Andanzas y visiones españolas
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Andanzas y visiones españolas

  1. 300 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Andanzas y visiones españolas

Descripción del libro

Andanzas y visiones españolas es un libro de viajes de Miguel de Unamuno. En él, el autor recorre las emociones que le provoca tanto el paisaje real como el imaginario, en un rasgo típico de la Generación del 98.

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN del libro electrónico
9788726598339

EN LA ISLA DORADA

I

En Mallorca son algo injustos con el llano en punto a su belleza. El deslumbramiento que produce la hermosura de la costa montañosa del Norte, de sus espléndidas calas, de sus valles y sus barrancas, de sus rocas encendidas que avanzan a bañar su fulgor en el añil del mar, que es como una sangre, todo eso hace que no se aprecie lo debido la copiosa apacibilidad del riente llano de higueras, olivos, almendros y algarrobos.
Mallorca, la isla de oro, debe su fama de hermosa a la montaña costera. La brava sierra que forma la costa brava es como un gran contrafuerte que corre de Noroeste a Sureste, cubriendo la llanura. Va desde el cabo de Formentor, donde se alzaba el pino que cantó Costa y Llobera, el que al viento sacudía su verde cabellera sobre el rompiente de las olas surgiendo de la roca, sin tierra a sus pies, en el cabo Nordeste de la isla, hasta la península de Andraitx, en el cabo Suroeste, donde se alzan los ceñudos acantilados sin fronda ni verdura alguna, que primero le saludan al que llega embarcado desde Barcelona. Y toda esa costa es una maravilla luminosa. Diríase una isla de piedras preciosas, de esmeraldas, de topacios, de rubíes, de amatistas, bañándose al sol en su propia sangre. Pues es el mar como sangre de piedras preciosas. Es el mar homérico, el de la Odisea, el mar de color de vino, el que parece haberse derramado desde las entrañas de las rocas, no es el mar tenebroso que cantara Camoens.
Recorrí buena parte de esa fulgurante cornisa, que es una verdadera obra maestra de Dios, o si se quiere, una obra de arte de la Naturaleza. Parece hecha aposta para que el hombre aprenda a soñar. Y aquí no es, como en la Castilla de Calderón, la vida sueño; aquí el sueño es lo que se tiene ante los ojos, aquí la naturaleza es sueño. Pero sueño de mediodía de verano, palpable y firme, donde la luz del cielo se adensa y y cuaja en formas claras y precisas. Es un paisaje —aunque este término de paisaje resulte aquí flojo y desvaído—, es un paisaje intelectual, contemplativo seguro de sí mismo. Gea y flora y hasta fauna se abrazan y como que se mezclan y hasta confunden.
Se hacen los árboles como rocas y otras veces fingen —¡oh los olivos de Valldemosa!— monstruos prehistóricos y las rocas hacen como troncos gigantescos o como enigmáticos gigantescos dragones. No, no son fantásticos delirios aquellos que pintó el gran poeta de la luz de Mallorca, el pintor Mir, que embriagado de sol, como suelen estarlo las cigarras, pintó como éstas cantan en los pinos, brezando la modorrienta siesta del mar, con un estremecimiento de las entrañas. El pobre Mir acabó en que se le desvaneciera la razón —que me dicen ha recobrado ya— en su lucha por volver al arte lo que a éste arrebató la naturaleza.
Mi primera excursión a la montaña y la costa fué yendo desde Inca al santuario de Lluch y de éste, cruzando sierra, a las bahías de Pollensa y de Alcudia De Inca a Lluch se sube, siempre al pie del imponente pico —o puig— de la Massanella, el segundo gigante pétreo de la isla, por un verdadero cinematógrafo de hoces y barrancas. Surgen algún pueblecillo de esos que parecen eflorescencia de las rocas vestidas de verdura, con su iglesia en lo alto, como un halcón de cetrería en su percha. Así Caimari. Y luego el salto de la Belladona, un derrumbadero tajado a pico y abierto el apacible llano, y donde brotó, como en flor espiritual, una leyenda, la de la dama que arrojó su marido por el despeñadero, y al llegar al altar de Nuestra Señora, la encontró allí sana y salva arrodillada.
Lluch, el santuario, es el Montserrat de Mallorca. Allí, en el corazón espiritual de la isla, y que es como el centro del espinazo rocoso de ella, forma el ceñidor de las montañas, con sus picachos por almenas, como otra isla, un reposadero de calma y de ensueño. No cabe espaciarse sino hacia el cielo, pero se barruntá el mar tras las montañas. El cielo mismo refleja el esplendor del mar encendido. ¡Y aquel valle profundo de Aubarca, mirando al cual siente uno que se le anega todo recuerdo de la historia!
De Lluch emprendimos una caminata a pie, a Pollensa, por senderos pedregosos franqueando la sierra. Y era el placer de embarcarse entre los árboles hijos de la roca y de beber agua de roca, labios al cauce, y de sentirse lejos de la mentira. Pero los kilómetros se nos alargaban bajo los pies. Consuelo y premio grandes al columbrar allá a lo lejos el mar dibujando montañas. Bajábamos al espléndido valle de March, un jardín donde nos saludaban naranjos y albaricoqueros, y más cerca, a nuestro lado, en un seto, un mirto florido con sus modestas florecillas payesas, blancas, de cinco pétalos —como otros rebosillos que es el tocado de las campesinas— y su plumerillo de estambres a modo de trenza. Y granados en flor.
Ya tarde pusimos pie en Pollensa, donde pernoctamos. No sin que algún viajante insomne o nocherniego nos diese la tabarra cantando, mientras aporreaba el piano, esa infame cancioncilla del: ¡bacalao! ¡bacalao! ¡bacalao! ¿Por qué, Dios santo, se extenderán y arraigarán tan pronto esas cancioncillas absurdas? En Mallorca misma, donde apenas se oye música popular indígena, con su letra mallorquina, óyese alguna vez disparatadas coplas castellanas. ¡Y tan disparatadas! Sirvan dos de ejemplo. Una:
Disen que no ma queres
porque no llevo quelsones,
mañana me empondré unos
que se disen pantalones.
Y otra:
Que es de dichosa una madre
que tiene un hijo soldado,
que si muere en el servisio
tiene el entierro pagado.
Mas pasó la noche con su bacalao a la pollensina y subimos al calvario, cuyos cipreses se esmaltaban sobre el cielo esplendoroso, uno de estos calvarios de Levante donde el recuerdo mismo de la muerte canta vida o más bien inmortalidad, uno de estos calvarios en que se siente la comunión de los vivos con los muertos en el estremecimiento luminoso de la tierra que comulga con el cielo. Y la vista de que se goza desde el calvario de Pollensa, estupendo mirador —o “miranda”, como por allí se dice— es una hostia de comunión con la Naturaleza.
Entra por los ojos la vida universal. En el fondo, colindando con el cielo o meciéndose con él en nacaradas lontananzas, las bahías de Pollensa y de Alcudia, y ciñéndolas un intrincamiento de oscuros peñascos, de promontorios, al modo de islotes o de una tropa de enormes cetáceos fosilizados. El cabo Formentor hiende el mar. Y se ve cómo la isla de oro es una perla entre las dos conchas azules del cielo y del mar.
Alcudia, la ciudad de abolengo romano, duerme o más bien sueña entre las dos bahías. De sus calles silenciosas se exhala paz. La llena un silencio que parece oprimido por el cielo. El mar mismo es allí silencioso. Y sus aguas parecen metálicas. A la distancia finge el mar ese latino una barrera de zafiro, un cercado del cielo. El color del agua es increíble; a trechos casi negro, pero negro de luz.
De Alcudia volvimos a Manacor pasando por la Puebla —o mejor la Pobla—, la parte más fértil de la isla, aunque no la más pintoresca. Hay allí una albufera y el mar empapa a la tierra. Un ejército de molinos de viento le sacan a ésta su agua; pero de estos molinos modernos de rueda y pequeñas aspas de madera. Aunque no son esos familiares viejos molinos de viento, los de velas, los de Don Quijote, los que os saludan como con la mano, estos otros molinos en tan gran tropa no dejan de animar al paisaje con una nueva vida. Se ve a la tierra trabajando.
Mi segunda excursión fué a Sóller, en donde hay un ferrocarril desde Palma hecho por los sollerines Cierto es que en esa isla afortunada todo es de sus propios hijos.
Sóller es como otra isla dentro de la isla. Pósase el pueblo en un valle hondo abierto hacia el mar, sedimentado de naranjos y sobre el cual se alzan imponentes picachos y presidiéndolos el primer gigante pétreo de Mallorca, el Puig Mayor de Torrellas, que sepulta su cresta en el cielo. Es difícil el rebaño de casas de Sóller, asentadas entre la verdura al abrigo de los peñascales. Y luego aquel puertecillo apacible y soñador, al que apechugan las montañas, que desde lo más alto de sus márgenes parece cerrada a la vista su entrada, un lago. Los barcos allí deben olvidarse que tienen que salir, pues es como un retiro.
Cerrado Sóller al resto de la isla por su ceñidor de rocas y abierto al mar, los sollerines buscaron más allá de éste sus destinos. Se fueron más allá, sobre todo al Mediodía de Francia, a toda Europa, a vender sus naranjas, después las de otros, a comerciar en fruta. Y así se enriquecieron. Aspírase un aliento de bienestar por dondequiera. La aurea mediocritas, la discreta fortuna, se ha ido colando por entre aquellos naranjales. Es un pueblo donde la gente se retira a paladear lentamente el fruto del trabajo.
Y en el mismo valle de Sóller hay, al pie mismo del Puig Mayor, otra isla dentro de esta isla de la isla de Mallorca. Es Fornalutx. Fornalutx, un pueblecito colgado en la falda del gran peñasco, con sus calles en cuesta, de gradería las más de ellas, escondido del mundo todo. Desde él no se ve ni aun Sóller, sino tan sólo rocas revestidas de fronda y el cielo sostenido sobre las cuchillas de las cumbres rocosas, y una inmensa sensación de anacoresis.
Llegamos a Fornalutx fatigados y sudorosos, y en busca de reposo y de frescura entramos en la iglesia. ¿Dónde más calma y más fresco? Y estando allí sentados salieron unas monjitas a arreglar y orear y limpiar unos velludos. Eran como camareras del Señor o su Virgen Madre, sencillas payesas sacristanas. Acompañábanles unas niñas. Y allí, sin cuidarse de nuestra importuna presencia, extendían sus paños, los medía una de ellas, a palmos, con su mano bien abierta, y atendían a su pausado menester doméstico. La iglesita era su casa.
Mallorca está llena de estas monjas de una Orden diocesana, isleña y aislada, dicen por decir algo que franciscana; pero dicen bien, porque da la más profunda impresión de franciscanismo. Son las maestras de estos pueblecillos rodeados de masías, son también las enfermeras. Ingenuas payesas de la casta de aquella beata Catalina Tomás, la valldemosina que hablaba con los ángeles del cielo mallorquín, con los espíritus cristianos de las rocas, de los árboles, de las calas, de las cuevas de Mallorca. Porque allí los genios tutelares de la Naturaleza se dejaron bautizar. Y el cristianismo mallorquín y franciscano, campesino, tiene a la vez algo del encendido orientalismo de Ramón Llull.
Al volver de Fornalutx, en Beniaratx, al vernos detenidos, nos dijo una viejecita que había desde allí una mirada molt maca, una vista muy bonita. Y acaso la viejecita de Beniaratx ha llegado serena y contenta, henchida del infinito de su propia limitación, hasta su edad —podría tener más de ochenta años— apacentándose del aire puro de aquel cielo y de vistas hermosas. Acaso no ha salido nunca, no ya de la isla de oro, mas ni del valle de Sóller, y toda la pureza del universo ha pasado por su alma. ¿ Es que no ha visto en las noches serenas, como su alma, palpitar en el cielo las estrellas, y otras noches a la luna que remoloneaba contemplando la roqueta? Y allá en sus mocedades se estremecería esta viejecita de hoy, como se estremecen cantando al sol las cigarras.
Al retirarnos de Sóller, al volver al llano, miraba con mordiente avidez, con mirada de presa, a aquel Fomalutx agazapado en un repliegue de la falda del mayor gigante pétreo de la isla de oro, queriendo llevarme para siempre en el alma su visión. Vendrán días en que necesite del recuerdo de la paz del rincón de Sóller, de su puertecito retirado.
Allí debe experimentar el que viva un profundo sentimiento de seguridad, de que nada ni nadie le amenaza, de que el mar que le comunica con el mundo todo a la vez le protege de él. Antaño, en los siglos en que aun duraba la lucha entre el moro y el cristiano, hasta no hace aún siglo y medio, los corsarios berberiscos asolaban de tiempo en tiempo las costas de Mallorca. Iban a la caza de cautivos a que hubiese luego que rescatar. Y estaban las costas llenas de atalayas y de torres de defensa contra la piratería del moro. Hoy esas torres son miradores. Y en la isla toda se percibe la tranquilidad de la seguridad.
Es espléndido el camino de Sóller a Palma, sembrado de esas hermosas masías mallorquinas que os llaman al pasar y os hablan, con sus ventanas y sus galerías, de la vanidad de correr el mundo.¿ Pero podría uno ya vivir en un Sóller, en una de aquellas casitas que miran al torrente seco, junto a un naranjal, viendo pasar los días y quedarse la vida y apacentando la vista ya con la cumbre que se sepulta en el cielo, ya con el mar que lo sepulta?
Antes de que los sollerines hubiesen hecho —y con sus propios capitales— el ferrocarril de Palma a Sóller, íbase de una a otra población por una carretera que es un cinematógrafo de paisaje y con más de cincuenta rápidas revueltas para bajar al valle de Sóller. El tren lleva más pronto, es claro, pero en cambio tiene aquel túnel, uno de los más largos de España, con todo su cortejo de humo.
He escrito de España y así es, porque Sóller, como toda Mallorca, es desde luego tierra española, ni quiere ser otra cosa. Pero yo no sé qué sutil sugestión se le infiltra a uno en el ánimo haciéndole pensar que cuando allí se halla está lejos de todas las patrias oficiales, de los hombres que luchan y de los que contemplan interesadamente la lucha buscando el modo de aprovecharse de ella.
En la isla dorada sentíame, más que extranjero de todas las tierras, ciudadano del mundo, pero del mundo de la naturaleza y de la paz. Creo que mientras estuve en la iglesia de Fornalutx, viendo a las monjas —llámanlas, me parece, las de la Pureza— arreglar los paños de la casa de Nuestra Señora, camareras de la Virgen, se me desvaneció hasta lo subconciente de la obsesión de la guerra.
Allí, al lado de Sóller, posa junto al mar un pueblecilio que vi en otra excursión y que es Deyá. Hase de él dicho que es como uno de esos pueblecillos de nacimiento de cartón, y cabría pensar que lo ha ideado y ejecutado aposta una sociedad para el fomento del turismo. Es en su género, el pintoresco, un modelo. No comprendo cómo no se ha popularizado ya como esos otros pueblecillos de los bordes de los lagos suizos o italianos o de la cornisa francesa o de los alrededores de Napóles, cuyos retratos, más o menos fantaseados y con una romántica luna entre nubes no pecas veces, figuran en tantos comedores de posadas. Porque Deyá está pidiendo el cromo, así como sus calas piden el cuadro fuerte que haga presa en la naturaleza.
En Deyá, lo mismo que en Sóller, vese un pueblo de encendido Mediterráneo, al pie de unas rocas que parecen alpinas. No es métricamente ninguna gran cumbre la del Puig Mayor, no llega a los 1.500 metros y, sin embargo, nos hace la impresión de un gran gigante alpino. Es, en parte, que le vemos elevarse desde el nivel del mar cuando a otras grandes montañas las contemplamos desde llanos a una grande altura; mas es también que el ámbito fulgurante de luz parece que los sublima. Y todo, a la vez, es moderado y todo definido y claro. Todo es clásico.
Roqueta de Mallorca, isla dorada donde cantan, ebrias de sol, las cigarras de oro: invitas a vivir en ti una vida de cigarra, alimentándose de aire purísimo cernido por los pinos, olivos, almendros y algarrobos, de luz del cielo y de canto y a dejar a las hormigas el cuidado de atesorar briznas. Allí hay el derecho a la holganza. Pero aquellos hombres, lentos y calmosos, trabajan y trabajan bien. Trabajan lenta y calmosamente, pero con toda la perfección posible, recreándose en su trabajo, en su obra. Los artífices o artesanos son excelentes. Y es que acaso toda obra es para ellos obra de arte. No es el hacer que se hace y como para salir del paso. Lo hacen todo bien, hasta los versos, los que los hacen. Tendrán más o menos poesía, les faltará acaso brío y hondura o emoción, pero estarán mimosamente cincelados, con una ferviente devoción a la forma. Me enseñaron cerca de Santa María un almendral que era un modelo. Todos los almendros en perfecta formación y todos perfectamente uniformados y equipados. La ordenanza era modelo. Y así el sol les penetraba por entero. Apenas había en ninguno de ellos hoja a que no le diese el sol.
Es Mallorca una tierra bendita para vivir despacio y moderadamente y para trabajar también despacio y moderadamente. Hay quien les llama a los mallorquines holgazanea, mas es, sin duda, porque no padecen la febril ansia del trabajo, que podríamos llamar económico, ded que es castigo, del de concurrencia, del padre de las guerras, pero basta ver sus campos y las obras de sus artífices para percatarse de que trabajan, y trabajan bien. Trabajan con un trabajo que se podría decir estético. Más que trabajadores son artesanos, en el más noble y puro sentido de esta palabra, que empieza a desusarse. En aquel espléndido escenario ese bárbaro trabajo que tiende a producir al más bajo precio, ese trabajo servil que está embruteciendo a nuestras generaciones, no puede prender. Creo que los mallorquines sean más industriosos que industriales. Grandes industrias, de esas de fábrica, de las que encierran como en un redil a grandes masas de trabajadores, no las hay. No hay esas chimeneas que en otras tierras ensucian de trecho en trecho el cielo y la tierra. Una de las industrias más desarrolladas en la isla es la de la zapatería de calzado fino, de obra prima y hacen labores primorosas en calzado de señoras. Pero eso lo hacen artesanos más que obreros, o si se quiere, artistas, y lo hacen individualmente, cada uno en su casa. Y por cierto que la guerra ha venido a trastornar un poco este sano régimen. En Alaró, pueblo de zapateros, al pie del castillo, último baluarte de la independencia del fugaz reino de Mallorca, me dijeron que esos artistas emigraban a Francia, a hacer de prisa y al desbarate calzado de munición para los combatientes. ¡Dios quiera que no vuelvan maleados para su arte!
De vuelta de Sóller me preparé a ir a Valldemosa.

II

Valldemosa es lo más célebre que como paisaje y lugar de retiro y de goce apacible de la naturaleza tiene Mallorca. Tiene ya su tradición y hasta su leyenda literarias. Le prestigió la Jorge Sand, que pasó allí un invierno con el pobre Chopin enfermo de tisis y enfermo de la Sand y de música, que fué a buscar alivio y recreación en aquel aire alimenticio y aquella luz vivificante. La maternal escritora que no logró allí chocar como quisiera, aunque chocó de otro modo, se desahogó en su libro Un hiver à Majorque. La menargère se encontró fuera de su centro. Acaso el enfermo mismo le estorbaba, visto que no apreciaban allí su literaria abnegación. Y es curioso leer que se quejaba de falta de caminos en un país que está hoy entretejido de ellos. Pues será difícil encontrar otra región con ...

Índice

  1. Andanzas y visiones españolas
  2. Copyright
  3. Other
  4. PRÓLOGO
  5. RECUERDO DE LA GRANJA DE MORERUELA
  6. DE VUELTA DE LA CUMBRE
  7. EL SILENCIO DE LA CIMA
  8. CIUDAD, CAMPOS, PAISAJES Y RECUERDOS
  9. HACIA EL ESCORIAL
  10. EN EL ESCORIAL
  11. SANTIAGO DE COMPOSTELA
  12. JUNTO A LAS RIAS BAJAS DE GALICIA
  13. LEÓN
  14. EN LA QUIETUD DE LA PEQUEÑA VIEJA CIUDAD
  15. POR CAPITALES DE PROVINCIA
  16. EN LA PEÑA DE FRANCIA
  17. LAS HURDES
  18. SALAMANCA
  19. COIMBRA
  20. FRENTE A LOS NEGRILLOS
  21. DE SALAMANCA A BARCELONA
  22. EN LA CALMA DE MALLORCA
  23. EN LA ISLA DORADA
  24. LOS OLIVOS DE VALLDEMOSA
  25. LA TORRE DE MONTERREY A LA LUZ DE LA HELADA
  26. AL PIE DEL MALADETA
  27. LA FRONTERA LINGÜISTICA
  28. CAMINO DE YUSTE
  29. EN YUSTE
  30. EN PALENCIA
  31. EN AGUILAR DE CAMPÓO
  32. FRENTE A AVILA
  33. UNA OBRA DE ROMANOS
  34. PAISAJE TERESIANO
  35. EXTRAMUROS DE AVILA
  36. VISIONES RITMICAS
  37. LAS ESTRADAS DE ALBIA
  38. AL NERVIÓN
  39. GALICIA
  40. EN UN CEMENTERIO DE LUGAR CASTELLANO
  41. EN CREDOS
  42. ATARDECER DE ESTÍO EN SALAMANCA
  43. EL CRISTO YACENTE DE SANTA CLARA (IGLESIA DE LA CRUZ) DE PALENCIA
  44. JUNTO A LA VIEJA COLEGIATA
  45. Sobre Andanzas y visiones españolas