El peronismo menos pensado
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El peronismo menos pensado

Cómo se construyó la hegemonía peronista

Sabrina Ajmechet

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El peronismo menos pensado

Cómo se construyó la hegemonía peronista

Sabrina Ajmechet

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La relación de Perón con las instituciones fue conflictiva. El 24 de febrero de 1946 fue elegido presidente, de manera rotunda, en elecciones limpias; la fecha, sin embargo, es menos recordada que el 17 de octubre de 1945, ya que, para la construcción de poder simbólico del peronismo, las plazas siempre fueron más importantes que las urnas. Perón modificó sin cesar las reglas del juego electoral. Sancionó la Ley de Sufragio Femenino, reformó la Constitución para permitir la reelección indefinida del presidente y eliminar el Colegio Electoral, reemplazó la llamada Ley Sáenz Peña para disminuir la representación parlamentaria de la oposición, provincializó los territorios nacionales para incorporar a la ciudadanía –y a las urnas– a millones de argentinos previamente peronizados. La pregunta es: ¿para qué? Si Perón ganaba todas las elecciones a las que se presentaba, ¿por qué el interés de transformar tanto el sistema electoral? El estudio de las reformas electorales sirve como un par de binoculares para explorar el imaginario político del peronismo. Este libro se propone desmontar un mito persistente: que a Perón no le importaban las instituciones. En realidad, no solo le importaban, sino que las utilizó con un fin claro: crear la unanimidad peronista.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2022
ISBN
9789502331829
Capítulo 1
Consagrar la universalidad
En la apertura de sesiones del Congreso Nacional en junio de 1946, Juan Domingo Perón prometió otorgarles el voto a las mujeres. El mensaje presidencial fue escuchado por los legisladores y rápidamente se presentaron en las comisiones parlamentarias diversos proyectos. Todos los partidos que habían competido en las elecciones de ese año acompañaban la iniciativa. Solo unos meses después el Senado aprobó uno de ellos y el 9 de septiembre de 1947 fue tratado y sancionado por la Cámara de Diputados.
La Ley 13.010, luego popularizada como “Ley Eva Perón”, otorgó a las mujeres los mismos derechos electorales que tenían los hombres.
El interés por estudiar esta norma radica en que esta no solo produjo una importantísima ampliación de la ciudadanía sino que, al mismo tiempo, llevó adelante otra modificación sobre la que no se ha prestado la debida atención. ¿A qué nos referimos? Con la sanción de la Ley de Sufragio Femenino, el peronismo lo que hizo fue resignificar la idea misma sobre qué era un ciudadano y, de este modo, comenzó a proponer una forma de representación política distinta a la consagrada en las instituciones hasta ahí existentes.
Para poder explicar este proceso debemos detenernos en un debate cuya reconstrucción histórica suele ser oscura, el de la definición de ciudadanía en la Argentina. En primer lugar, es necesario remarcar que no hay, en ningún caso, nada natural en la noción de ciudadanía. No existe ninguna razón dada por la naturaleza o predeterminada de antemano que establezca quién es un ciudadano y quién no lo es. Su definición es siempre una construcción política, social y cultural. Por eso es preciso entenderla en sus contradicciones, sus aporías y, especialmente, en sus cambios a través del tiempo. Es decir, en su inevitable historicidad.
La ciudadanía no puede ser entendida como una categoría cerrada en sí misma, autoevidente, como si esta fuera un umbral de soluciones progresivas a derechos reconocidos o negados. La definición de ciudadano aparece, desde el inicio, tanto en el pensamiento como en la acción política, como un espacio en el que se muestran en disputa intereses y conflictos.
Por eso, en ningún caso el sufragio femenino puede ser interpretado como el resultado final de una historia que se intuye progresiva y que alcanzaría, en determinado momento, un autoevidente umbral de ciudadanía. Tampoco podemos intentar pensar la historia del sufragio femenino en paralelo a la historia del sufragio masculino, definiendo a la primera en situación de exclusión frente a la segunda. Esto es así toda vez que al hablar de “exclusión” estaríamos insinuando una “pretendida universalidad” y, por lo tanto, negando el carácter universal de todo lo dicho hasta aquí. Cuando lo cierto es que todas las ideas de universalidad siempre naturalizan ciertas exclusiones. Lo hace, por ejemplo, la “universalidad electoral” actual, toda vez que no remite de ninguna forma a la totalidad de la población (no votan los extranjeros no naturalizados salvo para las elecciones locales, tampoco los insanos ni los menores de 16 años. Hace pocos años tampoco podían votar los menores de 18 años y esta era una “exclusión” asumida como normal, prácticamente invisible como tal). (1)
Por eso es que aseguramos que no existe un desarrollo predeterminado de modelos que siguen una estrecha cronología institucional y proponen la ampliación gradual de una ciudadanía originalmente restringida. Las leyes y los debates electorales no solo condensan un sistema de reglas de juego, sino que, de un modo más profundo, ayudan a constituir el propio espacio de la política, las interacciones dentro de ella y las relaciones entre la política y la sociedad. Esto lleva a que la historia electoral no pueda ser considerada lineal en ninguno de sus aspectos porque siempre implica marchas y contramarchas y, sobre todas las cosas, acuerdos –más o menos precarios– que responden a las decisiones que toman quienes gobiernan.
Preocupados especialmente por esta última cuestión, nos adentraremos en los argumentos desplegados en el Congreso sobre cómo se entendía a las mujeres y cuáles eran las razones para dotarlas con los mismos derechos políticos que tenían los hombres. Como veremos a continuación, hubo miradas muy diferentes acerca de las razones para permitir que las mujeres voten y también hubo propuestas alternativas sobre los modos en los que se les debía otorgar este derecho. Las intervenciones de los legisladores nos permiten reconstruir las visiones específicas sobre las mujeres y su rol en la política y la sociedad, como también indagar acerca de una cuestión más general: ¿Cuáles son las características deseables de un ciudadano?
El ciudadano ideal del sáenzpeñismo
La Ley de Sufragio Femenino fue una norma breve que consistió en otorgarle a las mujeres los mismos derechos políticos que tenían los hombres:
Artículo 1ro – Las mujeres argentinas tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerda o impone las leyes a los varones argentinos.
Artículo 2do – Las mujeres extranjeras residentes en el país tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerdan o les imponen las leyes a los varones extranjeros, en caso que éstos tuvieran tales derechos políticos.
Artículo 3ro – Para la mujer regirá la misma ley electoral que para el hombre, debiéndosele dar su libreta cívica correspondiente como un documento de identidad indispensable para todos los actos civiles y electorales.
Artículo 4to – El Poder Ejecutivo dentro de los 18 meses de la promulgación de la presente ley, procederá a empadronar, confeccionar e imprimir el padrón electoral femenino de la Nación, en la misma forma en que se ha hecho el padrón de varones. El Poder Ejecutivo podrá ampliar este plazo en 6 meses más.
Artículo 5to – No se aplicarán a las mujeres las disposiciones ni las sanciones de carácter militar contenidas en la ley 11.386. La mujer que no cumpla con la obligación de enrolarse en los plazos establecidos, estará sujeta a una multa de $50 y la pena de 15 días de arresto en su domicilio, sin perjuicio de su inscripción en el respectivo registro.
Artículo 6to – El gasto que demande el cumplimiento de la presente ley se hará de rentas generales con imputación de la misma.
Artículo 7mo – Comuníquese, etc.
De este modo, al sancionar la Ley 13.010 lo que se hizo fue incorporar a las mujeres a la universalidad masculina consagrada en 1912 en la Ley Sáenz Peña. (2) Al mismo tiempo que hace esto, como ya mencionamos en el apartado anterior, propone un modelo de ciudadanía con profundas diferencias respecto al de principios de siglo. Para poder explicar cuáles fueron las novedades, primero exploraremos el modelo de ciudadano del sáenzpeñismo y luego nos abocaremos a analizar las diferencias.
La herencia de la tradición revolucionaria francesa
Los sáenzpeñistas consagraron en la Ley Electoral de 1912 un modelo de ciudadanía heredado de la tradición francesa. No fueron muy originales dentro de las costumbres políticas previas de la Argentina. Desde el siglo XIX, el ideal ciudadano respondió al del liberalismo francés. Dentro de este imaginario, la sociedad era entendida como la suma de individuos aislados. Una característica fundamental de estos individuos era el considerarlos de forma abstracta. ¿Qué significa esto? En contraste al tipo de ciudadano inglés, que se definió por ser propietario o no de tierras, el ciudadano francés fue pensado independientemente de sus atributos sustantivos.
Entendido dentro de su proceso histórico, la Revolución Francesa inventó la figura del ciudadano abstracto para romper con los privilegios del Antiguo Régimen y postular la expresión de una esencia común a toda la humanidad que permitiera consagrar la igualdad como atributo. El único modo de considerar iguales a todos los ciudadanos era abstraerlos de sus posiciones sociales, culturales, económicas, de sus ocupaciones, propiedades, inteligencia y religión. Es decir, abstraerlo de sus diferencias. Al caracterizar esta operación, Pierre Rosanvallon (1999) explicó su intención: si los seres humanos eran fundamentalmente iguales, podían ser concebidos como un solo individuo. El individuo abstracto era ese individuo singular. Y, como dijimos, la figura de la ciudadanía.
En esta concepción, la única distinción válida era en relación a aquellos que no eran considerados autónomos, ya que la cualidad de no depender más que de sí mismo para formar sus pensamientos y para llevar adelante sus acciones era un elemento central en la figura del ciudadano.
Esta era la causa por la cual se excluía a mujeres y menores de edad. Los jóvenes dependían de sus mayores para su subsistencia y las mujeres de sus padres o de sus esposos. Este criterio también dejó afuera a los sirvientes, a los religiosos enclaustrados y a los insanos.
En lo que refiere específicamente a las mujeres, estas eran consideradas como parte de un cuerpo: “La verdadera madre de familia, lejos de ser una mujer del mundo, no está menos recluida en su casa que la religiosa en su claustro” (Rosanvallon, 1999: 127). La mujer quedaba despojada de la individualidad porque solo se la identificaba dentro de la comunidad familiar. Pese a lo polémico que nos resulta esta caracterización en el mundo actual, en su momento no hubo opiniones contrarias. Los legisladores de la Francia revolucionaria, al igual que los redactores de las leyes electorales posteriores a 1821, y luego los sáenzpeñistas en Argentina, no consideraban que excluir a las mujeres del sufragio rompiera con la característica de universalidad, ya que las mujeres –al igual que los otros dependientes– no formaban parte del universo de individuos autónomos.
De este modo, autonomía y masculinidad eran atributos necesarios para definir a los ciudadanos. Luego se los dotaba con una serie de características que se creían virtuosas: los hombres encarnaban la virilidad, la valentía, el honor, la lealtad, la fuerza y el intelecto, todos elementos fundamentales del ciudadano.
Para completar esta definición es necesario agregar el tercer atributo: la racionalidad. Esta era otra característica que se consideraba como propia del hombre. Las mujeres eran percibidas como sujetos de constitución delicada, de ternura excesiva, de razón limitada, de emotividad exacerbada, de tejidos flojos, de disposiciones enfermizas y de nervios frágiles. Es decir: como seres irracionales, guiadas por sus pasiones. El hombre, en cambio, era un sujeto que estaba guiado por su razón. Esto lo dotaba con la posibilidad de dominar su pensamiento y sus acciones, mientras que las mujeres no lo podían lograr.
Es importante destacar que la imagen del ciudadano autónomo y racional fue una apuesta de la dirigencia política liberal nacida tras Caseros y, luego, de los legisladores de 1912. Ellos no consideraban que los ciudadanos existentes tenían esas características, sino que creyeron que eran atributos a construir. Creían que, en el futuro, emergería un habitante interesado y maduro, fruto de una alfabetización exitosa y de su adaptación a un país en constante cambio, como explicaron Eduardo Zimmermann (1995) y Ana Virginia Persello y Luciano de Privitellio (2009).
Para los reformistas argentinos de principios de siglo, la elite debía cumplir con la función pedagógica de educar a la población. Los mecanismos eran diversos: la escuela, por un lado, y la labor de los partidos políticos y de la prensa, por el otro. Esto es lo que convertía a esa ley electoral en una apuesta: se establecía la obligatoriedad del voto universal no porque se pensara que la sociedad estaba compuesta por individuos racionales, moderados y autónomos que sabrían cómo votar sino, simplemente, porque no había lugar para proponer un voto que no contemplara a todos los hombres mayores. La universalidad del sufragio fue una característica electoral argentina desde muy temprano en el siglo XIX y no era viable realizar una reforma que limitara el cuerpo electoral. El problema radicaba en que, al mismo tiempo, los reformistas consideraban que muchos de los que tenían el derecho y el deber de votar no estaban preparados para cumplir virtuosamente con sus tareas cívicas. La solución, entonces, era la de educar a la ciudadanía. Formar a los hombres y darles herramientas para hacer de ellos el ciudadano deseado (Castro, 2012).
En aquel escenario, el voto adquirió una función pedagógica. De ahí, como señalábamos, que se planteara el sufragio no solo como un derecho sino también como una obligación. Se consideraba que la obligatoriedad serviría para combatir la indiferencia hacia los asuntos cívicos y ayudaría a construir una opinión pública culta y moderada, involucrada en la constitución del gobierno. (3) Las experiencias sucesivas de votación les enseñarían a los ciudadanos a votar. Por eso, se ha afirmado que la ley electoral además de establecer los requisitos necesarios para ejercer la ciudadanía, apuntaba a formar al ciudadano deseado (Botana, 1978).
Los procesos electorales que siguieron a 1912 minaron el entusiasmo que había despertado la reforma en los sectores dirigentes. La persistencia de prácticas violentas y viciosas en las jornadas electorales llevaron al cuestionamiento de la ley.
En aquel contexto, entre las diferentes propuestas que se discutieron para mejorar las prácticas electorales, apareció la intención de introducir a las mujeres en la política, pensando que ellas podrían ayudar a regenerar los comportamientos viciosos.
Esto llevó a que durante las presidencias radicales, desde 1916 hasta 1930, se presentaran seis proyectos sobre sufragio femenino en el Congreso Nacional. (4) Silvana Palermo (1998) ha señalado que los legisladores –independientemente de sus diferencias ideológicas y partidarias– concibieron al sufragio femenino como un instrumento destinado fundamentalmente a consolidar los principios republicanos de gobierno y a desarrollar la conciencia cívica, antes que a fortalecer los derechos individuales de la mujer.
Los proyectos tenían algunas diferencias entre sí. El de Mario Bravo planteaba otorgarles a las mujeres los mismos derechos políticos que tenían los hombres. Los proyectos de Rogelio Araya y Leopoldo Bard optaron por hacer una diferenciación en la edad: en ellos se estipulaba que votaran las mujeres a partir de los 22 años. Los legisladores radicales creían que las mujeres de 18 años aún estaban interesadas en distracciones y entretenimientos, por lo que resultaba prudente aumentar la edad mínima para ellas. En sus propuestas, Juan José Frugoni, Belisario Albarracín y José M. Bustillo proponían restringir el voto según la educación de la votante, postulando una transición gradual hacia la igualdad política. En los tres casos se requería que las mujeres estuvieran alfabetizadas. Frugoni era aún más exigente: aspiraba a que tuvieran un título universitario, de liceos o de escuelas especiales. A Bustillo le resultaba imprescindible que las mujeres acreditaran su capacidad e imaginó que podían hacerlo ante una oficina empadronadora. A su preferencia por el voto calificado, Bustillo agregaba el carácter voluntario tanto del empadronamiento como del voto.
Es interesante remarcar que, en ninguno de los proyectos, el sufragio femenino se expresó como un reconocimiento a la representación de un grupo social con cualidades específicas. La incorporación de las mujeres al mundo electoral se pensó mucho más como una estrategia para solucionar problemas de la política general que como una reivindicación particular.
La primera vez que un proyecto de Ley de Sufragio Femenino se debatió en el Congreso fue en 1932. Aquel año se presentaron diversos proyectos (5) y se designó una comisión parlamentaria, compuesta por diputados y senadores, que tuvo como objetivo elaborar un proyecto definitivo sobre sufragio femenino. Luego del trabajo de esta comisión, en septiembre de 1932, se debatieron en la Cámara de Diputados tres proyectos. El del Partido Socialista defendió el voto femenino obligatorio y sin restricciones, en completa igualdad con el de los hombres, en reconocimiento de la igualdad intelectual entre personas de distintos sexos. Los otros dos proyectos pertenecieron a los senadores del Partido Demócrata Nacional Atanasio Eguiguren y José Heriberto Martínez. En ellos, el sufragio se restringía a las alfabetas y la distinción entre ambas propuestas es que el primero impulsaba el voto optativo mientras que Martínez pretendía darle rango electivo tanto al voto como a la inscripción en el padrón.
Aquel año, la Cámara de Diputados aprobó la iniciativa del voto femenino obligatorio y sin restricciones. Sin embargo, el proyecto nunca fue tratado por el Senado.
Tres años después, los representantes socialistas insistieron con su proyecto. En aquel momento, el radicalismo antipersonalista también acompañó la causa, bajo el padrinazgo de Santiago Fassi. Su proyecto tuvo una novedad importante: en tiempos de servicio militar obligatorio para los hombres, Fassi igualó también en este aspecto a las mujeres y pretendió exigirles que realizaran la conscripción para obtener derechos electorales. Ni su propuesta ni ninguna de las otras de ese momento llegó a ser discutida en las sesiones parlamentarias.
En 1938 se presentó un proyecto de sufragio con una idea de la representación que resultó muy disruptiva para la tradición local. Félix Cafferata propuso igualar el sufragio de las mujeres solteras al de los varones y, al mismo tiempo, mocionar por el voto familiar. Según este, el padre representaba a la esposa argentina y a cada uno de los hijos legítimos o naturales reconocidos argentinos que no figuraran como electores, por lo que le correspondía un voto por cada uno de ellos. Esta iniciativa introdujo una novedad absoluta: considerar a la familia como el centro de la representación, reemplazando al individuo.
En 1939 se presentaron otros dos proyectos, uno del socialista Américo Ghioldi y otro del radical Bernardino Horne. En 1940, Fassi insistió con su proyecto que incluía obligaciones militares y, en 1942, Ruggieri volvió con una iniciativa similar a la aprobada en la Cámara de Diputados en 1932. Ese fue el último de los proyectos presentados antes del gobierno peronista.
La coyuntura previa a la sanción del sufragio femenino
La decisión de sancionar una Ley de Sufragio Femenino estaba tomada. La Argentina ya no podía seguir postergándolo. De todos modos, por el impacto de la medida, esta significó un gran riesgo político. Según las cifras provisionales del censo nacional de 1947, otorgarles el voto a las mujeres significaba incorporar al mun...

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