AMOR DE AMÉRICA
MONTABA JOSÉ MARTÍ su caballo blanco cuando recibió la descarga que le derribó para siempre. La causa de la Libertad americana se ungía con la sangre del héroe destinado al sacrificio. Tocó a Martí, español de América, llevar a término la obra de Bolívar. Si este era el primero, el padre de la Libertad, Martí era el último. Y así, por la muerte del convocado a testimonio, se consumó la ruptura entre el continente americano y la madre España siguiendo el designio dinámico que obliga al hijo a diferenciarse de su madre.
Mas aquel caballo blanco, sin jinete, ungido con la sangre del poeta José Martí, quedaba convertido por arte de sublimación en el Pegaso alado que andaba queriendo por entonces cabalgar —sic itur ad astra— otro egregio Libertador de América en el orden celeste de la poesía1. El mismo Rubén Darío, transfigurado, compostelanamente, confiesa que, «al tiempo de montar ese caballo rudo y tembloroso», «entre sus cejas vivas vio brillar una estrella».
He aquí las tres personalidades supremas que desde los tiempos de su emancipación ha producido el solar de América hispana, la clave triangular de su firmamento: Bolívar, Martí, Darío, el político, el apóstol, el poeta; tres personas distintas y un solo Verbo de Libertad verdadero; jinetes los tres de sus caballos blancos. Admirable unanimidad: ecuanimidad, si vale jugar la palabra. ¿Y qué significa libertar a América sino verificar su natural diferenciación, romper los cordones vitales que la enganchan y subordinan al pasado, los vínculos políticos, los éticos, los imaginativos? ¿Qué sino lograr que el Nuevo Mundo se identifique con su esencia, con su novedad, que efectivamente sea lo que Es?
Bolívar, Martí, Darío, tres continentalistas confesos. Los sueños de la Magna América bolivariana se identifican con el «continente de la esperanza humana» de Martí y ambos con el «foco de una cultura nueva» de Rubén. Dentro de este orden sucesivo es evidente que Bolívar fue el héroe de la Libertad, el Padre; que Martí fue el ente moral en que se encarnó ese mismo aliento de Libertad, el Hijo; y que Darío fue el visionario que la generalizó poéticamente a sus más altas atmósferas, la persona alada, el Espíritu. Si el primero fue político y poeta el último, el mártir Martí, participante de ambos, fue político-poeta. Como Hijo y como ente encarnado, a él, cerrando el círculo, le tocó inmolar su vida. Fue el Cristo español de América, según lo vislumbraron algunos de sus contemporáneos, y su persona define el mundo venidero, pues que esa su condición de político y de poeta prefigura la polis poética, la excelsa y universal ciudad de mañana.
La índole de esta trilogía o trinidad verbal constituye para América, en el más alto nivel de lo significante, su primer sustantivo o palabra capaz de designada en cuanto Objeto. Por su propia virtud viene a confirmar y contrasellar auténticamente lo que quedó a descubierto por otros caminos en las anteriores páginas de esta capitulación de Espíritu, esto es, que la realidad espiritual del continente americano, al superar el nivel religioso consustancial a una etapa de creación histórica, desemboca en la altiplanicie de la Poesía, en la ciudad que traduce la naturaleza del Hombre y hace posibles las relaciones directas entre el ser humano y la Creación.
Sí, a donde no llega por sus propios pasos, la razón llega en alas de la Poesía; a donde no el tacto, alcanzan por su virtud los ojos; a donde no el egoísmo ni la voluntad de dominio, trasciende amorosamente, sí, el personal holocausto. América, Amor.
«¿Quién es esa que sube del desierto como una columna de humo, formada de perfumes de mirra y de incienso y de toda especie de aromas?» (Cantar de los Cantares, III, 6).
Por natural misión en cuanto persona alada, en el último estertor de esta jacobina Rendición de espíritu, acude por consiguiente aquí en representación de América latina su poeta más alto. Toca a Rubén Darío iluminar espiritualmente los umbrales, pronunciar la palabra de bienvenida. Máxime cuanto que en estrechísimo acuerdo con el sentido general que se desprende de estos capítulos resulta, si bien se considera, que entre todos los teorizantes del Nuevo Mundo, ensayistas, políticos, filósofos, ninguno puede competir en visión general ni en exactitud con aquel que se cierne en la dimensión poética, supuestamente americana. El destino neocontinental ha expresado a lo largo de las exaltaciones de Rubén sus caracteres esenciales desde que en un extenso poema de juventud —«El porvenir»— se encaró, desplegando toda la prosopopeya de que se sintió capaz, con los oráculos poéticos para llegar a la solemne conclusión de que «América es el porvenir del mundo». Aunque a veces se oculte bajo la frondosidad de su elocuencia, será este el tema central y sustancial de su sinfonía poética, el río que fecunda su obra.
Fue, en efecto, Rubén Darío, al par que heredero del legado de Occidente en algunas de cuyas formas tanto se complació, el poeta del «alba de oro», de la prima luz celeste a que todo en él aspira, de la hora de despertar del sueño milenario, que presiente inmediata. Sus números poéticos se entreveran en una serie de operaciones ecuacionales que acaban por erigir una bóveda a manera de vuelo de águilas donde se identifican la Luz, Dios, el Amor, por una parte, y América con su unión de países —«países de la aurora»— por otra, dentro de un sentido continentalista que sólo una vez, en un arrebato pasional, parece haber desmentido2. En otro aspecto, la posición poética de Rubén Darío, contradiciendo las tendencias racionalistas de su época, se caracteriza por su típico y expreso milenarismo con frecuentes alusiones al Apocalipsis de San Juan y al divino caballero montado en su «caballo blanco», al Verbo. En este punto, la coincidencia entre el sentido de su mensaje y el contenido del presente libro sorprende por lo perfecta. Con insistencia anuncia Rubén una inminente catástrofe social:
Siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo,
la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra;
fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas,
y algo se inicia como vasto social cataclismo
sobre la faz del orbe.3
Algo sobre la faz de ese ORBE que es el término de versión del Ebro, algo que, por otra parte, no deja de tener caracteres de parto y de fin de mundo:
Falta la terrible trompeta.
Mas oye el alma del poeta
crujir los huesos del planeta.
Al ruido terráqueo, un ruido
se agrega, profundo, inoído…
Viene de lo desconocido.4
La propia Poesía se encarga de definir el carácter apocalíptico de final de mundo de esa sacudida fatal que se avecina. Las alusiones al libro, a los conceptos y figuras de san Juan, relativamente frecuentes en su obra y del todo espontáneas puesto que no es tema que haya despertado el interés ni conseguido entrada en la de ninguno de sus inmediatos antecesores ni contemporáneos, se traduce en un clamor profético e implorante que prorrumpe en el mismo «Ven» con que termina el Apocalipsis. La esperanza, «la divina reina de luz, la celeste esperanza» que sostiene y orienta desde el principio hasta el fin de su obra el aliento poético, se concreta en el poema que dedicó a esta virtud como núcleo de su libro Cantos de vida y esperanza, a anunciar, a reclamar a toda costa el «retorno de Cristo» bajo la traza del caballero del Apocalipsis que, como se vio, no es otra que la de Santiago:
¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo?
Se han sabido presagios y prodigios se han visto
y parece inminente el retorno de Cristo.
Verdugos de ideales afligieron la tierra.
En un pozo de sombra la humanidad se encierra
con los rudos molosos del odio y de la guerra.
¡Oh, Señor Jesucristo! ¿Por qué tardas, qué esperas
para tender tu mano de luz sobre las fieras
y hacer brillar al sol tus divinas banderas?
Ven, Señor, para hacer la gloria de ti mismo,
ven con temblor de estrellas y horror de cataclismo,
ven a traer amor y paz sobre el abismo.
Y tu caballo blanco que miró el visionario
pase. Y suene el divino clarín extraordinario.
Mi corazón será brasa de tu incensario.5
Particularmente notable resulta el sentido que se desprende de este clamor esperanzado del poeta continental cuando se le refiere al modo de sentir propio de Martí, que definía a América como «el continente de la esperanza humana» y que un poco a la manera de Cristo murió —había muerto— consumando la liberación del Nuevo Mundo sobre su caballo blanco.
Por lo que toca a Rubén, el sentimiento que ha tomado en su obra cuerpo poemático adquirirá más y más, conforme pasan los años, caracteres precisos. En otro de sus poemas clave, en aquel «Pax» donde se contiene su testamento poético, el clamor que en el «Canto de esperanza» no pasó de ser aspiración y deseo profundos asume figura puntualizada, circunscrita, designando el momento histórico en que «del apocalíptico enigma surja el caballo blanco con resplandor y estigma». Investido de aquella misma solemnidad que en la juventud le llevó a sostener que «América es el porvenir del mundo» y en el centro de su vida que «parece inminente el retorno de Cristo», anunciará en su poema postrimero:
Pero el misterio vendrá
vencedor y envuelto en fuego
más formidable que lo que dirá
la épica india y el drama griego.
Y nuestro siglo eléctrico y ensimismado
entre fulgurantes destellos
verá surgir a Aquel que fue anunciado
por Juan el de suaves cabellos.6
He aquí, precisa, remachada, la gran profecía poética del Nuevo Mundo. Nuestro siglo, el siglo XX, verá surgir la personificación del Verbo —la Segunda Venida— con todo su aparato cataclísmico en el plano social y con la presencia específica del Anticristo. Nada más legítimo. La voz del Nuevo Mundo, la voz poética como corresponde a su sustancia misma, anuncia el derrumbamiento del mundo antiguo y, auténticamente, la aparición del nuevo, señalando incluso el tiempo en que el suceso se dispone a ocurrir, el siglo actual, y el punto de incidencia del más allá, América, pues, según el mismo poema, «aquí está el foco de una cultura nueva». Y ese fin y principio de mundo se identifica con el alcance de la profecía del Apocalipsis y con la Segunda Venida, cosas desechadas como patrañas supersticiosas. Es decir, constituye el final del gran ciclo correspondiente a la disociación de tierra y de cielo, de lo que repta y de lo que vuela. Y tal vez no sea ajena a su celeste afán volador la insistencia con que para aludir al Apocalipsis se sirve Rubén de la imagen del caballo blanco, que probablemente se identifica en su sentir con el Pegaso de la mitología griega, con la Poesía. Al grado que, con la clave que él mismo nos brinda cuando confiesa:
Un gran Apocalipsis horas futuras llena.
¡Ya surgirá vuestro Pegaso blanco!7,
cabe legítimamente pensar que el famoso «caballo blanco» montado por el Verbo en el Apocalipsis es ni más ni menos que la representación del impulso poético en que, para conseguir su plenitud, necesita apoyarse el lenguaje. La misma idea, pues, que para los griegos traducía Pegaso: la virtualidad metafórica. De este modo el caballo blanco de Santiago que subía y bajaba del cielo y transitaba su propio camino estelar, así como el Clavileño de Don Quijote, constituyen representaciones de la misma poética realidad. Y también el caballo significativo de Martí.
Las conclusiones a que por sus caminos llegó Rubén Darío coinciden según se ve, de modo exacto y circunstanciado, con las que por los suyos peculiares propone este libro. Ya no es Roma sino su antítesis natural, el Nuevo Mundo —Amor—, el sitio a donde van a dar todos los caminos. La realidad es redonda. Carecíase por completo en los días de Rubén de indicio alguno que permitiera imaginar racionalmente la operación que se avecinaba en España en representación de «la faz del orbe», la proyección poético-política del Nuevo Mundo de América constituida por la República de 1931, su sacrificio a mano de las fuerzas anticristianas que para Rubén se anunciaban bajo la fisonomía conceptual de Nietzsche, profeta de la voluntad de potencia y autor del Anticristo. Por muy entrañada que se encontrara su persona poética con el idioma castellano de que se manifestaba sumo representante, ni para él era factible concebir conscientemente por entonces la actuación histórica del pueblo español en cuanto Verbo. La realidad universal es la que por su propia virtud, a través del desconocimiento del poeta por una parte, y de su poderosa intuición por otra, se expresaba conforme a las necesidades de su destino ulterior. Para más admirable confirmación de las afirmaciones poemáticas de Rubén, inopinadamente «surge de entre las páginas del libro del Abismo» el águila por este tan aludida del Apocalipsis para apropiarse el escudo nacional español. La caracterización significativa de la frase poética no puede ser más concluyente. De manera que, confrontado con el cuerpo de elementos significantes analizados en esta Rendición de espíritu, el poder llamado intuitivo de Rubén se manifiesta sin parangón con el de ningún otro poeta castellano8.
En su sentir, la llamada «alba de oro» o «alba futura», que sin duda posible se refiere a América, es por otra parte función de latinidad propia de la estirpe de Roma y de España, es decir, de la línea característica del lenguaje castellano, del Verbo. Recuérdese entre otros textos el de la tan explotada y desnaturalizada «Salutación del optimista» —«estirpe latina verá la gran alba futura»—, donde en un alarde de prodigiosa coincidencia sale a relucir la metáfora central de esta Rendición de espíritu, la evocación de Hércules y el triunfo de la lira en relación con el Orbe:
Ya veréis al salir del sol en un triunfo de liras,
mientras dos continentes abonados de huesos gloriosos,
del Hércules antiguo la gran sombra soberbia evocando,
digan al orbe: la alta virtud resucita
que a la hispana progenie hizo dueña de siglos.9
Los cabos se van atando con cintas de versos de modo minucioso y estricto. Cierto es que para efectuarlo es menester afianzarse en aquel aspecto de la obra de Rubén Darío menos estimado en estos tiempos de fin de mundo, aunque más de acuerdo con las propias palabras del artista: «He expresado lo expresable de mi alma y he querido penetrar en el alma de los demás y hundirme en la vasta alma universal».
El prólogo de su Canto errante, que con propósito testamentario dedicó a «los nuevos poetas de las Españas», es taxativo al respecto: los valores poéticos forman una categoría o dimensión suprema. Algunas de las afirmaciones allí consignadas no sólo confirman la proyección profética de su obra sino que justifican la realidad que ha hecho posible el presente libro. «El don de arte es un don superior que permite entrar en lo desconocido de antes y en lo ignorado de después», o sea, remontarse aquilinamente sobre el tiempo y el espacio. De modo explícito insiste Rubén Darío sobre la trascendencia superior de esa realidad que intenta definir, bajo el nombre de arte, como una categoría distinta, tetradimensional: «La actividad humana no se ejercita por medio de la ciencia y de los conocimientos actuales sino por el vencimiento del tiempo y del espacio. Ya lo he dicho: es el arte el que vence al espacio y al tiempo». Por consiguiente, he aquí afirmada la Realidad en su contorno y semblante. Objetivo afín en cierto modo con aquella otra situación sintética perseguida por el surrealismo, que Rubén definió de modo preciso al postular: «El poeta tiene la visión directa e introspectiva de la vida y una supervisión que va más allá de lo que está sujeto a las leyes del general conocimiento».
O esto es cierto y consecuentemente la interpretación de su mensaje poético propuesta aquí es perfectamente auténtica, por ajustarse a su propia teoría, o Rubén no pasa de ser un poeta insignificante, hacedor de musicalidades buenas para acariciar lujosos paladares de crepúsculo, un iluso desvariador de la caterva de los poetas bufones al servicio de un rey burgués o espíritu de clase económica o mental. La duda no es posible. El extraordinario poeta Rubén Darío, exponente máximo del Verbo español, identificado con el alma universal, es el vate libertador del Nuevo Mundo, el celeste y, por tanto, americano cantor del pasado y del porvenir, que, como el querubín del apólogo, hace vibrar su espada verbal a la entrada del Paraíso. La espada de su boca.
En este punto su mensaje es concreto. Su aspiración coincide con la que movía a otro gran poeta visionario, Blake, el «matrimonio del cielo y de la tierra» por medio de la Poesía; en suma, la realización del teorema enunciado por san Juan al referirse a la celeste Jerusalem que, en tanto que expresión del cielo, de él baja como una esposa:
A las nupcias del cielo con mis versos te invito…
Dice así Rubén: «El don de arte es aquel que de modo superior hace que nos reconozcamos íntima y exteriormente ante la vida. El poeta tiene la visión directa e introspectiva de la vida y una supervisión que va más allá de lo que está sujeto a las leyes del general conocimiento. La religión y la filosofía se encuentran con el arte en tales fronteras, pues en ambas hay también una ambiencia artística». Sin embargo, si dejando a un lado estas afirmaciones se observa que ni filósofos ni teólogos han visto ni predicho por lo que se refiere a América ninguna de las cosas que ha imaginado el poeta, es fuerza admitir que ello se debe a que la poética es la única posición sustentable en aquel nivel natural donde se realiza la convergencia entre el acaecer histórico y las representaciones subjetivas, allí donde el poeta ejercita su superlucidez aquilina del mismo orden de la que hizo escribir en su día el Apocalipsis a san Juan. Más aún, concluyérase una vez más que tanto el fenómeno religioso como las visiones de Juan el Teólogo son realidades puramente poéticas, de manera que el acierto que pueda caberles en la estimación de la realidad histórica depende de lo que Rubén llama su «ambiencia artística». La Poesía, el reino de la Lira a donde sólo puede conducir la intuición integrada dentro del sistema general de conocimiento, constituye la identidad de la Creación, el único punto donde el Ser puede lograr su propia Conciencia. Así quedó dicho anteriormente y así viene a corroborarlo el testimonio de Rubén.
Testimonio poético, sustantivo, por cuanto que en vez de reducirse a una afirmación sentada desde un término opuesto que contradice dualmente lo afirmado, es confirmado presencialmente por la calidad profética misma. En otras palabras, la presencia del nuevo mundo de poesía se manifiesta y da pruebas fehacientes de su veracidad poetizando. Puede así proclamar el poeta como suya «El alba de oro», ese «reino nuevo» a que se refiere en otra ocasión definiéndolo como un «triunfo de liras». Sin embargo, la imagen que con mayor insistencia aparece en su obra, la más certera y característica —apocalíptica también—, es el despertar de la luz, equivalente al adjetivo «divino» (Div, luz) de que hace verdadero derroche: «El alba de América futura» donde se sitúan «los países de la aurora», en estas «tierras de sol y de armonía». Bien se ve que se trata del alba del Nuevo Mundo, allí donde termina el sueño milenario y sobreviene el despertar, pues que «América es el porvenir del mundo». Amanecer inminente ya que, tras «un vasto social cataclismo sobre la faz del orbe», «nuestro siglo verá surgir a Aquel que fue anunciado por Juan». Este manojo de augurios y profecías imaginadas que constituyen las claves o frutos sustantivos de su obra, a juzgar por la «Salutación del optimista» y de algunos otros poemas de la misma serie, se halla subordinado a la resurrección de la «alta virtud española», a la actividad heroica de aquella nación «que hacia el lado del alba fija las miradas ansiosas». Hacia América. ¿No se ha efectuado ya así? Para mayor precisión, al final de su vida, en su poema «Pax», resumirá sus diversos enunciados líricos en un concepto racional terminante: «Aquí está el foco de una cultura nueva». Aquí en América, según su Verbo o Espíritu libertador, se encuentra la matriz histórica, el cráter de donde ha de brotar el más allá humano, donde se fraguará «el porvenir del mundo».
A primera vista podría parecer que ciertos conceptos aquí barajados incurren en contradicción: por una parte la calidad universal de la cultura presumida y, por otra, la de su localización en América. Lo universal debe, por definición, abarcar los lugares todos del universo terráqueo al modo como la esfericidad se encuentra esencial y virtualmente, aunque no aparencialmente, ni en el mismo grado de inaparencialidad, en todos los puntos de la esfera. En cambio, siendo su foco un territorio aislado, parece asumir cierto carácte...