Cuarta parte
Saint Maurice de Navacelles 1946
En la primavera de 1946, aprovechándose de una Europa recién liberada y de un tipo de cambio favorable, mis suegros, Bernard y June Tremaine, partieron en viaje de luna de miel por Francia e Italia. Se habían conocido en 1944 en el Senado, en Bloomsbury, donde ambos trabajaban. El padre de mi mujer, un licenciado en ciencias por la Universidad de Cambridge, tenía un puesto burocrático relacionado lejanamente con los servicios de espionaje. Tenía algo que ver con el suministro de artículos especiales. Mi suegra, una lingüista, trabajaba en una oficina que servía de enlace o, como ella solía expresarlo, calmaba los irritados sentimientos de los franceses libres. En algunas ocasiones se encontró en la misma habitación que De Gaulle. Lo que la llevó a la oficina de su futuro marido fue un trabajo de traducción para un proyecto relativo a la adaptación de máquinas de coser a pedal para generar energía. No les dieron permiso para dejar sus puestos hasta casi un año después de acabada la guerra. Se casaron en abril. La idea era pasar el verano viajando antes de acostumbrarse a los tiempos de paz, la vida de casados y un trabajo civil.
Durante los años en que estas cosas me importaban más, solía reflexionar mucho sobre los diferentes trabajos bélicos asequibles a las personas de distintas clases sociales y sobre esa alegre asunción de la posibilidad de elegir, ese juvenil deseo de experimentar nuevas libertades que, hasta donde yo sé, apenas rozó a mis propios padres. También ellos se casaron poco después de acabar la guerra. Mi madre había sido una Chica del Campo, cosa que detestaba, según una de mis tías. En 1943 pidió que la trasladaran a una fábrica de municiones cerca de Colchester. Mi padre estaba en infantería. Sobrevivió intacto a la evacuación de Dunquerque, combatió en el norte de África y finalmente se encontró con su bala durante el desembarco de Normandía. Le atravesó la mano derecha sin dañarle el hueso. Mis padres hubieran podido viajar después de la guerra. Al parecer heredaron unos cientos de libras de mi abuelo más o menos en la época en que mi padre fue desmovilizado. Teóricamente, eran libres de irse, pero dudo que se les ocurriera, ni a ellos ni a ninguno de sus amigos. Yo consideraba que el hecho de que emplearan el dinero para comprar la casita en la que nacimos mi hermana y yo y para montar el negocio de ferretería que nos mantuvo después de la repentina muerte de nuestros padres era un aspecto más de la estrechez de miras de mi ambiente familiar.
Ahora creo que lo entiendo un poco mejor. Mi suegro pasaba sus horas de trabajo ocupado en problemas como la generación de energía silenciosa para el funcionamiento de transmisores de radio en remotas granjas francesas donde no había electricidad. Por las tardes regresaba a su pensión en Finchley y a la monótona dieta de los tiempos de guerra, y los fines de semana visitaba a sus padres en Cobham. Más avanzada la guerra tuvo su noviazgo, con visitas al cine y excursiones dominicales por las Chiltern. Comparemos esto con la vida de un sargento de infantería: viajes forzosos al extranjero, aburrimiento alternado con fuerte tensión, las muertes violentas y las heridas terribles de amigos íntimos, no tener vida privada, no tener mujeres, noticias irregulares de casa. La perspectiva de una vida de limitada y rítmica normalidad debió de adquirir, durante el lento avance hacia el este por Bélgica con una mano latiendo de dolor, un brillo completamente desconocido para mis suegros.
Comprender estas diferencias no las hace más atractivas, y siempre he sabido qué guerra hubiese querido tener. La pareja en luna de miel llegó a la ciudad costera italiana de Lerici a mediados de junio. El caos y la devastación de la Europa de posguerra, especialmente en el norte de Francia y de Italia, les había horrorizado. Se ofrecieron para hacer seis semanas de trabajo voluntario en un almacén de embalaje de la Cruz Roja en las afueras de la ciudad. Era un trabajo aburrido y arduo, y el horario muy largo. La gente estaba agotada, preocupada por asuntos cotidianos de supervivencia, y a nadie parecía importarle que aquella pareja estuviese en luna de miel. Su jefe inmediato, «il capo», la tomó con ellos. Guardaba rencor a los británicos y era demasiado orgulloso para hablar de ello. Se alojaron con el Signor y la Signora Massucco, que aún estaban afligidos por sus dos hijos, los únicos que tenían, muertos en la misma semana, a setenta kilómetros uno de otro, justo antes de la rendición italiana. Algunas noches el matrimonio inglés se despertaba al oír a los ancianos padres llorando juntos su pérdida en el piso de abajo.
La ración de comida, sobre el papel al menos, era adecuada, pero la corrupción local la reducía al mínimo. Bernard contrajo una enfermedad de la piel que se extendió de las manos al cuello y la cara. A June le hacían proposiciones amorosas diariamente, a pesar de la anilla de latón de cortina que lucía a propósito. Constantemente los hombres se le acercaban demasiado, o se rozaban contra ella al pasar en la penumbra del almacén de embalaje, o le pellizcaban el trasero o la piel desnuda de los brazos. El problema, le dijeron las otras mujeres, era su hermoso pelo.
Podían haberse marchado en cualquier momento, pero los Tremaine aguantaron hasta el final. Ésta era su pequeña reparación por su cómoda guerra. También era una expresión de su idealismo; era «ganar la paz» y ayudar a «construir una nueva Europa». Pero su partida de Lerici fue muy triste. Nadie se enteró de que se iban. Los afligidos italianos estaban atendiendo a un abuelo moribundo en el piso de arriba y la casa se había llenado de parientes. Los del almacén de la Cruz Roja estaban absorbidos por un escándalo de malversación de fondos. Bernard y June salieron sigilosamente antes del amanecer una mañana de primeros de agosto para esperar en la carretera el autobús que les llevaría hacia el norte, a Génova. Seguramente, mientras estaban allí de pie entre dos luces, deprimidos y casi sin hablar, se habrían alegrado por su contribución a una nueva Europa si hubieran sabido que ya habían concebido su primer hijo, una niña, mi mujer, que un día lucharía por conseguir un escaño en el Parlamento Europeo.
Viajaron en autobús y tren hacia el oeste, cruzando Provenza entre inundaciones repentinas y tormentas. En Arles conocieron a un funcionario francés que les llevó en coche a Lodève, en el Languedoc. Les dijo que si iban a su hotel una semana después les llevaría a Burdeos. El cielo se había despejado y no tenían que estar en Inglaterra hasta dos semanas más tarde, así que emprendieron una breve excursión a pie.
Ésta es la región donde las causses, altas mesetas de piedra caliza, se elevan trescientos metros por encima de la llanura costera. En algunos lugares los acantilados caen a pico espectacularmente decenas de metros. Lodève se encuentra al pie de uno de los pasos, entonces una estrecha carretera comarcal, ahora la frecuentada RN9. Sigue siendo una hermosa subida, aunque, con tanto tráfico, no es agradable hacerla a pie. En aquella época se podía pasar un día tranquilo ascendiendo constantemente entre altas formaciones rocosas hasta poder ver el Mediterráneo brillando a tus espaldas, a unos cuarenta y cinco kilómetros al sur. Los Tremaine pasaron la noche en el pueblo de Le Caylar, donde compraron sombreros de pastor de ala ancha. A la mañana siguiente dejaron la carretera y se encaminaron hacia el noreste, para cruzar la Causse de Larzac, con dos litros de agua cada uno.
Estos parajes son de los más desiertos de Francia. Hay ahora menos personas que hace cien años. Caminos polvorientos que no aparecen en los mejores mapas, vientos que barren grandes extensiones de brezo, aulaga y boj. Granjas abandonadas y caseríos asentados en hondonadas de un sorprendente verdor donde los pequeños pastos están divididos por antiquísimos muros de piedra y los senderos que hay entre ellos, flanqueados por altas zarzamoras, rosales silvestres y robles, tienen un aire de intimidad inglesa. Pero estos senderos pronto dan paso al páramo nuevamente.
Hacia el final del día, los Tremaine tropezaron con el Dolmen de la Prunaréde, un enterramiento prehistórico. Luego, pocos metros más allá, se encontraron encima de una profunda garganta labrada en la roca por el río Vis. Se detuvieron allí para terminar sus provisiones, enormes tomates de una clase nunca vista en Inglaterra, pan de hacía dos días tan seco como una galleta y un salchichón que June cortó en rodajas con la navaja de Bernard. Habían estado silenciosos durante horas y ahora, sentados en la losa horizontal del dolmen, mirando al norte por encima del abismo hacia la Causse de Blandas, y hasta donde se alzaban las montañas de Cévennes, comenzaron una viva discusión en la cual su ruta del día siguiente a través de aquel extraño y glorioso paisaje se unió a la sensación de que tenían toda la vida por delante. Bernard y June eran miembros del Partido Comunista y hablaban del porvenir. Durante horas, intrincados detalles domésticos, las distancias entre pueblos, la elección de caminos, la trayectoria del fascismo, la lucha de clases y el gran motor de la historia, cuya dirección la ciencia ahora conocía y que le había concedido al Partido su inalienable derecho a gobernar, todo se mezcló en una vista espectacular, una avenida invitadora que se extendía desde el punto de partida de su amor a través de la vasta perspectiva de la causse y las montañas, que mientras hablaban fueron primero enrojeciendo y luego oscureciéndose. Y al tiempo que aumentaba la oscuridad aumentaba también la inquietud de June. ¿Estaba perdiendo ya la fe? Un silencio intemporal la tentaba, la atraía, pero cada vez que interrumpía su propio parloteo optimista para escucharlo, el vacío se llenaba con las sonoras perogrulladas de Bernard, las vacuidades militaristas, el «frente», el «ataque», los «enemigos» del pensamiento marxista-leninista.
Las blasfemas incertidumbres de June se despejaron sólo temporalmente cuando se demoraron, en su paseo hacia el cercano pueblo de Saint Maurice, para concluir o extender su conversación acerca del futuro haciendo el amor, tal vez en el propio camino, donde el terreno era más blando.
Pero ni al día siguiente, ni al otro, y ni en todos los días sucesivos, pusieron el pie en el metafórico paisaje de su futuro. Al día siguiente volvieron a su país. No descendieron a la Gorge du Vis ni pasearon junto al canal misteriosamente elevado que desaparece en la roca, no atravesaron el río por el puente medieval ni treparon para cruzar la Causse de Blandas y vagar por los menhires, crómlechs y dólmenes prehistóricos esparcidos por el yermo, no iniciaron el largo ascenso de las Cévennes hacia Florae. Al día siguiente comenzaron sus viajes separados.
Por la mañana salieron del Hôtel des Tilleuls de Saint Maurice. Mientras cruzaban la bonita extensión de pastos y aulaga que separaba el pueblo del borde de la garganta, iban otra vez callados. Apenas eran las nueve y ya hacía demasiado calor. Durante un cuarto de hora perdieron de vista el sendero y tuvieron que cruzar un prado. El barullo de las cigarras, las hierbas secas aromáticas que pisaban, el sol feroz en un cielo de un inocente azul pálido, todo lo que el día anterior le había parecido exóticamente meridional, ese día preocupaba a June. Le molestaba estar alejándose del equipaje que habían dejado en Lodève. La deslumbrante luz de la mañana, el árido horizonte, las secas montañas, los kilómetros que tendrían que hacer aquel día para llegar al pueblo de Le Vigan, le pesaban. Los días de caminata que les esperaban le parecían un desvío inútil de su incertidumbre.
Iba a unos diez metros detrás de Bernard, cuyas irregulares zancadas eran tan seguras como sus opiniones. Se refugió en pensamientos culpables y burgueses acerca de la casa que comprarían en Inglaterra, de una mesa de cocina bien fregada, de la vajilla azul y blanca que su madre le había regalado, del bebé. Frente a ellos podían ver el imponente farallón cortado a pico del extremo norte de la garganta. El terreno ya empezaba a descender lentamente, la vegetación iba cambiando. En vez de una alegría despreocupada sentía un temor sin causa, demasiado leve como para quejarse en voz alta. Era una agorafobia, transmitida, quizá, por el diminuto crecimiento en su interior, las células que se dividían rápidamente para dar vida a Jenny.
Volver atrás, basándose en una ligera ansiedad sin nombre, quedaba descartado. El día anterior habían estado de acuerdo en que allí estaba al fin la culminación de sus meses en el extranjero. Las semanas en el almacén de embalaje de la Cruz Roja quedaban atrás, les esperaba el invierno inglés, ¿por qué no podía gozar de aquella libertad iluminada por el sol? ¿Qué le pasaba?
Allí donde el camino iniciaba su pronunciado descenso se detuvieron para maravillarse de la perspectiva. A lo lejos frente a ellos, tras un kilómetro de espacio luminoso y vacío, había una pared vertical de roca que se elevaba noventa metros. Por todas partes resistentes robles achaparrados habían encontrado apoyo y un poco de tierra en fisuras y salientes. Aquel insensato vigor que obligaba a la vegetación a arraigar en los lugares más agrestes incomodaba a June. Experimentó una profunda náusea. Trescientos metros más abajo estaba el río, perdido entre los árboles. El aire vacío, bañado de sol, parecía contener una oscuridad justo más allá del alcance de la visión.
Estaba de pie en el sendero intercambiando murmullos de admiración con Bernard. La tierra cercana había sido pisoteada por los pies de otros caminantes que se habían detenido a hacer lo mismo. Simple devoción. La respuesta apropiada era el miedo. Recordaba a medias haber leído los relatos de viajeros del siglo XVIII que habían recorrido el Distrito de los Lagos y los Alpes suizos. Las cumbres de las montañas eran aterradoras, los precipicios eran horribles, la naturaleza salvaje era un caos, una repulsa poslapsaria, un recordatorio del espanto.
Su mano descansaba ligeramente en el hombro de Bernard, tenía la mochila en el suelo entre los pies, y hablaba para persuadirse a sí misma, escuchando para persuadirse, de que lo que se encontraba ante ellos era estimulante, de que de alguna forma, por su misma naturalidad, era una encarnación, un reflejo de la bondad humana de ellos. Pero, de todas formas, aunque sólo fuera por su sequedad, aquel lugar era su enemigo. Todo lo que crecía era duro, enano, espinoso, hostil al tacto, preservaba sus fluidos por la amarga causa de la supervivencia. Retiró la mano del hombro de Bernard y se agachó para recoger la botella de agua. No podía verbalizar su miedo porque parecía completamente irracional. Cada definición de sí misma que buscaba en su incomodidad la apremiaba a disfrutar de la vista y a continuar el paseo: una futura joven madre, enamorada de su marido, una socialista optimista, compasivamente racional, libre de supersticiones, haciendo una excursión a pie por el país de su especialización, redimiendo los largos años de la guerra y los aburridos meses en Italia, aprovechando los últimos días de despreocupadas vacaciones antes de volver a Inglaterra, a la responsabilidad, al invierno.
Alejó su miedo y empezó a hablar con entusiasmo. Y sin embargo, sabía por el mapa que el cruce de Navacelle estaba varios kilómetros río arriba y que el descenso les llevaría dos o tres horas. Harían la escalada más corta y empinada para salir de la garganta en el calor del mediodía. La tarde la pasarían cruzando la Causse de Blandas, que veía curvada al otro lado por efecto del calor. Necesitaba todas sus fuerzas y las reunía hablando. Se oyó comparando favorablemente la Gorge du Vis con el Golfe de Verdun en Provenza. Mientras hablaba redoblaba su jovialidad, aunque odiaba todas las gargantas, barrancos y simas del mundo y lo que quería era irse a casa.
Después Bernard hablaba mientras recogían sus mochilas y se preparaban para emprender la marcha de nuevo. Su cara grande y bondadosa con barba de tres días y sus orejas prominentes estaban quemadas por el sol. La piel seca le daba un aspecto polvoriento. ¿Cómo podía fallarle? Él estaba hablando de un barranco de Creta. Había oído decir que se podía hacer una magnífica excursión en primavera entre las flores silvestres. Tal vez deberían intentar ir el año siguiente. Ella iba unos cuantos pasos delante de él, asintiendo ostensiblemente.
Pensó que lo que estaba experimentando no era más que un estado de ánimo pasajero, cierta dificultad para empezar, y que el ritmo de la marcha la tranquilizaría. Por la noche, en el hotel de Le Vigan, sus preocupaciones se habrían reducido a una anécdota; bebiendo un vaso de vino aparecerían como un elemento más de un día variado. El camino zigzagueaba perezosamente por un ancho saliente de tierra en pendiente. Su superficie era cómoda bajo el pie. Se ladeó garbosamente el sombrero de ala ancha para protegerse del sol y balanceó los brazos mientras bajaba a paso largo. Oyó que Bernard la llamaba y decidió no hacerle caso. Tal vez incluso pensó que adelantándole podría de alguna forma desanimarle, de modo que fuera él quien decidiera regresar.
Llegó a una curva del sendero muy...