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Vic no bailaba nunca, pero no por las razones que suelen alegar la mayoría de los hombres que no bailan. No bailaba única y exclusivamente porque a su mujer le gustaba bailar. El argumento que se daba a sí mismo para justificar su actitud era muy endeble y no lograba convencerle ni por un minuto, y sin embargo le pasaba por la cabeza todas las veces que veía bailar a Melinda: se volvía insufriblemente tonta. Convertía el baile en algo cargante.
Aunque era consciente de que Melinda daba vueltas entrando y saliendo de su campo visual, se daba cuenta de ello de un modo casi automático y le parecía que era exclusivamente su familiaridad con todas y cada una de sus características físicas lo que le hacía estar seguro de que se trataba de ella y de nadie más. Levantó con calma el vaso de whisky con agua y bebió un trago.
Estaba repantigado, con una expresión neutra, en el banco tapizado que rodeaba la barandilla de la escalera de casa de los Meller, y contemplaba los cambios constantes del dibujo que los bailarines trazaban sobre la pista, pensando en que aquella noche cuando volviese a casa iría a echar un vistazo a las plantas que tenía en el garaje para ver si las dedaleras estaban derechas. Últimamente estaba cultivando diversas clases de hierbas, frenando su ritmo normal de crecimiento, mediante la reducción a la mitad de la ración habitual de agua y de sol, con vistas a intensificar su fragancia. Todas las tardes sacaba las cajas al sol a la una en punto, cuando llegaba a casa a la hora de comer, y las volvía a poner en el garaje a las tres, cuando se marchaba otra vez a la imprenta.
Victor Van Allen tenía treinta y seis años, era ligeramente más bajo que la media y tenía cierta tendencia a la redondez de formas, más que gordura propiamente dicha. Las cejas de color castaño, espesas y encrespadas, coronaban unos ojos azules de mirada inocente. El pelo, también castaño, era lacio y lo llevaba muy corto, y al igual que las cejas era espeso y fuerte. La boca, de tamaño mediano, era firme y solía tener la comisura derecha inclinada hacia abajo en un gesto de desproporcionada determinación, o de humor, según quisiera uno interpretarlo. Era la boca lo que le daba a su cara un aspecto ambiguo –porque en ella podía también leerse la amargura–, ya que los ojos azules, grandes, inteligentes e imperturbables, no daban ninguna clave acerca de lo que podía estar pensando o sintiendo.
Durante los últimos minutos el ruido había aumentado aproximadamente un decibelio y el baile se había vuelto más desenfrenado respondiendo a la palpitante música latina que había empezado a sonar. El ruido le hería los oídos, y permanecía sentado inmóvil, aunque sabía que podía levantarse si quería para ir a hojear los libros al estudio de su anfitrión. Había bebido lo bastante como para sentir un débil y rítmico zumbido en los oídos, no del todo desagradable. Tal vez lo mejor que se puede hacer en una fiesta, o en cualquier otro lugar en donde haya bebida, es ir adaptando el ritmo de beber al ruido creciente. Apagar el ruido exterior con el propio ruido. Crear un pequeño estruendo de voces alegres que le ocupen a uno la cabeza. Y así todo resultará más llevadero. No estar nunca ni del todo sobrio ni del todo borracho. Dum non sobrius, tamen non ebrius. Era este un bonito epitafio para él, pero por desdicha no creía que fuese cierto. La simple y aburrida realidad era que la mayoría de las veces prefería estar alerta.
Involuntariamente enfocó la mirada hacia el grupo de los que bailaban, y que estaban organizándose de repente en una fila de conga. Y también involuntariamente descubrió a Melinda desplegando una alegre sonrisa de atrápame-si-puedes, por encima del hombro; y el hombre que se apoyaba en ese hombro, prácticamente hundido en sus cabellos, era Joel Nash. Vic suspiró y bebió un trago. Para haber estado bailando la noche pasada hasta las tres de la madrugada, y hasta las cinco la noche anterior, el señor Nash se estaba comportando de un modo admirable.
Vic se sobresaltó al sentir una mano en el hombro, pero era solo la vieja señora Podnansky que se inclinaba hacia él. Se había olvidado casi completamente de su presencia.
–No sabes cuánto te lo agradezco, Vic. ¿De verdad no te importa encargarte tú solo de eso?
Le acababa de hacer la misma pregunta unos cinco o diez minutos antes.
–En absoluto –dijo Vic, sonriendo y levantándose al mismo tiempo que ella se ponía de pie–. Me pasaré por tu casa mañana sobre la una menos cuarto.
En aquel mismo momento Melinda se inclinó hacia él a través del brazo del señor Nash, y dijo casi en la cara de la señora Podnansky, aunque mirando hacia Vic:
–¡Venga, ánimo! ¿Por qué no bailas?
Y Vic pudo ver cómo la señora Podnansky se sobresaltaba y, después de sobreponerse con una sonrisa, se alejaba del lugar.
El señor Nash le dirigió a Vic una sonrisa feliz y ligeramente ebria a medida que se alejaba bailando con Melinda. ¿Y cómo podría ser catalogada aquella sonrisa? Vic reflexionó. De camaradería. Esa era la palabra. Eso era lo que Joel Nash había pretendido mostrar. Vic apartó los ojos deliberadamente de Joel, aunque siguiese hilando con la mente un pensamiento que tenía que ver con su rostro. No eran sus maneras –hipócritas, entre la afectación y la estupidez– lo que más le irritaba, sino su cara. Aquella redondez infantil de las mejillas y la frente, aquel cabello castaño claro que ondeaba encantador, aquellas facciones regulares que las mujeres a quienes les gustaba solían describir como no demasiado regulares. Vic suponía que la mayoría de las mujeres dirían que era guapo. Y le vino a la memoria la imagen del señor Nash mirándole desde el sofá de su casa la noche pasada, alargándole el vaso vacío por sexta u octava vez, como si se avergonzase de aceptar una copa más, de permanecer allí quince minutos más; y, sin embargo, una descarada insolencia aparecía como el rasgo predominante de su rostro. Hasta entonces, pensó Vic, los amigos de Melinda habían tenido por lo menos o más seso o menos insolencia. De todas formas, Joel Nash no iba a quedarse en el vecindario para siempre. Era vendedor de la Compañía Furness-Klein de productos químicos de Wesley, en Massachusetts, y estaba allí, según había dicho, por unas cuantas semanas, para promocionar los nuevos productos de la compañía. Si hubiese tenido la intención de establecerse en Wesley o en Little Wesley, a Vic no le cabía la menor duda de que habría acabado desplazando a Ralph Gosden, al margen de lo que Melinda pudiese llegar a aburrirse con él o de lo estúpido que pudiese llegar a resultarle en otros aspectos, ya que Melinda era incapaz de resistirse a lo que ella consideraba una cara guapa. Y Joel, para la opinión de Melinda, debía de ser más guapo que Ralph.
Vic levantó la mirada y vio a Horace Meller de pie junto a él.
–Hola, Horace, ¿qué haces? ¿Te quieres sentar?
–No, gracias.
Horace era un hombre delgado, algo canoso, de estatura media, con un rostro alargado y de expresión sensible y un bigote negro bastante poblado. Bajo el bigote, su sonrisa era la sonrisa educada de un anfitrión nervioso, aun cuando la fiesta estuviera transcurriendo tan perfectamente como para complacer al más exigente de los anfitriones.
–¿Qué hay de nuevo por la imprenta, Vic?
–Estamos a punto de sacar lo de Jenofonte –contestó Vic.
No era fácil hablar en medio de aquel estruendo.
–¿Por qué no te pasas por allí alguna tarde?
Vic se refería a la imprenta. Estaba siempre allí hasta las siete, y se quedaba solo a partir de las cinco, porque Stephen y Carlyle se iban a casa a esa hora.
–Muy bien. Iré sin falta –dijo Horace–. ¿Te gusta lo que estás bebiendo?
Vic hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
–Hasta luego –dijo Horace.
Y se marchó.
Vic notó una sensación de vacío en cuanto se hubo marchado. Una cierta incomodidad. Algo implícito y que Vic conocía perfectamente. Horace había evitado con gran discreción mencionar a Joel Nash. No había dicho que Joel fuese simpático, o que le resultase grata su presencia, ni había preguntado nada acerca de él o se había molestado en decir alguna banalidad. Era Melinda quien se las había ingeniado para que invitasen a Joel a la fiesta. Vic la había estado escuchando hacía dos días hablar por teléfono con Mary Meller: «...Bueno, no es que sea precisamente nuestro huésped, pero nos sentimos un poco responsables de él porque aquí no conoce a casi nadie. ¡No sabes cuánto te lo agradezco, Mary! Ya me figuraba que no te importaría que hubiera un hombre más, y sobre todo siendo tan guapo...». Como si fuese posible que alguien lo separase de Melinda ni con una palanca. Una semana más, pensó Vic. Exactamente siete noches más. El señor Nash se marchaba el día uno, que era domingo.
Joel Nash se materializó. Apareció tambaleándose con su chaqueta blanca de hombreras anchas y el vaso en la mano.
–Buenas noches, señor Van Allen –dijo Joel con una familiaridad fingida–. ¿Cómo está usted esta noche?
Y se dejó caer en el mismo sitio donde había estado sentada la señora Podnansky.
–Como siempre –contestó Vic, sonriendo.
–Hay dos cosas que quería decirle –dijo Joel con un entusiasmo repentino, como si se le acabasen de ocurrir en aquel mismo momento–. La primera es que mi compañía me ha pedido que me quede aquí dos semanas más, así que espero poder recompensarles a los dos por la gran hospitalidad que me han brindado estas últimas semanas y...
Joel se echó a reír de una manera infantil, sacudiendo la cabeza.
–¿Y qué es lo segundo?
–Lo segundo..., bueno, lo segundo es lo admirable que me parece su actitud ante el hecho de que yo me vea con su mujer. Tampoco es que hayamos salido juntos muchas veces. Hemos comido juntos en un par de ocasiones y hemos salido a pasear por el campo, pero...
–¿Pero qué? –dijo Vic a bocajarro, sintiéndose de repente sobrio como una piedra y asqueado por el grado de pegajosa intoxicación del señor Nash.
–Bueno, muchos hombres me habrían roto la cabeza por menos, pensando que era más, claro. Entendería perfectamente que se sintiese usted algo molesto, pero no es así. Ya me doy cuenta muy bien. Me gustaría decirle que le agradezco mucho que no me haya roto las narices. No es que haya habido nada como para provocar eso, por supuesto. Se lo puede preguntar a Melinda, si duda de mí.
Era precisamente la persona más idónea para hacerle esa pregunta, claro. Vic le miró a los ojos con una serena indiferencia. Le daba la impresión de que la respuesta más adecuada era el silencio.
–En cualquier caso, lo que le quiero decir es que creo que se toma usted la vida con una deportividad admirable –añadió Nash.
El tercer anglicismo,1 tan sumamente afectado, de Joel Nash le chirrió a Vic de una manera muy desagradable.
–Le agradezco mucho esos sentimientos –dijo Vic con una breve sonrisa–, pero no suelo perder el tiempo, rompiéndole a la gente las narices. Si alguien me desagradase de verdad, lo que haría sería matarlo.
–¿Matarlo? –preguntó el señor Nash con la mejor de sus sonrisas.
–Sí. Se acuerda usted de Malcolm McRae, ¿verdad?
Vic sabía que Joel Nash conocía bien aquel asunto, porque Melinda comentó que le había contado todos los detalles del «misterio McRae», y que Joel se había sentido muy interesado porque conocía a McRae de haberlo visto una o dos veces en Nueva York por asuntos de negocios.
–Sí –dijo Joel Nash, muy atento a la conversación.
Su sonrisa había empequeñecido. Y ahora ya no era más que un mero recurso defensivo.
Melinda le había dicho a Joel, sin lugar a dudas, que Malcom estaba prácticamente loco por ella. Eso siempre le añadía picante a la historia.
–Me está tomando el pelo –dijo Joel.
En aquel preciso momento Vic comprendió dos cosas: que Joel Nash ya se había acostado con su mujer, y que la actitud de calma impasible que él había mostrado en presencia de Joel y Melinda había hecho bastante impresión. Vic había logrado asustarlo, no solo en aquel preciso momento, sino también algunas noches cuando había estado en su casa. No había acusado jamás ningún signo externo de celos convencionales. Vic pensaba que la gente que no se comporta de una manera ortodoxa tenía, por definición, que inspirar temor.
–No, no le estoy tomando el pelo –dijo Vic, suspirando y cogiendo un cigarrillo del paquete, para ofrecérselo a continuación a Joel.
Joel Nash sacudió la cabeza.
–Llegó un poco demasiado lejos con Melinda, por decirlo así. Seguramente se ...