
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Las excéntricas
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Las excéntricas de Virginia Woolf, Matías Battistón en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Prólogo por Matías BAttistón
Descubrir otra rareza
I
Detrás de las obras editadas están las inéditas, y detrás de las inéditas, las no escritas. Es decir, al final de la fila esperan los proyectos, las ideas, las intenciones truncas, a veces tanto o más fascinantes que los textos que se dieron a la imprenta o que terminaron en el fondo de un cajón. Ahora bien, el hecho de que una obra no haya sido escrita parecería ponerla en cierta desventaja al momento de publicarla. Editar lo inescrito, efectivamente, plantea varias incógnitas. ¿De dónde se saca el material? ¿Cómo se lo organiza? ¿Cuándo se marca un límite entre lo entrevisto y lo que hay para ver? Podría objetarse incluso que eso, más que un rescate, es inventar al rescatado. Así y todo, un apunte suelto, una frase casual pueden bastar para empezar a reconstruir, a partir de indicios perseguidos de una manera más o menos obsesiva, el libro que nunca se escribió.
El martes 19 de enero de 1915, por ejemplo, Virginia Woolf anota en su diario: “Creo que un día escribiré un libro de ‘excéntricas’”.
II
La relación entre Virginia Woolf y la excentricidad era peculiar. “Desde el primer momento se vio que ella era incalculable, excéntrica y propensa a los accidentes”, señala su sobrino, el historiador de arte Quentin Bell. Su aspecto, su ropa y, en suma, ella misma podían generar impresiones encontradas. “Tenía una presencia que la volvía notable de inmediato”, dice Madge Garland, legendaria editora de Vogue, al recordar la primera vez que la vio, en los años veinte. Pero lo que también le llamó la atención fue que esa mujer elegante y distinguida llevara puesto “lo que solo podría describirse como un cesto de basura dado vuelta en la cabeza”.
Woolf estaba consciente de que esa idiosincrasia también se podía detectar en sus libros. El 8 de abril de 1921 se pregunta en su diario, algo turbada, si escribir lo que realmente quiere escribir, para un público selecto, de un puñado de personas en lugar de mil quinientas, la “convertirá en una excéntrica”. “No, creo que no”, se apura a responder, tranquilizándose. Pero cuatro años después, cuando abre el Manchester Guardian y lee un artículo donde se la trata, según ella, de “excéntrica”, más que ver sus miedos confirmados, Woolf se queja de que no se lo remarque lo suficiente (“¡Ojalá el Times dijera algo por el estilo!”). Esta ambivalencia suya no se resuelve nunca. Así como hay gente que no termina de decidir si una tortuga es una mascota muy estática o un adorno muy inquieto, a Virginia Woolf en el fondo le cuesta decidir si la excentricidad es algo que tiene que cultivar o esconder, si es un motivo de admiración o un motivo de burla.
III
Se pueden encontrar (siempre se pueden encontrar, lo que sirve de argumento a favor y en contra de este tipo de observaciones) antecedentes familiares que para algunos justificarían la preocupación de Woolf por el tema. Y quizá no haga falta caer en el determinismo biográfico para notar que la locura y la excentricidad vuelven a asomarse una y otra vez en su árbol genealógico, donde no hay rama que no tenga su torsión extraña o su fruto sospechoso.
Está el caso de James Kenneth Stephen, su primo, un versificador brillante, que muere de inanición en un hospital psiquiátrico a los treinta y dos años. (Ella lo recuerda como una mole de ojos azules, “una figura enorme y demencial” de la que a veces tenían que escaparse por la puerta trasera). O el caso de Laura Stephen, media hermana de Virginia, atrapada en un monólogo inentendible y sin pausa, a la que internan a los veintiuno en lo que todavía se conocía como el Asilo de Earlswood para Idiotas, en 1893. O hasta el caso de la abuela de Laura, Isabella Thackeray, recluida durante el último medio siglo de su vida, después de un intento de suicidio en pleno brote psicótico. En una época donde toda desviación se veía como una condena, este era un prontuario atendible.
Desde luego, también hay ejemplos menos patológicos o más luminosos, como el de su tía abuela Julia Margaret Cameron (una de las fotógrafas más memorables del siglo xix, capaz de encajarle un disfraz a cualquier invitado y obligarlo a posar de improviso), o el de sus dos tías escritoras, Anne Thackeray Ritchie, malabarista genial del divague autobiográfico, y la devotísima Caroline Emelia Stephen, que hablaba con espíritus y era “una especie de profeta moderna”. Woolf tomará a sus tías no solo como materia de escritura, retratándolas de forma más o menos sesgada, más o menos humorística, sino que tratará de inscribirse ella misma en esa tradición, poniéndose como objetivo ser una “tía escandalosa” para su sobrino, cuando fuera más grande y quisiera “tener parientes excéntricos”. (“Te imaginarás lo feliz que estaría al presentarme”, le escribe a Clive Bell en cierta carta, antes de poner en la boca del chico un hipotético arranque de nonsense: “Tengo una tía que copula en un árbol, y cree que está embarazada de un saltamontes… ¿no es encantador? Se viste de verde, y mi madre le manda nueces de las tiendas”).
“Ser considerada excéntrica —inofensiva, divertida— puede servir para que no te tilden de loca”, propone Hermione Lee, su biógrafa. “Pero también para que te ridiculicen, te marginen y posiblemente no te lean”. Entre ambas cosas, entre los caprichos y las alucinaciones, entre la exuberancia y la manía, entre el encanto despreocupado y la tentación del suicidio, Virginia Woolf ocupa un lugar de síntesis tensa.
IV
El tono, en cualquier caso, solía ser festivo. “Lo más interesante para observar, como ya te he dicho tantas veces, no son las personas distinguidas, sino las humildes, las ligeramente tocadas, las excéntricas”, le escribe Woolf a Lytton Strachey el 21 de mayo de 1912. “Lamentablemente, no te interesan, o te contaría la historia de Mary Coombes y el estudiante alemán”.
Cuando no hay nota al pie, empiezan las preguntas. ¿Quién es Mary Coombes? ¿Quién es el estudiante de alemán? No lo sabemos. Ni siquiera sabemos realmente si es el o la estudiante (el inglés retacea el género), ni si es de Alemania o solo estudia alemán (German student también es ambiguo: hay que adivinar si lleva en la mano un cuaderno o un pasaporte). Pero así y todo, la anécdota, casi diría el proyecto o la promesa de la anécdota, es un buen ejemplo del interés constante de Woolf por la gente que escapa de la norma, por las historias mínimas y laterales. Cuando ella lee los diarios de Fanny Burney, las personas que retienen su atención, de todas las que Burney describe, son “solo las excéntricas”. Los diarios y las cartas de la propia Woolf están llenos de microrretratos de figuras así, vistas al pasar o en la vida cotidiana, que algún detalle, algún gesto, algún toque ponen por fuera de lo esperable. Tanto le atrae esto que incluso registra su ausencia. Después de asistir al cumpleaños de su suegra, por ejemplo, donde los invitados eran “como rodajas de una misma torta larguísima”, Woolf apunta esta triste comprobación: no hubo “ninguna belleza, ninguna excentricidad”. Para ella lo excéntrico es algo capaz de redimir hasta una reunión de familia.
V
Un libro de personas excéntricas, entonces, es lo que proyecta Virginia Woolf en su diario el martes 19 de enero de 1915. Pero aunque de inmediato empieza a aventurar nombres (“Mrs. Grote será una de ellas. Lady Hester Stanhope. Margaret Fuller. La duquesa de Newcastle. ¿La tía Julia?”), el proyecto no termina de arrancar. Recién se asoma de nuevo cuatro años después, en marzo de 1919, cuando Woolf insinúa que va a ofrecérselo al editor John Middleton Murry para que lo serialice en la revista The Athenaeum. Eso, claro, si Murray “ve con buenos ojos” el primer intento, una vida de la entomóloga inglesa Eleanor Ormerod, “destructora de insectos”. Es difícil decir con qué ojos vio Murray este texto ambiguo, fluctuante, mestizo, que cruza libremente ficción y ensayo (“una fantasía”, como lo bautiza Woolf). Solo sabemos que, en abril de ese mismo año, la revista publica “The Eccentrics”, un artículo en el que Woolf da una breve introducción a su propia excentricología. El resto de la serie, al menos tal y como ella la habría proyectado, se estanca ahí. “Miss Ormerod” aparece solo un lustro después, a fines de 1924, en la revista norteamericana The Dial, y en la versión que circuló en Estados Unidos de su primer libro ensayístico, The Common Reader, en 1925. Para entonces, el teórico libro de personas excéntricas había mutado a un nuevo proyecto, Lives of the Obscure, un recorrido arqueológico de toda la historia inglesa vista —según apunta el 20 de julio de 1925 en su diario— a través de sus figuras más ignotas o invisibles.
Algunos proyectos solo cambian para abandonarse mejor: al final, Lives of the Obscure también queda trunco luego de unas pocas publicaciones. Woolf seguirá trabajándolo soterradamente en otros libros y por otros medios, pero sin darle nunca una forma definitiva.
VI
Movido por cierta curiosidad por lo que nunca existió, empecé a buscar en su obra completa y noté que, retratadas en artículos, reseñas y ensayos dispersos, puede encontrarse a casi todas las figuras que Woolf había barajado como posible elenco, además de otras que, a pura fuerza de extravagancia y golpes de anomalía, sin duda se hubieran ganado su espacio. Son textos a los que a veces separan décadas enteras, pero que están unidos por el hilo de una fascinación intensa, y por un estilo que siempre modera lo apologético con cierta distancia irónica, incluso alguna que otra dosis de perversidad. (En Virginia, después de todo, la maledicencia es una pasión ecuánime). Y son textos unidos también, desde luego, por la necesidad de traer a la luz las historias de aquellas mujeres que habían sido sistemáticamente soslayadas o ninguneadas, la misma necesidad que llevó a Woolf a lanzar piedrazos como Un cuarto propio o Tres guineas. Puede que en su artículo “The Eccentrics” (aquí traducido como “Los excéntricos”, para mayor discordancia) ella hable de “hombres y mujeres singulares” y use el universal masculino (“him”), pero ni uno solo de los ejemplos con nombre y apellido es un hombre. Me pareció que ese era un buen recorte. Por decirlo de algún modo, en este proyecto la rareza que se enfoca tiene siempre nombre de mujer.
VII
Esquiva al diagnóstico preciso y la clasificación tajante (“Se me ocurre que inventaré un nuevo nombre para mis libros que suplante ‘novela’”, anota a mediados de 1924: “Una nueva *** de Virginia Woolf”), lo que Woolf encuentra en estas vidas excéntricas, podría decirse, es la posibilidad de representar su fastidio ante un centro ajeno y desdeñoso. “Soy fundamentalmente, creo, una outsider”, declara en sus diarios, y outsiders son también, cada una a su manera, las mujeres de estos textos. Figuras que, como dice ella en cierto artículo sobre De Quincey, si nos despiertan gratitud y nos interesan es justamente por ser una excepción, por estar solas. Así “inventan una categoría propia. Amplían las opciones al alcance de las demás”.
El objetivo de este libro, en definitiva, es armar una versión posible de ese compendio de excéntricas soñado y nunca escrito, cuya misma naturaleza híbrida, a medio camino entre lo concreto y lo proyectado, tal vez no desentone con una autora que hacía de lo inclasificable una marca de valor.
I. Breve introducción a la excentricología
Los excéntricos
[Artículo publicado en
The Athenaeum el 25 de abril de 1919]
The Athenaeum el 25 de abril de 1919]
Si en algún que otro arranque de ambición han anhelado tener su propio monumento en el Dictionary of National Biography 1, quizá no haya sido con la esperanza de ver grabada en él la sola palabra: “excéntrico”. Que los esfuerzos y objetivos de sus vidas, sus virtudes, su erudición y su devoción se resuman para siempre, íntegramente, como los de un excéntrico quizá no les parezca una recompensa justa, ni un epitafio que sus descendientes puedan señalar con orgullo. Sin embargo, considerando lo pequeño que es el grupo que atraviesa las puertas de la muerte con ese título en el pecho, y lo infinitamente común que es, en comparación, morir siendo un profesor o un decano, un héroe o un primer ministro, quizá sí haya después de todo algo para decir a favor de los excéntricos. Si al llegar más o menos a los cuarenta años 2 les parece que otras distinciones se desdibujan en lugar de nimbarlos de gloria, tal vez valga la pena que investiguen, suponiendo que insistan en llevar algún título, qué se puede hacer en aras de la excentricidad. Aunque déjennos advertirles que el fracaso es probable.
No se trata de una profesión que pueda iniciarse a una edad avanzada ni ejercerse exitosamente a fuerza de voluntad pura. Desde luego, pueden caminar de arriba abajo por Tottenham Court Road envueltos en una toalla imitando a los griegos, o adoptar a una pantera de mascota, o enterrar todo su oro en el sótano y sentarse en las tumbas. Pero nunca engañarán —al menos eso esperamos— al editor del Dictionary of National Biography con ese tipo de artilugios vistosos. La marca de todo excéntrico auténtico es que nunca, ni por un momento, se le cruza por la cabeza ser un excéntrico. Están persuadidos (¿y quién va a decirles que se equivocan?) de que son los otros los retorcidos, los raros, los decrépitos espiritualmente, mientras que ellos son los únicos que viven según dicta la naturaleza. Hay que admitir que, en la lucha por la vida, el triunfo de la civilización o como queramos llamarlo, siempre han perdido. Los cargos en el gobierno no son para ellos, ni las cámaras del Parlamento, ni el puesto de canciller, ni la banca del juez. Si aparecen en alguno de esos lugares es para realizar una tarea ínfima, como barrer las escaleras, o juntar los papeles del suelo con un pinche en la punta de un largo bastón, o de vez en cuando para comparecer en el banquillo de los acusados. Y hasta en esos casos no los habrán arrestado por asesinato ni ningún otro delito grave; solo habrán cometido lo que suele llamarse una “alteración del orden público”, como regalar monedas de una libra en la calle o rendir culto a algún tipo peculiar de dios en el patio de su casa.
Por motivos así se vuelve extremadamente difícil encontrar una biografía completa y satisfactoria de un excéntrico. Su familia suele arreglárselas para olvidarse totalmente de él; solo aparece, en nuestra experiencia, en las biografías de sus familiares o allegados diríase por accidente, como una mala hierba recogida sin querer junto con las rosas, o un diente de león que el viento ha traído hasta un cantero primorosamente sembrado de selectos especímenes de doble áster. Pero siempre vale la pena hacer la prueba. Imaginemos (sin caer en nada demasiado improbable) que estamos ante una edición de la vida y las cartas de algún gran dignatario en tres tomos, con índice onomástico, encuadernación azul y un emblema heráldico estampado en cada volumen, junto con un lema sobre la lealtad, o la tenacidad, o la integridad, lema al que el héroe, como bien nos demuestra su vida, le ha hecho sobrada justicia. ¿Pero dónde, entonces, está su tío John, con su pasión por el rito del bautismo, o su tía (no recuerdo el nombre), que sabía con total certeza que el mundo tenía la forma de una estrella de mar? De nada sirve buscarlos en el índice: no figuran; y sin embargo, a veces, subrepticiamente, o quizá para ilustrar algún rasgo de familia o algún acto de devoción de parte de su sobrino, por momentos se infiltran en el relato, como quien entra por la puerta de atrás. El otro día, mientras hojeaba la vida y las cartas de un hombre famoso que fue adorado con razón y que murió siendo no solo canónigo, sino también subdeán, terminé reparando, gracias a mi atención dispersa, en su padre, un fabricante de camas de hierro en la ciudad de Bristol. Como el hijo iba de éxito en éxito y no había ninguna razón para preocuparse por su carrera, me pareció que valía la pena detenerse un momento en este hombre que fabricaba camas de hierro en la ciudad de Bristol. Y la recompensa fue inmediata. Se pasó la vida fabricando patas de hierro macizo. Era inútil decirle que la ciencia había desarrollado una manera de fabricar patas huecas sin socavar la virtud de las camas; era inútil probarle que ...
Índice
- Inicio de Lectura