Tríptico de la tierra
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Tríptico de la tierra

  1. 364 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Tríptico de la tierra

Descripción del libro

La obra de la vida de Mercè Ibarz, traducida al castellano: tres joyas en las que la autora explora, con gran libertad expresiva, las fronteras entre géneros literarios, paisajes y generaciones.

Cuando en 1993 Mercè Ibarz publicó La tierra retirada, abrió un camino que no ha dejado de dar frutos para la narrativa en catalán. «Crónica autobiográfica y de un país», en palabras de Joan Triadú, «testimonio impagable», en ella Ibarz evocaba los cambios sociales, económicos y paisajísticos que la gestión de las tierras activas de cultivo puede traer a un territorio: en este caso, su pueblo natal, Saidí, en la Franja. El libro se convirtió rápidamente en «un clásico indiscutible de la literatura catalana del último cuarto del siglo XX», como dijo el crítico Julià Guillamon. Al cabo de dos años Ibarz escribió la versión novelada, La palmera de trigo, protagonizada por una joven periodista que vuelve tres días al pueblo para asistir al funeral de su abuelo centenario. Es una novela de una belleza rara, llena de imágenes imborrables, en la que, como quien sigue un juego de pistas (a veces muy tangibles, a veces solo intuidas o soñadas), la protagonista reanima la memoria de su rincón de mundo, de sus vivos y de sus muertos.

Más de veinticinco años después, Mercè Ibarz retomó el ciclo en Labor inacabada para dar forma a este Tríptico de la tierra. Otra vez en el registro de la crónica en primera persona, con fragmentos de ensayo fotográfico, la autora continúa, con renovada libertad expresiva, sus idas y venidas entre las fronteras de los géneros literarios para constatar hasta qué punto las historias, la historia, empiezan a contarse solas y con los años se descubre que no se acaban nunca.

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Información

Año
2022
ISBN de la versión impresa
9788433999528
ISBN del libro electrónico
9788433945723
Categoría
Literatura

La palmera de trigo

1. SIN DOLOR
Las bombillas del espejo proyectaban sobre la cara de Irene una luz fría. El líquido limpiador empapaba el algodón y eliminaba la película que el día había dejado en los pómulos, la frente, la nariz, la barbilla, el cuello. La piel se tensaba y se encogía, los dedos pasaban el algodón con movimientos bruscos. En el blanco de los ojos, venitas rojas formaban ríos y torrentes. Era como un paisaje. Irene se adentró en él y vio el rostro de su madre, y en esos otros ojos los de la madre de su madre, la abuela Lola.
El día había sido largo y aún había que hacer la maleta. Con las yemas de los dedos se dio un masaje por el contorno de los ojos. Como cada vez que salía de viaje, quizá no dormiría en toda la noche. Después del limpiador se pasó agua de rosas. La operación la alivió, pero no la calmó. El espejo le devolvía ahora unos labios estrechos, las mandíbulas apretadas, los dedos que sujetaban con fuerza el disco de algodón. Detuvo el movimiento y dejó reposar los brazos sobre el lavabo. Volvió a fijar la mirada en el interior de los ojos. Buscaba otro paisaje. Poco a poco le pareció que su cara desaparecía y se transformaba en un rostro desconocido. Respiró hondo.
Pero no había duda, era su cara. La mujer bostezó, saludó al rostro conocido como para darse ánimos y salió del baño. Se preparó la cena y se instaló frente al televisor con una bandeja en la que llevaba un cuenco de sopa y unas cuantas croquetas que había hecho el día antes. Siempre que tenía tiempo transformaba un pollo entero en croquetas. Ayer lo había hecho como forma de relajarse, de prepararse para el viaje, y mientras ligaba la bechamel había recordado las veces que Einar le había hecho contar con pelos y señales cómo era el mondongo del cerdo en Salavai cuando ella era pequeña. La croqueta estaba buena e Irene sonreía. No le costaría mucho hacer la maleta, no le faltaba costumbre, método, conciencia. Apretó el mando a distancia, pero el televisor no se encendió. Volvió a intentarlo con otro canal y nada; con el botón de apagar y tampoco. Dichosa pila. Abrió el aparato, toqueteó el interior, lo cerró. Volvió a apretar uno de los botoncitos numerados y la pantalla se animó.
Cuatro personas de ochenta y un años decían con toda convicción, una tras otra, con palabras casi idénticas y los ojos relucientes, que el invento más prodigioso que habían tenido la suerte de conocer a lo largo de su vida era la televisión. El olvido es una forma de la memoria, recordó Irene que había escrito un poeta. Si esa gente estaba tan segura, había que creer en sus palabras: le daban la razón al poeta. ¿O lo decían precisamente porque salían por televisión? Con la cantidad de situaciones que debían de haber vivido aquellas mujeres y aquel hombre –la infancia, las revueltas, la fotografía, la guerra, el exilio, los años de oro del cine, el hambre, el estraperlo, las miserias y la recuperación de la posguerra, tantas otras cosas que solo sabían ellas y él–, de todos los inventos que habían acompañado a aquellas experiencias recordaban sobre todo la televisión. Bueno. Los escuchó un rato más y buscó otro canal.
–¿Vivimos tiempos de extinción?
Lo decía una de esas voces que, con un tono de lo más educado, consiguen parecer intencionadas, conmovedoras. Del modo más educado, más adiestrado: no es nada fácil hacer salir de las cuerdas vocales esa forma de hablar; es un tipo de tono y de vocalización que tiene que conseguir formar una voz plenamente interesada, aunque el organismo humano que la emita no tenga ninguna implicación en el asunto. Debe parecer neutra, pero no solo neutra. Las cuerdas vocales y el diafragma deben trabajar con una dedicación y dulzura totales, el resultado debe ser creíble. Falso, pero creíble. Real, pero improbable. Irene conocía ese tono, lo había estudiado y sudado durante meses, a menudo no lo clavaba. Interés y frialdad, ironía en la anécdota y sequedad en la información, una pizca de mala leche y una chispa, mínima, de cinismo disfrazado de compasión. Aquel tío lo había aprendido. Quitó el volumen y se quedó mirando la cara en acción y sin palabras.
La programación fue sucediéndose en la pantalla muda. Irene organizó la maleta en poco rato, como había previsto. En una bolsa aparte metió medicinas, latas de comida, tabaco, velas. Volvió a sentarse delante del televisor mudo. Cuando se acabaron todos los canales, apagó el aparato y se quedó frente a la pantalla. Negra y muda, puede ser un remedio contra el insomnio. Puede montarte una programación a medida, hecha de recuerdos o, si no se tienen ganas de recordar o no se puede o es demasiado doloroso o exige demasiada concentración, hecha de imágenes inventadas, de películas que no hemos visto y esperamos ver o de películas ya vistas cuyo guión hayamos adoptado.
La abuela Lola enfermó de pena, pero tuvo una muerte espléndida, de mito antiguo. Había nacido con el siglo, decía que podía jurarlo porque lo había oído decir desde pequeña, que el suyo no era como el caso de aquella gente más o menos de su quinta que, cuando aún no se habían inventado los carnets de identidad, decían un año aproximado al hablar de su edad y sus recuerdos. Ella no, ella había nacido en un año fácil de retener: 1900. La abuela Lola fue una gran matriarca. De los nueve hijos que tuvo, crió a cinco. Cuando ya tenía nueve nietos e iba tejiendo uno tras otro cubrecamas de ganchillo, todos distintos, con puntos y dibujos que se inventaba para cada nieto o nieta, su hijo menor, que todavía no había cumplido cuarenta años, murió debajo del tractor. La matriarca juiciosa, la mujer que había controlado todos y cada uno de los pasos de la familia y aún tenía la llave de la economía del clan, anunció de un día para otro que estaba embarazada y se negó a seguir durmiendo con su marido.
Su única hija, Elvira, la madre de Irene, se asustó con lo que vio en los ojos de su madre. Se negó a entender el nuevo mundo de la vieja, que había decidido no vivir la pena como miedo, sino como desafío a la naturaleza. Lola no quiso escuchar a su hija, aquella mujer llorosa que le razonaba una y otra vez que Ramon no podía volver, que había que aceptarlo. Menos caso les hizo Lola a las nueras, que le tenían un respeto selvático, de tribu. Lola no hizo caso a nadie, sino que se convirtió en fiel seguidora de los programas de televisión que contaban la vida de los animales. Cada vez que Rodríguez de la Fuente amenizaba con su voz ampulosa y enfática la reproducción de cualquier familia de bichos, Lola se volvía hacia Andreu, su marido, y le decía que en ninguna clase de animal se había visto lo que le había hecho él a ella. Que si viera la televisión se enteraría.
Todos se reunieron por Navidad aquel año de 1974 sin grandes alharacas, en un ritual de duelo que no le escondía a nadie las tensiones selváticas, de tribu, que hacían de la familia una figura geométrica. Irene había participado en la ciudad en espectáculos similares, pero que no la afectaban, en familias de amigos. Si alguien se desplazaba del lugar que le correspondía, el poliedro que formaban entre todos podía estallar como una bomba. Naturalmente, eso no pasaba nunca. Cuando había enredos, eran triangulares o, como máximo, cuadrangulares, igual que en un ring. De los nietos, Irene y su primo Daniel siempre estaban a la espera de que pasara algo, de que el castillo de naipes saltara por los aires y así, entre los escombros, ellos pudieran jugar a quién tenía la carta más alta. Pero aquella Navidad tampoco pasó nada de todo eso.
Pasó algo muy distinto.
Durante el almuerzo, cuando Maria, la madre de Daniel, estaba a punto de servir los turrones y el café, la abuela Lola pidió silencio.
–Nunca habría dicho que pudiera pasar –empezó a decir–, pero aquí me tenéis, encinta a mi edad. He tomado una decisión. Y quiero que se ocupe del niño Irene, que vive en la capital. Esta vez pariré sin dolor. Lo tendré con eso del parto sin dolor.
Daniel estuvo a punto de reírse, pero ni él se atrevió. Casi todas las manos y las bocas se pararon en seco, como cuando se atascaba la película en el cine a media proyección. Instantes de vacío. Después el clan volvió a animarse. Aquella mujer desvariaba, estaba perturbada, no podía hacerse nada, la pena había sido demasiado grande. Lo que no podía ser era que fuera diciendo esas cosas por ahí, ¿qué pensarían en el pueblo?
–Me trae sin cuidado –atajó la abuela, y a continuación ordenó–: Irene, tú me acompañarás. Estás al tanto, ¿no? Sabes lo que hay que hacer, ¿verdad?
–Sí, abuela, claro que sí.
Lo dijo deprisa, no le hizo falta ni un segundo para decidir que le seguiría la corriente a aquella abuela que no estaba dispuesta a acabar su vida en un mar de lágrimas. Irene ya se veía acompañándola a la consulta del doctor Ferran; en Lérida cruzarían la calle Mayor como si cumplieran una misión. Se pondría el vestido estrecho color whisky; la vieja de cuerpo seco que quería estar preñada la había elegido a ella y ella no pensaba decepcionarla. La semana anterior había asistido a un aborto encima de la mesa del comedor del piso de estudiantes en el que vivía desde hacía tres meses; el médico había cobrado, se había ido, Irene había esperado a que su amiga se despertara de la anestesia, después había preparado el almuerzo y se lo habían comido en la misma mesa: ¿no dicen que la comida unifica la vida y la muerte? Si el doctor Ferran buscaba complicidad para reírse de la vieja (o compadecerla), se la negaría. Pasearían por Lérida y procuraría que su abuela se mostrara espléndida, ella que nunca había comido en un restaurante, que solo conocía una fonda de Barcelona, y la invitaría a almorzar en la marisquería recién abierta cerca de la estatua de Indíbil y Mandonio. Seguro que le gustaría ver a los bichos del mar expuestos en la pecera de la entrada y pediría explicaciones detalladas.
Lola era una gran matriarca pequeña y flaca, pero cuando aquel día de Navidad se levantó de la mesa la envolvía un orgullo muy especial, el que eleva la estatura de las personas. Antes de entrar en su dormitorio, se volvió y dijo:
–No me despertéis en toda la tarde, tengo que descansar mucho. Acordaos de mi edad. Eso sí, si alguien tiene que decirme algo importante sobre mi estado, que entre. Tú no, Andreu. –Y miró a su marido con mucho cansancio.
Desaparecida ella, la mesa de Navidad se deshizo como si nadie la hubiera puesto y nadie hubiera comido en ella. Los hombres mayores y jóvenes se despidieron del viejo Andreu y fueron desfilando hacia el café, a jugar a las cartas o a hablar de los nuevos cultivos que se estaban produciendo con las máquinas y de los árboles que gente de la ciudad estaba plantando en la huerta. ¿Quizá también tendrían que hacerlo ellos? Las mujeres jóvenes y viejas se fueron a la cocina, en el otro extremo del dormitorio de Lola, para ver qué hacían y quién iba a dominar a la abuela. Daniel se llevó a los niños al desván, a jugar con los mapas antiguos que había encontrado en un baúl. Irene se quedó en el comedor. Su abuelo miraba al suelo. La chica recordó las veces que se había burlado de él cuando no la veía.
Irene iba todavía al colegio cuando el paisaje de las calles de Salavai cambió, por así decirlo, de la noche a la mañana. El día antes, como siempre durante el primer trimestre del curso, había ido a clase por la mañana acompañada por los gritos de los cerdos que salían de las casas un ratito a primera hora, mientras las mujeres limpiaban los corrales. Cuando llegaba al colegio por el centro de la calle, que en aquel punto también era carretera, una buena piara de cerdos y cerdas campaba a sus anchas, mientras las mulas y las borricas iban hacia los huertos. Olor a paja sucia y a agua más sucia aún, las mujeres que lo tiraban todo a los barrancos y por las eras, olor a limpieza del día que empezaba. Hoy –y es hoy porque el primer recuerdo que tiene de aquel día es siempre el principio del presente–, al día siguiente de aquel ayer, las calles del pueblo, por la mañana, estaban llenas de tractores y los animales no se atrevían a salir a la calle. Por la tarde, en su casa decían que quizá habría que derribar el balcón porque en verano no dejaría pasar a las máquinas cargadas de alfalfa. Su padre empezaba a hablar de vender las mulas.
Llegaban máquinas y más máquinas, las casas hervían de idas y venidas al banco, y más bancos se establecían en el pueblo al mismo ritmo que los motores. Los hombres vendían caballerías que llevaban décadas trabajando con ellos; las mujeres estaban dispuestas a creer que no volverían a trabajar en la tierra, que lo harían todo las máquinas; si las familias no tenían suficiente tierra, mujeres y hombres ponían en marcha granjas de pollos y de cerdos; los viejos no querían saber nada, absolutamente nada, de todo aquello; y los críos se peleaban para subir a los tractores o, como ella, esperaban con ansiedad el momento en que su padre le diese permiso a su madre para comprar otra máquina maravillosa, un transistor, la radio sin cables. Los tractores eran de colores vivos: azul, rojo, amarillo.
Cuando todo el mundo trabajaba, Irene se llevaba el transistor y, como ya no había mulas en la cuadra, se sumergía entre la paja que su abuelo renovaba a diario. Allí pasaba las horas muertas escuchando música, anuncios, seriales, lo que fuera. Su abuelo nunca quiso creerse que ya no hubiera mulas y siguió llevando paja a casa de todos sus hijos. A diario, sacaba con la horca la paja que había llevado el día anterior sin inmutarse porque estuviera exactamente como la había dejado, limpia y seca, sin que ningún rastro de animal la hubiera ensuciado.
Para que no la pillara entre la paja, la niña subía el volumen de la música. Por ejemplo, los días en que Ángel Álvarez ponía a los Beatles. Los ojos del abuelo se abrían como dos hígados a punto de reventar (no veía demasiado) y el bastón se levantaba como en una vieja ceremonia de las que contaba de cuando era muy pequeño y solo recordaba el bastón de aquel hombre que quizá sí era un brujo. El bastón daba golpes a izquierda y derecha, de arriba abajo, mientras el abuelo farfullaba con una profunda ronquera y le caía un hilo de baba de la boca abierta. Los conejos gritaban, las ratas pasaban como una exhalación de un lado a otro, Irene se aturullaba. Los berridos del abuelo asustaban a la cerda y, de tanto como gritaban entre todos, ella no sabía ni como apagar el transistor. Como aquel día de «She loves you, yeah, yeah, yeah».
Aquel poder de la radio era tremendo. Cuando le cambiaba las pilas, Irene lo hacía con mucha más concentración que la que dedicaba a ninguna otra cosa. Era afortunada: todo aquel trasiego de las máquinas tenía a la familia ocupada a todas horas y ella podía moverse a su aire. No iba a clase y nadie se daba cuenta. Todo el mundo tenía máquinas nuevas, Irene también. Manuel, su hermano, ya no quería jugar, estaba aprendiendo a llevar el tractor, y Daniel, que era menor, tampoco le hacía caso, porque, decía, a ella no le interesaban los tractores.
Las máquinas pueden seguir el curso del tiempo, guían su paso. El cine, la radio, la máquina de coser, los tractores, las cosechadoras y las lavadoras, el transistor, la cocina de butano, la nevera, el televisor, todas las máquinas son relojes de la memoria.
Iba a encender el televisor cuando su abuelo se levantó y se le acercó. Era un hombre de complexión ...

Índice

  1. Portada
  2. A modo de puerta y de salida
  3. La tierra retirada
  4. La palmera de trigo
  5. Labor inacabada
  6. Créditos