Déjame gritar
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Déjame gritar

Jorge Mario Betancur Gómez

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Déjame gritar

Jorge Mario Betancur Gómez

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Las seis crónicas que conforman Déjame gritar narran historias que tuvieron lugar en Medellín, entre 1896 y 1968.Además de relatar sucesos considerados célebres en su momento, por extraordinarios, crueles o violentos, estas crónicas son, en cierto modo, un esbozo de la intimidad de las parejas en una sociedad en la que la coquetería, las caricias, la desnudez, la sensualidad y la sexualidad estaban en las fronteras mismas del pecado.Casi una década después de su primera edición, Déjame gritar sigue siendo un libro vigente y pertinente, pues llama la atención sobre las ignominias sufridas por algunas mujeres y, a la vez, da cuenta de la evolución de una ciudad viva, con sus metamorfosis y personajes memorables, moldeados por la textura del tiempo y el espacio.El lector comprobará que los acontecimientos que aquí se relatan, ocurridos a mujeres y hombres de este pequeño lugar del mundo, y que en su tiempo propiciaron acalorados debates en cafés y periódicos y avivaron el fuego de las murmuraciones, en el fondo plantean interrogantes universales sobre la condición humana.

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Información

Año
2022
ISBN
9789585011021
Edición
2
Categoría
Filología
Categoría
Periodismo
Déjame gritar
Jorge Mario Betancur Gómez
2.ª edición
Periodismo
Editorial Universidad de Antioquia®
A mis abuelas Ana Libia y Margarita
In memoriam
Saúl Muñoz
José Libardo Porras
El amor, como la guerra, es una sed infinita del alma; un abrazo y una estocada. Son dos maneras distintas de vigorizarse, de duplicarse interiormente, eliminando o queriendo eliminar a otro ser
Luis Tejada
Nota del autor
Gratitud, alegría y, por supuesto, un honor que Déjame gritar sea publicado bajo el sello Editorial Universidad de Antioquia.
En esta segunda edición, nueve años después de la primera (Alcaldía de Medellín, 2013), se hicieron ajustes y modificaciones a la composición del texto y se cambió el título a dos de los relatos.
Este libro de seis crónicas agrupa los avatares acontecidos a igual número de parejas en Medellín, en diferentes fechas, desde 1896 hasta 1968. En su tiempo, cada una de estas historias propició acalorados debates en cafés y periódicos, alentó la escritura de libelos y folletines callejeros, avivó el fuego de las murmuraciones y alimentó infinidad de relatos populares que, durante años, y de boca en boca, perduraron en la memoria de la gente de esta ciudad cercada por montañas.
Para su confección, se consultaron diversas fuentes —procesos judiciales, periódicos, memorias, historias clínicas, archivos familiares, libros, entrevistas y fotografías—. El proceso de indagación y estudio contó con el apoyo del Programa de Becas a la Investigación de la Secretaría de Cultura de Medellín en el 2012. Si bien parecen cuentos inverosímiles, los seis relatos fueron escritos con estricta sujeción a los hechos investigados —con nombres, fechas y lugares reales—.
Estas crónicas, además de narrar sucesos considerados célebres en su momento —desde la última década del siglo xix hasta la de los sesenta en el xx—, en cierto modo son un esbozo de la intimidad de las parejas, en una sociedad en la que la coquetería, las caricias, la desnudez, la sensualidad y la sexualidad estaban en las fronteras mismas del pecado.
Con Déjame gritar intentamos contar, más allá de los hechos extraordinarios, escandalosos por su crueldad e infamia, la evolución de una ciudad viva, con sus metamorfosis y personajes memorables, moldeados por la textura del tiempo y el espacio, para que cada lector pueda formarse su propio criterio con las peripecias ocurridas a mujeres y hombres de este pequeño lugar del mundo, que, en el fondo, nos plantean interrogantes sobre la condición humana.
Deshonra
Carolina Botero y Alejandro Fernández (1896)
Por aquel tiempo, todo en la rutina del centro de Medellín, separado en dos por el riachuelo de Santa Elena, auguraba un desenlace feliz para el naciente amor de Alejandro y Carolina; el viudo y la joven parecían destinados a unir sus cuerpos en lechos de rosas y a continuar su vida juntos, en la delicia de los juegos amatorios. Pero no fue así. La tragedia, que ninguno presagiaba, fue atizada por una incontenible, cuantiosa y ardiente correspondencia amorosa.
En ella, hermosa muchacha de 17 años, Alejandro despertó el primer amor. En él, reconocido médico de 42, Carolina reactivó el maltrecho corazón de un viudo católico. Tal vez, ¿quién lo sabrá?, se miraban de soslayo, se hacían gestos traviesos o cruzaban alguna palabra de cortesía; o tal vez, observados por ojos vigilantes, engordaron el gusanillo del querer después de encuentros discretos en una iglesia vecina, en un colorido mercado, en una procesión multitudinaria o en una calle solitaria y polvorienta, marcada por pisadas de caballos, vacas y perros.
Por encrucijadas irremediables, sin que pudieran advertirlo, llegaron al amor Carolina Botero y Alejandro Fernández. El señorío, la prudencia, la inteligencia y la riqueza del médico encajaban de maravilla con la belleza, la clase y la gracia de la floreciente hija de José María Botero Pardo, prestigioso comerciante, habitante de una quinta ubicada en la avenida derecha del riachuelo principal de la población, a cuatrocientos cincuenta metros de distancia del lugar donde la vida de estos tres personajes cambiaría para siempre, en el inicio de la noche del 27 de mayo de 1896.
Al finalizar aquel día, Alejandro yacía, frío e inerte, en el anfiteatro local, ante la mirada perpleja de dos colegas suyos, Vespasiano Peláez y Ernesto Rodríguez, médicos legistas, quienes auscultaron su cuerpo y observaron, con ojo clínico, el orificio dejado por la bala, que le atravesó el cuello de izquierda a derecha. A unos cuantos minutos de caminata de este nicho de cadáveres, la hermosa Carolina era presa de una especie de sinrazón, refugiada en su aposento a esa altura de la noche; mientras su padre, José María, y sus hermanos, Eduardo y Enrique, se disponían a esperar la llegada de un nuevo sol tras las rejas, incomunicados, en la cárcel municipal.
El drama de la calle de El Palo, como los vecinos de Medellín empezaron a nombrar esta tragedia, se había incubado un par de años antes, en 1894, cuando Alejandro decidió poner su consultorio de medicina general en un local comercial situado en una de las edificaciones de la avenida izquierda de las aguas del Santa Elena, desde donde podía observar, a placer, la mansión de los Botero, ubicada en el lado opuesto del arroyo, en la avenida derecha, casi al frente de la ventana de su despacho.
Además de la imponencia de las crecientes ceibas, del paso del agua proveniente de la montaña de oriente y de los males de los parroquianos que buscaban alivio a sus achaques, el médico comenzó a prestar cuidado a los movimientos de las dulces muchachas de José María. La camada del rico comerciante, que también incluía algunos varones, empezaba a mudar de la niñez a la juventud y llamaba poderosamente la atención de los vecinos, que vivían deslumbrados con los memorables bailes ofrecidos por la acaudalada familia a gente de la alta sociedad de Medellín.
Más temprano que tarde, los Botero recibieron la visita del viudo de la familia Fernández, que, generoso en cortesías con la matrona de la casa y discreto en manifestaciones de simpatía por las muchachas, no pudo sustraerse a la belleza de una de ellas, quien a partir de ese momento le robaría el corazón. Al ver los atributos de Carolina, una chica de 15 años, hermosa como suelen serlo las mujeres a esa edad, debió sentir, de repente, que la vida le daba una nueva oportunidad. Muerta su esposa, aquella joven le proporcionaba razones suficientes para volver a soñar con una mujer. Ella, de una hermosura abrumadora, respondió con igual interés a las miradas de ese sujeto fino y bien vestido, conocido por su devoción cristiana y su temprana viudez.
Sin dudarlo, con la intuición y el desenfreno propios de los amantes, en unas cuantas semanas Alejandro y Carolina habían estrechado el cerco. Ensimismados por el enamoramiento, los dos olvidaron seguir los protocolos. Aprovechaban sus pocos encuentros con discretas insinuaciones, un carraspeo, una sonrisa, una mirada, el levantamiento del sombrero o los golpecitos del bastón. De aquellas expresiones, vistas como complacientes e íntimas por las almas de aquel fin de siglo, la pareja saltó a la pluma y el papel. El médico viudo y la jovencita habían caído en la trampa. Las palabras, por momentos dulzonas y chocantes, hicieron de las suyas en una correspondencia mutua y secreta, ideada por Alejandro y secundada por un grupo de sirvientas que servían de mensajeras de la pareja.
Descalzas, arrastrando faldones hasta los tobillos y cubiertas con mantillas del cuello a la cintura, Balvanera, Rosaura y Victoriana, mujeres de pieles agrietadas por el sol, parte de la servidumbre de la casa de Botero Pardo, fueron las emisarias de las furtivas, frecuentes y copiosas cartas de amor escritas por Carolina y Alejandro; pergaminos de esos que, casi siempre, dicen más o menos lo mismo, y cuya única novedad era que las promesas de felicidad y amor eterno llegaban rubricadas con los nombres de dos protagonistas de un romance imposible.
Vaya usted a saber por qué razón Alejandro no había seguido los pasos correctos con el comerciante José María. No le escribió una carta, no le solicitó una conversación, no le hizo saber de intenciones matrimoniales. Celosos del honor femenino, sagaces y estrictos, amamantados en las fuentes de una sociedad cerrada, virginal, seguidora de obispos, curas y monjas, los padres de Carolina adivinaron de inmediato las intenciones del médico con su imprudente hija. Sin apelación posible, prohibieron a la bella joven alentar las pretensiones del viudo Fernández.
El ambiente se volvió pesado en la mansión de Botero Pardo. El padre, con semblante descompuesto, modificó los hábitos de la comunidad doméstica. A sus ojos, más cuidadosos que nunca, se habían sumado los de su esposa. Todo les resultaba sospechoso, todo era fisgoneado y controlado por ellos, en especial las actitudes y las conversaciones, a media voz, de las sirvientas y, claro, todos los movimientos de Carolina.
Contrario al deseo de José María, su pertinaz oposición, antes que matar la pasión nacida en su hija por el médico viudo, la acrecentó. La correspondencia se multiplicó. Con astucia, Balvanera, Rosaura y Victoriana consiguieron que nadie las descubriera, mientras iban y venían, de la mansión a los fueros del consultorio del viudo, con los pretextos propios de la vida familiar: que los víveres, que un remedio, que una misa, que una visita de pésame.
Por algunos minutos Alejandro abandonaba sus tareas de médico y leía las cartas de Carolina refugiado en su despacho, donde, como acostumbraban sus colegas, debía tener un cráneo humano, un vademécum, unos cuantos libros, un escritorio de madera, un candelabro con velas, papel, pluma y tinta. Allí repasaba las letras de su amada, que, juntas, formaban requerimientos y requiebres inaplazables: que no aguantaba la opresión de sus padres, que le cortaban las alas, que se sentía asfixiada, que medían cada paso suyo con celo felino. Y que tomaría veneno antes que continuar la vida sin él.
Si era de noche, Alejandro encendía las velas; si de día, abría los ventanales de madera para que pasara la luz, y procedía a contestar, una a una, las cartas de Carolina. A sus palabras amorosas, propias ...

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