1
La fe tiene en cuenta todos los azares... si de buen grado aceptas que debes amar entonces tu amor estará eternamente seguro.
S. KIERKEGAARD
Tal como Theodore había pensado, en casa de los Hidalgo estaban celebrando algo. Alzó la vista hacia las cuatro ventanas iluminadas del segundo piso, por las que salía un invitador murmullo de voces y risas, buscó la forma de que la pesada cartera que llevaba bajo el brazo derecho le resultara más cómoda, y por segunda vez pensó si debía llamar a la puerta de los Hidalgo o coger un taxi y marcharse directamente a casa.
Haría frío en casa. Encontraría los muebles enfundados en guardapolvos e Inocencia, su doncella, seguiría en Durango visitando a su familia, ya que él no le había escrito anunciándole su regreso. Bien pensado, apenas pasaba de la medianoche y el día siguiente, cinco de febrero, era fiesta nacional. Nadie iba a trabajar al día siguiente. Pero, por otra parte, iba sobrecargado con la maleta, una carpeta de dibujos y un rollo de telas. Además, no le habían invitado, aunque esto no tenía demasiada importancia cuando se trataba de los Hidalgo.
Pensó que tal vez fuese mejor dirigirse a casa de Lelia. Ya se le había ocurrido antes, en el avión procedente de Oaxaca, y no acertaba a comprender qué impulso le habría llevado hasta el domicilio de los Hidalgo. Le había escrito a Lelia diciéndole que aquella noche estaría de vuelta en Méjico Capital, y tal vez ella estuviera esperándole. La muchacha no tenía teléfono, pero, salvo cuando estaba pintando, no le importaba que él se presentase de improviso, a cualquier hora del día o de la noche. ¡Lelia era muy comprensiva! Decidió visitar a los Hidalgo y, si no era demasiado tarde, pasar por casa de Lelia después.
Se acercó a la puerta y, tras dejar la maleta en el suelo, pulsó el timbre con firmeza. No repitió la llamada pese a que transcurrieron casi dos minutos antes de que le abrieran.
–¡Conque ya has vuelto, Theodore! –le dijo Isabel Hidalgo, franqueándole la entrada y expresándose en inglés.
Luego, en español, añadió:
–¡Pasa, pasa! Tenemos la casa llena de gente. ¡Qué alegría volver a verte!
–Gracias, Isabel. Acabo de llegar de Oaxaca en avión.
–¡Qué interesante!
Isabel se encaminó directamente a la sala de estar, hizo un gesto con un brazo y anunció:
–¡Ha venido Theodore, Carlos! ¡Está aquí!
Theodore dejó su maleta en el vestíbulo, procurando que no estorbase, y también dejó la carpeta y las telas apoyadas en ella.
Carlos apareció en el vestíbulo con una copa en la mano. Llevaba una de sus chillonas chaquetas de tweed.
–¡Don Teodoro! –exclamó abrazándole sin soltar su copa–. ¡Bienvenido! ¡Pasa y tómate una copa!
Casi todos los invitados eran hombres que formaban pequeños corros en los rincones y en los dos sofás del estudio. Parecía que llevasen mucho rato sin haberse movido de allí, enfrascados en la conversación. Más de la mitad le eran desconocidos a Theodore, que no tenía ganas de ser presentado a cada uno de los invitados, Pero Carlos, cuya euforia habitual se veía acentuada por el alcohol, como de costumbre, insistió en presentarle a todo el mundo: hombres, mujeres y niños sin excepción –si bien los dos niños que había en la habitación, rubios y americanos los dos, se habían quedado dormidos detrás de un sofá, apoyados en la pared.
–¡Por favor, no los despiertes! –dijo Theodore, anticipándose al gesto de Carlos.
–¿Dónde has estado metido todo este tiempo? –preguntó Carlos.
–Pues, en Oaxaca –dijo Theodore con una sonrisa–. El mes pasado pinté media docena de cuadros.
–¡Veámoslos! –dijo Carlos al tiempo que se le iluminaba el rostro.
–Oh, ahora no. No hay suficiente espacio. Lo cierto es que pasé unos días espléndidos. Incluso...
Se interrumpió al ver que Carlos se alejaba rápidamente de él, probablemente para regresar trayéndole una copa.
Theodore recorrió lentamente la estancia con la vista, buscando un sitio donde sentarse. Se fijó en una muchacha que entraba por la puerta que daba al vestíbulo. Hubiese deseado que fuera Lelia, pero no lo era. Alguien le empujó sin querer. La habitación estaba llena del humo dulzón del tabaco rubio. Había unos cinco o seis americanos, probablemente profesores de la Ciudad Universitaria, donde Carlos Hidalgo daba clases de dirección escénica. Sobre una mesita, cerca de los sofás, había unas cuantas botellas de ginebra y de whisky y algunos vasos.
Carlos se dirigía hacia él deteniéndose de vez en cuando para cambiar unas palabras con los demás invitados. Traía una copa acabada de llenar, probablemente para Theodore, y en la otra mano sostenía su propio vaso, a medio terminar. Tenía veintinueve años pero parecía más joven debido a su rostro, terso y recio a la vez, que hacía pensar en el de un chico bien parecido y de unos diez años. Theodore sospechaba que era ese aire juvenil lo que había atraído a Isabel, que era un poco mayor. Lo malo era que ese aire juvenil era el propio de un niño mimado y engreído. Carlos alardeaba de sus éxitos con las mujeres y antes de casarse con Isabel –que era la típica muchacha sosegada y dulce que los calaveras suelen escoger por esposa– solía tener unos doce asuntillos de faldas al año, y eso contando por lo bajo. Tenía la costumbre de relatárselos a Theodore, que hubiese preferido oírle hablar de su trabajo, esperando siempre que Carlos dejase a un lado el entusiasmo indiscriminado que caracterizaba a los directores, actores y dramaturgos mejicanos y adquiriese un poco de refinamiento. Pero, según decía Carlos, el público mejicano no era muy dado a la sutileza en lo que al teatro se refería. No sabía apreciarla ni comprenderla. Carlos llegó finalmente junto a él, le puso un vaso de whisky con soda en la mano y casi al instante volvió a alejarse llamando a su esposa.
Theodore advirtió que junto a una de las ventanas se hallaban dos hombres que le eran ligeramente conocidos. Se acercó a ellos, saludándoles.
–Buenas tardes, Don Ignacio. ¿Cómo está usted?
El señor Ignacio Ortiz y Guzmán ocupaba un puesto en la junta directiva de una de las galerías de arte que el gobierno financiaba en la capital. Hacía unos meses, en casa de Carlos, él y Theodore habían hablado largamente de pintura. Theodore no recordaba el apellido del otro hombre, Vicente, ni a qué se dedicaba.
–¿Tiene algún cuadro entre manos? –preguntó Ortiz y Guzmán.
–Sí. Acabo de regresar de Oaxaca. Me he pasado un mes pintando allí –contestó Theodore.
Ortiz y Guzmán le estaba mirando, pero se diría que sin oírle. El tal Vicente estaba encendiendo galantemente el cigarrillo de una de las invitadas.
Se produjo un silencio embarazoso. Theodore no sabía qué decir, y los dos hombres reanudaron su conversación. Theodore se acordó de otras ocasiones parecidas, en fiestas y banquetes, en que sus palabras habían caído en el más absoluto de los vacíos, como si no las hubiesen oído o bien se tratase de obscenidades que era mejor pasar por alto. Se preguntó si a las demás personas les pasaba lo mismo con tanta frecuencia como a él. La verdad era que a otros individuos de aspecto más insignificante que el suyo les hacían caso, por estúpidos que fuesen sus comentarios. Los dos hombres hablaban de alguien a quien él no conocía y entonces, demasiado tarde, se le ocurrió que a Ortiz y Guzmán tal vez le hubiera interesado la noticia de que le habían pedido que concurriese con cuatro telas a la exposición colectiva que iba a celebrarse en mayo, en el Instituto Nacional de Bellas Artes. Dejó pasar unos momentos y se alejó de ellos, quedándose en pie junto a la pared. Tal vez a los demás les sucediera lo mismo tan a menudo como a él.
Theodore Wolfgang Schiebelhut contaba treinta y tres años, era alto y esbelto, especialmente si se le comparaba con el mejicano medio. Tenía el pelo rubio con abundantes hebras color castaño claro, peinado sin raya, liso a los lados y un tanto enmarañado encima del cráneo. Se trataba de un hombre de porte airoso, que sonreía con facilidad y cuya forma de caminar y de moverse daba sensación de juventud y alegría, incluso cuando estaba deprimido. Casi todo el mundo le tenía por un hombre alegre, pese a que la mayoría de sus pensamientos eran más propios de un pesimista. Era cortés por naturaleza y por educación, y ello le llevaba a ocultar sus depresiones de los ojos de los demás. Sus momentos de abatimiento solían obedecer a causas que ni él ni quienes le rodeaban conocían con certeza, así que no se creía en el derecho de imponérselas al prójimo. Para él, el mundo era algo sin sentido, sin otra finalidad que no fuese la nada. Creía que los logros de la humanidad eran, en definitiva, perecederos, una especie de broma a escala cósmica, como el mismo hombre. Precisamente esta creencia traía consigo la de que uno debía sacar el máximo partido de lo poco que encontraba a su disposición, tratando de ser feliz y de dar felicidad a los demás durante su breve paso por la vida. Theodore creía que era todo lo feliz que la lógica permitía esperar en una época en que las bombas atómicas, con su amenaza de total aniquilación, permanecían constantemente suspendidas sobre la cabeza de cada hombre, aunque, en este contexto, la palabra «lógica» le producía cierta desazón. ¿Era posible ser feliz lógicamente? ¿Podía hablarse de lógica y de felicidad al mismo tiempo?
–Teo, nos alegra muchísimo que hayas venido –dijo Isabel Hidalgo–. Justamente esta mañana Carlos me decía que estabas al llegar. Hace un rato llamamos a tu casa para invitarte.
–Habrá sido un caso de telepatía –dijo Theodore con una sonrisa–. Carlos parece muy cansado. ¿Es que trabaja demasiado?
–Sí. Como de costumbre. Todos le dicen que debería tomarse un descanso.
Los ojos azules de Isabel le miraron con una expresión triste que contradecía su sonrisa.
–Además de sus clases, están ensayando Otelo en la Universidad. Nunca parece tener bastante trabajo. Incluso hoy se quedó trabajando hasta tarde, y, por si fuera poco, no ha cenado. Luego, cuando llega a casa y se pone a beber, el alcohol se le sube inmediatamente a la cabeza.
Theodore sonrió con expresión tolerante y se encogió de hombros, aunque la afición de Carlos por la bebida era un verdadero problema en las reuniones sociales. La presencia de gente a su alrededor parecía incitarle a beber alcohol como si de agua se tratase. Aquella noche aún no estaba bebido, pero Isabel sabía que no tardaría en estarlo y ya había empezado a tratar de excusarle dando explicaciones por adelantado. En cuanto a lo del exceso de trabajo, Theodore no ignoraba que el hecho obedecía más al egoísmo de Carlos que a su capacidad de trabajo. Al marido de Isabel le gustaba ver su nombre en cuantos más programas y carteles mejor.
–Supongo que Lelia no vendrá esta noche –dijo Theodore.
–Por supuesto, le mandamos una invitación –se apresuró a aclarar Isabel–. ¡Carlos! ¿No tenías que pasar a recoger a Lelia?
–¡Sí! –respondió Carlos en voz alta desde el otro extremo de la habitación–. Pero me llamó a la Universidad este mediodía diciendo que no podría venir. No hay duda de que tú eras el motivo, Teo. Debe de estar esperándote en su casa –dijo Carlos, guiñándole un ojo y sonriendo.
Acababa de poner un disco en el tocadiscos y se mecía al compás de un ritmo afro-cubano.
–Entiendo. ¿Te ha...?
Se interrumpió al ver que Carlos ya no le prestaba atención y se ocupaba del tocadiscos. Iba a preguntarle si Lelia había pintado algo para él, Carlos, pues de vez en cuando se encargaba de realizar los decorados de las obras que representaban en la Universidad. No quería preguntárselo a Isabel, porque esta estaba al tanto, o al menos debería estarlo, de la atracción que su marido sentía por Lelia. Carlos ya había hecho el ridículo con Lelia varias veces, una de ellas en presencia de su mujer, que había fingido no darse cuenta.
–Con tu permiso, Teo –dijo Isabel tocándole la manga de la chaqueta con gesto nervioso–. Llaman a la puerta.
Se alejó.
Theodore vio que Carlos le estaba ofreciendo una copa a una invitada que trataba de rechazarla con firmeza, pero en vano. Se le ocurrió pensar que Lelia habría llamado anunciando con tiempo su ausencia de la fiesta porque deseaba evitar una discusión más tarde. Resultaba casi imposible hacer que Carlos se conformase con un «no». Theodore alzó la vista hacia un móvil cuyas diversas piezas parecían a punto de chocar entre sí, sin que jamás llegase a suceder. Pensó en lo rara que era su sensación de aislamiento estando como estaba en una habitación llena de artistas, escritores y catedráticos. Incluso los americanos, pese a sus apuros con el español, parecían defenderse mejor que él. Se había sentido más feliz en el avión, una hora antes, cuando imaginaba la bienvenida que iban a darle los Hidalgo, Lelia o Ramón, quienquiera le viese antes. Apreciaba a Carlos, pero a veces se preguntaba si alguna vez habían hablado en serio, realmente en serio, sobre algún tema, cualquier tema. Pensó con cierto resquemor en una conversación que habían sostenido sobre la fe y su significado, conversación que, en un momento dado, había quedado bruscamente interrumpida al darse cuenta Theodore de que solo él se esforzaba en seguirla. Pensó que algunas respuestas únicamente se encontraban a medida que pasaban los años, y que Carlos era aún muy joven, pero esperaba que alguna luz, por pequeña que fuese, surgiese de la discusión entre dos personas. Carlos parecía en un perpetuo estado de sobreexcitación, como si acabase de tomarse media docena de píldoras estimulantes. Era imposible hablar con él de un mismo tema durante más de un minuto. Su conversación iba saltando de un tema a otro, sin solución de continuidad. En un momento estaría comentando una obra de Tennessee Williams y, segundos después, hablaría de un disco de Sarah Bernhardt que había oído en la Universidad, de las obras que los autores noveles le mandaban o de cualquier otro tema que le pasara por la cabeza. Tal vez resultase estimulante, pero Theodore tenía sus dudas sobre ello. Dudaba especialmente de que de toda aquella excitación pudiera nacer el arte. ¿Acaso el arte, al menos g...