Rescate por un perro
eBook - ePub

Rescate por un perro

  1. 256 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Rescate por un perro

Descripción del libro

Una inquietante investigación sobre la desintegración de la personalidad de un hombre.

En poco espacio de tiempo, los Reynolds, un matrimonio de mediana edad, han recibido dos anónimos cubriéndolos de insultos. Después, una tarde, mientras Reynolds saca a pasear a Lisa, su caniche, el perro desaparece. A la mañana siguiente llega un tercer anónimo exigiendo el pago de un rescate. ¿Quién puede ser el desalmado que los acosa de tal forma?

Haciendo de tripas corazón, los Reynolds deciden avisar a la policía. Entre los policías de Nueva York, indiferentes, brutales, corrompidos, inmersos en un contexto de anárquica violencia, ¿a quién puede interesar el secuestro de un perro? Y, sin embargo, uno de ellos, el joven Clarence Duhamell, un ingenuo, un idealista a quien repugna la insensibilidad de sus colegas respecto a tan banal suceso, se lanza en persecución del secuestrador. ¿Cómo podría saber que, con el celo que pone en ayudar a los Reynolds, acaba de empezar un largo descenso a los infiernos?

En Rescate por un perro, Patricia Highsmith explora de nuevo, con su sutileza característica, la lenta desintegración de la personalidad de un hombre, víctima de las extrañas relaciones que se establecen entre el cazador y su presa.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Rescate por un perro de Patricia Highsmith, Jordi Beltrán en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2006
ISBN del libro electrónico
9788433944832
Categoría
Literatura

1

Greta enseñó la carta a Ed tan pronto como este cruzó la puerta.
–No he podido resistir la tentación de abrirla, Ed, porque sabía que era de este..., de ese cerdo.
El sobre iba dirigido al señor Edward Reynolds, como de costumbre. Era la tercera carta. Al recibirla, Greta le había llamado a la oficina, aunque no había querido leérsela por teléfono. La carta, escrita en letras de imprenta y con bolígrafo, decía:
«MUY SEÑOR MIO:
SUPONGO QUE SE SENTIRA MUY SATISFECHO DE USTED MISMO LAS PERSONAS COMO USTED ME DAN ASCO Y NO SOLO A MI SINO TAMBIEN A MUCHISIMA OTRA JENTE DE ESTE MUNDO. ES USTED UN PRESUMIDO Y SE SIENTE MUY SEGURO DE USTED MISMO. SE CREE SUPERIOR HA TODOS LOS DEMAS. UN PISO DE LUJO Y UN PERRO ELEGANTE. ES USTED UNA MAQUINITA ASQUEROSA, NADA MAS. SUS DIAS ESTÁN CONTADOS. ¿QUE LE DA DERECHO HA SENTIRSE “SUPERIOR”»?
ANON
–Oh, Dios mío –exclamó Ed.
Sonrió nerviosamente a su esposa y le devolvió el sobre y la
carta. Como Greta no alargó la mano para cogerlos, los dejó sobre el piano colín que había a la izquierda.
–¡Hola, Lisa! –dijo Ed, agachándose por fin para coger las patas delanteras del caniche negro que bailaba a su alrededor.
Greta quitó la carta y el sobre del piano, como si fueran a contaminar el instrumento.
–¿No crees que deberíamos decírselo a la policía?
–No. De veras que no, querida. Y no te preocupes. Esa gente se desahoga así..., escribiendo cartas, eso es todo. Resulta irritante, pero en realidad no pueden hacerte daño.
Ed colgó el abrigo, luego entró en el baño para lavarse las manos. Acababa de regresar de la oficina y mientras dejaba que el agua se llevase el jabón de las manos pensó: Me lavo las manos del metro y también de esa condenada carta. ¿Quién escribía las cartas? Probablemente alguien que vivía en el barrio. Dos semanas antes Ed le había preguntado a George, uno de los porteros del edificio, si algún desconocido había preguntado por él, si había visto algún extraño, hombre o mujer, merodeando por los alrededores, y George le había dicho que no. Ed estaba seguro de que George les había hecho la misma pregunta a los otros porteros. ¿Sería alguien de la oficina? Le parecía inconcebible. Sin embargo, nunca se sabía, ¿verdad? La persona que te manda cartas anónimas, injuriosas, no acostumbra a mirarte fijamente, a delatarse. Por otro lado, las cartas de Anon parecían escritas por un verdadero imbécil y en C. & D. no había nadie, ni siquiera los encargados de la limpieza, a quien pudiera calificarse de tal. Las cartas molestaban a Ed, pero a Greta la tenían atemorizada, y Ed no quería mostrar siquiera su irritación, no fuera con ello a aumentar los temores de su esposa. Y quizás también él estaba un poco asustado. Alguien le había escogido como blanco de sus cartas. ¿Sería el único que las recibía? ¿Habría otros vecinos tan irritados como él?
–¿Te apetece una copa, querido? Lisa puede esperar un minuto –dijo Greta.
–De acuerdo. Tomaré una. No muy llena.
A veces sacaba a Lisa en cuanto llegaba a casa, otras veces lo hacía después de tomarse un aperitivo antes de cenar.
Greta entró en la cocina.
–¿Has tenido un día de perros o un buen día?
–Mitad y mitad. Hemos tenido una reunión. Toda la tarde.
Lisa se acercó juguetonamente a Ed porque sabía que era ya la hora de que la sacaran a pasear. Era un caniche diminuto, no de la mejor perrera, pero, pese a ello, un caniche puro, con ojos de color oro oscuro, y era sensible y bien educada; evidentemente, lo era de nacimiento, ya que ni Ed ni Greta habían dedicado mucho tiempo a adiestrarla.
–¿Y bien? ¿Qué tal la reunión?
Greta sirvió a Ed un whisky escocés con agua y hielo.
–No ha estado mal. Ninguna discusión grave. –Había sido la reunión editorial de cada mes. Él sabía que Greta estaba preocupada por culpa de la carta de Anon y que se esforzaba en hacer que el intervalo entre su llegada a la casa y la cena fuera como el de cualquier otra tarde. Ed trabajaba en Cross & Dickinson, en Lexington Avenue, y era editor jefe del departamento de no-ficción. Tenía cuarenta y dos años y llevaba seis en la editorial. Se sentó en el sofá de color verde oscuro y dio una palmadita en el cojín, lo cual significaba que Lisa podía subirse a él–. ¿Quieres que suba algo? – preguntó Ed, como hacía casi siempre.
–Ah, sí, cariño, un poco de crema agria. Se me olvidó comprarla. Es para el postre.
Había unas mantequerías en Broadway.
–¿Qué hay para cenar?
–Carne en conserva. ¿No has notado el aroma? –rió Greta.
Ed lo había notado, pero ya no se acordaba. Uno de sus platos favoritos.
–Será porque todavía no has puesto la col. –Dejó la copa sobre la mesita de café y se levantó–. ¿Nos vamos, Lisa?
Lisa saltó del sofá y se puso a dar vueltas por el recibidor, como si buscase la correa, que estaba colgada en el ropero.
–Volveré dentro de veinte minutos –dijo Ed.
Hizo ademán de coger el abrigo, pero decidió dejarlo. El ascensor era automático, y abajo en el vestíbulo había portero. Esa noche el de turno era George, un negro alto y fornido.
–¿Qué tal, Lisa? –dijo George, agachándose para acariciarla, pero Lisa tenía tanta prisa por salir al aire libre que se limitó a dedicarle un saludo superficial, levantó las patas delanteras en una cabriola y siguió tirando de la correa para salir a la acera.
Aquella noche Ed envidiaba la energía de Lisa. Se sentía cansado y vagamente deprimido. Lisa echó a andar hacia la derecha, hacia el West End y las mantequerías, y se detuvo para agacharse y orinar junto al bordillo. Ed pensó ir primero a las mantequerías, pero decidió llevar a Lisa al parque Riverside para su acostumbrada carrera. Bajó la escalera de piedra adornada con la estatua ecuestre de Franz Sigel, cruzó el Drive con la luz verde y soltó a Lisa. Anochecía rápidamente. Eran poco más de las siete de una tarde de octubre. Al otro lado del río Hudson se habían encendido un par de anuncios luminosos. Ed pensó que por aquellas mismas fechas el año pasado Margaret aún vivía. Su hija. No pienses más en eso, se dijo a sí mismo. A los dieciocho años. Qué vergüenza. Era extraño, pero las frases convencionales eran las más consoladoras. Esto era debido, y a él le constaba así, a que no se sentía capaz de pensar profundamente en la muerte de Margaret, en su ausencia, en su pérdida, la vergüenza y todo lo demás. Es decir, suponiendo que fuera capaz de pensar profundamente en algo, lo que fuese. Quizás no lo era. Tal vez por eso no lo intentaba, no se atrevía a pensar en aquella hija tan prometedora que se había mezclado con una pandilla de golfos y había muerto a causa de las drogas..., no, más bien había recibido un tiro en una reyerta. ¿Por qué había pensado en las drogas? Margaret las probaba, sí, eso era cierto, pero las drogas no la habían matado. El tiro la había matado. En un bar de Greenwich Village. La policía había acorralado a los chicos de las pistolas, aunque había resultado imposible averiguar quién había sido el autor de aquel disparo, precisamente de aquel, y en cierto modo daba lo mismo, a Ed no le importaba. El bar se llamaba «Las Armas de Plástico». Repugnante. Ni siquiera era un chiste gracioso, aquel nombre. Lo habían cambiado después de la noche de la redada policial, la reyerta, el tiroteo.
Con voz firme Ed dijo:
–Lisa, chica, esta noche vas a recoger algo.
Pero no había traído la pelota de caucho azul. No quería arrojar una piedra, que Lisa habría recogido gustosamente, porque las piedras eran malas para los dientes.
–Maldita sea, Lisa. Me he olvidado tu pelota.
Lisa le miró con expectación y ladró.
–¡Tira algo!
Ed recogió un palo, un trozo de madera grueso y corto, lo bastante pesado para arrojarlo a cierta distancia. Lisa salió disparada tras el palo y volvió con él, al principio fingiendo que no quería soltarlo, pero al final lo dejó en el suelo, porque quería que Ed volviese a arrojarlo.
Ed lo arrojó. Se acordó de la crema agria. No debía olvidársele.
–¡Vamos, Lisa! –Ed dio unas palmadas. Gritaba hacia unos matorrales oscuros donde Lisa había desaparecido en busca del palo. Como el perro no aparecía, Ed echó a andar hacia los matorrales–. Déjalo ya, chica.
Sin duda había perdido el palo y andaba olfateando entre los matorrales, buscándolo.
Ed no la vio. Se volvió.
–¿Lisa?
Silbó.
Se oyó el zumbido de los motores de los coches. El semáforo había pasado de rojo a verde en Riverside Drive.
–¡Lisa!
Ed subió hasta el nivel de la calle y miró en la acera. Pero ¿qué iba a hacer Lisa en la acera? Bajó de nuevo la pendiente cubierta de césped y regresó al grupo de árboles y matorrales donde Lisa había desaparecido.
–¡Ven aquí, Lisa!
De pronto había anochecido del todo.
Ed volvió sobre sus pasos, caminando paralelamente a la estatua ecuestre.
–¡Lisa!
¿Habría regresado a casa? Absurdo. Con todo, cruzó el Drive y echó a correr por la acera hasta llegar a la puerta de casa. A George, que se encontraba en el vestíbulo, le dijo:
–No encuentro a Lisa. Si vuelve por aquí, ¿podrá retenerla en el vestíbulo?
Hizo ademán de entregarle la correa a George, luego se dio cuenta de que la necesitaría si encontraba a Lisa en la calle.
–¿No la encuentra?
–Fue a buscar algo que le arrojé. No volvió. ¡Regreso dentro de unos minutos!
Ed bajó apresuradamente los mismos escalones, se detuvo ante lo que parecía una luz verde que no se acababa nunca, luego cruzó el Drive.
–¡Lisa! ¿Dónde estás?
De pronto concibió esperanzas. Seguro que el perro ya habría abandonado la búsqueda del palo.
Pero la oscuridad, la negra masa de matorrales estaba silenciosa. Quizás el tipo de las cartas anónimas la había cogido. No, eso era absurdo. ¿Cómo podía alguien «coger» a Lisa?... Como no fuera pegándole un tiro y, desde luego, no se había oído ninguna detonación. Habían pasado casi diez minutos desde que la echara en falta. ¿Qué diablos podía hacer? ¿Decírselo a un policía? Sí. Ed subió los peldaños hasta la acera. Ningún policía a la vista. Solo tres o cuatro personas, caminando separadamente.
Ed volvió al edificio donde vivía.
–Ni rastro de ella –dijo George, abriendo la puerta a una señora de edad que se disponía a salir–. ¿Qué va a hacer usted, señor Reynolds?
–No lo sé todavía. Seguir buscándola.
Presa del nerviosismo, Ed apretó el botón del ascensor tres veces. Vivía en el octavo piso.
–Se te ha olvidado la crema agria –dijo Greta el verle entrar–. ¿Qué ocurre?
–No encuentro a Lisa. Le arrojé algo en el parque... y no volvió. Será mejor que baje otra vez, querida. Será mejor que me quede abajo hasta que dé con ella. Me llevaré la linterna.
La sacó de un cajón de la mesita del recibidor.
–Iré contigo. Deja que apague la cocina.
Greta entró en la cocina.
Mientras bajaban en el ascen...

Índice

  1. Portada
  2. Rescate por un perro
  3. Notas
  4. Créditos