
- 229 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
El idilio de un enfermo
Descripción del libro
Una novela romántica que nos traslada a la Asturias que tan bien conocía el autor. Andrés Heredia, un joven madrileño, padece una enfermedad y necesita reposo. El médico lo manda a Riofrío, un pequeño pueblo del valle de Laviana. Un encuentro con el amor y el tiempo pasado entre los vecinos de Riofrío cambiarán su vida. Una novela irónica y costumbrista que muestra la vida en un ambiente rural.
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Información
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LiteraturaCategoría
ClásicosIX
Desde aquel día Andrés acudió a casa de Rosa. Iba de ordinario por las tardes, después de comer, y se volvía a la rectoral al toque de oración. A veces también por la mañana le guiaban a ella el deseo y los pies. La casa era como la de todos los paisanos, aun los mejor acomodados, pobre y fea: en el piso bajo estaba la cocina, con pavimento de piedra y escaño de madera ahumada; arriba había una salita con dos cuartos: en uno dormían Rosa y Ángela; en el otro, su padre; abajo, en un cuartucho, Rafael y el criado. Estaba aislada, cerca del camino, y tenía delante una corralada; por detrás, miraba a la finca donde Andrés había penetrado de improviso, y tenía puerta para el servicio de ella. Llamaban a aquel sitio el Molino, por más que no estuviese allí, sino un poco más lejos. Tomás y su familia no eran conocidos más que por «los del Molino»: Tomás el molinero, Rosa del molino, Rafael el del molinero, etc. En el pueblo, «ir al molino», lo mismo significaba ir efectivamente a tal sitio que a la casa de Tomás. Las tierras que éste cultivaba, el molino, la casa misma que habitaba, no le pertenecían; todo lo llevaba en arriendo, como su padre y su abuelo. Su hermano Jaime, al llegar, haría cosa de un año, de la isla de Cuba, quiso comprar la casería; mas aunque daba por ella lo que no valía realmente, su propietario, un marqués residente en Madrid, no se la quiso vender. Tomás vivía con bastante desahogo, dada su condición, pero sin economizar un ochavo, y a veces un tantico apurado.
Su hija Ángela era una muchachota fresca y robusta, de diez y ocho años, uno más que Rosa, que tenía poco de particular, lo mismo en lo físico que en lo moral. Rafael, un chicuelo de catorce, de pocas carnes y mucha malicia. A Rosa ya la conocemos. Poco más de dos años hacía que estos chicos habían quedado huérfanos de madre, muerta, según decían en la aldea, «de punta de costado y pulmonía». Desde entonces, Ángela y Rosa quedaron al frente del manejo interior de la casa, lo cual no les excusaba de asistir al trabajo en tiempo de labores, para ayudar a su padre, a Rafael y al criado.
Andrés, con buen acuerdo para sus planes, trató de captarse la amistad de estas personas, y lo consiguió al cabo de pocos días. Escuchaba riendo las chanzonetas pesadas y groseras de Tomás; bromeaba con Ángela, dejando deslizar siempre que podía alguna lisonja, que en el campo, como en la ciudad, producen admirables efectos; contaba anécdotas picantes a Rafael, y le proveía de tabaco; hablaba del tiempo y las labores al criado, una especie de animal tardo y perezoso como el buey y con la testa casi tan dura. En cuanto a Rosa, su conducta era distinta: adoptaba la reserva diplomática y fría de que hacen uso los hombres refinados para vencer a los seres inocentes, y que suele ser de feliz resultado.
Todos le trataban con familiaridad, y hasta parecían haberse olvidado del motivo que le había traído a la casa: tanto cuidado ponía en mostrarse llano y amable. Las tardes lluviosas las pasaba sentado en el escaño de la cocina, charlando con la familia, interesándose por las intrigas de la aldea, tan complicadas o más que las de la corte, y dando su parecer acerca de ellas con toda seriedad. Don Félix había prestado catorce mil reales a Juan, el tabernero. Todos se mostraban sorprendidos de esta liberalidad, porque Juan no tenía un palmo de tierra donde caerse muerto. El tío Tomás, sin embargo, meneando el fuego con un tizón, decía sentenciosamente: «El hombre que engañe a don Félix no ha nacido todavía: de alguna parte saldrá ese dinero, aunque sea de las tiras del pellejo del pobre Juan.» Algunas veces se vertían consideraciones filosóficas sobre el mundo y la sociedad: el problema de los intereses materiales era el único digno de atención. El tío Tomás parecía más escéptico y pesimista que Schopenhauer: el pobre siempre debajo, el rico siempre encima; para el pobre los palos, para el rico los gustos: lo único que debía procurarse en este mundo era el hacerse rico. Burlábase zafiamente de los curas; contaba acerca de ellos mil chascarrillos obscenos; no obstante, como todos los aldeanos, era supersticioso, por más que lo ocultaba. Su donaire burdo y soez hería a veces en lo vivo de las ridiculeces humanas; tenía un temperamento observador cargado de malicia; bajo su exterior calmoso y frío se adivinaba un espíritu sagaz y travieso que había carecido de medios para desenvolverse. A Andrés no le era nada simpático; pero tenía sus razones para sufrirle y aun para bailarle el agua.
Cuando estaba bueno el tiempo, solía ir directamente a las fincas donde trabajaban, sin pasar por casa. Allí se sentaba sobre el césped, a la sombra de un árbol, dándoles conversación cuando el trabajo era en los prados, o bien sobre una cesta, con la sombrilla abierta, si en los maizales. A veces ponía empeño en ayudarles, tomando el azadón, la pala o la guadaña, que le prestaba por algunos momentos el criado o Rafael; acometía con ardor la tarea bajo la mirada burlona de Tomás y sus hijos, que hacían alto para contemplarle: golpeaba con todas sus fuerzas y sin compás alguno la tierra, sudaba, se inflamaba y al poco rato soltaba el instrumento, rendido y jadeante, pálido de fatiga. Hombres y mujeres reían al verle en aquel estado y le aseguraban, bromeando, que no servía para aldeano. El sostenía que esta fatiga le venía bien; y así era, en efecto: cada vez se encontraba con más fuerza y apetito.
Su reserva y disimulo con Rosa produjeron al fin el resultado propuesto. Aquella fierecilla, cuando vio que no la hacían caso, empezó a domesticarse. Ya no huía cuando él llegaba, ni ponía la cara seria, ni se fingía distraída cuando hablaba. Pasado algún tiempo, concluyó por acogerle con la sonrisa benévola y respetuosa que los demás, y dirigirle la palabra, aunque pocas veces. Hasta se le figuró a Andrés que las preferencias calculadas que otorgaba a Ángela no le hacían mucha gracia. Observando siempre con el rabillo del ojo, advirtió que, cuando se acercaba a aquélla y le hablaba en tono confidencial, Rosa se alejaba con cualquier pretexto. Una vez que llegó hallándose ésta sola en la cocina, al cabo de un instante le dijo en tono indiferente, pero donde se adivinaba algo que a nuestro joven le agradó mucho: «Ángela está arriba.»
Entonces comprendió que era preciso variar de táctica. No le pesó nada, en verdad; al contrario, se imponía extremada molestia para representar su papel de displicente. O Rosa se iba haciendo cada día más graciosa, o a él le iba haciendo cada día más gracia. No podía ver su figura, aunque fuese de espaldas, sin sentir extraordinario deleite; no podía escuchar su voz sonora y cristalina sin conmoverse. Si Rosa hubiera tenido algunas nociones de coquetería, no la hubiera engañado aquel señorito con su cara seria y sus modales diplomáticos: muy pronto advertiría que le temblaban las manos cuando iba a entregarle algún objeto, y se le escapaban de los ojos miradas relampagueantes y codiciosas. La pobre no entendía jota del «arte amatorio», ni era capaz de ver el doble fondo de las acciones humanas. Tenía diez y siete años; el alma, como si no hubiese cumplido los catorce. La ignorancia, la falta de trato y la vida constante de trabajo habían cubierto los gérmenes de delicadeza artística, de admirable penetración que en toda mujer existen, y les habían impedido brotar. Poseía, sin embargo, una cierta altivez que podía confundirse con la rusticidad, un orgullo salvaje que a veces coloca Dios en las almas inocentes como ángel custodio; arma que el pudor tiene cuando la naturaleza no le ha otorgado el don de la perspicacia. La aspereza de su carácter le había valido la opinión de necia y mal criada, pero la había salvado de un gravísimo peligro; y esto era lo que nadie sabía en la aldea.
Ya que nuestro joven la encontró mejor dispuesta, comenzó a dirigirle a menudo la palabra, tuteándola, por supuesto, como hacen los señores de la ciudad con las chicas campesinas, inventando algunas bromas para hacerla reír, y procurando por todos los medios imaginables captarse su simpatía, aunque dejando aparecer lo contrario. Nada de requiebros, ni mucho menos frases amorosas; comprendía que era espantar la caza, que la fruta estaba muy verde, y que era mejor tener paciencia y sacudir el árbol cuando sazonase. La embromaba con algún mozo que no le pareciese rival temible, improvisaba contra ella de vez en cuando algunas coplas burlescas, que dejaban sorprendidos y extasiados a todos, muy particularmente a Rafael, que no se hartaba de reír y repetirlas, y contemplar con admiración a Andrés, como si el hacer versos fuese cosa de milagro, y la engañaba siempre que podía contándole alguna estupenda patraña, en medio de la algazara general. En cambio, Rosa, que poseía singular aptitud para remedar los gestos y ademanes de cuantas personas veía, una vez que entró en confianza, se puso a imitar los de Andrés con tal gracia y perfección, que pudiera competir con el mejor cómico de Madrid. Se atusaba el bigote y abría los ojos desmesuradamente lo mismo que él cuando estaba distraído; hacía ademán de meterse las manos en los bolsillos, y se encogía de hombros para remedarle cuando iba paseando; contrahacía su risa, su modo de andar y sentarse, la forma de llevarse el cigarro a la boca. Cuando esto no bastaba para hacerle callar, se burlaba de su extremada delgadez; ponía un palito derecho sobre el escaño y lo tiraba de un soplo, parodiando la poca consistencia del joven; al salir, le abría el ventanillo superior de la puerta, invitándole a pasar por él. Ángela, a veces, la reprendía por su falta de respeto.
De broma en broma, llegaron a venir a las manos, esto es, a retozar alegremente dondequiera que se encontraban, generalmente en los prados. Claro es que Andrés en este juego llevaba la peor parte. Si trataba de sujetar a Rosa por las muñecas, ésta, de una sacudida, se zafaba, dejándole tambaleando; cuando quería pellizcarla, ella a su vez le tenía tan bien sujeto, que le era imposible moverse. No hallaba modo de causarle la menor molestia. En cambio, ella, cuando se lo proponía, jugaba con él como el gato con un ratoncillo, le hacía dar vueltas para marearle, levantábale en peso, sentábale siempre que quería y obligábale a ponerse de rodillas pidiendo perdón; todo esto con gran risa y regocijo de los presentes, que animaban a Andrés y le ayudaban de vez en cuando. Rafael se perecía por ver a don Andrés jugando con su hermana. Ésta mostraba también hallarse en sus glorias retozando; gozaba en correr y brincar como una cervatilla, y en desplegar su prodigiosa agilidad; la rica sangre que corría por sus venas ansiaba el movimiento, y así que lo conseguía, salpicaba de vivo carmín las rosas frescas de sus mejillas. En cuanto se ponía a jugar se embriagaba más que para vencer a su contrario, atacaba y se movía con vertiginosa rapidez por el placer que esto le proporcionaba. En ocasiones, Andrés se estaba quieto dejándose atormentar por ella sin compasión por contemplar a su sabor aquel hermoso modelo de mujer, mórbido, exuberante y vigoroso como una Venus del Septentrión, ágil y nervioso cómo las hijas del Mediodía. Aquella naturaleza virginal como la de un niño, espléndida como una rosa de Alejandría, tan pródiga de lo que a él hacía falta, le fascinaba y le atraía. Era la salud y la belleza confundidas. La primera impresión de agrado que había sentido al verla se dilató con el tiempo, fuese infiltrando, por decirlo así, en su carne lentamente, y concluyó por sojuzgar su temperamento. El contacto frecuente de los juegos y bromas había contribuido a sobresaltarlo. No apreciaba como debía su alma candorosa, ni su innato y vivo sentimiento del pudor, ni su imaginación pintoresca; pero, en cambio, ningún cuerpo mortal fue admirado y deseado con tanta intensidad como el de Rosa, a las pocas semanas de relacionarse con el joven cortesano.
Nada de esto sospechaba ella, porque Andrés tenía buen cuidado de ocultarlo bajo exterior indiferente y jocoso. Para Rosa no era más que un señorito llano y amable que gustaba de jugar con ella y embromarla. Hasta entonces había tenido muy mala idea de los señores. Una vez que había ido a Lada, varios jóvenes que salían de un café le dijeron algunas frases obscenas; otra vez, unos señores que habían venido de caza a Riofrío, hallándola sola en un camino, le dijeron también palabrotas groseras, y uno de ellos se propasó a vías de hecho. Además, en su vida existía cierto acontecimiento, del que hablaremos más adelante, que le daba razón para odiarlos y temerlos. «¡Los señores! Unos puercos todos, sin vergüenza y sin religión», decía a sus amigas. Andrés, con su proceder comedido, le obligó a rectificar un tanto esta opinión.
Pero, aunque se mostrase más delicado que los otros, hay que confesarlo, era de la misma pasta. No había formado plan para seducirla, pero aspiraba a hacerse amar de ella, incitado a la vez de su belleza, que sentía y apreciaba vivamente, ya lo sabemos, y de los obstáculos que su carácter arisco y desdeñoso le oponía. Alguna vez, retozando, la admiración y el deseo que rebosaban del alma habían salido a los ojos; se detenía, quedaba inerte; la contemplaba con mirada húmeda y anhelante, y estaba a punto de flaquear y rendirse a pedirle humildemente un beso de su fresca boca; mas, al instante, el temor muy fundado de asustarla y perder su confianza le obligaba a seguir representando el papel de joven aturdido y bromista. Adivinaba que Rosa, colocadas las cosas en terreno serio, no se dejaría tocar la punta de los dedos.
En una ocasión, sin embargo, no pudo resistir más y se entregó. Fue en las postrimerías de julio... Estaba Rosa apacentando el ganado de casa, cinco o seis vacas y dos o tres becerros, en un prado de las cercanías. Andrés, que la husmeaba, apareció por allí con la carabina colgada al hombro (la caza era el pretexto que adoptaba para vagar por los contornos siempre que le convenía). Rosa, sentada sobre el césped, miraba con ojos extáticos cómo pastaban las vacas.
—¿A que sé en qué estás pensando, Rosa?
—¡Jesús, qué diablo de hombre, me ha asustado! —exclamó la chica volviendo la cabeza.
—Dejémonos de sustos... ¿A que sé en qué estabas pensando?
—¿En qué?
—Pensabas en Jacinto, el de la tía Colasa.
—Lo mismo que en usted.
—¡Eso quisiera yo!... Pues mira, me lo he encontrado ayer y le he sacado del cuerpo que te quería. Aconsejéle que te lo dijese cuanto más antes y, sobre todo, que hablase a tu padre... Ha quedado en ello.
Rosa, al observar el tono serio en que hablaba, le miró sorprendida. Después, viendo señales de burla en su rostro, hizo una mueca desdeñosa y guardó silencio. A nuestro joven le pareció tan linda en aquel momento, sin saber por qué, que, después de contemplarla extasiado un rato y sentir cierto cosquilleo tentador por el cuerpo, se arrojó a decir en tono de burla, pero con voz temblorosa:
—Tú no quieres a nadie más que a mí, ¿verdad, Rosa?
—¡Ya lo creo! ... Lo mismo que usted a mí.
—¿De veras?
—¡Vaya!
El tono de la joven era irónico. Andrés lo advertía con disgusto, porque deseaba tomase sus palabras en serio.
—Yo te quiero mucho, Rosa; más de lo que tú piensas...
—Y ¿para qué me quiere usted? —preguntó, volviendo hacia él su rostro y mirándole fijamente.
Andrés quedó un instante suspenso.
—Te quiero... yo no sé por qué te quiero... No lo puedo remediar.
—¡Ya, ya! ¡Buen truchimán 10 va usted saliendo!... ¡Qué condenada vaca, siempre empeñada en meterse en el prado del tío Fernando!... ¡Garbosa, eh! ¡Garbosa, fuera! ¡Garbosa, aquí!
Viendo que la vaca no obedecía, se levantó y fue a ella corriendo, y la obligó a separa...
Índice
- El idilio de un enfermo
- Copyright
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- XIII
- XIV
- XV
- XVI
- XVII
- Sobre El idilio de un enfermo
- Notes