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Información
Eran tiempos malos,
pero tal vez no hubo otros.Amé, penetré lo que amé.
Para Elliot
Los besos
“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca”, así empieza el capítulo vii de Rayuela, tal vez el capítulo más conocido, el capítulo del beso. Pero el beso empieza por un tanteo y por un dedo adentro de una boca. Alguien, un enamorado, un amante, ¿Oliveira?, mete y deja su dedo amniótico dentro de la boca de su enamorada o amante, ¿La Maga (Lucía)? “Me miras, de cerca me miras”, sigue después, y uno se ríe —como a veces se ríen los enamorados cuando se miran, las narices pegadas, las frentes pegadas— porque piensa o se acuerda de “Axolotl”. Pero no, en “Axolotl” hay un vidrio de por medio, acá en cambio “las bocas se encuentran y luchan tibiamente” hasta que “nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces —¡otra vez el axolotl!—, de movimientos vivos”. Hay que estar enamorado para leer bien a Cortázar. O ser joven, que es casi lo mismo; dos formas de la creencia: el enamoramiento, la juventud. Porque gran parte de la literatura de Cortázar es una literatura seductora, persuasiva, solícita, pero que también puede saturar un poco, que empalaga y empacha después de los cuarenta o a la luz de cierta mirada menos adulta que escéptica; unos ojos que ya no son jóvenes y que desconfían del enamoramiento, de sus embrujos, y que también desconfían de las buenas intenciones: de los discursos políticos bienintencionados como el de Cortázar y de los efectos premeditados de la escritura. Pero por suerte quedan los detalles. Y también la literatura de Cortázar es una literatura de hallazgos, con pasajes y detalles como este beso, este capítulo con esa línea perfecta al final: “Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua”. Pero volviendo a “Axolotl”: “Sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior”. Penetrar, penetrar el misterio, es todo lo que quiere ese hombre pegado al acuario de los axolotl. El misterio como un nombre de la penetración, del >break on through. En ese cuento, y cuando ya está del otro lado, Cortázar dice algo precioso por la boquita de los axolotl: “El tiempo se siente menos si nos estamos quietos”. ¿Sí? En tanto esa quietud no sea una espera sino un encierro con forma de olvido. Los axolotl quietos de Cortázar ya no esperan nada, son como una decoración mineral y curiosa del estanque. Los axolotl no saben de besos, ni de enamorados, ni de la ciudad y su noche disponible, afuera del Jardin des Plantes. Los axolotl no, pero Cortázar sí, por eso Cortázar ha atravesado la ciudad, el jardín, el vidrio, y, por fin, el ojo profundo, breve y dorado de los axolotl. Y en el final del misterio, en contacto con los ojos puros e inexpresivos de los axolotl, Cortázar se ha reconocido. Cortázar y los axolotl besándose, un poco como Narciso en el estanque y un poco como el beso que el adolescente practica contra un espejo.

Pero hay otro dedo en la boca —y otro beso— mucho más perturbador. Es el que mete o le mete Max Cady a la hija adolescente del abogado; del abogado que hace Nick Nolte. La chica es aquella inolvidable Juliette Lewis de diecisiete años; Max Cady, esa especie de man with a red right hand, es Robert De Niro. Cabo de miedo, 1991. Una remake que hizo Scorsese (pero nosotros ignorábamos que era remake y nunca vimos la otra) de la película de 1962 con Gregory Peck y Robert Mitchum. Y quizá la escena que vale la película sea esa escena en el teatro vacío. La chica, la hija del abogado (que en la película no tiene diecisiete años, tiene menos), se encuentra con Cady. Ella ya sabe que su padre y Cady son enemigos. De hecho, es lo primero que le pregunta: “¿Por qué odia a mi padre?”. Y Cady le dice que no, que él no lo odia. Porque, ¿qué es el mal si no el lado B? Poder hacer lo que no se debe hacer, poder hacer lo que no hay que hacer; poder hacer exactamente lo contrario. Poder hacer daño, por ejemplo. Charly García cantaba “quien te ama te hace daño”. La gente todavía se sorprende cuando un hombre o una mujer se acuesta con un amigo o una amiga de la pareja. Y, en verdad, tal vez Cady no odie al abogado, tal vez Cady solo esté loco. Pero la chica seguro que odia a sus padres. Es parte del amor, es parte de cualquier lazo íntimo, a fin de cuentas. Ella sí odia a su padre, y por eso puede gozar con el dedo de Cady. Tal vez después venga la culpa o no, pero qué importa. Lo que vino primero fue el goce, lo que vino primero fue el mal. Y Cady avanzará hacia el beso y la chica lo besará también, ya sin inocencia. Un beso de Judas. Porque un beso puede ser el mayor signo de amor, pero también puede ser la mayor infamia, la traición más grande.
La experiencia es real, densa, compleja, pero la imagen de la experiencia es siempre un montaje. La imagen de la experiencia es siempre teatral. Por eso, acaso una de las imágenes, una de las fotografías más conocidas del siglo xx es un montaje improvisado y un relato arduo y posmoderno. El beso en el ayuntamiento —cabría un sic para la traducción literal que a nosotros, rioplatenses, nos suena tan rara; el original es Le baiser de l’Hôtel de Ville—, de Robert Doisneau, es aquella imagen donde los enamorados se besan mientras son capturados en la calle por la cámara atenta e intrépida; una imagen furtiva del sacramento del amor en el enjambre de la multitud, en el pulso de la París d’après-guerre. Un muchacho mezcla de Sid Vicious y Robert Pattinson se besa con una chica que tal vez sea la Elsa de Casablanca; o Juliette Gréco pasando desapercibida con otro corte. En 1950, le habían pedido a Doisneau una serie de imágenes para la revista Life; una serie sobre París como la capital del amor. La nota se ilustraría con imágenes de parejas besándose. La nota salió, la foto también, Doisneau siguió viviendo en Montrouge, en la periferia, sedentario y fiel a su barrio, retratando incansablemente la vida de su banlieu, y todo fue sin escándalo hasta treinta años después. Los treinta años que son más o menos los treinta años que los franceses llaman los trentes glorieuses y que coinciden con el final de la Segunda Guerra y la incubación del neoliberalismo. Entonces, en 1986, El beso en el ayuntamiento se vende como póster y se hacen 410.000 copias. Lo que supone además para Doisneau una módica fortuna y que su fotografía se vuelva un ícono, una postal parisina (nota al pie: pensar que esas fotos fueron en blanco y negro porque Doisneau no tenía plata para la película en color). Pero entonces hay un cambio de cuadro y el rey de corazones le deja su lugar al rey de oro. Doisneau recibe un par de querellas de los supuestos retratados, que nunca vieron ninguna regalía por su beso inolvidable y la invasión a su “privacidad” —sí, todavía la privacidad existía o se invocaba—. Lo que sucede es triste: Doisneau tiene que revelar el truco, tiene que darle el primer golpe a la inocencia o, en verdad, a la credulidad romántica que había amparado a la foto. Explica que había contratado un par de estudiantes de teatro, una pareja cariñosa y joven a la que había visto dándose arrumacos y que le había propuesto entonces tirar un par de tomas. Les había pagado y les había dado una copia de las fotografías. Doisneau gana esos juicios, pero no sabe que es el primero, que vendrán otros. Lo jurídico es redundante. Porque ahora la que reclama su libra de carne es Françoise Bornet, la chica de la foto. Primero reclama que le paguen; Doisneau, que al parecer era un tipo meticuloso y previsor, puede demostrar que ya le había pagado por aquella sesión. Doisneau muere en 1994, para entonces no le tenía ningún aprecio a la fotografía: “Es superficial, comercial, una imagen prostituida”. Antes ya había dicho: “No es una foto fea, pero se nota que es fruto de una puesta en escena, que se besan para mi cámara”. Su hija fue más allá: “Ganamos en los tribunales, pero El beso arruinó los últimos años de su vida”. Sin embargo, en el arte, la muerte es apenas un paso a nivel o un cambio de distrito. En 2005, un coleccionista suizo le pagó a Madame Bornet (la chica de la foto, la que había tratado de sacarle plata a Doisneau) 184.960 euros por la copia que Doisneau le había dado en 1950. El paso de comedia ¿final? fue que Madame Bornet pusiera en subasta la copia para financiar una sociedad de producción de documentales que ayudaría a realizadores jóvenes. Madame Bornet declaró entonces que estaba très touchée (muy conmovida) porque esa venta “inimaginable” marcaba para ella un “nuevo comienzo”; era una copia original hecha por Doisneau en 18 x 24,6 centímetros, con su firma en el reverso, la foto que le había dado Doisneau unos días después de la célebre toma. ¿Se hubieran dado hoy un beso esos estudiantes? ¿Los besos teatrales están prohibidos a menos que haya un hisopado negativo previo? ¿Ya no veremos besos en el teatro o todos los actores deberán testearse antes de un ensayo? Mirándola bien, y sabiendo todo este melodrama detrás, la foto, la imagen en sí, como decía Doisneau, no es nada impresionante. Sobre todo porque efectivamente el beso es demasiado teatral como para que alguien pueda percibir su honestidad. Los enamorados en primer plano no son lo mejor del cuadro. Tampoco la silueta borrosa del Hôtel de Ville atrás, que parece un decorado. No obstante, hay un detalle maravilloso que todavía hoy resplandece en la foto y la preserva. Doisneau decía que había que tener paciencia hasta que ocurriera el milagro. Y el milagro ocurre cuando detrás de los enamorados pasa una mujer. Otra mujer, no la chica del beso, devenida Madame Bornet. ¿Quién sería? Ella nunca reclamó nada. Ella sí fue capturada por el ojo, el dedo, la cámara y el instante sagrado de Doisneau. Ella está mirando otra cosa, algo o alguien en diagonal y adelante. No repara en los enamorados besándose tan “apasionadamente”, no repara en el fotógrafo. Está reconcentrada en eso otro, algo que la preocupa y asusta y atrae, algo que la obliga a mirar con fijeza. El milagro —formal, claro— que Doisneau esperaba es que el beso de los enamorados estuviera en la imagen a la altura del rostro fugitivo de la mujer, ese rostro oscuro, como de Caravaggio. Es gracias a ella que la imagen se conserva fiel y se vuelve verdaderamente romántica. “París es un teatro donde reservás tu asiento para perder el tiempo”, también supo decir Doisneau. Por su parte, Germán García dijo una vez que el tema era poder ver sin horror, sin espantarse, cuál era la causa del amor. Porque si París es la capital del amor, es lícito preguntarse qué hay, qué se sitúa en la causa de ese amor. ¿La imagen prefabricada y cursi de un beso?, ¿los intereses que corren como lebreles? Lo más cerca que podemos estar de la verdad es conociendo la historia de la verdad.
En “Del animal al hombre hay solo un beso”, María Moreno hace su “elogio del beso”. En verdad, su literatura es una literatura del contacto. Por eso arma su teoría evolucionista que más que darwiniana o lamarckiana sería ¿valentineana? (por Rodolfo Valentino), ¿Andreana? (por Arnaldo André). ¿Quién sería el embajador de los besos? O la embajadora. “Hay que besarse más”, era el eslogan de Roberto Galán —y a María Moreno seguro que le divertiría su recuerdo—. Retomando, ella dice: “El beso es un pacto que se funda cuando se deja la vida animal”. Por eso los niños no saben besar, no quieren besar ni que los besen. Rehúyen los besos, hasta se los “limpian”. Y si la prehistoria es la infancia del hombre, todavía más acertada es la afirmación de María Moreno. Los besos llegan cuando se abandona la infancia. Los besos llegan y hacen abandonar la infancia. Se anhelan los besos, se temen. Darlos, recibirlos. Los adolescentes practican con vidrios, espejos o amigos —son casi lo mismo—. Y quieren besar bien. Los adolescentes son estilistas del beso. Es el furor de los inicios, en los que siempre se quiere remendar con técnica la incertidumbre y el riesgo. Los besos los dan los labios, las bocas, las lenguas, pero, en verdad, el beso lo da el aliento. El interior del cuerpo. Se besa con todo el cuerpo, por eso (lo sabía bien Valentino), el beso es sucedáneo del abrazo. María Moreno dice que el cachetazo es lo contrario del beso. Yo no estoy de acuerdo: lo contrario del beso es el beso sin correspondencia. El beso que se rechaza y se esquiva. Incluso el beso dado sin ganas, el beso mirando hacia otro lado, el beso por compromiso o por lástima. Besos falsos, no besos brujos. En cambio, sigue María:
Dicen que los besos robados son los mejores, es cuando el besador es un caballero —¿María Moreno “patriarcal”?— y como tal ama las causas perdidas. Entonces besa para no quedarse con nada y besa por asalto, para que no haya pruebas del delito. Él pone en mujer a la que aún no quiere serlo —paréntesis: otra vez el beso y la iniciación—, arranca un perdón o hace confesar un deseo, sin que el besado pueda decir, esta boca es mía.
A tontas y a locas reúne textos publicados por María Moreno en los años ochenta, muy anteriores a los agrupamientos, colectivos y militancias feministas que tuvieron —o tienen— como punto de ebullición el “Ni una menos” de 2015 y los reclamos por la conquistada ley del aborto de 2020. Por eso, María Moreno escribe “el besador”. Pero más allá de las coordenadas históricas, es posible que la escritura de María Moreno detecte ahí una posición masculina, una posición viril, una máscara, un ademán y semblante que, por supuesto, no significa que una mujer no podría ejercer, que no sea un acto que también la mujer puede cometer y de hecho ha cometido y comete. Es más, no significa que alguna vez la palabra, por uso, no cambie de género. El besador bien puede ser la besadora; lo que no puede cambiar es que siempre habrá en ese gesto, en ese arrojo —y en arrojarse, o al menos inclinarse hacia el otro, acercarse—, sin pertenencia de género, la misma apuesta, la misma fe y el mismo coraje. Los besos no se piden. Solo los besos del orden, de la convención y la rutina pueden ser autorizados. Los otros se dan, se reciben o se roban. Y lo curioso es que los besos robados pueden ser no solo disculpados sino dulcemente agradecidos; pueden ser los besos imprevistos que cambian todo. Un beso robado puede ser una revolución.
Hay un disco de The Cure de 1987 que se llama Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me, y que también empieza con una canción llamada “The kiss” (“El beso”). Es una de esas canciones oscuras, densas, violentas de The Cure, sumamente desesperada. El beso como veneno, el beso envenenado (“tu lengua es como el veneno”, canta). El beso como demanda final, el amor como demanda imposible y por lo tanto inútil. Y otra cosa: de cuando todavía en la industria pop se podía empezar un disco con un tema de seis minutos dieciséis segundos, que casi hasta el minuto cuatro es solo instrumental. Una larga y tirante introducción y cuando ya parece que se tratará de eso, de un tema instrumental para abrir el disco, aparece Robert Smith con unas líneas apropiadas, trayendo el combustible final para que todo arda sin remedio. Por suerte, el tema siguiente es dulce y precioso y ligero, aunque diga que “la chica siempre estuviera derrumbándose” y “yo solía atraparla aunque ni supiera su nombre”. Pero esa es la letra, la música es otra y es una música plácida y feliz. A veces sucede, la letra dice una cosa, la música otra. En verdad, sucede casi todo el tiempo. O ¿cuál es la zona de contacto entre la música y la letra de una canción?
No importa que Valentino bese una mano, una boca, un foulard, un hombro desnudo. Siempre se entrega con devoción al beso. El beso no es el contacto de la boca con otra boca, de los labios con otros labios, la caricia dulce que la boca otorga a la superficie de un objeto vivo: la frente, la mano, la mejilla, etc., para Valentino, el beso es el objeto mismo. Por eso lo anhela, entrecierra los ojos, afloja la conciencia y el cuerpo; Valentino camina y va hacia el beso levitando ya antes de su encuentro; avanza o se pierde hacia el beso como el suicida hacia el mar o el barranco. Rodolfo Alfonso Raffaello Piero Filiberto Guglielmi di Valentina d’Antoguolla (para el documento estadounidense, Rudolph Valentino) nació en el sur de Italia, en Castellaneta, en 1895, provincia de Taranto. Fue el primer gran amante, el galán inalcanzable de las películas mudas con picos como Los cuatro jinetes del apocalipsis —donde, en 1921, baila la mítica escena del tango que después le pedirían y repetiría hasta el hartazgo— o El sheik, que hasta tendría una secuela cuando Valentino estuvo casi en la bancarrota. Muchos han querido armar el relato del muchacho pobre que viaja para “hacerse la América”, pero no era el caso de Valentino, que venía de una familia de clase media y que, sin embargo, le decía a su hermano: “Italia es muy chica para mí”. Su carrera fue breve y fulgurante, y lo transformó en el primer latin lover. ¿Pero cómo sería la voz de Valentino? Nunca llegamos a escucharla, salvo cuando canta más o menos afinadamente y sin mucha gracia “El relicario”, ese hit del paso doble que inmortalizaría Sarita Montiel. ¿Qué habría pasado si a su imagen y a sus encantadoras ojeras se le añadía su voz en la pantalla, esa voz meliflua e insulsa con acento italiano del sur? Algo de eso está en la película El artista (2011), no por nada en la ficción, el actor protagonista se llama George Valentin, pero también, de otro modo, el problema se deja ver en Había una vez en Hollywood (2019), ese homenaje a Polanski, pero, sobre todo, esa muestra del cambio de los tiempos que filmó la nostalgia de Tarantino. Porque también cuando Valentino murió de una peritonitis a los 31 años, en 1926, el mundo estaba por cambiar, y cuando el mundo cambia de verdad, cambia para siempre. Se vuelve otro mundo. Sin embargo, el destino de Valentino supo preservarlo: que su voz se pierda, se olvide, se ignore, y para la gloria solo alcancen su estampa y sus besos. El gran galán del cine mudo.
Nota: por algún motivo, el recuerdo de Valentino me trajo el recuerdo de Jon-Erik Hexum, un galán de mi infancia. Pero Jon-Erik Hexum no tiene nada de legendario, salvo, quizás, el episodio de su muerte, que a esta altura es un dato más, entre curioso y morboso, en el mar de insignificancias de la web. Como Valentino, Jon-Erik Hexum murió muy joven y no tanto en la cima de su carrera como en la “antesala” de aquella cima. Es razonable lo que explican los diccionarios sobre las armas de fogueo: “Los cartuchos de fogueo son usualmente empleados cuando es necesario el ruido y el fogonazo del disparo de un arma de fuego, pero no el proyectil, como por ejemplo maniobras policiales o militares, salvas de saludo, recreaciones históricas, efectos especiales (disparos en películas) o dar inicio a una carrera”. E...
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