El árbol del mundo
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El árbol del mundo

Viaje por los caminos de la violencia y el progreso que han desembocado en Ucrania

  1. 280 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El árbol del mundo

Viaje por los caminos de la violencia y el progreso que han desembocado en Ucrania

Descripción del libro

Viaje por los caminos de la violencia y el progreso que han llevado a Ucrania El espejismo de los optimistas, el final de los conflictos tras la caída del muro de Berlín, se ha desvanecido. Desde los años noventa se han sucedido las guerras, con sus memoriales de agravios y sus oleadas de refugiados. Los intereses de las grandes potencias han movido piezas por todo el mundo, salpicando sangre y confusión. Ucrania es el último movimiento. El árbol de la vida, sin embargo, se mantiene erguido, y de sus ramas rotas brota una nueva vida, más resistente. ¿Hay una lógica en todo ello? ¿Podemos extraer alguna lección? ¿Un cuento, al menos, que nos ayude a conciliar el sueño?Xavier Mas de Xaxàs ha presenciado en el terreno la devastación que produce la violencia en diversos puntos del globo, donde los supervivientes parecen cortados por un mismo patrón, caminantes aturdidos que huyen. Empieza por esas experiencias para reflexionar a continuación sobre las grandes tendencias del mundo contemporáneo, explicar cada conflicto y atisbar el futuro, incluida su pizca de esperanza. Un lienzo único de nuestro tiempo, una síntesis personal y lúcida para comprender lo que está pasando. "No existe la piedad geoestratégica.Los líderes que se desviven por salvar a un hombre son los mismos que aceptan la aniquilación de muchos". "De todos los errores estratégicos que ha cometido EE.UU. desde que derrotó a los imperios nazi y japonés, acelerar el crecimiento de China ha sido el más grave de todos porque puede hacerle perder el dominio del mundo". "La peor amenaza para nuestras vidas no ha venido del terrorismo, sino de estados ricos en manos de regímenes totalitarios". "En el 2009, Putin ya consideraba que la desaparición de la URSS había sido 'la principal catástrofe geopolítica del siglo XX'".

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Información

Año
2022
ISBN del libro electrónico
9788418604171
Categoría
Filología
Categoría
Periodismo
Capítulo 1
En el principio
Tenía 26 años en abril de 1991 cuando subí al circo de Isikveren, un lugar remoto donde los dioses reinaban sobre los hombres y les negaban la vida.
Estados Unidos acababa de derrotar a Sadam Husein en Kuwait. Perdida la guerra, el dictador iraquí se había replegado en Bagdad, protegido por un ejército que todavía era temible. El presidente de Estados Unidos pidió, entonces, al pueblo iraquí que se levantara. Los chiíes en el sur y los kurdos en el norte, tal vez los menos iraquíes de los pueblos iraquíes, atendieron la llamada. Kurdos y chiíes pensaban que los norteamericanos irían en su ayuda tan pronto como los rebeldes se hicieran con el control de las comisarías y los ayuntamientos.
Isikveren se encuentra en un extremo de Anatolia, a casi 2.000 metros de altitud, en la cordillera de Hakkari, a donde se llegaba por una carretera bacheada y salpicada de controles militares turcos que luego se convertía en un camino forestal de alta montaña.
Los kurdos, casi todos sunitas, alguno cristiano, habían alcanzado aquel santuario de la miseria humana primero en automóvil y luego a pie, desde Erbil, Mosul, Dahuk y Zakho, atravesando las llanuras orientales del Tigris y subiendo las laderas meridionales de la cordillera de Hakkari que hace frontera con Turquía.
El primer día que subí allí me encontré con un cabo del ejército turco que tenía 18 años, un fusil de asalto cruzado sobre la espalda y un palo con el que golpeaba a los niños, las mujeres y los hombres que se arrodillaban sobre sacos rotos de grano, aguantando el castigo mientras recogían con las manos todo lo que podían.
Los más afortunados se habían hecho con fardos de mantas y comida que pesaban más de veinte kilos. Caían y lloraban bajo los golpes de los soldados, pero seguían adelante, subiendo hacia sus campamentos cientos de metros más arriba.
El cabo dejó de gritar para hablarme en inglés y ser amable.
–Jodidos kurdos –me dijo–. No quieren lo que les damos. Intentamos ayudarlos y se quejan. No puede uno fiarse de ellos ni tratarlos bien. Son peligrosos, mala gente, y yo de usted no volvería. Aquí no hay nada agradable que ver y, además, podría pasarle algo.
Los militares turcos empujaban a los kurdos montaña arriba. No querían que bajaran al valle. No querían que tuvieran acceso directo a la ayuda humanitaria que había llegado por carretera. Cuando las varas no eran suficientes, lanzaban piedras. Los militares más envalentonados disparaban al aire. No todos calculaban bien la altura.
El día anterior habían matado a una niña de 4 años mientras dispersaban a la multitud. Los aviones estadounidenses, como hacían a diario, habían lanzado ayuda en paracaídas, cajas que se reventaban al tocar el suelo. Contenían raciones militares, botes de leche en polvo, pan, galletas, chocolate y ropa.
Yo estaba con ellos. Tomaba notas y hacía alguna pregunta estúpida. Buscaba alguien que hablara inglés.
Me fijé en un joven que estaba en el suelo, de rodillas, protegiendo con los brazos lo que había conseguido, metiéndoselo en los bolsillos, por dentro del jersey. Me devolvió la mirada y se puso en pie, me sonrió y justo en ese momento una bala le perforó el pecho. Se desplomó al instante, con los ojos muy abiertos y las manos sujetando las galletas, el chocolate y la leche en polvo.
Un silencio muy espeso cayó entonces sobre nosotros, los refugiados y los soldados. Nadie se movió ni habló durante unos segundos que me parecieron horas. Un oficial turco dio finalmente la orden de replegarse y sus hombres obedecieron.
El joven yaciente aún sonreía, o eso al menos me parecía a mí. Era la primera vez que veía a una persona abatida. No me atrevía a moverme y no podía dejar de mirarlo. La herida tenía el tamaño de una moneda, pero no sangraba. Era un agujero oscuro en un suéter también oscuro. Le brillaban los ojos, tenía las manos muy sucias, el pelo enmarañado y el pie derecho mal torcido. Tres hombres lo levantaron y se lo llevaron a un dispensario de Médicos Sin Fronteras.
Entonces llegaron las mujeres con ululeos agudos, largos y sostenidos.
Al día siguiente regresé al campo con una mochila llena de aspirinas, mantas, calcetines y jerséis de lana gruesa que había comprado en el mercado de Cizre. Los periodistas acreditados ante el ejército turco y que disponíamos, además, de un salvoconducto de Naciones Unidas podíamos cruzar cualquier puesto de control. Yo había alquilado un Fiat 131 en el aeropuerto de Diyarbakir y conducido 250 kilómetros hasta Cizre, base entonces de la prensa y el personal humanitario. La carretera cruzaba la meseta hasta Mardin, una de las ciudades más bonitas de Anatolia, y bajaba después hacía las tierras bajas del Éufrates para girar hacia el este siguiendo la línea fronteriza con Siria.
Paré en Cizre porque allí estaba el último teléfono, una línea fija gestionada desde la centralita del hotel. Transmitir era lento y caro. Las colas para llamar eran largas y la fiabilidad del servicio muy baja. El sentido y la utilidad de mi trabajo la decidía, en gran parte, la calidad técnica de aquel teléfono. Escribía lo que veía sin tener una idea muy clara ni del contexto ni de mi papel. Pensaba que en aquellas circunstancias regalar una manta era más importante que redactar una crónica.
Desde Cizre había que conducir un par de horas hacia el este. La carretera pronto se convertía en una pista. Los camiones que llevaban alimentos y otros productos básicos aguardaban en la cuneta a que los militares les permitieran seguir.
Aparcaba el coche junto al último control, a la entrada de una aldea reconvertida en campamento militar. Desde allí, seguía a pie, remontando la pendiente durante un par de horas hasta alcanzar la zona en la que se encontraban los refugiados. A media ascensión, un médico francés que caminaba a mi lado me preguntó por qué llevaba una mochila tan grande si era periodista. Le expliqué el asesinato de la víspera.
–No tienen nada, se están muriendo, hay que ayudarles –le dije.
–¿A cuántas personas ayudarás con dos mantas, varias prendas de abrigo y unas aspirinas? –me preguntó–. ¿Has visto la multitud que hay aquí? ¿Y cómo sabes que repartirás la ayuda entre los que más lo necesitan? ¿No has visto cómo mucha gente revende la que recoge? Una mochila de veinte kilos como la tuya sirve de poco. Lo siento, pero me temo que te has confundido, y perdona si te molesta lo que te digo. Entiendo que no de debe ser fácil. Tampoco lo es para nosotros ver morir a tantas personas, pero hacemos todo lo que podemos por salvarlas. Y tú deberías intentar lo mismo. Haz todo lo que puedas para explicar Isikveren. Estas personas necesitan que el mundo conozca su sufrimiento, la traición de la que han sido víctimas. Las noticias, las imágenes de lo que aquí sucede reproducidas en las televisiones de Occidente, pueden conseguir que las fuerzas aliadas los protejan.
El médico se quedó con todo lo que yo había comprado.
Los soldados seguían gritando y golpeando, mientras los refugiados seguían peleándose por las cajas que caían de los aviones norteamericanos. La historia se repetía, y yo tenía una segunda oportunidad.
Me acerqué a un hombre de mediana edad. Le pregunté su nombre. Lo apunté en la libreta. Anoté que vestía los pantalones abombados típicos de los kurdos, camisa y americana, zapatos de cordones. Añadí que tenía los ojos claros y la barba de varios días.
Se llamaba Ursh. Había metido galletas, pan y leche en un saco de arpillera. Era mediodía y hacía mucho calor. La temperatura se mantendría alta hasta el ocaso. Entonces bajaría en picado. Las cumbres que rodeaban Isikveren seguían nevadas.
En aquel circo había decenas de miles de personas. Habían levantado tiendas de campaña, tendido telas y lonas entre los árboles, cubierto el suelo con plásticos y mantas.
Había llovido mucho. La hierba había desaparecido, la tierra estaba húmeda y muy comprimida. Los árboles que aún seguían en pie habían perdido las ramas.
Los refugiados defecaban donde podían, por todas partes. Las heces líquidas se confundían con el barro. Las cabras que aún no habían sido sacrificadas aguardaban junto a las cabezas y las vísceras de las que ya lo habían sido. Las entrañas se pudrían bajo el mismo sol que secaba las pieles.
Ursh pidió a su esposa que preparara el té, un té iraquí traído de casa en una bolsa de plástico. El agua era nieve que se conseguía subiendo hacia las cumbres, cada día un poco más arriba, más lejos. La mujer me ofreció una de las galletas que caían del cielo, recogida por su marido bajo los golpes.
El hermano de Ursh se llamaba Fuad. Eran topógrafos y habían trabajado hasta el momento de la huida. No pensaban que fuera a alcanzarlos la tragedia, no después de la derrota de Sadam Husein en Kuwait.
Habían confiado en la rutina. Creían que mientras pudieran hacer lo mismo estarían a salvo. Decían que sin el trabajo no podían vivir, que no tenían ahorros para emigrar. Insistían en que la rutina es vida, en que la constancia es buena. No calcularon, sin embargo, que no tendrían tiempo de nada cuando las fuerzas de Sadam se les echaran encima.
Ursh y Fuad tenían los ojos claros, el pelo castaño y rizado. Hablaban un inglés lento y preciso. “More tea and buscuits?”, preguntaban a cada rato. La poca dignidad que les quedaba la empleaban en acogerme con un te caliente, en hablarme con palabras inglesas aprendidas en la Universidad de Bagdad y transmitirme el orgullo que sentían por haber levantado mapas para empresas mineras y petroleras.
“Sin ideas ni lógica, no hay paz”, reflexionaba Fuad mientras intentaba contar los días que llevaba atrapado en Isikveren:
Abandonamos Dahuk antes de que la artillería atacara el centro de la ciudad, aunque ya lo había hecho en las afueras. Vimos los cadáveres de cuatro o cinco niños en una cuneta. Estaban junto al de su madre. Nadie se detenía a enterrarlos, y también nosotros seguimos adelante. Esto fue el domingo de la semana pasada. Han transcurrido ocho días que me parecen una eternidad. Partimos en dos coches. Toda la familia. Dieciséis personas. Diez son niños. La más pequeña tiene ocho meses. A las tres horas tuvimos que abandonar los coches y seguir a pie. Caminamos durante dos días. Al alcanzar la frontera turca, los soldados no nos dejaron seguir. Dispararon al aire. Llovía y nevaba. Hacía mucho frío. Las mantas estaban empapad...

Índice

  1. Prefacio
  2. Capítulo 1. En el principio
  3. Capítulo 2. El proyecto de morir
  4. Capítulo 3. Europa se invade a sí misma
  5. Capítulo 4. Banderas sobre el polvo
  6. Capítulo 5. El sueño de Xi
  7. Capítulo 6. Un planeta sin hombres
  8. Capítulo 7. El ideal infinito
  9. Anexo. Mapas
  10. Sobre el autor
  11. Sobre el libro
  12. Créditos