Cuentos completos
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eBook - ePub

Descripción del libro

Los setenta y tres cuentos y quince fragmentos reunidos en este volumen constituyen la obra narrativa completa de Katharine Mansfield (1888-1923). Su talento para revelar las melancólicas corrientes que fluyen bajo los pequeños incidentes de la vida cotidiana, y su tratamiento desapegado y aun así preciso y minucioso, le han valido la consideración de maestra indiscutible del cuento moderno. Cuadros de familia, escenas matrimoniales, episodios de soledad en parajes idílicos o en abigarrados lugares de tránsito, en Nueva Zelanda o en Europa, anécdotas de la convivencia pasadas por el filtro cáustico de la «conciencia psicológica", componen su mundo narrativo, donde los momentos críticos de una vida siempre corren el peligro de pasar desapercibidos entre las triviales distracciones e irritaciones del quehacer doméstico. En su momento comparada con Chéjov, a veces pesimista y atroz, con un humor irreverente, hay en sus cuentos, sin embargo, momentos de iluminación y reconocimiento que explican «esta manía de seguir viva» que tal vez le pesa más que la anima. Sus personajes son víctimas, como señala Ana María Moix en el prólogo de esta edición, de la «enfermedad incurable» de «ser sólo el sueño de lo que pudieron ser».

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Información

Año
2022
ISBN de la versión impresa
9788489846944
ISBN del libro electrónico
9788490658888
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Felicidad y otros cuentos

(1920)

Preludio

I
No había donde meter a Lottie y a Kezia en la calesa. Cuando Pat las puso encima del equipaje se tambaleron. La abuela tenía el regazo ocupado y de ningún modo Linda Burnell habría podido cargar con el peso de una niña en el suyo. Isabel, con aires de superioridad, estaba sentada junto al mozo nuevo en el pescante. En el suelo se amontonaban baúles, maletas y cajas.
–Estas son cosas imprescindibles que no quiero perder de vista ni un instante –dijo Linda Burnell, con la voz temblorosa por el cansancio y la excitación.
Lottie y Kezia estaban de pie en el césped junto a la verja, a punto para la partida con sus abrigos de botones dorados de anclas y sus gorritos redondos con cintas de marinero. Cogidas de la mano, lo miraban todo con ojos redondos y solemnes, primero las cosas imprescindibles y luego a su madre.
–Sencillamente tendremos que dejarlas. No hay más que hablar. No hay más remedio que abandonarlas –dijo Linda Burnell. De sus labios escapó una risilla extraña; se recostó sobre los cojines abotonados de piel y, con los labios temblando de risa, cerró los ojos. Felizmente, en ese momento la señora de Samuel Josephs, que había estado viendo la escena desde detrás de la persiana de su salón, se acercaba contoneándose por el sendero del jardín.
–Señoda Budnell, ¿pod qué no me deja a las niñas esta tadde? Pueden id en el cado del tendedo cuando venga esta noche. Esas cosas que están en el sendedo también hay que llevadlas, ¿no?
–Sí, hay que llevar todo lo que está fuera de la casa –dijo Linda Burnell, señalando vagamente con su blanca mano las mesas y las sillas que estaban patas arriba en el césped del jardín. ¡Qué aspecto tan absurdo tenían! O bien tendrían que estar apoyadas sobre las patas o bien eran Lottie y Kezia las que tendrían que estar también patas arriba. Y sintió deseos de decir: «Niñas, poneos cabeza abajo y esperad a que llegue el tendero». Le pareció una idea tan exquisitamente divertida que no podía prestar atención a la señora de Samuel Josephs.
El cuerpo obeso y vacilante se apoyó en la verja y su rostro, grande y gelatinoso, sonrió.
–No se pdeocupe, señoda Budnell. Lottie y Kezia pueden tomad el té con mis niños en el cuadto de jugad y yo me ocupadé de que se vayan en el cado más tadde.
La abuela lo pensó por unos instantes.
–Sí, ciertamente será lo mejor. Le estamos muy agradecidos, señora de Samuel Josephs. Niñas, decidle «gracias» a la señora de Samuel Josephs.
Dos trinos desganados:
–Gracias, señora de Samuel Josephs.
–Y sed buenas niñas, y... acercaos un poco... –las niñas se acercaron–, no olvidéis avisar a la señora de Samuel Josephs cuando tengáis que...
–No, abuela.
–No se pdeocupe, señoda Budnell.
En el último momento, Kezia soltó la mano de Lottie y corrió hacia la calesa.
–Quiero darle otro beso de despedida a mi abuela.
Pero ya era demasiado tarde. La calesa se alejaba cuesta arriba con Isabel henchida de orgullo, la nariz en alto, Linda Burnell postrada y la abuela buscando algo que darle a su hija entre los curiosos objetos que a última hora había metido en su bolso de malla de seda. La calesa se alejó colina arriba, brillando bajo la luz del sol y envuelta en una fina nube de polvo dorado, perdiéndose de vista. Kezia se mordió el labio, pero Lottie, después de extraer cuidadosamente su pañuelo, soltó un sollozo:
–¡Mamá! ¡Abuela!
La señora de Samuel Josephs la envolvió entre sus brazos como una enorme y cálida cubretetera de seda negra.
–Vamos, cadiño. Tienes que sed valiente. Ven a jugad al cuadto de los niños.
Rodeó con el brazo a la desconsolada Lottie y se la llevó consigo. Kezia las siguió, sin dejar de hacer muecas a la falda de la señora de Samuel Josephs que, como siempre, estaba desabrochada, y de la que colgaban dos largas cintas rosas de corsé...
Lottie dejó de llorar mientras subía la escalera, pero su aparición en la puerta del cuarto de jugar, con los ojos hinchados y la nariz roja, produjo gran satisfacción entre los hijos de la señora de Samuel Josephs, que estaban sentados en dos bancos frente a una larga mesa cubierta con un mantel de hule. Sobre la mesa esperaban unos inmensos platos de pan con pringue y dos jarras marrones que humeaban ligeramente.
–¡Hola! ¡Has estado llorando!
–¡Caramba! Se te han hundido los ojos.
–Qué nariz tan rara se le ha puesto.
–Estás roja y llena de manchas.
Lottie había triunfado. Así lo sintió y se infló de orgullo, sonriendo con timidez.
–Ve a sentadte junto a Zaidee, cadiño –dijo la señora de Samuel Josephs–, y Kezia, tú siéntate en la punta, al lado de Moses.
Moses sonrió y le dio un pellizco cuando se sentó, pero ella fingió no notarlo. No soportaba a los niños.
–¿Qué prefieres? –preguntó Stanley, inclinándose educadamente hacia ella con una sonrisa desde el otro lado de la mesa–. ¿Qué prefieres para empezar, fresas con nata o pan con pringue?
–Fresas con nata, por favor –fue la respuesta.
–¡Ja, ja, ja! –cómo se reían, cómo golpeaban la mesa con sus cucharillas. ¡Menuda tomadura de pelo! ¡Cómo la había engañado! ¡Bien por Stan!
–¡Mami! ¡Se lo ha creído!
Ni siquiera la señora de Samuel Josephs pudo contener una sonrisa mientras servía la leche y el agua.
–No os metáis con ellas, es su último día –siseó.
Pero Kezia le dio un gran mordisco a su rebanada de pan con pringue y luego la puso de pie en el plato. El hueco dejado por el mordisco formaba una especie de graciosa portezuela. ¡Bah! ¡Qué más le daba! Le rodó una lágrima por la mejilla, pero no lloraba. No iba a llorar delante de esos niños odiosos. Se quedó sentada con la cabeza gacha y, mientras la lágrima le rodaba lentamente por la mejilla, la alcanzó con un rápido movimiento de la lengua y se la tragó antes de que nadie la viera.
II
Después del té Kezia dio un paseo hasta su casa. Subió lentamente los escalones de la parte de atrás y entró a la cocina por la despensa. Allí no quedaba más que un pedazo de jabón áspero y amarillo en un rincón del alféizar de la ventana y un trapo manchado con una bolsa azul en otro. La chimenea estaba llena de basura. Rebuscó entre los desperdicios, pero solo encontró un pasador con un corazón pintado que había sido de la criada. Ni siquiera eso recogió. Atravesó lentamente el estrecho pasillo hasta llegar al salón. La persiana estaba bajada, aunque no cerrada del todo. A través de ella se colaban rayos de sol largos como lápices y la sombra oscilante de un arbusto bailaba sobre las líneas de oro. De pronto se quedaba quieta, luego empezaba a oscilar de nuevo y al instante siguiente se acercaba hasta ella hasta casi rozarle los pies. ¡Zum! ¡Zum!, un moscardón topaba contra el techo y en las tachuelas que habían sujetado la alfombra quedaban todavía trocitos de pelusilla roja.
En cada una de las esquinas de la ventana del comedor había un cuadrado de vidrio coloreado, uno azul y el otro amarillo. Kezia se agachó para darle un último vistazo al césped azul y a los yaros azules que crecían junto a la verja, y luego al césped amarillo, con sus lirios amarillos y su valla amarilla. Mientras miraba, una pequeña Lottie china llegó hasta el césped y empezó a quitar el polvo a las mesas y a las sillas con la punta de su delantal. ¿De verdad era Lottie? Kezia no estuvo segura hasta que hubo mirado por el cristal normal.
En el piso de arriba, en la habitación de sus padres, encontró un pastillero negro y brillante por fuera y rojo por dentro, en el que había un pedazo de algodón.
–Podría guardar aquí un huevo de pájaro –decidió.
En la habitación de la sirvienta encontró un botón de corsé en una de las ranuras del suelo, y en otra unas cuentas de collar y una aguja larga. Sabía que no quedaba nada en la habitación de su abuela; la había visto hacer las maletas. Se acercó a la ventana y se apoyó en ella, con las manos en el cristal.
A Kezia le gustaba quedarse de pie frente a la ventana. Le gustaba la sensación del cristal frío y resplandeciente contra las palmas calientes de las manos, y le gustaba ver las curiosas puntas blancas que aparecían en sus dedos cuando los apretaba con fuerza contra el cristal. Mientras estaba allí, el día fue desvaneciéndose, dando paso a la oscuridad; y con ella arreció el viento, ululante, aspirando a su paso. Temblaron las ventanas de la casa vacía, se oyó un crujido de suelos y paredes y un trozo de hierro suelto golpeaba desconsoladamente en el tejado. De repente Kezia se quedó quieta, muy quieta, con los ojos abiertos como platos y las rodillas apretadas. Estaba asustada. Quería llamar a Lottie y seguir llamándola mientras corría escalera abajo y salía de la casa. Pero aquello estaba detrás de ella, esperándola en la puerta, en el rellano de la escalera, al pie de la escalera, escondido en el pasillo, a punto de aparecer de golpe en la puerta de atrás. Pero Lottie también estaba en la puerta de atrás.
–¡Kezia! –la llamó alegremente–. Ha llegado el tendero. Todo está en el carro y hay tres caballos, Kezia. La señora de Samuel Josephs nos ha dado un chal grande para que nos arropemos y dice que te abroches el abrigo hasta el cuello. No saldrá a despedirnos por culpa del asma.
Lottie se sentía importante.
–Venga, niñas –las llamó el tendero. Colocó sus grandes pulgares bajo los brazos de las niñas y las subió al carro. Lottie arregló el chal «con gran delicadeza» y el tendero les envolvió los pies con una manta vieja.
–Arriba los pies. Así, despacito.
Parecían una pareja de ponis. El tendero comprobó que las cuerdas que sujetaban la carga estaban seguras, soltó la cadena del freno de la rueda y se sentó al lado de ellas con un silbido.
–Arrímate a mí, Kezia –dijo Lottie–, porque si no tiras del chal y me dejas sin.
Pero Kezia se arrimó al tendero. Al lado de ella parecía un gigante y olía a nueces y a cajas de madera nuevas.
III
Era la primera vez que Lottie y Kezia salían tan tarde. Todo parecía distinto: las casas de madera pintada, más pequeñas que de día, y los jardines, más grandes y salvajes. El cielo estaba tachonado de estrellas y la luna colgaba sobre el puerto, salpicando de oro las olas. Se veía el faro brillando en la Isla Quarantine, y las luces verdes de los viejos barcos carboneros.
–Allá va el Picton –dijo el tendero, señalando un pequeño vapor cubierto de cuentas brillantes.
Pero, cuando llegaron a la cima de la colina e iniciaron el descenso por la otra cara, el puerto desapareció y, aunque todavía estaban en la ciudad, no sabían a ciencia cierta dónde estaban. Otros carros los adelantaron.
Todos conocían al tendero.
–Buenas noches, Fred.
–Buenas noches –les respondía.
A Kezia le encantaba oírle. Cuando aparecía un carro en la distancia alzaba la vista y esperaba a oír su voz. Era un viejo amigo, y a menudo ella y su abuela habían ido a comprar uvas a su casa. El tendero vivía solo en una casita junto a la que él personalmente había construido un invernadero, completamente cubierto de lado a lado por una parra magnífica. El hombre cogía la cesta marrón de Kezia, la forraba con tres grandes hojas de parra y a continuación se sacaba del cinturón un cuchillo de cuerno y cortaba un gran racimo azul, dejándolo después sobre las hojas con tanta suavidad que Kezia lo miraba conteniendo la respiración. Era un hombre muy grande. Llevaba pantalones marrones de terciopelo y una larga barba marrón. Pero nunca cuello, ni siquiera los domingos. Tenía la nuca roja y b...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Introducción
  4. En un balneario alemán (1911)
  5. Felicidad y otros cuentos (1920)
  6. Fiesta en el jardín y otros cuentos (1922)
  7. El nido de la paloma y otros cuentos (1923)
  8. Algo infantil y otros cuentos (1924)
  9. Apéndice: Prólogos de John Middleton Murry a las ediciones póstumas de Katherine Mansfield
  10. Notas
  11. Sobre este libro
  12. Sobre Katherine Mansfield
  13. Créditos
  14. Sobre ALBA