Como estaba diciendo...
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Como estaba diciendo...

  1. 204 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Como estaba diciendo...

Descripción del libro

Acerca de Chesterton, alguna vez dijo Jorge Luis Borges que no hay una página suya que no encierre una sorpresa o una felicidad. Lo que no tiene nada de extraño si consideramos a Borges el autor hispánico más influido por Chesterton, pero que también resulta sumamente aleccionador si tenemos en cuenta que Borges es, quizás, y aun sin quizás, el más grande autor de todo el siglo XX.As I Was Saying... (1936), Como estaba diciendo..., es una recopilación de artículos aparecidos originalmente en Illustrated London News, revista en la que Chesterton colaboró semanalmente durante más de veinte años. Esta es, tardía pero felizmente, la primera vez que se publican, traducidos por Aurora Rice, en español.

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Información

Año
2022
ISBN del libro electrónico
9788418153679
II
De la germanofilia
¿Por qué será que los que admiran otras naciones siempre quieren que los demás las admiremos por sus cualidades más desagradables? Los que hablan mal de otras naciones son, por lo general, unos tontos; pero no así los que hablan mal de los abusos de otras naciones. Eso es permisible; pero conviene equilibrarlo hablando mal de vez en cuando de los abusos de la nuestra propia. Durante mi vida periodística, siempre a trote cochinero, he procurado mantener ese equilibrio, repartiendo la vituperación en proporciones tan elegantes y bien elegidas que nadie pueda ofenderse, ni sentirse excluido de la diversión. Los que hablan mal de los abusos tienen razón; incluso los que se sorprenden ante las usanzas extrañas no se equivocan demasiado. Los rudos abuelos de la aldea no siempre son rudos intencionadamente. La desconfianza da asco. Pero no es el asco más asqueroso. Me refiero a quien se ríe del gendarme, cuando jamás en su vida se ha atrevido a reírse del uniforme del bobby, mucho más propio de una pantomima. Estas personas, en cierto sentido, abusan de otras naciones; pero les honra el hecho de que reconocen que se ríen de ellas porque no las entienden, y no porque finjan entenderlas. Pero ni el reformista que reprocha por principio, ni el rústico que se ríe por simple sorpresa, arroja luz alguna sobre el problema del tercer tipo de crítico, que es el que me concierne ahora mismo. Repito: ¿por qué sucede que aquellos que nos animan a amar a nuestros enemigos, o al menos ser amigos de nuestro prójimo, por lo visto no tienen la menor idea de lo que los hombres aman realmente? ¿Por qué señalan siempre como méritos supremos las cosas que resultan odiosas (o, cuando menos, desagradables) para la mayoría de las personas normales?
Todos sabemos que una de las verdaderas oportunidades del viajero es la posibilidad de dar esquinazo al guía turístico, y así poder contradecir lo que se cuenta en la guía. Es algo que sólo se puede hacer viajando. Quien se queda en casa lee periódicos, que a menudo contienen afirmaciones sobre Europa o América muy por debajo del nivel mental de cualquier enterado que intente conseguir una propina mostrándonos una ruina italiana. Resumiendo: todos sabemos que los auténticos placeres del viajero son los que supuestamente no forman parte del viaje; las pequeñas cosas emocionantes que nos dicen realmente que todos los seres humanos formamos parte de una sola humanidad. Por ejemplo, la escena doméstica que contemplé en la parte más musulmana de Palestina: una mujer le gritaba insultos a su esposo por encima de la extensión de un pequeño lago, mientras el esposo se quedaba quieto sin que se le ocurriera ninguna respuesta ingeniosa. Esto me hizo sentir, con cálida emoción, que en todas partes el hogar es el hogar, y no cambia demasiado incluso allí donde el hogar es tal vez un harén. No se puede contratar una visita guiada para ver cosas así. Yo no podía haber planificado que esta mujer en particular estallase en este momento en particular, igual que no podía haber pagado unas liras para obtener una erupción del Vesubio. Porque son las pequeñas cosas, y no las grandes, las que tocan ese delicado nervio internacional que nos recuerda que todos estamos hechos según el mismo diseño anatómico, y que en todas partes está la Imagen de Dios. Lo que reprocho a los intérpretes internacionalistas es que por lo visto no tienen ni idea de lo que son estas pequeñas cosas atractivas. Si me ponen por delante el panfleto internacional al uso sobre los derechos de Rutenia, con mapas y estadísticas y demás, seguramente acabaré odiando a los pobres rutenos, a quienes jamás he visto y de los que apenas sé nada, simplemente porque los reconciliadores internacionales no entienden por qué los hombres aman y odian.
Tomemos como ejemplos los casos más difíciles, los de las dos naciones con las que políticamente simpatizo menos: Alemania y Japón. La Alemania ensalzada por los germanófilos es mucho más desagradable que la Alemania de la que hablan mal los germanófobos. Los primeros generalmente consiguen dar la impresión de una colmena humana, cosa horrible donde la haya, y que enseguida se convierte naturalmente en una colmena inhumana. Ofrecen estadísticas rígidas y antipáticas sobre importación y exportación, manufacturas y maquinarias, reglamentos estrictos, legislaciones científicas avanzadísimas, y un sinfín de cosas hediondas. Insinúan que el alemán es el único industrioso, para ellos sinónimo de industrial. En realidad, ese tipo industrial no es más industrioso –incluso es menos industrioso– que el campesino meridional, supuestamente ocioso e indolente, que trabaja durante horas antes de que ninguno de nosotros piense siquiera en levantarse, y a veces durante horas después de que nos hayamos acostado; descansa durante el caluroso mediodía porque no ha nacido tonto. Pero sea ello como fuese, hasta donde sea verdad que los alemanes son muy industriosos, ¿quién ha dicho que nadie ame a nadie simplemente por industrioso?
En resumen, se considera un insulto llamar salchicha a un alemán, pero es un halago llamarlo máquina de hacer salchichas. Pero a muchos nos gustan las salchichas, mientras que a nadie le gustan especialmente las máquinas de hacer salchichas. Un estadista británico, en mitad de la guerra, nos dijo solemnemente que existen dos Alemanias: la Alemania mala del despotismo, el militarismo y la aristocracia armada; y la Alemania buena de la ciencia y el comercio y los productos químicos que sirven para muchas cosas. Recuerdo haber pensado entonces, e incluso haber dicho, que simpatizaba mucho más con el soldado que muere por el káiser que con el experto que trabaja para los Krupp. Digo lo mismo: uno no ama a los expertos, sobre todo a los expertos en gases venenosos. Uno los teme y, en consecuencia, luchará tal vez contra ellos. Pero los idealistas internacionales están hablando ahora mismo de Alemania como la tierra de la ciencia, de la industria y de los avances técnicos.
Tan mala no es Alemania. Le tienta la barbarie, y especialmente la mitología, pero tiene algún toque de la mitología buena, la que no es un mito. Mis ejemplos de pequeñas cosas resultarían realmente pequeños. Si se me convocara ante la Conferencia Internacional de Paz, causaría una gran decepción si dijera: «Los alemanes han producido una felicitación navideña que no se parece a ninguna otra del mundo, que mezcla realmente el misterio natural de los bosques con el misterio preternatural del árbol de Navidad, y coloca realmente la Estrella de Belén en un cielo septentrional. Al mirar las mejores de estas pequeñas imágenes, se siente uno al mismo tiempo como un hombre que ha recibido un sacramento y un niño que ha oído un cuento de hadas hasta el final. Y cuando miro esas pequeñas imágenes de colores, tan raras, llenas de una especie de trasgos sagrados, entonces sé que en Alemania hay algo que puede amarse, y que tal vez no se haya perdido aún».
Ya no me queda espacio para hablar del paralelismo japonés, pero sí para señalar que la moraleja es la misma. Los publicistas han alabado Japón por poseer todas las cualidades de Prusia, como si el prusianismo fuese algo loable. Pero en cierta ocasión crucé el Atlántico junto con un japonés que jugaba con sus pequeños, un poco trasgos también, y desde entonces no soy del todo anti japonés.
Se ha cuestionado mi afirmación de que los alemanes sienten debilidad por la mitología; pero no lo digo como insulto, pues en realidad creo que yo también siento debilidad por la mitología. Pero yo intento no ver esa debilidad mía como mi fuerza. Jamás pude leer un tremendo mito primitivo de cómo se creó el mundo a partir de un gigante muerto, cuyo cráneo es el cielo, cuyos ojos son el sol y la luna, cuya sangre verde es el mar, sin desear por un momento de locura ser el niño hotentote o esquimal que escucha esa historia de labios de su abuela, bebiéndosela tan inocentemente como a mí me gustaría. No puedo leer de ese héroe totémico, enigmático y fascinante, al mismo tiempo hombre y águila calva, y de cómo robó el fuego al sol para uso de la humanidad, o rompió el cielo para dejar entrar el mar superior, que es la lluvia, sin desear levemente encontrarme en el primer amanecer del mundo, cuando esas cosas eran creíbles. Será que los alemanes siguen en el primer amanecer del mundo. Será que hay un hilo de verdad en eso que cuentan, de que su raza desciende de dioses y héroes. Pero sé muy bien que tienen otro lado, que puede parecer paradójicamente contrario; un lado literal y laborioso que trata muy detalladamente de los detalles. Y, no sea que algún profesor alemán se tome demasiado en serio mi debilidad mitológica, me adelanto a aclarar que los mitos que acabo de mencionar no existen, aunque los hay muy parecidos. Me los he inventado sobre la marcha. Lo curioso es que, en otros temas, eso es exactamente lo que hacen los alemanes.
En el pueblo alemán existen ciertos elementos primitivos, presentes de modo tenue en el hecho mismo de que en alemán, pueblo se diga folk. Por hacerle justicia, es un pueblo que sigue produciendo folclore. Es un producto muy bonito; pero reconozcamos que, como en el caso del águila calva que rompió el cielo, el folclore no siempre se corresponde con los hechos. Hay otros elementos que poseen esta cualidad casi indescriptible. La vemos por ejemplo en la clase de unidad que presentan los alemanes de vez en cuando. No es, pese a tanta disciplina, una mera unidad disciplinada. Es una unidad gregaria. La civilización, como la religión, es algo que muchos se dedican a explicar, con la esperanza de hacerla desaparecer. Estos relacionan la comunidad con el instinto gregario, pero yo creo que Alemania es el único país donde son en efecto la misma cosa. En una palabra: los alemanes son algo prehistóricos. Incluso sus doctos profesores son a veces prehistóricos, en un sentido muy especial. Me refiero a que, siendo como son muy doctos, parece que no saben nada de historia.
Pero repito que esta cualidad no es odiosa de por sí; a veces resulta incluso entrañable. En general, la mitología es mucho mejor que la propaganda. La mitología es simplemente creer en cualquier cosa que se pueda imaginar. La propaganda es más bien creer que otros se creerán cualquier cosa que podamos inventar. Hay algo más que una simple fabricación de mentiras en el poder insondable que tienen los teutones para producir mitos. Por eso intento ser cortés con el profesor alemán, llamándolo prehistórico, cuando otros espíritus más rudos se conformarían con llamarlo antihistórico. Doy por hecho que el espíritu de la manera alemana de contar el relato alemán es completamente antihistórico. Pese a tanta ostentación de la ciencia, su motivación no es científica. Su motivación es la de la tradición tribal que magnifica y exagera a los héroes y las victorias de la tribu. Nadie niega que hayan tenido héroes y victorias; pero su forma de tratarlos es completamente desproporcionada. Es natural que nos cuenten cómo la vivaz escaramuza de Arminio aisló a unas cuantas legiones de Augusto. Pero según lo cuentan algunos, cualquiera diría que Arminio venció al ejército romano en pleno, incluso amenazando a todo el Imperio. Dudo que haya habido momento alguno en la historia cuando se haya podido decir que los teutones conquistaron el Imperio romano. Pero de nada sirve especular en torno a los hechos de aquel tiempo remoto: lo importante del caso es que en nuestros días está ocurriendo lo mismo.
Lo extraordinario de Alemania es que sigue siendo capaz de producir mitos actuales como los antiguos. Hay algo casi inocente en su espontaneidad, y especialmente en su imprevisibilidad. Crearon a partir de la nada la historia de que todos los bárbaros teutones, a diferencia de los celtas o eslavos, eran, por alguna misteriosa razón, una raza de dioses de cabello dorado. En el último par de años han creado otras historias igualmente estrafalarias. Y sobre todo, se han creído lo que han creado. El teutón hace un papel doble: el de poeta creativo y el de oyente crédulo. Se cuenta historias y se las cree. Vive en un mundo distinto del nuestro, un mundo tal vez más antiguo y también más nuevo. Nos explica hasta cierto punto cómo pudo ser que los primitivos adoraran imágenes que obviamente no eran más que imaginaciones. Para lo que nos ocupa, no importa si ese ­mundo de la imaginación nos parece inferior o superior a la realidad. Ya hemos oído lo que dice un gran alemán que debió de entender realmente a los alemanes: «En el principio, Dios dio a los franceses la tierra, a los ingleses el mar y a los alemanes las nubes».
Así, un Nuevo Mito se ha extendido por toda Alemania en cuestión de meses: que Alemania no fue derrotada en la Gran Guerra. Imposible una colisión más sorprendente y catastrófica entre mitología e historia. Pero lo curioso es que la mitología es en este caso más moderna que la historia. Parece que a los alemanes les resulta fácil creérselo, aunque pocas cosas me resultan más difíciles de imaginar que esta afirmación: un Imperio grande y algo arrogante consintió en hundir la totalidad de su flota y renunciar a sus colonias, además de casi todas sus conquistas en países extranjeros, cuando en realidad no había sido derrotado. Pero esta nube que cubre la mente de un pueblo entero ha asumido la solidez de una montaña. Tal vez permanezca como leyenda, tan fija como aquella que hace de Arminio alguien más importante que Augusto. La otra parte del Nuevo Mito es que la rendición total de todos los ejércitos alemanes fue realizada, no se sabe muy bien cómo, por los judíos. Jamás he minusvalorado el problema real de la posición internacional de los judíos; pero diría que esto es algo que los judíos por sí solos no pudieron hacer en modo alguno. Judas pudo entregar al Redentor del mundo; pero es imposible que sobornara al césar para que rindiera su Imperio a los partos.
A lo que voy no es que nosotros no nos lo creeríamos ni en mil años. A lo que voy es que los propios alemanes no se lo creían hasta hace un par de años. No existen indicios de que el alemán de a pie, en los primeros cinco o seis años tras su derrota, albergara la menor duda de que había sido derrotado. Pensaría tal vez que la derrota fue injusta, o que se le había tratado con injusticia tras la derrota; y tendría derecho a su opinión, aunque hay otras opiniones que me parecen más sólidas. Pero en su mayoría, a los alemanes de a pie les habría parecido una pura insensatez negar la calamidad por la que sufrían. Estas personas no son las únicas entre las que el teórico puede lanzar una teoría aparentemente insensata. Pero son las únicas que se la creen, instantánea y unánimemente. Inventar la historia después de los hechos, e inventarla toda cambiada, puede resultar incluso extravagantemente poético y atractivo. Pero en la práctica política, estas inmensas ilusiones internacionales son muy peligrosas; y las nubes en las que vive este pueblo ya han roto otras veces a nuestro alrededor, no sólo en lluvia, sino en rayos y fuego caído del cielo.
III
De la impenitencia
Muy consciente de lo ofensivo que resulto y del rechazo que despierto, en este tiempo sentimental que posa de cínico, y en este país poético que posa de práctico, seguiré no obstante practicando en público una costumbre muy repulsiva: la de hacer distinciones, o distinguir entre cosas muy diferentes, incluso cuando se aceptan como iguales. No puedo conformarme con ser unionista o universalista o unitario. Una y otra vez he blasfemado contra la unicidad perfecta de la gimnasia y el magnesio, y he sacado distinciones imaginativas, ya fuesen ornitológicas o tecnológicas, entre halcones y serruchos. Pues en verdad creo que la única forma de decir algo definitivo de alguna cosa es definiéndola, y toda definición lo es por limitación y exclusión; y que la única forma de decir algo distinto es diciendo algo distinguible: distinguible de cualquier otra cosa. En resumen, creo que no sabemos qué decimos hasta saber qué no decimos.
En este momento, a juzgar por la tendencia general, por la vaga unanimidad que existe en grados muy diversos, y que consiste en opiniones más bien similares pero no iguales, diríamos sin duda que existe una ola universal de pacifismo, igual que en 1914 hubo una ola general de patriotismo. Y cuando digo pacifismo no quiero decir paz. Sé muy bien que es posible creer que el pacifismo es una amenaza directa contra la paz. Pero aquí no voy a debatir estas ideas políticas. Mi tesis presente está compuesta de materiales muy variados, y también de opiniones netamente diferentes. Ahora, sin importar lo que opinemos de esas opiniones, vistas como opiniones políticas de índole general, convendrá arrancar de ellas ciertas proposiciones realmente descabelladas, como arrancaríamos cizaña de un huerto. Ningún lado de una controversia cualquiera se beneficiará de la mera confusión ni del mero engaño; y menos, de la confusión de un engaño con otro, o de un engaño con una opinión defendible. Existen muchas formas de pacifismo que son opiniones muy defendibles, aunque yo personalmente estaría más dispuesto a atacarlas que a defenderlas. Existen infinidad de políticas de paz que puedo respetar profundamente; y algunas con las que estoy totalmente de acuerdo. Pero ha empezado a tomar forma en medio del caos alguna que otra idea compuesta simplemente de fragmentos de inanidades fijas y congeladas.
Ya he dicho que creo en marcar distinciones; me gusta ser, como se suele decir, bizantino. No creo en decir alegremente que seta sea más o menos lo mismo que hongo, incluso si tenemos hambre y nos apetece comer champiñones en el desayuno; ni creo en estar totalmente de acuerdo en que...

Índice

  1. De las metáforas alocadas
  2. De la germanofilia
  3. De la impenitencia
  4. Del tráfico
  5. Del censor
  6. De desvergüenza
  7. Del puritanismo
  8. De sir James Jeans
  9. De Voltaire
  10. De las creencias
  11. De las chicas modernas
  12. De poesía
  13. De las rubias
  14. De Samuel Coleridge
  15. Del pasado
  16. De George Meredith
  17. De los credos políticos
  18. De las camisas
  19. De las camisas de gala
  20. De la transitoriedad
  21. De William Morris
  22. De las viudas
  23. De la relatividad
  24. De la mutabilidad
  25. De los historiadores
  26. De las malas comparaciones
  27. Cambio
  28. De los trabajadores
  29. De la cultura
  30. Del teléfono
  31. De las películas
  32. Del winismo
  33. De las velas de quiosco
  34. De mendigos y soldados
  35. Del sacrificio
  36. Las bodas reales