El vientre de París
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El vientre de París

Émile Zola, Esther Benítez

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El vientre de París

Émile Zola, Esther Benítez

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«Yo vivo en París, abro la ventana cada mañana y miro lo que tengo delante.» El interés por la actualidad y la necesidad de pintarla en toda su materialidad, como sus amigos los pintores impresionistas, llevaron a Zola a centrar en Les Halles, el Mercado Central de París ?«una tímida revelación del siglo XX»?, la acción de la tercera novela del ciclo de Los Rougon-Macquart. En ella Lisa, una Macquart, próspera y rolliza propietaria de una charcutería, hospeda inopinadamente a su cuñado Florent, prófugo del penal de Cayena, convicto por sus actividades republicanas en contra del Imperio de Luis Napoleón. Las intrigas del mercado, donde todo el mundo se espía, traicionan las pasiones revolucionarias y Florent habrá de andarse con cuidado para no delatarse. El vientre de París (1873) combina la visión exuberante de un «París atiborrado», con mil olores y colores, con una trama política que desbaratan las bribonadas de «las personas decentes». Zola podría apropiarse de las palabras de su personaje, el pintor Claude, cuando dice que hace croquis para «un auténtico cuadro moderno».

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Información

Año
2022
ISBN
9788490658789
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO III

Tres días después, cumplidas las formalidades, la prefectura de policía aceptaba a Florent de la mano del señor Verlaque, casi a ojos cerrados, a simple título de sustituto, por los demás. Gavard había querido acompañarlos. Cuando se encontró solo con Florent, en la acera, le dio codazos en las costillas, riendo sin decir nada, con socarrones guiños. Los agentes de policía que encontró en el muelle de L’Horloge11 le parecieron sin duda muy ridículos, pues al pasar por delante de ellos enarcó ligeramente la espalda, un ademán de hombre que se contiene para no soltar la carcajada en las narices de la gente.
Al día siguiente, el señor Verlaque empezó a poner al nuevo inspector al tanto de sus tareas. Durante unas cuantas mañanas iba a guiarlo en medio del mundo turbulento que tendría que vigilar. El pobre Verlaque, como le llamaba Gavard, era un hombrecito pálido, que tosía mucho, arrebujado en franelas, pañoletas, tapabocas, que paseaba entre la fresca humedad y las aguas corrientes de la plaza del pescado con unas piernas flacas de niño malsano.
La primera mañana, cuando Florent llegó a las siete, se encontró perdido, los ojos pasmados, la cabeza rota. Alrededor de los nueve pupitres de subasta rondaban ya las revendedoras, mientras los empleados llegaban con sus registros, y los agentes de los expedidores, con sus escarcelas de cuero colgadas al cuello, esperaban su dinero, sentados en sillas tumbadas, contra las oficinas de venta. Estaban descargando, desembalando el pescado, en el recinto cerrado de los pupitres, y hasta en las aceras. Había, a lo largo del suelo, montones de pequeñas banastas, una afluencia continua de cajas y cestas, sacos de mejillones apilados de los que corrían regueros de agua. Los tasadores, muy atareados, saltando sobre las pilas, arrancaban de un tirón la paja de las banastas, las vaciaban, las arrojaban, vivamente; y sobre grandes canastas redondas, de un solo manotazo, distribuían los lotes, les daban un aspecto atractivo. Cuando las canastas se exhibieron, Florent había podido decir que un banco de peces acababa de varar allí, sobre aquella acera, agonizando aún, con los nácares rosados, los corales sangrantes, las perlas lechosas, todos los tornasoles y todas las palideces glaucas del océano.
En revoltillo, al azar de las redadas, las algas profundas, donde duerme la vida misteriosa de las inmensas aguas, habían entregado todo: bacalaos, abadejos, acedías, platijas, gallos, animales comunes, de un gris sucio, con manchas blanquecinas; congrios, esas gruesas culebras de un azul cieno, de finos ojos negros, tan viscosas que parecen reptar, todavía vivas; anchas rayas, de vientre pálido bordeado de rojo tierno, cuyos soberbios dorsos, alargando los nudos salientes del espinazo, se jaspean, hasta las ballenas extendidas de las aletas, con placas de cinabrio cortadas por rayas de bronce florentino, sombrío abigarramiento de sapo y de flor malsana; perros marinos, horribles, con sus cabezas redondas, sus bocas, de ídolos chinos, ampliamente rajadas, sus cortas alas de murciélago carnoso, monstruos que deben de guardar con sus ladridos los tesoros de las grutas marinas. Después venían los peces hermosos, aislados, uno en cada bandeja de mimbre: salmones de plata labrada, cuyas escamas parecen cada una un golpe de buril en un metal bruñido; mújoles de escamas más fuertes, de cincelado más rudimentario; grandes rodaballos, grandes barbadas, de un grano apretado y blanco como leche cuajada; atunes, lisos y acharolados, semejantes a bolsos de cuero negruzco; lubinas redondeadas, abriendo una boca enorme, que hacía pensar en un alma demasiado gorda devuelta con toda la garganta, en la estupefacción de la agonía. Y por todas partes pululaban los lenguados, a pares, grises o rubios; las delgadas agujas, rígidas, parecían virutas de estaño; los arenques, ligeramente retorcidos, mostraban todos, sobre su vestido de tisú, la magulladura de las agallas sangrantes; los gruesos besugos se teñían con una pizca de carmín, mientras que las caballas, doradas, el dorso estriado de bruñidos verdosos, relucían el cambiante nácar de sus flancos, y las trillas rosadas, de vientres blancos, las cabezas alineadas en el centro de las canastas, las colas formando radios, difundían extrañas floraciones, empenachadas de blanco de perla y de vivo bermellón. Había también salmonetes de roca, de carne exquisita, con el rojo encendido de los peces de colores, cajas de merluzas con reflejos opalinos, cestas de eperlanos, cestillos muy limpios, tan bonitos como las cestas de fresas, que desprendían un intenso olor a violeta. Mientras tanto, las gambas, los camarones, en canastas, ponían, en medio de la suavidad borrosa de sus montones, los imperceptibles botones de azabache de sus miles de ojos; las langostas espinosas, los bogavantes atigrados de negro, todavía vivos, crujían al arrastrarse sobre sus patas rotas.
Florent escuchaba mal las explicaciones del señor Verlaque. Una franja de sol, cayendo de la alta vidriera de la calle cubierta, encendió aquellos colores preciosos, lavados y suavizados por las olas, irisados y fundidos en los tonos carnosos de las conchas, el ópalo de las merluzas, el nácar de las caballas, el oro de los salmonetes, el vestido de tisú de los arenques, las grandes piezas de platería de los salmones. Era como los cofrecillos, vaciados en el suelo, de una hija de las aguas, aderezos inauditos y raros, un raudal, un amontonamiento de collares, de pulseras monstruosas, de broches gigantescos, de bárbaras alhajas cuyo uso no se adivinaba. Sobre el lomo de las rayas y de los perros marinos, gruesas piedras oscuras, violáceas, verdosas, se engastaban en un metal ennegrecido; y las delgadas barras de las agujas, las colas y las aletas de los eperlanos, tenían delicadezas de bisutería fina.
Pero lo que llegaba hasta el rostro de Florent era un soplo fresco, un viento marino que reconocía, amargo y salado. Se acordaba de las costas de la Guayana, del buen tiempo durante la travesía. Le parecía que allí estaba una bahía, cuando el agua se retira y las algas humean al sol; las rocas al desnudo se secan, los guijarros exhalan un fuerte hálito salobre. A su alrededor, el pescado, de gran frescura, desprendía un grato perfume, ese perfume un poco áspero e irritante que deprava el apetito.
El señor Verlaque tosió. La humedad lo impregnaba, se arropaba más estrechamente con la bufanda.
–Ahora –dijo–, vamos a pasar al pescado de agua dulce.
Allí, al lado del pabellón de la fruta, y el último que daba a la calle Rambuteau, el pupitre de la subasta está rodeado por dos viveros circulares, separados en compartimientos distintos por verjas de hierro colado. Unos grifos de cobre, de cuello de cisne, sueltan delgados hilos de agua. En cada compartimiento hay hormigueos confusos de camarones, movedizos lienzos de los lomos negruzcos de las carpas, vagos nudos de anguilas, sin cesar desanudados y vueltos a anudar. Al señor Verlaque le entró otra vez una tos terca. La humedad era más sosa, un blando olor a río, a agua tibia dormida sobre la arena.
La afluencia de cangrejos de Alemania, en cajas y cestos, era muy grande esa mañana. Los pescados blancos de Holanda e Inglaterra atestaban también el mercado. Se desembalaban carpas del Rin, de un pardo dorado, tan hermosas con sus rojizos tintes metálicos, y cuyas placas de escamas parecen esmaltes tabicados y bronceados; grandes lucios, que alargaban sus picos feroces, bandidos de las aguas, de un gris de hierro; tencas, oscuras y magníficas, semejantes a cobre rojo manchado de herrín. En medio de estos dorados severos, las canastas de gobios y de percas, los lotes de truchas, los montones de albures comunes, de peces planos pescados con esparavel, adquirían vivas blancuras, espinazos azulados de acero dulcificados poco a poco por la suavidad transparente de los vientres; y los grandes barbos, de un blancor de nieve, eran la nota aguda de luz de esta colosal naturaleza muerta. Vertían despacito, en los viveros, sacos de jóvenes carpas; las carpas giraban sobre sí mismas, se quedaban un instante aplastadas, luego escapaban, se perdían. Cestos de pequeñas anguilas vaciados en bloque caían al fondo de los compartimientos como un solo nudo de serpientes; mientras que las grandes, las que tenían el grosor del brazo de un niño, se deslizaban por sí solas bajo el agua, alzando la cabeza, con el flexible impulso de las culebras que se esconden en una zarza. Y, acostados sobre el mimbre sucio de las canastas, peces cuya agonía se prolongaba desde la mañana terminaban lentamente de morir, en medio del alboroto de las pujas; abrían la boca, con los flancos contraídos, como para beber la humedad del aire, y esos silenciosos hipos, cada tres segundos, bostezaban desmesuradamente.
Mientras tanto el señor Verlaque había vuelto a llevar a Florent a los puestos de pescado de mar. Lo paseaba, le daba detalles complicadísimos. En los tres lados interiores del pabellón, alrededor de las nueve oficinas, se habían agolpado tropeles de gente, que formaban a cada lado un rebaño de cabezas, dominadas por unos empleados, sentados en lo alto, escribiendo en unos registros.
–Pero –preguntó Florent–, ¿todos esos empleados pertenecen a los mayoristas?
Entonces el señor Verlaque, dando la vuelta por la acera, lo llevó al recinto de uno de los puestos de subasta. Le explicó los compartimientos y el personal de la gran oficina de madera amarilla, que apestaba a pescado, manchada por las salpicaduras de las canastas. Arriba del todo, en la cabina de vidrio, el agente de la recaudación municipal anotaba las cifras de las pujas. Más abajo, en sillas altas, con los puños apoyados en estrechos pupitres, estaban sentadas las dos mujeres que sostenían las tablillas de venta por cuenta del mayorista. El puesto es doble; a cada lado, en un extremo de la mesa de piedra que se extiende delante del escritorio, un subastador depositaba las canastas, ponía precio a los lotes y a las piezas grandes, mientras la tablillista, por encima de él, pluma en ristre, esperaba la adjudicación. Y le señaló, fuera del recinto, enfrente, en otra cabina de madera amarilla, a la cajera, una anciana enorme, que alineaba pilas de monedas y piezas de cinco francos.
–Hay dos controles –decía–; el del ayuntamiento y el de la prefectura de policía. Esta última, que designa a los mayoristas, pretende tener a su cargo su vigilancia. La administración de la ciudad, por su parte, exige asistir a las transacciones que grava con un impuesto.
Continuó, con su vocecita fría, contando por extenso la querella entre la dos jurisdicciones. Florent no lo escuchaba. Miraba a la tablillista que tenía enfrente, en una de las sillas altas. Era una chica alta y morena, de treinta años, con grandes ojos negros y aire muy sosegado; escribía estirando mucho los dedos, como una señorita que ha recibido instrucción.
Pero su atención se vio desviada por el chillido del subastador, que sacaba a subasta un magnífico rodaballo.
–¿Hay comprador a treinta francos?... ¡Treinta francos!... ¡Treinta francos! –Y repetía la cifra en todos los tonos, en una extraña gama ascendente, llena de sacudidas. Era jorobado, con la cara torcida, el pelo enmarañado, llevaba un gran delantal azul con peto. Y con el brazo estirado, violentamente, echando llamas por los ojos–: ¡Treinta y uno! ¡Treinta y dos! ¡Treinta y tres! ¡Treinta y tres y medio!... ¡Treinta y tres y medio!... –Tomó aliento, dio la vuelta a la canasta, adelantándola sobre la mesa de piedra, mientras las pescaderas se inclinaban, tocaban el rodaballo, levemente, con la yema del dedo. Después volvió a empezar, con renovada furia, lanzando una cifra con la mano a cada pujador, sorprendiendo las menores señas, un dedo levantado, unas cejas alzadas, un labio salido, un guiño de ojos; y ello con tal rapidez, tal farfulleo, que Florent, que no podía seguirlo, se quedó desconcertado cuando el jorobado, con voz más cantarina, salmodió con el tono del chantre que acaba un versículo–: ¡Cuarenta y dos! ¡Cuarenta y dos!... ¡El rodaballo en cuarenta y dos francos!
La bella Normanda había hecho la última oferta. Florent la reconoció, en la fila de las pescaderas, alineadas contra las varillas de hierro que cerraban el recinto de la subasta. La mañana era fresca. Había allí una hilera de palatinas, un despliegue de grandes delantales blancos, redondeando vientres, pechos, hombros enormes. Con el rodete alto, rodeado de abuelos, y su piel blanca y delicada, la bella Normanda exhibía su moña de encaje, en mediode las pelambres crespas, cubiertas por una pañoleta, de las narices de borracha, de las bocas insolentemente hendidas, de aquellas caras deformadas como vasijas rotas. También ella reconoció al primo de la señora Quenu, sorprendida de verlo allí, hasta el punto de que cuchicheó con sus vecinas.
El estruendo de las voces se volvía tal que el señor Verlaque renunció a sus explicaciones. En los puestos, los hombres anunciaban los pescados grandes con prolongados pregones que parecían salir de gigantescos altavoces; sobre todo había uno que gritaba: «¡Mejillones! ¡Mejillones!» con un clamor entrecortado, ronco, y que hacía temblar los tejados del Mercado. Los sacos de mejillones, volcados, caían en cestos; otros los vaciaban con palas. Las canastas desfilaban, rayas, lenguados, caballas, congrios, salmones, traídos y llevados por los tasadores, en medio de los farfulleos que se redoblaban, y del agolpamiento de las pescaderas, que hacían crujir las barras de hierro. El subastador jorobado, enardecido, batiendo el aire con sus flacos brazos, tendía las mandíbulas hacia delante. Al final subió a un taburete, azotado por las sartas de cifras que lanzaba a todo correr, la boca torcida, los cabellos al viento, arrancando apenas a su seco gaznate un silbido ininteligible. Arriba, el empleado de la recaudación municipal, un viejecito muy arrebujado en un cuello de imitación de astracán, solo enseñaba la nariz, bajo un bonete de terciopelo negro; y la alta empleada morena, en su elevada silla de madera, escribía apaciblemente, los ojos tranquilos en su cara un poco arrebolada por el frío, sin parpadear siquiera con los ruidos de carraca del jorobado, que ascendían a lo largo de sus faldas.
–Este Logre es espléndido –murmuró sonriente el señor Verlaque–. Es el mejor subastador del mercado... Vendería suelas de zapatos como si fueran un par de lenguados.
Regresó con Florent al pabellón. Al pasar de nuevo por delante de la subasta del pescado de agua dulce, donde las pujas eran más frías, le dijo que esa venta bajaba, que la pesca fluvial en Francia se hallaba muy amenazada. Un subastador, de rubia cara de hurón, adjudicaba sin un gesto, con voz monótona, lotes de anguilas y de camarones, mientras que, a lo largo de los viveros, los tasadores iban pescando con cortas redes de mango.
Entretanto aumentaba el gentío alrededor de las oficinas de venta. El señor Verlaque cumplía concienzudamente con su papel de instructor, abriéndose paso a codazos, prosiguiendo el paseo con su sucesor entre lo más nutrido de las subastas. Allí estaban las grandes revendedoras, apacibles, a la espera de las mejores piezas, cargando a hombros de los porteadores atunes, salmones, rodaballos. Por el suelo, las vendedoras ambulantes se repartían canastas de arenques y gallos pequeños, compradas en común. Había también burgueses, algunos rentistas de barrios alejados que venían a las cuatro de la mañana a comprar un pescado fresco, y acababan por dejarse adjudicar todo un enorme lote, cuarenta o cincuenta francos de pescado, que luego tardaban todo un día en ceder a amigos y conocidos. Una pescadera demasiado apretujada se abrió paso, los puños alzados, la boca rebosando indecencias. Luego volvían a formarse muros compactos. Entonces Florent, que se ahogaba, declaró que había visto bastante, que había comprendido.
Mientras el señor Verlaque lo ayudaba a abrirse paso, se encontraron de cara con la bella Normanda. Se quedó plantada delante de ellos, y con su aire de reina:
–¿Está ya decidido, señor Verlaque? ¿Nos deja?
–Sí, sí –respondió el hombrecillo–. Voy a descansar al campo, a Clamart. Parece que el olor del pescado me sienta mal... Mire, este señor me reemplaza.
Se había vuelto, señalando a Florent. La bella Normanda se sofocó. Y, al alejarse, Florent creyó oírla murmurar al oído de sus vecinas, con risas ahogadas:
–¡Ah, qué bien! ¡Vamos a divertirnos!
Las pescaderas exhibían su mercancía. En todas las mesas de mármol, los grifos de las esquinas corrían a la vez, a chorros. Era un ruido de chaparrón, un raudal de chorros rígidos que resonaban y volvían a brotar; y por el borde de las mesas inclinadas se escurrían gruesas gotas, que caían con suavizado murmullo de manantial, salpicando las calles, por donde corrían pequeños arroyos, llenando con un lago ciertos hoyos, y después partían en mil brazos, bajaban la pendiente hacia la calle Rambuteau. Ascendía un vaho húmedo, un polvillo de lluvia, que soplaba hacia el rostro de Florent aquel hálito fresco, aquel viento marino que él reconocía, amargo y salado; mientras que encontraba, en los primeros pescados exhibidos, los nácares rosados, los corales sangrantes, las perlas lechosas, todos los tornasoles y todas las palideces glaucas del océano.
Esa primera mañana lo dejó muy vacilante. Lamentaba haber cedido ante Lisa. Ya al día siguiente, liberado de la somnolencia pringosa de la cocina, se había acusado de cobarde con una violencia que casi puso lágrimas en sus ojos. Pero no se atrevió a desdecirse, Lisa lo asustaba un poco; veía el pliegue de sus labios, el reproche mudo de su hermoso rostro. La tenía por mujer demasiado seria y demasiado satisfecha para ser contrariada. Gavard, felizmente, le inspiró una idea que lo consoló. Se lo llevó aparte, la misma noche del día en que el señor Verlaque lo había paseado entre las subastas, y le explicó, con muchas reticencias, que «aquel pobre diablo» era muy desdichado. Luego, tras otras consideraciones sobre esos bribones del gobierno que matan a trabajar a sus empleados, sin asegurarles siquiera con qué morir, se decidió a darle a entender que sería caritativo pasarle al viejo inspector una parte de su sueldo. Florent acogió la idea con alegría. Era más que justo, él se consideraba sustituto interino del señor Verlaque; por otra parte, no tenía ...

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