Primer amor, últimos ritos
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Primer amor, últimos ritos

Ian McEwan, Antonio Escohotado

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Primer amor, últimos ritos

Ian McEwan, Antonio Escohotado

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Una visión diferente de la cotidianidad que nos revela la cara oculta de nuestros fantasmas.

Con la publicación de este libro, que fue galardonado con el premio Somerset Maugham, Ian McEwan se convirtió en la revelación literaria inglesa de finales de los años setenta. Posteriormente, confirmó de sobra las esperanzas suscitadas.

En los ocho relatos de Primer amor, últimos ritos, la depravación puede enmascararse de inocencia y las mariposas pueden resultar siniestras. Con igual fuerza es capaz el autor de mostrar cómo la vida de un niño es arrasada por lo macabro y de destilar las sensaciones del primer amor, rastreando sus rituales iniciáticos, infundiéndoles una lujuriante imaginería sensual. Asociando lo insólito y la provocación, la ternura y un humor glacial, Ian McEwan nos revela la cara oculta de nuestros fantasmas y nos ofrece una visión diferente de nuestra vida cotidiana.

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Información

Año
2023
ISBN
9788433944771
Categoría
Literatura

DISFRACES

Menuda era Mina. Con voz suave y jadeante, y también con sus gruesas gafas, hoy recuerda su última aparición en el escenario. Hacía de Goneril la Amarga en el Old Vic, y no aceptaba bromas, aunque los amigos decían ya entonces que a Mina se le iba la cabeza. Con ayuda del apuntador, dicen, pudo pasar el primer acto, chilló al ayudante de dirección culpable en el entreacto, y le arañó con su larga uña bermeja, bajo el ojo y a la derecha, una pequeña muesca en la mejilla. El Rey Lear se interpuso, ennoblecido la víspera, un titular de la compañía venerado por los no habituales del teatro, y el director se interpuso, palmoteando a Mina con su programa. «Especie de lameculos real» a uno, «Alcahuete de bastidores» al otro, escupió, y trabajó una noche más. Y eso para dar tiempo a su sustituta. La última noche de Mina en el escenario, qué gran dama parecía corriendo de aquí para allá, entrando a tiempo y no tan a tiempo, un tren en un túnel de versos libres, un seno altivo y sin rellenos alzándose al ritmo de sus maullidos, y valiente. Justo al comienzo, lanzó negligentemente una rosa de plástico a la primera fila, y cuando Lear empezó a declamar, ella inició un flirteo con su admirador que provocó ocasionales risitas ahogadas. El público, seres sensibles y sofisticados, estaba con ella y el desesperado melodrama porque conocían a Mina, y cuando salió a saludar le dieron una ovación especial que la mandó llorando a su vestuario, y mientras andaba se apretaba la frente con el revés de la mano.
Dos días más tarde murió Brianie, su hermana, la madre de Henry, así que la confusión de Mina persuadió a Mina en el té del funeral, y presentó las cosas a sus amigos de este modo: que dejó el escenario para ocuparse del hijo de su hermana, la criatura tenía diez años y necesitaba, dijo Mina a sus amigos, una verdadera madre, una Madre Real. Y Mina era una madre surreal.
En el saloncito de su casa de Islington abrazó a su sobrino, estrechó la cara picada de acné contra su seno perfumado y ahora rellenado, y lo mismo al día siguiente en el taxi hacia Oxford Street donde le compró una botella de colonia y un trajecito Fauntleroy con adornos de encaje. Con el paso de los meses le dejó crecer el pelo hasta por encima de las orejas y los hombros, algo atrevido para principios de los sesenta, y le alentó a vestirse para la cena, el tema de esta historia, le enseñó a mezclarse su bebida con los ingredientes del mueblecito-bar, trajo un profesor de violín, un maestro de danza también, un camisero el día de su cumpleaños y luego un fotógrafo con una voz aguda y educada. Vino a sacar fotos difusas en tonos marrones de Henry y Mina posando caracterizados delante de la chimenea y todo eso, le decía Mina a Henry, todo eso era un buen entrenamiento.
¿Entrenamiento para qué? Henry no le hizo esta pregunta ni se la hizo a sí mismo, no era ni introspectivo ni especialmente sensible, del tipo de los que aceptan una nueva vida y este narcisismo sin hacerse una opinión positiva ni negativa, todo es parte de un mismo hecho concreto. El hecho concreto era que su madre había muerto y que a los seis meses su imagen era tan evasiva como una pálida estrella. Había detalles, empero, y preguntaba sobre ellos. Cuando el fotógrafo terminó de contonearse por la habitación, guardó el trípode y se fue, Henry preguntó a Mina a su vuelta de la puerta principal: «¿Por qué tiene una voz tan rara ese hombre?» Se quedaba satisfecho aun sin entender para nada a Mina. «Supongo, mi amor, que porque es mariquita.» Las fotos llegaron pronto, en grandes paquetes, y Mina salió corriendo de la cocina en busca de sus gafas chillando y riendo y desgarrando la rígida envoltura de papel marrón con los dedos. Venían en marcos ovalados y dorados, se las pasó a Henry por encima de la mesa. En los bordes el marrón se difuminaba hasta desaparecer, como humo, precioso e irreal, Henry macilento e impasible, con el torso erguido y una mano descansando ligera en el hombro de Mina. Ella estaba sentada en el taburete del piano, con la falda desparramada en derredor, la cabeza levemente erguida, ensayando un mohín de dama y con el pelo recogido en un moño negro sobre la nuca. Mina se reía, se excitaba y cogía las otras gafas para mirar las fotos alargando el brazo, y al darse la vuelta tiró la jarra de la leche, se rió aún más saltando hacia atrás en la silla para esquivar los pequeños arroyos blancos que goteaban al suelo entre sus piernas. Y entre risa y risa: «¿Qué te parece, mi amor? ¿A que están súper?» «Están bien», dijo Henry, «supongo.»
¿Buen entrenamiento? Tampoco Mina se preguntaba lo que quería decir, pero de haberlo hecho lo hubiera relacionado con el escenario, todo lo que hacía Mina tenía que ver con eso. Siempre en el escenario, hasta cuando estaba sola la observaba un público y actuaba para él, una especie de superego, no se atrevía a disgustarle ni a disgustarse, así que cuando se dejaba caer algo exhausta en la cama con gemido de agotamiento, aquel gemido tenía forma, se expresaba. Y por la mañana, sentada maquillándose frente al espejo del dormitorio rodeado de una pequeña herradura de bombillas, sentía a sus espaldas un millar de ojos y posaba y cuidaba de principio a fin cada uno de sus movimientos, consciente de su absoluta singularidad. Henry no era del tipo de los que ven lo invisible, se equivocaba con Mina. Mina cantando, o abriendo los brazos de par en par, haciendo piruetas por la habitación, comprando sombrillas y trajes, imitándole al lechero el acento del lechero, o simplemente Mina trayendo una fuente de la cocina a la mesa del comedor, sosteniéndola bien en alto, silbando entre dientes alguna marcha militar y marcando el ritmo con las extrañas zapatillas de ballet que siempre llevaba, a Henry le parecía que para él. Eso le inquietaba, no le hacía feliz: ¿tenía que aplaudir, tenía que hacer algo, participar para que Mina no creyese que estaba enfurruñado? A veces captaba el humor de Mina y participaba vacilante en alguna celebración exuberante por la habitación. Entonces algo en la mirada de Mina aconsejaba abstenerse, decía sólo hay lugar para un actor, así que daba un par de pasos más y se sentaba en la silla más cercana.
Le inquietaba, desde luego, pero por lo demás era amable, por las tardes el té estaba listo cuando llegaba del colegio, bocados especiales, algunos pasteles con natillas o bollos tostados, sus favoritos, y luego la charla. Mina resumía sus impresiones y confidencias del día, más esposa en las últimas que tía, hablando deprisa entre bocados, escupiendo migas y con una media luna de grasa sobre el labio superior.
–He visto a Julie Frank almorzando en Three Tuns se los estaba quitando de encima aún vive con ese jockey o entrenador de caballos o lo que sea y sin pensar en casarse pero es una puta rencorosa Henry. «Julie», le dije, «¿qué son esas historias que estás propagando sobre el aborto de Maxine?» ¿Te he hablado de eso, verdad? «¿Aborto?», dijo, «Ah, eso. Bromas y tonterías, Mina, nada más.» «¿Bromas y tonterías?», dije. «Me sentí como una idiota cuando aparecí por allí.» «Ooooh, ¿lo sabías?», dijo.
Henry se comió los eclairs, asintiendo en silencio y contento de sentarse a oír un cuento después de un día de colegio, Mina los contaba tan bien. Después, en la segunda taza de té, le tocaba a Henry contar su día, más lineal y lentamente, así. «Primero tuvimos historia y después canto y luego el señor Baker nos llevó a pasear por Hampstead Hill porque dijo que nos estábamos durmiendo todos y después hubo recreo y después tuvimos francés y después tuvimos redacción.» Pero llevaba más tiempo porque Mina interrumpía diciendo «me acuerdo que lo que más me gustaba era la historia...» y «Hampstead Hill es el punto más alto de Londres, ten cuidado no te vayas a caer, mi amor», y la redacción, la historia, ¿la había traído? ¿la iba a leer?, espera, primero tenía que ponerse cómoda, bueno, ya puedes empezar. Excusándose mentalmente y muy renuente, Henry sacaba el cuaderno de ejercicios de la cartera, alisaba las páginas, empezaba a leer con la monotonía de un robot azorado: «Nadie del pueblo se acercaba mucho al castillo de Grey Crag por los terribles gritos que oían a medianoche...» Cuando llegaba al final Mina pateaba, y aplaudía, gritaba como si estuviera en las últimas filas de un patio de butacas, alzaba su taza de té: «Hay que buscarte un agente, amor mío.» Ahora le tocaba a ella, cogía la historia, repetía la lectura con las pausas correctas, silbando aullidos y entrechocando cucharas como efectos especiales, le convencía de que era buena, incluso misteriosa.
Este té confesional podía durar dos horas; cuando terminaba se iban a sus cuartos, tocaba vestirse para la cena. A partir de octubre Henry encontraba la chimenea encendida, un resplandor ondulante y sombras de muebles retorciéndose por la pared, su traje o su disfraz extendido sobre la cama, lo que Mina hubiera escogido para él aquella noche. Vestirse para cenar. Eran unas dos horas que la señora Simpson utilizaba para entrar con su llave, hacer la cena y marcharse, Mina para bañarse y tenderse al sol artificial con gafas negras cerradas, Henry para hacer los deberes, leer sus viejos libros, jugar con sus cacharros. Mina y Henry buscaban juntos libros y mapas viejos en las húmedas librerías de los alrededores del Museo Británico, coleccionaban trastos viejos de la calle Portobello y el mercado de Camden, de las tiendas donde vendemos-y-compramos-de-todo de Kentish Town. Una cola de elefantes de tamaño descendente y ojos amarillos, tallados en madera, un tren de cuerda de latón pintado que todavía funcionaba, marionetas sin cuerdas, un escorpión conservado en un tarro de cristal. Y un teatro de niños victoriano con un educado librito de instrucciones para representar dos distintas escenas de Las mil y una noches. Se pasaron dos meses moviendo las pálidas figuras de cartón entre los distintos telones de fondo, los cambias con un golpe de muñeca, haces chocar cuchillos y cucharas para los duelos a espada, y Mina se ponía tensa allí encogida de rodillas, a veces se enfadaba cuando él no entraba a tiempo –le ocurría a menudo– pero también ella se equivocaba, y entonces se reían. Mina sabía hacer las voces, todas las voces: de villano, amo, príncipe, heroína, pedigüeño, y trataba de enseñarle, pero sin éxito y se reían de nuevo porque a Henry sólo le salían dos variantes, una aguda y otra grave. Mina se cansó del teatro de cartón, ahora sólo Henry lo ponía delante del fuego y dejaba, en su timidez, que las figuras hablasen en su cabeza. Veinte minutos antes de la cena se quitaba la ropa del colegio, se lavaba, cogía el disfraz que hubiera dispuesto Mina y se reunía con ella en el comedor, donde le esperaba caracterizada.
Mina coleccionaba disfraces, trajes, vestimentas, ropas viejas que encontraba por cualquier parte y les daba forma con la aguja hasta llenar tres armarios. Y ahora también para Henry. Unos cuantos trajes de Oxford Street, pero lo demás material desechado, de grupos de aficionados que se disolvían, pantomimas olvidadas, material de segunda clase de los mejores sastres de teatro, era su hobby, eso es. Para la cena, Henry se ponía un uniforme de soldado, o de ascensorista de hotel americano de antes de la guerra –ahora ya sería un abuelo–, una especie de hábito de monje, una túnica de pastor de las Églogas de Virgilio, representadas una eurítmica ocasión por las chicas de sexto, escritas o arregladas por la jefa de prefectos, pues Mina lo fue en sus tiempos. Henry era obediente y poco curioso, se ponía cada noche lo que encontraba al pie de la cama y se encontraba a Mina abajo con polisón o ballenas, de gato con lentejuelas o de enfermera en Crimea. Pero no hacía diferencias ni representaba lo que sugería el traje, no hacía comentarios sobre el aspecto de ninguno de los dos, daba incluso la impresión de que quería olvidarse del asunto, cenar, relajarse, beber de la copa que le pasaba su sobrino, adiestrado como estaba. Henry se acostumbró a la rutina, le gustaba el ritual del prolongado té y la intimidad estructurada, empezaba a preguntarse, cuando acudía del colegio a casa, qué ropa le habrían preparado, tenía ganas de encontrar algo nuevo sobre la cama. Pero Mina era misteriosa, nunca avisaba durante el té de las novedades, le dejaba descubrirlas y sonreía para sus adentros mientras él le preparaba la bebida y se servía una limonada, con una toga que había encontrado en algún lugar, brindando de un lado a otro de la habitación, en silencio. Le hacía girar sobre sí mismo, tomando nota mental de algún cambio, y empezaban a cenar, la charla y las historias habituales sobre sus tiempos del teatro, o historias de otras gentes. Todo bien extraño, aunque en cierto modo habitual para Henry, las veladas caseras en invierno.
Una tarde, después del té, Henry abrió la puerta de su cuarto y se encontró una muchacha acostada boca abajo en su cama; se acercó un poco y no era una chica, era una especie de vestido de fiesta y una larga peluca rubia, mallas blancas y zapatillas de cuero negro. Contuvo el aliento y tocó el vestido, frío, significativamente sedoso, crujiente al moverse, lleno de volantes y adornos, capa tras capa de satén blanco y encaje bordeado de rosa, con un coqueto lazo cayéndole por la espalda. Lo dejó caer de nuevo en la cama, nunca había visto algo tan de niña, se limpió la mano en los pantalones, sin atreverse a tocar la peluca, que parecía viva. Esto no, él no, ¿de verdad quería Mina que se lo pusiera? Fijó con tristeza los ojos en la cama y cogió las mallas blancas, eso no, era imposible. Bien estaba ser soldado, romano, paje, algo así, pero no una niña, ser una niña estaba mal. Como sus mejores amigos del colegio, no se interesaba por las niñas, evitaba sus reuniones e intrigas, sus susurros y risitas y hacer manitas y pasar notas y te quiero te quiero, le ponían los pelos de punta. Henry recorrió tristemente la habitación de lado a lado, se sentó frente a su escritorio para aprender de memoria palabras francesas, armoire armario armoire armario armoire armario armoire... ¿qué?, y miraba todo el tiempo por encima del hombro para ver si seguían allí en la cama, y allí seguían. Veinte minutos para la cena, no podía ser, no podía quitarse la ropa y ponerse aquélla, pero era terrible estropear el ritual del vestirse, y ahora oía a Mina salir del cuarto de baño cantando, se estaba maquillando en el cuarto de al lado. ¿Cómo podía pedirle otra cosa para ponerse, si se había pasado todo el día buscando para comprarle eso, si ayer le había contado lo que costaban las buenas pelucas y lo difíciles que eran de encontrar? Sentado en la cama lo más lejos posible de la ropa y con ganas de llorar, echó de menos, por primera vez en varios meses, a su madre, sólida y siempre igual, escribiendo a máquina en el Ministerio de Transportes. Oyó a Mina pasar junto a la puerta camino de las escaleras para esperarle abajo y empezó a desatarse un zapato y después no, no quería hacerlo. Mina le llamó, sin cambios en su voz habitual. «Henry, amor mío, a ver si bajas.» Él contestó en voz alta: «Un momento.» Pero no era capaz de moverse, no podía tocar aquellas cosas, no quería, ni siquiera en broma, parecer una niña. En las escaleras se oyeron los pasos de Mina, subía a ver qué pasaba, se quitó un zapato como símbolo de conciliación, no podía hacer otra cosa.
Entró caracterizada en su habitación, nunca la había visto ponérselo antes, un uniforme de oficial, enérgico, austero de líneas, finas charreteras de hebilla y una raya roja en los pantalones, el pelo sujeto en la nuca, a lo mejor con brillantina, zapatos negros y relucientes, y en la cara las profundas arrugas de un hombre, una sugerencia de bigote. Atravesó la habitación de dos zancadas. «Pero mi amor, ni siquiera has empezado a arreglarte, déjame que te ayude, de todas formas hay que atarlo por la espalda», y empezó a aflojarle la corbata. Henry estaba demasiado entumecido para resistirse, era tan precisa, le quitaba la camisa, los pantalones, el otro zapato, los calcetines y por último, cosa rara, los calzoncillos. ¿Se había lavado ya? Le cogió por la muñeca, le condujo al lavabo, lo llenó de agua caliente y le pasó una toalla mojada por la cara, después una seca, manejándole con un particular frenesí, un ritmo especial. Quedó desnudo en el centro de la habitación mientras Mina buscaba entre las ropas de la cama y los encontraba, volvía de la cama con ellos en la mano, unos pololos blancos, y Henry se dijo «no» mientras se acercaban. Se inclinó a sus pies, dijo con tono jovial: «levanta una pierna», y le dio un golpecito en un pie con el revés de la mano, y él no fue capaz de moverse, se quedó allí, de pie, asustado por el tono impaciente que se percibía en la voz de Mina: «Vamos, Henry, se va a enfriar la cena.» Movió la lengua antes de hablar: «No, no quiero ponerme eso.» Se quedó un instante inclinada a sus pies, después se enderezó, le asió el antebrazo con un gran pellizco cruel y le miró desde cerca a los ojos, absorbiéndole con la mirada. Vio la máscara del maquillaje pegada a la cara, un hombre viejo, las líneas de cicatrices frívolas y el labio inferior tenso de rabia sobre los dientes, empezó a temblar por las piernas y después por todas partes. Le sacudió el brazo, siseó: «Levanta la pierna», y esperó mientras él iniciaba el movimiento, pero ese movimiento le soltó y por la pierna se deslizó un hilillo de orina. Le llevó de nuevo al lavabo, le secó rápidamente con la toalla y dijo: «Ahora», así que Henry, demasiado asustado, demasiado humillado para negarse, levantó primero una pierna y después otra, se sometió a las capas del vestido, frías contra su piel, metido por la cabeza, atado por detrás, después las mallas, las zapatillas de cuero, y por último la apretada peluca, el cabello de oro le cayó por encima de los ojos y se derramó libremente sobre sus hombros.
La vio en el espejo, una niña inconcebiblemente guapa, apartó los ojos y siguió desdichadamente a Mina escaleras abajo, la seda crujiendo, enfurruñado y con las piernas aún temblando. Mina ya estaba alegre, hizo bromas conciliadoras sobre su resistencia nocturna, habló de un viaje a algún sitio, quizás al parque de atracciones de Battersea, y hasta Henry en su confusión vio que su presencia y apariencia la excitaban, porque se levantó dos veces durante la comida y se acercó a su sitio para abrazarle y besarle, pasando los dedos por la tela: «Todo se ha perdonado, todo se ha perdonado.» Después Mina bebió tres copas de oporto y se arrellanó en la butaca, un soldado borracho llamando a su chica, quería que se acercara a sentarse en las rodillas de su oficial. Henry se mantuvo a distancia, sintiendo pánico en el estómago cada vez que pensaba que Mina... ¿era muy malvada o muy loca?, no podía decirlo, pero desde luego el juego de vestirse ya no es divertido así, le parecía que Mina estaba ansiosa, no se atrevería a llevar la contraria, había algo oscuro en esa forma de empujarle, esa forma de sisear, algo que no comprendía y se lo quitó de la cabeza. Así que al final de la velada, escapando de las manos de Mina que querían sentarle en sus rodillas y viéndose de pasada en los muchos espejos de aquel cuarto, reflejos de la bonita niña rubia en su vestido de fiesta, se dijo: «Es para ella, no tiene nada que ver con nada, es para ella, no tiene nada que ver conmigo.»
Temía lo que no entendía en ella. Henry más bien la quería, era su amiga, quería hacerle reír, no decirle lo que tenía que hacer. Le hacía reír con todas sus extrañas voces, y cuando se excitaba contando una historia, cosa que ocurría a menudo, se la representaba, paseando y hablando por todos los rincones del saloncito. «El día que Deborah dejó a su marido se fue derecha a la parada del autobús...», y aquí Mina danzaba una pequeña marcha moviendo los brazos hasta el centro de la habitación... «y entonces se acordó de que a la hora del almuerzo no había autobuses en el pueblo...», protegiéndose los ojos con una mano exploraba el cuarto en busca de un autobús y de pronto se tapaba la boca con la otra mano, abría los ojos de par en par, le colgaba la mandíbula, toda su cara se iluminaba al recordar, como cuando el sol sale por detrás de una nube... «así que volvió a casa para almorzar...», otro paseíto..., «y allí estaba su marido sentado delante de dos platos vacíos, eructando y diciendo: “Bueno, no te esperaba, así que me comí lo tuyo...”» Mina en jarras miraba pasmada a Henry que ahora era el marido sentado a la mesa, y él se preguntaba si debía participar, arrellanarse en la silla y eructar. Pero en vez de eso se reía porque Mina se echaba a reír, siempre lo hacía cuando llegaba al final de su historia. Mina salía de vez en cuando en la televisión, él la admiraba por ello, aunque no eran más que anuncios, solía ser el ama de casa con el buen detergente, los rulos y el pañuelo en la cabeza cotorreando por encima del seto del jardín, alguna vecina se asomaba y le preguntaba por sus sábanas, cuál era su secreto, y Mina se lo contaba con su acento de Londres Sur. Alquilaba el televisor exclusivamente para los anuncios, esperaban sentados con la página de horarios a que saliese y cuando salía se reían. Cuando terminaba lo apagaba, sólo a veces veían un programa, y entonces el problema eran los actores, la ponían de mal humor antes de empezar: «¡Dios!, ése es Paul Cook, le conozco de cuando barría el escenario en el teatro de Ipswich», se levantaba de un salto de la silla, desenchufaba el aparato de camino hacia la cocina y Henry se quedaba sentado viendo cómo el punto blanco iba desapareciendo por el centro de la pantalla.
Una tarde, casi en Navidad, llegó helado y tarde del colegio y encontró un montón, Mina lo había puesto al lado de su plato en la mesa de té y tenía que verlo, un montón de tarjetas lisas y blancas grabadas en cobre con adornos, austeras y decentes, donde se leía Mina y Henry le invitan a su fiesta. Disfraz. Se ruega confirmación. Henry leyó unas cuantas, su nombre extraño en letras de imprenta, y miró a Mina, que le observaba, en el espacio que les separaba se cernía una especie de sonrisa de labios fruncidos, dispuesta a explotar, y Mina le estaba esperando. Excitado pero incapaz de mostrarlo porque lo estaban esperando, dijo mansamente: «Qué bonito», y no era eso, no era eso en absoluto lo que sentía, nunca había estado en una fiesta y nunca había estado en una tarjeta de invitación. De todas formas, algo en Mina lo hacía difícil de decir, se necesitaba más: «Bueno, disfraces, ¿qué clase de disfraces?», pero ya era tarde porque Mina se había levantado riéndose mientras lo decía y se pavoneaba como una bailarina por la habitación canturreando, al ritmo de sus pasos: «¿Es bonito? ¿Bo-nito? ¿Bo-nito? ¿Bo-nito?», y así por el cuarto y de vuelta a la silla donde él seguía sentado mirándola y muy inseguro. Se ponía detrás de su silla enredándole el pelo con falso afecto, en realidad lo tironeaba, y pellizcándole los ojos. «Henry, querido, será formidable, fantástico, espantoso, pero no bonito, nosotros nunca hacemos cosas bonitas», hablando sin dejar de pasarle las manos por el pelo, enroscándoselo en los dedos. Se volvió para mirar hacia arriba y escaparse, y ella se había calmado, le estrechó con verdadero afecto. «Vamos a pasarlo mejor que nunca, ¿no estás excitado? ¿Qué te...

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