1
Un miércoles, alrededor de la medianoche, un joven llamado Peter Ritter salió de un cine de Zúrich. Corría el mes de enero, hacía frío, y mientras echaba a andar se apresuró a abrocharse el chaquetón de piel. Peter se encaminaba a su casa, donde vivía con sus padres, y había decidido telefonear a Rickie desde allí en lugar de hacerlo desde un bar. Enfiló un callejón que le servía de atajo. Se estaba ajustando el cinturón del tres cuartos cuando, a su izquierda, una figura surgió de la oscuridad y le dijo:
–¡Eh! ¡Danos la pasta!
Peter vio que el individuo tenía la mano derecha levantada y que en ella sujetaba un cuchillo alargado de caza.
–¡De acuerdo, tengo unos treinta francos! –dijo Peter; tensó el cuerpo y preparó los puños. A veces los drogadictos se asustaban fácilmente–. ¿Quieres eso?
Un segundo individuo se había colocado de un salto a la derecha de Peter.
–¡Los treinta y el chaquetón! –farfulló el hombre del cuchillo, y le asestó a Peter una brusca puñalada en el costado izquierdo, debajo de las costillas.
Peter supo que el cuchillo había atravesado el cuero. Estaba metiendo la mano por debajo del faldón de la chaqueta para coger la cartera que llevaba en el bolsillo trasero de los tejanos.
–De acuerdo, voy a coger...
El segundo hombre soltó una extraña y estridente carcajada y acuchilló a Peter en el costado derecho. Este se tambaleó, pero ya había sacado la cartera.
El hombre de la izquierda se la arrebató. Otra carcajada y un golpe en el cuello a Peter, no un puñetazo sino otra cuchillada.
–¡Eh! –gritó Peter, retorciéndose de dolor y realmente asustado–. ¡Socorro! ¡Ayúdenme! –Peter golpeó al hombre de la izquierda con el puño, tan rápidamente como si se tratara de un movimiento reflejo.
El segundo hombre le dio un puñetazo a Peter y lo empujó contra la negrura de la pared, donde el joven se golpeó la cabeza. El sonido de unas pisadas apresuradas se desvaneció.
Peter tuvo conciencia de que estaba tendido sobre los adoquines del callejón, jadeando. La sangre lo estaba ahogando. La tragó para poder respirar. Tenía que telefonear a Rickie, tal como le había prometido. Esa noche Rickie trabajaría hasta tarde, como hacía con frecuencia, pero estaría esperando...
–¡Aquí! ¡Mirad, está aquí!
Otras personas.
–¡Eh! ¿Dónde te han herido?
–¡No, no lo mováis! ¡Enfocad la luz aquí!
–¡Eso es sangre!
–... una ambulancia?
Beni corrió hasta el teléfono.
–... un tío joven...
–¡Está sangrando! ¡Caray!
Peter tuvo la sensación de estar bajo los efectos de la anestesia, no podía hablar, estaba cada vez más dormido, pero el cuello empezaba a dolerle. Intentó toser y no lo consiguió, aspiró y al jadear se atragantó y le resultó imposible toser.
Menos de una hora más tarde, alguien encontró la cartera de Peter tirada en aquel mismo callejón y se la entregó a la policía. Peter Ritter, con domicilio en tal. La policía notificó a su madre que Peter había muerto al ingresar en el hospital. Un médico le había oído decir «Rickie». ¿Ese nombre significaba algo para ella? Sí, respondió su madre. Era un amigo de su hijo. Acababa de telefonearle. Ante la insistencia de la policía, les dio la dirección de Rickie. Luego los agentes escoltaron a Frau Ritter hasta el depósito de cadáveres.
Esa misma noche la policía visitó a Rickie Markwalder, que se encontraba trabajando en su estudio. Quedó atónito al oír la noticia, o eso le pareció a la policía. Alrededor de la medianoche, había estado esperando una llamada telefónica de Peter. Rickie quería hablar con la madre de Peter, pero la policía le sugirió que lo hiciera al día siguiente porque esa noche a Frau Ritter le habían dado tranquilizantes para que lograra dormir. En ese momento su esposo estaba en viaje de negocios, dijo la policía, cosa que Rickie ya sabía.
Al día siguiente, después de esperar casi hasta el mediodía, Rickie telefoneó a Frau Ritter.
–Estoy absolutamente destrozado –dijo Rickie con su estilo sencillo y casi torpe–. Si desea verme, estaré aquí. O puedo ir yo a verla.
–No lo sé..., gracias. Mi hermano está aquí.
–Bien. El funeral..., ¿la llamo mañana?
–Será... una cremación. Como siempre en nuestra familia – respondió Frau Ritter–. Te haré saber cualquier novedad, Rickie.
–Gracias, Frau Ritter.
Finalmente, ella no le hizo saber nada, pero Rickie pensó que tal vez se había tratado de un descuido. O quizá ella no había querido que él estuviera presente junto a los parientes, los primos, durante el servicio, del que Rickie se enteró por el Tages-Anzeiger. De todas formas envió flores a los padres de Petey con una tarjeta en la que expresaba su más «sentido pésame», palabras que se habían convertido en algo trivial pero que eran sinceras.
Para Luisa sería una verdadera conmoción. ¿Ya lo sabía? La nota del Tages-Anzeiger era breve y Rickie la había encontrado solo porque la había estado buscando. Prefería mantenerse al margen con respecto a Luisa y Peter, y tenía la impresión de que no le caía muy bien a ella. ¿Por qué? Luisa había estado enamorada de Petey, y tal vez se trataba de un capricho adolescente de un par de meses, pero aun así... Rickie decidió no decirle nada a Luisa. Se dio cuenta de que estaba dando por sentado que ella ya no se sentía atraída por Petey porque quería suponer que las cosas eran así. Eso era más fácil que decírselo en Jakob’s, donde Luisa siempre estaba acompañada por Renate no-sé-cuántos, su jefa, y jefa de otras jóvenes aprendizas de costureras que trabajaban en el taller de Renate.
2
Rickie Markwalder, precedido por Lulu en su correa, avanzó por la calle dando fuertes pisadas en dirección al Jakob’s BierstubeRestaurant. Los fines de semana este era conocido como el «Small g»,1 aunque ese nombre no era adecuado alrededor de las nueve y media de la mañana de un día cualquiera. Una de las guías de las atracciones de Zúrich clasificaba al Jakob’s con una «g minúscula», lo que significaba que parte de su clientela –aunque no toda– era gay.
–¡Adelante, Lulu! Oh, de acuerdo –murmuró Rickie en tono complaciente mientras la esbelta perra blanca daba vueltas decididamente y se agachaba. Rickie tiró suavemente de la correa, arrastrando a la perra hasta la cuneta, y hundió las manos en los bolsillos deformados y ligeramente sucios de su chaqueta blanca. Un día encantador, pensó, el verano empezaba a alcanzar su plenitud, las hojas de color verde claro de los árboles aparecían cada día más brillantes y más grandes. Y Petey ya no estaba. Rickie parpadeó y volvió a sentir la conmoción y el vacío repentino. Lulu subió a la acera de un salto, se rascó con la pata trasera y tironeó de la correa en dirección a Jakob’s con renovado entusiasmo.
Petey había cumplido veinte años, pensó Rickie con amargura, y sin ningún motivo balanceó una pierna y le dio patadas a un envase de leche vacío hasta la cuneta. Aquí estaba, a los cuarenta y seis –cuarenta y seis–, todavía lleno de fuerzas (salvo por la horrible herida que la cuchillada le había dejado en el estómago y que él había permitido que se le hinchara), mientras Petey, una imagen tan bella de...
–¡Eh! ¡Pateando basura a la calle! ¿Por qué no la recoge, como un suizo decente? –La mujer regordeta y cincuentona miró a Rickie con furia.
Rickie retrocedió para recoger el envase, que era solo de medio litro, pero la mujer ya se había precipitado y lo había cogido.
–¡Tal vez no soy un suizo decente!
La mujer hizo una mueca de desdén y se alejó con el envase de leche en dirección opuesta a Rickie. Él levantó una de las comisuras de su ancha boca. Bueno, no dejaría que eso le estropeara el día. Tenía que admitir que era de lo más inusual ver un envase vacío de cualquier tipo en una calle suiza. Tal vez por eso había sentido el impulso de patearlo.
Lulu dio un brusco tirón y llevó a Rickie hasta la puerta principal de Jakob’s; pasaron junto a las mesas y las sillas de la terraza, que ahora estaban desocupadas porque hacía un poco de frío para desayunar fuera.
–Hola, Rickie, ¡Y Lulu! –saludó Ursie, que estaba en la entrada; se secó las manos en el delantal, y se agachó para tocar a Lulu, que se estiró un poco y sacó la lengua para lamer la mano de Ursie, sin llegar a tocarla.
–Buenos días, Ursie, ¿cómo te encuentras hoy? –preguntó Rickie en Schwytzer Düütsch.
–¡Bien, como de costumbre! ¿Lo de siempre? –le preguntó.
–Sí, por supuesto –respondió Rickie, acercándose lentamente a su mesa del rincón de la izquierda–. ¡Hola, Stefan! ¿Cómo estás? –le dijo a un tuerto, un cartero retirado, que estaba a punto de remojar un bollo en su capuchino.
–Veo el mundo con un optimismo único –respondió Stefan, como hacía la mitad de las veces–. ¡Hola, Lulu!
Rickie cogió un ejemplar del Tages-Anzeiger de la estantería circular y se sentó. Noticias aburridas, casi las mismas que la semana anterior y las de varias semanas atrás: pequeños estados anteriormente pertenecientes a Rusia de los que apenas había oído hablar, todos cercanos a Turquía, al parecer, agredían y mataban a sus habitantes y la gente se moría de hambre y sus casas eran bombardeadas. Por supuesto, algunas vidas –como esas– eran más tristes que la suya. Rickie siempre lo había sabido y lo reconocía. Solo que cuando la tragedia golpeaba, ¿por qué no decir que dolía? ¿Por qué no decir que era importante, al menos en el terreno individual?
–Danke, Andreas –dijo Rickie mirando al joven de pelo oscuro que le entregaba el capuchino y un croissant.
–Buenos días, Rickie. Buenos días, Lulu. –Andreas, a quien a veces llamaban Andy, se inclinó y le dio un beso fingido a Lulu, que se había sentado en una silla, frente a Rickie–. ¿Madame Lulu desea algo?
–¡Guau! –respondió Lulu, dando a entender claramente que sí.
Andreas se enderezó y soltó una carcajada, balanceando la bandeja vacía entre las puntas de sus dedos.
–Le daré un trozo de mi croissant –le informó Rickie.
Rickie volvió a concentrarse en el periódico. Sujetando el crois...