Volver a Las Islas
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Volver a Las Islas

Lecturas sobre la novela de Carlos Gamerro

Rolando J. Bompadre

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Lecturas sobre la novela de Carlos Gamerro

Rolando J. Bompadre

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En las últimas décadas, pocas novelas tuvieron un impacto tan significativo y perdurable como Las Islas, de Carlos Gamerro. Se editó en 1998, en pleno declive de la utopía menemista, y desde entonces no ha hecho más que incrementar su prestigio. El título, como los lectores saben, alude a la Guerra de Malvinas. El conflicto es el disparador. Las heridas de los ex combatientes conviven con las paranoias del poder; los subsuelos de los servicios de inteligencia con la ambición de buscar la verdad y acaso consumar una venganza. La oscuridad y el horror de la guerra ensombrecen la memoria, la encierran.El presente volumen reúne varias de las más representativas lecturas que se han hecho sobre la novela desde su aparición. Textos publicados en suplementos y en revistas culturales y otros que provienen del ámbito académico, la recepción de la traducción al inglés y la génesis de la adaptación teatral realizada en 2012, así como estudios y testimonios escritos especialmente para este libro. A todo se suma un ensayo de Carlos Gamerro sobre la escritura de la novela, más la presentación de sus documentos de trabajo: diagramas, mapas, anotaciones; un itinerario invalorable del proceso de creación de esta ficción fundamental de la reciente literatura argentina. Volver a Las Islas es a la vez un homenaje y también una apertura. Verifica la actualidad y la potencia intacta de la novela, y demuestra que no hay mejor modo de pensar y descifrar la política que desde la invención literaria.

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Información

Editorial
EDHASA
Año
2022
ISBN
9789876286787

1. Introducción

Volver a Las Islas

Rolando J. Bompadre
Dos obsesiones asedian a los excombatientes de Las Islas: el retorno y la efeméride. Son dos desvelos de los que hasta cierto punto logra escapar Felipe Félix, el protagonista y narrador de la primera novela de Carlos Gamerro, sabiendo, tal vez, de la imposible satisfacción de ambos. El paso del tiempo aleja; la conmemoración impone un marco de formalidad que distorsiona el evento a recordar. Este libro propone, si no un regreso (pese a su título) o una conmemoración, un recorrido de lecturas que han acompañado a Las Islas en estos más de veinte años desde su primera edición.
Aunque es cierto que la efeméride, con su necesidad doble de tiempo transcurrido y de evocación, está presente en la peripecia vital de Felipe desde el inicio: esos pocos, intensos días de junio de 1992 en que el hacker excombatiente se mueve por una Buenos Aires tan real como imaginada, tan contemporánea como anticipada, tan secreta como evidente, son en gran medida posibles por un aniversario. Se cumplen diez años de la guerra de Malvinas —“en estos meses se cumplían diez años de todo”, dice mejor el propio Felipe— y, en el tiempo frenético que se inicia con la convocatoria del magnate Fausto Tamerlán, cada acontecimiento, cada personaje, incluso cada hecho histórico, tendrá un significado nuevo a la luz de la efeméride latente. Las dos fechas más importantes del conflicto tienen su conmemoración en la novela. El 2 de abril es evocado —reproducido, más bien— por un grupo de veteranos que desembarca en una isla artificial de los lagos de Palermo. El homenaje “corrige” la historia y termina como sin duda ellos quisieron el original: con un asado, con un festejo. Y no es menos significativo que la novela se cierre el 14 de junio de diez años después, esta vez con una victoria de las fuerzas argentinas sobre las (imaginarias, imaginadas) inglesas y el grito que los excombatientes por fin pueden arrojar al mundo: “¡Ganamos!”. Que esta victoria haya ocurrido en Parque Chas, en pleno corazón de la ciudad de Buenos Aires, es apenas un detalle: indudablemente, otro error de la Historia.
Es también una efeméride que en la novela únicamente ellos, los excombatientes, parecen tener presente. El mundo sigue su curso indiferente la mañana del 1.º de junio en que Felipe Félix se presenta a “otra entrevista laboral”, como él piensa al perentorio llamado que le ha hecho Tamerlán. Cuando entra al sancta sanctorum del gran hombre, privilegio reservado a unos muy pocos, nada sugiere todavía el vínculo con el aniversario. Con el devenir de las páginas y de los días sabremos —lo sabrá el mismo Felipe— que la conmemoración de la guerra tiene también una significación intrínseca a la trama de la novela. En ese momento, él asume que está ahí por sus habilidades informáticas. Este no saber muy bien en calidad de qué los personajes actúan unos en relación con los otros será un rasgo fundamental del universo de Las Islas. Porque si bien, en efecto, el “trabajo” que le encomienda (le impone) Tamerlán es obtener del sistema informático de la SIDE los nombres de los testigos que presenciaron desde la otra torre cómo César, su único hijo vivo, arrojaba al vacío a un hombre, la cuestión del rol identitario en Las Islas está muy lejos de agotarse ahí.
Desde el inicio, Las Islas planta dos nociones centrales. Una es la búsqueda de la verdad: de una verdad, en principio, restringida a la ficción. Esto es lo que pone en movimiento el universo de la novela. Se trata de una verdad lateral, incluso podría decirse menor: que no concierne al asesino, a la víctima o a los motivos del crimen, sino a los testigos. Es decir, a quienes han visto —sin entender, o dándose cada uno su propia explicación— pero que, con su testimonio, podrían contribuir a reconstruir la verdad. Y también esto es relativo: en rigor, Tamerlán ya sabe quiénes son. Son los “perdedores” de un sistema, condenados a un orden que los incita a entregar a amigos, parientes y conocidos en la esperanza de dar “el gran salto” que los arroje al otro lado de la realidad, aquella que sólo pueden anhelar vanamente, la de los exitosos encarnados en Tamerlán. A esos perdedores hay nada más —y nada menos— que restituirles sus nombres, en la búsqueda de una verdad que está al servicio del poderoso pero que es, al mismo tiempo, inaccesible para él. Por eso, otro aspecto central, en Las Islas como en otras novelas de Carlos Gamerro —y que él expresaría en su “Decálogo del relato policial argentino”—, concierne a quién está realmente en condiciones de investigar, y eventualmente pronunciar, la verdad. La noción misma de verdad es tan potente en la novela que no va a detenerse hasta exceder el ámbito de la ficción e iluminar aquello que comúnmente llamamos la realidad. Cada voz, en Las Islas, es portadora de una verdad y, al cabo, la figura en el tapiz que Felipe devela, incluso sin quererlo, muestra otras verdades respecto de la historia, los mitos, las tradiciones más arraigados de la Argentina. O nos proporciona elementos para que los lectores elaboremos nuestro propio tapiz —nuestra propia construcción de la verdad— respecto de aquello que constituye la identidad de la nación.
Y es la identidad el segundo concepto fundamental en la novela. Es lícito preguntarse por qué Tamerlán, con todos los recursos de que dispone (y que incluyen varios “servicios privatizados”, conexiones con civiles y militares poderosos a lo largo de los últimos cincuenta años, y hasta algún diputado oficialista a quien ha comprado), recurre a Felipe. La respuesta —hacker, esbozada por el propio interesado ante la exigencia del tenebroso Dr. Canal— es, en rigor, apenas la punta emergente de un complejo juego de identidades que hace a la esencia del protagonista y de la novela. Solemos presentar a Felipe (yo lo he hecho al inicio de esta introducción) como hacker y excombatiente. Sin embargo, la percepción que él tiene de sí mismo es muy diferente. Él es una mosca y lo es, además, en una situación muy específica: atrapada en la tela de araña y a la espera de que la araña la devore. Al igual que Gregorio Samsa, Felipe es —se ve a sí mismo como— un insecto, pero, a diferencia del personaje de Kafka, él sabe con exactitud qué insecto es, cómo se ha convertido en eso, cuál es su destino y que, en el mientras tanto, puede hacer algo distinto de lo que se esperaría de una situación tal: pasarla bien si no se mueve.
Para Felipe, es una cuestión que hace a su supervivencia. Si la identidad personal es la percepción que uno tiene de sí mismo (de sus valores, de sus objetivos en la vida) y la que, dándonos una idea de continuidad en el ser, nos distingue de los demás, la identidad colectiva es la que, por el contrario, nos liga a grupos humanos por razones de religión, etnia, ideología, nacionalidad, profesión, orientación sexual. El uso que, sobre todo de la segunda, hace Felipe a lo largo de la novela es complejo, pero no confuso. Él tiende a evitar cualquier definición respecto de su identidad colectiva y sólo en situaciones extremas cederá a hacerlo, siempre atento —eso sí— a cuál de ellas puede ayudarlo en su objetivo final de sobrevivir, al menos por un rato más y en lo posible pasándola bien. Algunos ejemplos: el encuentro con Tamerlán sucede porque se define como “hacker”; el ingreso a la SIDE (para obtener la lista de los testigos) lo facilita el presentarse como “soldado clase 62 Felipe Félix, Regimiento 7 Compañía B, apostado en La Plata, Puerto Argentino y Monte Longdon”; y termina de ganar la confianza de Gloria como el niño que pasaba sus veranos en Malihuel y con la fantasía de los posibles encuentros entre ellos, que se confirman cuando ella logra identificarlo como “el gato Félix”. Su identidad de excombatiente la acepta en contadísimos casos: ante el médico anónimo del Borda, para poder explicar(se) esa historia de amor y de matrimonio con Las Islas; más tarde, persiguiendo al Mayor X, para conseguir las monedas que le permitan subirse a un colectivo, la ínfima ayuda de una sociedad que les ha vuelto la espalda; y finalmente ante los fantasmas de sus compañeros en el pozo de zorro —los inolvidables Carlitos, Chanino, Hijitus y Rubén— para llegar a la reconciliación final, exculpado de haber sido el único sobreviviente del grupo. Esa identificación que Felipe, por el contrario, siempre rehúye con Sergio, Tomás e Ignacio: los sobrevivientes, los acuciados por el regreso a Las Islas.
Hay una tercera categoría, la identidad relacional, que expande las otras dos al establecer lazos de parentesco y de pareja. Felipe rechaza también esa expansión. La dictadura ha roto todos sus lazos afectivos desde que debió asistir, impotente, a la tortura y muerte de su amigo Carlitos en el frente de Malvinas. Esta es, en Las Islas, la más perturbadora continuidad entre el Proceso y la democracia de los primeros años 90. Felipe se ha convertido en un solitario que por momentos roza la misantropía, y si se ve en situaciones en las que, para sobrevivir, necesita enunciar una identidad, tan pronto como puede anula o rehúye las otras. El único lazo familiar que conocemos es con su madre (“soy hijo de madre soltera”) y, más tarde, cuando Tamerlán manifiesta quererlo “como a un hijo” —llega a hablarle como tal—, él simplemente se espanta. La reconstrucción de la identidad relacional que le propone el magnate es también heredera de la dictadura: si bien este ha construido su imperio gracias a sus vínculos con diferentes gobiernos, su “gran salto” ocurrió gracias a la dictadura, sin privarse de asistir (y, tal vez, de participar) de sesiones de torturas en los campos de concentración. Y si Felipe tiene la posibilidad de establecer un lazo afectivo con Gloria, también escapa en el momento mismo en que esa relación podría consolidarse. Aunque la novela concluye con una escena entre los dos, el cuento de hadas al revés que Gloria le cuenta, el vínculo entre ellos es materia de un futuro que ya no pertenece a Las Islas: una suposición que deberá hacer el lector, mientras espera saber algo de aquel futuro, y de su pasado, en El secreto y las voces.
Felipe rechaza fijar(se) una identidad porque esta le impondría ser —y hacer— lo que los otros de esa categoría, lo que le viene externamente impuesto. Así, por ejemplo, como (fingido) socio de Surprise from Spain, tendrá que engañar y entregar; como soldado en Malvinas, tendrá que conocer e incluso participar —aunque sólo sea como testigo— de las atrocidades de los oficiales argentinos contra sus propios subordinados (el estaqueamiento y muerte de Carlitos, la más dolorosa); como veterano, tendrá que frecuentar los círculos de excombatientes, compartir sueños y discursos nacionalistas, ansiar el regreso a Las Islas para una recuperación victoriosa que lo une a los torturadores Verraco, Carcasa y compañía, o aceptar la ética de la resistencia del Mayor X, que sostiene tanto las esperanzas de los veteranos como los delirios del diario que, creen y repiten, dará a su poseedor los derechos sobre Las Islas, e incluso los discursos nacionalistas, no menos delirantes, como el ya célebre del profesor Citatorio. Esa identidad colectiva lo integraría a lo que más hondamente rechaza, y si en algún momento Felipe usa el “nosotros” en relación con algunos combatientes, es con aquellos que no llegaron a ser “ex”: los que estuvieron en el pozo de zorro con él (no en el pueblo) y quedaron en Malvinas. En una novela en la que las duplicaciones son incontables —“ficción/verdad, cuadro/modelo, copia original”, dirá Gamerro, entre muchas otras posibilidades, en su ensayo Ficciones barrocas—, Felipe rechaza ser una reproducción de lo que deben ser quienes aceptan una identidad específica.
Todas sus identidades —incluida la de hacker, que cumple para Tamerlán y, antes, para un fondo patriótico al que “contribuyó” con un robo informático— le han sido impuestas externamente, ya por la Historia, por la Sociedad o por la Ley. Ni siquiera el verse como una mosca es una elección propia, sino el resultado de haber estado en Malvinas. Así, para Felipe como para los demás conscriptos, Malvinas es fundamentalmente una transformación que, a medida que llegan el final y la derrota, los va animalizando, aunque la categoría última de esa transformación es la de “linyera”: como linyera y excombatiente es, en efecto, la víctima de César Tamerlán. El mundo que Felipe encuentra a su retorno de la guerra es el de una pérdida. Esta pérdida se interpreta de muchos y diversos modos, pero es sobre todo la pérdida de algunos rasgos distintivos de la condición humana: si no el lenguaje —aquello que nos diferencia del resto de los animales—, sí algunos productos complejos de las actividades intelectuales que permite el lenguaje: la justicia, la solidaridad, la memoria. Paradójicamente, saberse un insecto le brinda a Felipe una comprensión de ese mundo de la posguerra de Malvinas. El mundo representado por la mosca, la tela de araña y la araña (imagen que “dibuja” la novela) no es, a sus ojos, moralmente bueno o malo. Es lo que es. Es el mundo que las teorías evolucionistas organizan en tres categorías: el predador, el protector y la presa. El desafío —lo anticipan las palabras de Italo Calvino en el epígrafe— es reconocer “quién y qué, en medio del infierno, no es infierno”: quién es predador, protector o presa en un mundo, el de Las Islas, que alienta a los personajes a ocultar, cambiar o simular su identidad porque así tendrán más posibilidades de sobrevivir y, eventualmente, de imponerse. La selección natural, como sabemos desde Darwin, se produce por adaptación, y la adaptación en Las Islas consiste en evitar por todos los medios posibles que la verdadera identidad, ya sea personal, colectiva o relacional, sea fijada en una y, sobre todo, conocida por los otros.
Aquellos que no lo consigan se volverán automáticamente vulnerables y, por ende, pasibles de sufrir alguna u otra forma de eliminación. Son presas. Le pasa al propio Felipe, o está cerca de pasarle: cuando, al realizar el videojuego para Verraco, se identifica con los excombatientes a los que vuelve a frecuentar y llega a desear —a creerse, aunque sea fugazmente— la victoria, incluso después de incluir en esa versión contrafáctica de la Historia la napoleónica, pesadillesca autocoronación de Verraco como consecuencia de ese triunfo; en la SIDE, cuando es reconocido por su discípulo, este silenciosamente intuye por qué está ahí y frustra su trabajo informático (su ser-como-hacker), dejándolo no sólo en una posición muy frágil ante Tamerlán sino, sobre todo, inutilizado como experto informático (su última intervención como tal será muy menor); cuando hacia el final de la novela camine con los fantasmas de sus compañeros del pozo de zorro, aquellos que no volvieron, querrá ser aceptado por ellos en una identificación que se realiza, y él lo sabe, en un destino de muerte.
Lo mismo les ocurre a los excombatientes, condenados al deseo del (imposible) retorno a Las Islas, a participar de discursos y de rituales nacionalistas autoparódicos de tan ridículos, y de círculos sociales en los que Malvinas constituye el tema obsesivo y excluyente, e incluso de someterse a la ética que impone el mito del Mayor X, el legendario comando argentino que en la leyenda nunca se rindió y aún pelea en Malvinas. Le ocurre a Gloria, en tanto víctima de la dictadura, esposa de su torturador y violador, madre de las mellizas Malvina y Soledad, y les ocurre también a los testigos del crimen que, una vez identificados, estarán sentenciados a la muerte, igual que al mismo Mayor X, cuya suerte declina fatalmente una vez que su identidad es establecida. Pero, en especial, le ocurre a aquel cuya identidad está fija desde el inicio: Fausto Tamerlán, el único personaje de Las Islas que no ansía evolucionar sino clonarse —es decir, reproducirse a la perfección— porque se considera a sí mismo ya en la cima de la cadena evolutiva. El Dr. Canal, César Tamerlán y el guardaespaldas Freddy son, por el contrario, paradigmas de mutabilidad y, por tanto, de éxito, cada uno en sus objetivos.
La guerra de Malvinas ha destruido el concepto de comunidad, en el que nociones como memoria, verdad y justicia se construyen y tienen sentido, para reemplazarlo por estas identidades parciales, externas, que predeterminan e imponen comportamientos, ideologías, y hasta sueños. Si el mundo de Las Islas no es moralmente bueno ni malo se debe a esa destrucción. No existe la posibilidad de establecer una verdad (la que busca Tamerlán es funcional a sus intereses), esa verdad que en algún momento debería conducir a la justicia. Lo que la guerra les ha dejado a las víctimas es un mundo en el que sólo puede aplicarse una idea degradada de justicia: la venganza. Ya no hay un Estado que pueda decir y administrar la justicia. El Estado, en Las Islas, son un grupo de oficiales, represores bajo la dictadura y en Malvinas, agrupados en una oficina subterránea (en todos los sentidos) de la inteligencia oficial; legisladores corrompidos al servicio del poderoso; y el campo de batalla de los negocios espurios de corporaciones como la de Tamerlán. En los contados casos en que en Las Islas hay alguna forma de sanción retributiva, esta no llega desde una instancia superior, más o menos objetiva, y con la autoridad conferida por la Ley, sino desde abajo o desde afuera de esa comunidad destrozada. Un ejemplo del primero es el excombatiente que trompea a Verraco en el barco de regreso al continente; del segundo, los oficiales ingleses que, tras la rendición, le imponen al mismo Verraco una sanción sexual humillante. El mismo virus con el que Felipe infecta el videojuego con el propósito de restituir el verdadero resultado de la guerra no es sino una venganza contra Verraco: lo hace para “la historia sin mejorarla”, para “comerse uno a uno todos sus sueños, dejar sus fantasías tan pobres como sus recuerdos, convertir la derrota en derrota”.
Malvinas es, sin embargo, o por todo esto, el hecho central en la vida de Felipe. Es esa guerra la que lo convierte en un insecto, y la que en cierto modo determina su actitud ante la vida: pasar desapercibido, “desaparecer”, hacerse invisible son estrategias vitales de supervivencia, como él mismo afirma, después de que “nuestra única guerra en cien años” se ocupara de participarlo. Y es también la guerra la que instituye una imposibilidad: la de no poder establecer otros lazos fuera de aquellos de predador, presa o protector. Es por ello que lo vemos rehuyendo cualquier identificación desde que nos enteramos de que el 2 de abril de 1992, cuando los excombatientes reproducen el desembarco de 1982, él está realizando su mayor maratón de permanencia en la red. Y es que esa conmemoración le confirmaría la identidad que la Historia se empeña en asignarle, y que él rechaza, aunque sepa que más tarde o más temprano lo alcanzará, porque siempre lo alcanza la pregunta que lo destruyó todo y él no puede responder: ¿qué hizo cuando Verraco torturaba a Carlitos delante suyo, incluso ordenándole su participación? ¿Colaboró o —ya entonces— se hizo invisible? Es ese punto ciego de su vida lo que constituye la mayor pérdida de su humanidad: la falta de memoria, la imposibilidad de la venganza (cuando al fin lo reconoce como el torturador y asesino de Carlitos, Felipe no puede siquiera llegar a golpearlo: los otros excombatientes se lo impiden). Malvinas ha destruido el vínculo elemental de la amistad —en su recuerdo, dice odiar a Carlitos por haberse resistido a Verraco—, del mismo modo que ha destruido la mera posibilidad del amor. Es el evitar una identificación, en principio como víctima de la dictadura, más tarde como su amor...

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