época en la que estuve casado», explica. Y a veces se cruza con su mujer, la Pelirrojona, de camino a Les Halles. Entonces escupe. Seis años estuvo, sin embargo, con ella. Vivían en un honesto vagón de tercera, comprado a la Compañía del Este. La Pelirrojona, que tenía gustos burgueses, había conseguido hacer de aquel vagón una residencia muy confortable, de eso no había duda. Pero el barrio no era muy del agrado del señor Lafrite. Cuando empezaron a construir la Residencia Universitaria, fue una catástrofe. Los policías siempre estaban ahí y se empezó a hablar de expropiaciones. Además, la Pelirrojona trataba con dureza a su hombre. En aquellos días de justicia, el señor Lafrite reconocía que a ella se le daban muy bien los negocios; y cuando uno es trapero, hay que ser tenaz. Pero ella nunca soltaba un duro, y, sin sus amigos, el señor Lafrite hubiese tenido que dejar de fumar. Después de una gran escena, muy dramática, como esas que se ven en el mundo, los dos esposos decidieron poner fin a su vida en común.
Fue entonces cuando optó por cambiar de barrio y estuvo mucho tiempo sin regresar al Parc Montsouris: trabajó de portero, vendió lápices y tarjetas postales. Con las tarjetas transparentes no podía, no eran de su agrado y no había manera. Afortunadamente, los años de prosperidad no se habían terminado aún y los puros que recogía en el bulevar Montparnasse eran buenos puros ingleses, solo que medio fumados. Cuando las cosas le iban peor, el señor Lafrite soñaba con pena que le hacía falta trabajar. Fregó platos, pero el olor no le gustaba. Escribía direcciones porque tenía una hermosa letra y también fichas para el Palais de Justice. Incluso consiguió que lo contrataran en una fábrica de pieles de conejo en la que trabajó tres semanas. Aquello le permitió después ir al paro y recordaba siempre con ternura aquellos seis meses seguidos que pasó cobrando el paro. Alquiló una habitación en la calle Mouffetard y se prometió a sí mismo conservarla por siempre. Actualmente, ya solo puede pasar a cobrar el paro de manera intermitente, pero se hizo vendedor de pájaros y los pájaros le consolaron de todo. Siempre le gustaron y se sentía feliz con su compañía. Y, además, también tenía las flores. Aquel anciano un poco chorizo, un poco borracho, estaba descubriendo, a su avanzada edad, su corazón bucólico.
Aquella mañana, al levantarse, las flores lo perfumaban todo. Las que no había vendido, las que le habían encargado, tenían aspecto de revivir. Había encendido su lámpara de petróleo e iba de unas a otras con una sonrisa. Siempre conservaba las más marchitas: ¿cuánto le pagarían por ellas? Les echaba un poco de agua tibia en un bol, en un culo de botella, en algún jarrón de cristal recogido de alguna papelera. Asombrosamente las curaba, como si fueran niños enfermos. Y solo las tiraba cuando realmente ya no les quedaba ni un soplo de vida.
Dentro de un rato regresará con su cargamento de jóvenes flores, capullos apenas abiertos, rosas frescas, claveles y mimosas. A estas, las pondrá en un buen cubo de agua, ya que la necesitan. Les proporcionará todos los cuidados necesarios, pero aún no le gustan. Solo le empezarán a gustar a partir de mañana, cuando hayan regresado de Montparnasse con algunos tallos quebrados, algunas pobres corolas aplastadas y dañadas. Entonces sentirá nacer en él el amor paternal y le ofrecerá, con mucho pesar, tres o cuatro, a Isabelle.
Aquella tarde, sin duda, iba a intentar verla. Mientras esperaba, iba bajando, como cada día hacia las doce del mediodía, provisto con las ganancias del día anterior, para ir a buscar su comida. Por la noche, no era muy complicado: por cincuenta céntimos, podía comprar un paquete grande de aquellas patatas fritas a las que debía su apodo. A veces, añadía un pescado, una salchicha, incluso una porción de chucrut en los días de abundancia. Comía en su habitación o en un banco. Pero a mediodía, considerando que es necesario alimentarse correctamente, iba a un barecillo de mala fama, detrás de Saint-Paul, donde la comida costaba tres francos con veinticinco, eso sí, sin vino, todo hay que decirlo. En Les Halles, encontró otro que costaba cuatro francos, pero incluía el vino, en la plaza Maubert había otro a dos francos con sesenta y cinco (pero ahí, decía, se comía mal), en Montmartre encontró otro a tres cincuenta. De esta forma, se había ido configurando un mapa gastronómico de París, y sabía que el mejor chucrut era el de la plaza Maubert, el mejor ragú el de Saint-Paul, la mejor fritura la de la Place d’Italie, que uno puede comerse una excelente ratatouille nizarda cerca de Ivry y que todos los martes sirven conejo cerca de la Porte Brancion. Le gustaban aquellos platos abundantes, con mucha salsa, que se pegaban a los cuencos de estaño. Las sopas populares, ya fueran estas provistas por los Ayuntamientos, por los colegios o por las señoras de las organizaciones caritativas, le gustaban menos. En la Place de la Convention conocía una, no obstante, en donde ponían más verduras que trozos de pan, y cuando pusieron el restaurante de la calle Cujas, que duró poco, confesó que cualquier entendido quedaría satisfecho. A los jovenzuelos, ignorantes recientemente llegados a la miseria, les daba consejos sabios, y estos le escuchaban porque lo consideraban un gourmet y una persona que se preocupaba por su propio bienestar.
—Puedes comer barato todos los días. Basta con conocer los rincones y tener buenas piernas. Solo hay que tomárselo en serio; es todo un estudio. Yo mismo he tardado diez años para saber situarme un poco. Coge tus piernas y paséate por París. Nunca vayas a los restaurantes rusos, todo es carne picada y solo sirven a sus compatriotas. En un sentido tienen razón. Se apoyan unos a otros y la patria tiene sus cosas buenas. No vayas a la Vilette, para atenderte tienen que conocerte antes y, si no es así, te miran mal. Por lo demás, te puedo pasar unas cuantas direcciones, pero no hay nada como descubrir los lugares por uno mismo. Si quieres, puedes decir que vienes de mi parte. Te darán trozos bien cocidos y no necesitarás repelar el hueso con tu boca, lo cual es asqueroso.
Naturalmente, solo daba estos consejos a quien tenía confianza. De los demás desconfiaba desde el día en que un joven hombre de buena familia, licenciado en letras y en derecho, había reventado la caja registradora de un restaurante que el señor Lafrite le había indicado y, sorprendido en plena faena, liquidó uno tras otro al propietario, a la propietaria, a la camarera y a un agente de policía. Esta pequeña desaventura contribuyó mucho más al desarrollo psicológico del señor Lafrite que cuarenta años de miseria y de paseos.
Así pasaba su vida, vendedor de flores aquí, vendedor de pájaros allá. Unos ignoraban sus plantas, otros sus animales, otros incluso prácticamente todo. Era un tipo tranquilo y cambiaba de alma al doblar la esquina de cada calle. Gracias a él, Isabelle había conocido a su vez al muchacho de la gran gorra. El anciano se había alegrado mucho de haberlos presentado. Le había acariciado el rostro al pequeño y ella le había dicho que se parecía a «El Chico»:
—¿Quién es El Chico?
—¿No conoces a Charlot?
—No.
Isabelle se quedó perpleja, extrañada de que existiera un niño en el mundo que no conociera a Charlot. Luego se dijo que, después de todo, Charlot era de la edad de ella, ya no de la del muchacho. Pensó también que Jackie Coogan tenía ya veinte años e iba a casarse y que todo aquello era bastante melancólico. En fin, tampoco había por qué extrañarse de que un niño de siete años ignorara la existencia tanto del uno como del otro y no hubiera visto jamás El Chico, una película famosa en otros tiempos.
—Chico quiere decir «cabritillo» —afirmó ella con gravedad—....