Capítulo 1
Luz, radiación y espectros
La Naturaleza escribe sus secretos más íntimos en la luz
Ann Druyan (Cosmos: Mundos posibles)
We can scarcely avoid the inference that light consists in the transverse undulations of the same medium which is the cause of electric and magnetic phenomena
James C. Maxwell
1.1. En el principio
La luz lleva consigo los secretos del Universo que nos rodea, o los de aquel que nos envolvió hace ya mucho tiempo. Los humanos siempre nos hemos sentido atraídos hacia la luz, que despierta en nosotros una increíble fascinación. De hecho, la luz es asociada en muchas religiones con los primeros actos de la creación del cosmos, o el principio de la vida. Por ejemplo, según la tradición judeo-cristiana, durante la creación Dios creó la luz inmediatamente después del cielo y la tierra: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía por encima de las aguas. Y dijo Dios: Hágase la luz; y la luz se hizo. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas” (Génesis, 1:3). Y en el cristianismo, la luz se asocia a la vida, en la misma figura de Jesús: “Yo soy La Luz del Mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas, tendrá luz y vida” (Juan, 8:12).
Nuestra vida diaria está condicionada por la presencia de luz: realizamos la mayor parte de nuestras actividades cuando la luz solar baña la porción de planeta que habitamos; descansamos, habitualmente, cuando sólo parte de esa luz se refleja en el satélite de nuestro mundo. De hecho, hace varios miles de años, sólo pudimos avanzar como especie, cuando supimos controlar el fuego — aunque ni siquiera fue el Homo sapiens quien lo conquistó, sino nuestro antepasado, el Homo erectus. El fuego nos proporcionaba calor, y un tímido remedo de la luz del Sol cuando éste desaparecía de nuestros cielos. Eso nos permitió sobrevivir, ahuyentar a depredadores más veloces que nosotros a los que no podíamos ver, y empezar a fabricar utensilios que nos hacían la vida más fácil. El fuego nos permitió crear una cultura y una civilización, aunque no supiéramos cuál era su origen y qué lo producía — eso no ocurriría hasta aproximadamente 800000 años más tarde cuando los Homo sapiens supimos y entendimos qué era una reacción de combustión.
Durante gran parte del tiempo en que la vida ha existido sobre nuestro mundo, la luz solar ha posibilitado el desarrollo de la misma tal como la conocemos. Eso no implica que en ausencia de luz solar no haya vida, pero la mayoría de la biología de nuestro planeta está sustentada por la luz de nuestro astro. El proceso de la fotosíntesis sólo ocurre en presencia de luz solar; dicho proceso es un conjunto de reacciones químicas que permiten que las plantas verdes de nuestro planeta (y algunas bacterias) transformen el dióxido de carbono — un gas que expulsamos en nuestra respiración — en nutrientes y oxígeno — otro gas que tomamos en nuestra respiración. En esencia, la fotosíntesis convierte la energía que lleva la luz solar en energía química, disponible no sólo para las plantas sino para cualquier ser vivo. No existiría la vida tal como la conocemos sin la fotosíntesis, porque con dicho proceso: (i) las plantas renuevan la atmósfera de nuestro planeta, usando el dióxido de carbono que otros organismos (entre ellos los humanos) desechan en su respiración; (ii) las plantas producen oxígeno que es necesario para la respiración de la mayoría de los seres vivos de este planeta (incluidas ellas mismas); y (iii) las plantas forman una sustancia orgánica sólida y tangible, la glucosa, que constituye la base de la cadena alimenticia en nuestra biosfera. Por ello, en último término, como toda la vida que puebla la Tierra, los humanos somos hijos de la luz solar. Y en un proceso perfectamente cíclico la vida es, en última instancia, responsable de la forma, diseño y composición química del planeta tal como lo conocemos en la actualidad.
La presencia de luz ha dirigido la evolución de la vida en nuestro planeta, y es posible que en cualquier otro lugar donde ésta se haya desarrollado. Esa luz ha posibilitado en nuestro planeta — y posiblemente en otros donde exista vida — el desarrollo de unos órganos que pudieran aprovechar, interpretar y leer esa fuente de energía. Los ojos son unos órganos fascinantes y, desde el punto de vista evolutivo, muy útiles para poder perpetuarse como especie, porque proporcionan una gran ventaja al percibir a posibles enemigos. Si existe luz en el lugar que uno habita, como consecuencia de una estrella cercana, es relativamente fácil, desde un punto de vista biológico, usar esa luz que llega, para moverse, desarrollarse, localizar objetos y sobrevivir. Pero ¿cómo son los ojos que hemos descubierto estudiando la biología de nuestro planeta?, ¿qué características poseen?
1.2. Los ojos
Existen, en la diversidad de seres que pueblan nuestro planeta, cuatro formas básicas de hacer un ojo. Sin embargo, no todos ellos pueden ver en el mismo rango de colores, y por tanto, no todas las especies abarcan la misma gama cromática; por ejemplo los pájaros y los insectos ven mucho mejor que nosotros en los límites de la escala cromática: en el rojo y en el violeta, respectivamente.
En esencia, un ojo es una cámara oscura con un orificio en su parte frontal para dejar pasar la luz. Este orificio puede o no tener una lente, aunque la presencia de una lente es sólo necesaria si la luz que llega de nuestro entorno no es suficiente, como ocurre en nuestro planeta, para conseguir un buen enfoque en la cámara. Los humanos tenemos esa lente para paliar esa carencia de luz: el cristalino junto con la córnea (siendo esta última la que realiza la mayor parte del enfoque). La luz que atraviesa el cristalino forma la imagen (puesta del revés) en el fondo de la cámara oscura (la retina). Este fondo está recubierto de células que son sensibles a la luz e informan al cerebro, a través de los nervios, de la imagen formada. Veremos como la luz es capaz de disparar ese proceso químico más adelante, en el Capítulo 5. Este tipo de diseño de un ojo, el más básico, es el que poseen todos los vertebrados e incluso los pulpos1. Algunos crustáceos varían este diseño: usan, en lugar de una lente para focalizar la luz en la retina, un espejo curvo. En este tipo de ojo no toda la luz pasa a la cámara oscura dado que alguna se pierde por reflexión en el espejo, pero sí la suficiente para alcanzar la retina.
Algunos insectos y crustáceos poseen los llamados ojos compuestos (también este sistema está presente en las gambas). Esencialmente, el diseño consiste de varios miles de tubos, los cuales parten de un mismo centro formando una media circunferencia. Esto hace que cada tubo esté orientado de forma ligeramente diferente al adyacente. Cada tubo tiene en su extremo una pequeña lente — es decir, cada tubo es un ojo — , que concentra la luz, pero no mejora la imagen como lo hace el cristalino. Por tanto, la resolución de la imagen captada en cada tubo es muy pobre, pero como cada tubo forma una imagen mala ligeramente distinta a la del otro tubo, el cerebro de nuestro ser vivo combina la información de los miles de tubos, creando una imagen y, lo que es más importante, le permite la detección de movimientos rápidos de posibles presas o enemigos.
Por último, otros insectos (como las arañas que se desplazan a saltos) usan sus ojos como cámaras oscuras, pero en lugar de tener el fondo de la cámara oscura totalmente tapizado de células sensibles a la luz, sólo tienen una pequeña zona recubierta de células sensibles. Esta zona es movida arriba, abajo y a los lados por los músculos del fondo del ojo, de tal manera que el insecto escanea lo que tiene enfrente de su ojo como si fueran “líneas” muy juntas unas al lado de otras en cualquier dirección, pero lo hace tan rápido que esas líneas forman una imagen intacta.
1.3. Toda la luz que no podemos ver
En el día a día vemos que las hojas de los árboles son verdes, las fresas son rojas, algunas uvas son moradas y la pantalla del procesador de textos con el que escribimos es azul. Pero esos colores ¿están en la luz del Sol?; la luz que nos llega del Sol es blanca, entonces ¿de qué colores, si alguno, está hecha la luz del Sol?, ¿la luz del Sol tiene otros colores que no observamos o sólo posee los que podemos observar en los objetos que nos rodean?, ¿qué son los colores, por cierto?
El primer humano en responder a algunas de esas preguntas fue Isaac Newton durante el año 1666 cuando, contando veinticuatro años y estando en confinamiento domiciliario por una epidemia de peste, realizó un sencillo experimento. En una de las habitaciones de su casa, echó las cortinas de la única ventana que había, de tal forma que sólo dejaba pasar un estrecho haz de luz solar en la habitación a oscuras. Enfrente de ese haz, colocó un vidrio en forma triangular — técnicamente esos vidrios se conocen como prismas; la luz incidía por uno de los lados, lo atravesaba y salía por el otro lado. Pero al salir por el segundo lado del triángulo de nuevo al aire que había en la habitación y rodeaba al prisma, aparecía desdoblado en todos los colores que observamos en el mundo natural, un pequeño arcoíris: desde el color rojo hasta el violeta. Newton denominó espectro al pequeño arcoíris que había obtenido. La conclusión del experimento es que la luz solar contiene todos los colores del mundo natural, y por eso aparece blanca. Pero ¿hay más “colores” que no podemos ver con nuestros ojos?, es decir, ¿hay otros rangos de luz que existen, pero no percibimos?
El primer científico en responder a esta cuestión en 1800 fue el astrónomo germano-británico William Herschel usando un dispositivo experimental similar al de Newton más de cien años antes. En una habitación también a oscuras, dejó pasar un haz de luz a través de las cortinas de la única ventana, y formó el arcoíris como Newton lo había hecho antes. Hasta ese instante, Herschel había logrado una cualidad inherente muy importante en cualquier experimento científico: la reproducibilidad, la capacidad para repetir observaciones por dos personas diferentes, cuando las condiciones son exactamente las mismas. Sin embargo, Herschel hizo una pequeña modificación al diseño del experimento, para intentar comprender mejor lo que estaba ocurriendo. Al lado de la zona donde aparecía el color rojo (el último del pequeño arcoíris formado), y donde Herschel no veía ningún color con sus ojos, colocó un termómetro y observó que la temperatura de éste aumentaba cuando la luz pasaba a través del prisma. Dicho de otra forma, la luz del Sol no sólo contenía los colores que veíamos, sino que había otros colores, que no percibíamos, pero cuyos efectos podíamos sentir (Fig. 1.1. A). A esos colores Herschel los llamó rayos caloríficos, porque aumentaban la temperatura del termómetro colocado. Herschel no sólo midió el aumento de la temperatura ocasionada por sus rayos caloríficos, sino que la midió para todos y cada uno de los colores que era capaz de ver. Observó que en cada uno de esos colores se producía un aumento de temperatura de los termómetros colocados bajo el correspondiente haz coloreado, comparado con aquella que registraban los termómetros que permanecían en la oscuridad de la habitación. Esto significaba que la luz coloreada no sólo llevaba colores, sino que además llevaba energía porque producía un aumento de temperatura. El máximo aumento de temperatura era ocasionado por los rayos caloríficos que no se veían. Herschel además comprobó, en otro tipo de experimentos, que sus rayos caloríficos sufrían los mismos fenómenos físicos que los haces de luz cuyos colores podía ver: (i) eran reflejados por espejos; (ii) eran refractados cuando pasaban del aire (un medio poco denso) al agua o un vidrio (medios más densos); (iii) eran absorbidos por otras sustancias (como ya había demostrado al medir el aumento de temperatura que experimentaba el líquido que rellenaba el termómetro); y (iv) eran transmitidos por prismas y otro materiales (sufriendo la reflexión y la refracción). Los rayos caloríficos de Herschel los conocemos en la actualidad como rayos de infrarrojo (por estar próximos al color rojo).
Empujado por el descubrimiento de Herschel, el físico alemán Johann Ritter decidió en 1801 estudiar si los diferentes colores separados al atravesar la luz blanca por un prisma (nuevamente el dispositivo experimental de Newton) eran capaces de ennegrecer el cloruro de plata; este es un compuesto de color blanco y aspecto gelatinoso, cuya representación en términos químicos es AgCl, que se convierte en plata metálica, y por tanto se oscurece, cuando es expuesto a la luz azul o violeta. Es decir, en lugar de usar un termómetro como detector de sus experimentos, usó papeles impregnados en cloruro de plata. Ritter observó que la zona donde aparecía el color rojo y los rayos caloríficos de Herschel apenas si ennegrecían sus papeles impregnados con AgCl (Fig. 1.1 B). En cambio, sí observó que la luz violeta (situada en el otro extremo del lugar donde aparecía el color rojo) ennegrecía muchísimo el papel; es más, exponiendo el AgCl a la luz solar de la región más allá del violeta, que al atravesar el prisma no presentaba ningún color visible, el ennegrecimiento era mayor. Ello le llevó a concluir que existían otros rayos no perceptibles más allá del violeta; dado que dichos rayos ocasionaban una reacción química — transformación de AgCl a plata metálica — , los llamó rayos químicos. El mismo comprobó que estos rayos sufrían los fenómenos de refracción y reflexión. En la actualidad, los conocemos como radiación ultravioleta, porque están más allá del violeta2.
Y hasta ahí los humanos pudimos desentrañar de que estaba hecha la luz del Sol que llega a nuestro suelo. Sin embargo, no sólo eran esas las regiones que no podíamos ver y que estaban contenidas en la luz solar, las únicas clases de luz que existían. Además, había otras cuya accesibilidad no era tan fácil como el hecho de recoger un haz de luz solar que atravesaba una ventana y proyectarlo sobre un prisma para que se refractara. Existían otros cuatro tipos de rayos en la Naturaleza, pero con características más sutiles, que los humanos hubimos de descubrir con la ayuda de otros instrumentos más complejos que un prisma.
Fue el científico alemán Heinrich Hertz — en 1888, casi 100 años después de los experimentos de Ritter — quien descubrió otros rayos caloríficos que tampoco se podían ver con nuestros ojos. En este caso, en lugar de usar luz natural, Hertz usó la corriente eléctrica. Con una fuente de alto voltaje en un circuito eléctrico — el cual estaba formado por alambre de cobre, con dos esferas de latón en los extremos del circuito — , creó una chispa eléctrica (es decir, una corriente eléctrica muy intensa, que varía enormemente). Esta chispa eléctrica generó un rayo calorífico que en lugar de ser detectado por un termómetro o AgCl se detectaba por otro circuito eléctrico, similar al que lo había originado. El circuito eléctrico detector colocado a diferentes distancias del circuito eléctrico emisor, revelaba el paso de una corriente eléctrica (no calor como en los termómetros de Herschel) y por tanto el rayo calorífico llevaba energía eléctrica. Como no causaban un aumento de temperatura apreciable, estos rayos no debían de tener más energía que los descubiertos por Herschel. Igualmente, Hertz pudo comprobar que esos rayos eléctricos se reflejaban y refractaban, como lo hacían los rayos caloríficos de Herschel o lo rayos químicos de Ritter. Estos rayos de Hertz los conocemos en la actualidad por ondas de radio o radiación de microondas.
Casi simultáneamente, un investigador inglés, William Crookes, estaba usando básicamente el mismo circuito, pero haciendo pasar las chispas creadas a través de un cilindro hecho de vidrio transparente relleno de un gas. Por accidente, al dejar placas fotográficas en las proximidades de dichos cilindros (pero no dentro de ellos), Crookes pudo observar que el material de las placas fotográficas resultaba marcado por unas imágenes borrosas. Crookes no se interesó por el fenómeno, y fue el físico alemán Wilhelm C. Roentgen en 1895, quien trabajando con los mismos cilindros — tubos, como se los conocía — , y diversos materiales en las placas colocadas fuera de los tubos, descubrió que: (i) estas brillaban cuando a través de los tubos se hacía pasar la corriente eléctrica; y, (ii) dejaban de hacerlo cuando no pasaba a través del cilindro una corriente eléctrica. Es decir, los rayos esta vez: (i) tampoco se podían ver con nuestros ojos; y, (ii) parecían atravesar las paredes del tubo hasta hacer imprimir las placas que podían estar colocadas a gran distancia del tubo. Dicho de otra forma, los rayos debían de tener mucha más energía que los rayos caloríficos de Herschel y los rayos eléctricos de ...