LA ÚLTIMA FIESTA DE CHRIS
Simon Hatton observó que entre las seis u ocho cartas que le esperaban en su suite del hotel, había un telegrama, y fue lo primero que abrió.
¡CHRIS CERCA DEL FINAL! ESTAMOS TODOS AQUÍ MENOS TU. SOMOS ONCE. POR FAVOR VEN NO TITUBEES. SABEMOS TIENES TRABAJO PERO ES IMPORTANTE. LLAMA 01-984-9322 Y CONFIRMA. ¡CHRIS NO QUIERE MOVERSE SIN TI! TU VIEJO AMIGO CARL.
Carl Parker, por supuesto, y no era un viejo amigo, sino más bien un conocido, incluso un rival en otro tiempo. Pero, ¿Christopher Wells al borde de la muerte? Parecía increíble, pero el hombre ya había cumplido los noventa, por lo menos... no, noventa y cuatro. Y era un enfisema, desde luego. Simon sabía que durante el último decenio Chris había vivido con un aparato de oxígeno en el dormitorio, del que inhalaba cuando le hacía falta, tratando de no tragar el humo de los cigarros flojos que el médico no había tenido más remedio que permitirle y algún que otro cigarrillo, pues Chris nunca había dejado totalmente de fumar. El telegrama había llegado de Zúrich. Chris tenía un chalet con grandes jardines en las cercanías de Zúrich y Simon había estado allí una vez, la última en que viera a Chris, hacía unos cuatro años. Chris había pasado la mitad del tiempo en una silla de ruedas. ¿Cómo estaría ahora? Pero Simon podía imaginárselo: Chris estaría celebrando una fiesta, dando trabajo a su mayordomo con el champán y a la cocinera con platos de gourmet a todas horas. Chris amaba a sus protegidos y no se moriría sin despedirse personalmente de todos ellos, incluyendo a Simon, el duodécimo (qué coincidencia) de los discípulos.
De repente Simon sintió miedo y se le ocurrió que podía telefonear a Zúrich para decir que no debería ir porque, mientras él no se presentase, tal vez Chris seguiría viviendo. Además, Simon daba ocho funciones semanales, de William, en Nueva York.
Simon se sobresaltó al llamar alguien a la puerta.
–¿Sí? Adelante –sabía que le traían el champán.
–Buenas noches, señor –le dijo el camarero de chaqueta blanca. Llevaba una bandeja con un botellín de champán y unas cuantas galletas inglesas, de un tipo que no eran dulces–. ¿He venido demasiado pronto, señor?
–No, no. En el momento justo –Simon sabía que eran las seis o las seis y cinco, pero, de todos modos, miró de reojo su reloj (eran las seis y cuatro), luego se quitó el abrigo y observó que de él caía una gota de humedad. Estaba nevando. Su pelo, rubio y más bien rizado, también estaba húmedo.
Johnny le quitó el abrigo antes de que Simon se diera cuenta y lo colgó en un armario.
–¿Quiere que le llamen como de costumbre, señor? ¿A las siete y veinte?
–S-sí, a las siete y veinte para la función de las ocho cuarenta.
Simon siempre echaba una siestecilla a aquella hora, hasta que la centralita del hotel le despertaba, aunque él también ponía su propio despertador de viaje. El día anterior, como era lunes, lo había tenido libre y había ido a visitar a unos amigos en Connecticut. Habían pasado a buscarle a última hora de la noche del domingo, después de la función, para llevarle hasta Connecticut en el coche de su anfitrión, conducido por un chófer. Ahora Simon se sentía cansado, aunque no había sido un día de fiesta agitado. ¿Empezaba a sentirse viejo a los cuarenta y nueve años? Horrible edad, cuarenta y nueve años, porque el número siguiente era cincuenta. Aquel número ya no era de edad madura, sino decididamente de vejez.
Se quitó los zapatos y anduvo hasta la mesita de la sala de estar para recoger el resto de las cartas. Se quitó la chaqueta, los pantalones y la camisa, y se metió en la cama. Dos de las cartas eran de admiradoras; lo supo al ver los nombres desconocidos en el remite, y en otra había unas letras rojas que decían EXPRESEILSENDUNG. Tampoco reconoció la letra, pero era de Zúrich. La abrió, preparándose para otra mala noticia sobre Chris. La carta estaba escrita a mano y firmada por Carl.
7 de diciembre de 19...
«Querido Simon:
»Chris empeoró hace más o menos una semana y realmente parece que esto va a ser el final. Entre otras cosas, ha llamado a todos sus antiguos... ¿cómo podemos llamarnos? ¿alumnos? Te escribió a California, pero luego comprendió que no estabas allí, debido al espectáculo de Nueva York. (Por cierto, he de felicitarte por William.) Somos nueve en High-Ho y mañana llegarán dos más, Freddy Detweiler y Richard Cook. Aquí hay espacio en abundancia y no debes pensar que se trata de un velatorio. Chris tiene un aspecto bastante bueno durante varias horas del día, cuando nos está agasajando. El resto del día lo pasa en cama, pero le encanta que entremos y nos pasemos horas y horas charlando con él.
»Te ruego, pues, que vengas, porque para Chris hay algo extraño en el hecho de que no estés aquí. Haz que te sustituya tu suplente durante un par de días, pero date prisa, por favor.
»Chris me telefoneó hace casi un mes y dijo que estaba seguro de que moriría en diciembre, el final del año y de una vida, etcétera. Así que me dijo que fuéramos a verle el uno de diciembre o cuanto antes después de esa fecha y añadió que no nos “entretendría mucho”. ¿No te parece típico de Chris?...»
Sí, Simon se hacía cargo, pero su mente, al dejar la carta en la mesita y hundir la cabeza en la almohada, estaba turbada e indecisa. No hubiese podido encontrar palabras para describir cómo se sentía. Conmocionado y también en guardia. Era como si Chris le hubiese dado un codazo fuerte en las costillas para recordarle que aun existía. Chris no siempre había sido amable o siquiera justo. ¿O sí lo había sido? No, la amabilidad, el interés de Chris no compensaba lo demás. Chris había sido egoísta, exigía atención, pero Simon no podía decir honradamente que hubiese sido desalmado o le hubiera dejado abandonado. Y le había dicho a Simon que sería un gran actor, si hacía esto y lo otro, si se disciplinaba, si estudiaba la técnica de fulano de tal. Chris era director, si es que podía llamársele algo, y tenía en su haber tres o cuatro montajes famosos, pero siempre había tenido dinero de su familia y se tomaba el teatro como un pasatiempo, sin necesidad de trabajar constantemente.
Pero fue la palabra de elogio en los oídos de Simon Hatton, que a la sazón tenía veinte años, lo que le había inspirado, por proceder de un hombre que pasaba de los sesenta, lo que le había impulsado a verle entre bastidores, cuando estaba actuando con un grupo de teatro veraniego en Stockbridge, Massachusetts. Al recordarlo, el corazón de Simon dio un vuelco. Era el entusiasmo de Christopher Wells lo que había encendido su propio fuego. ¿Hubiese podido triunfar sin Chris? Christopher Wells era un dandi tonto, envejecido, en cierto modo, que llevaba trajes estrafalarios para atraer la atención en los teatros y restaurantes de Nueva York o Londres. Chris había llevado a Simon en su primer viaje a Europa.
Durante unos segundos Simon sintió una mezcla de resentimiento, orgullo e independencia. Luego le asaltó el recuerdo de su felicidad en aquellas primeras semanas con Chris. Se había sentido desconcertado, halagado y como si anduviera por las nubes, de una manera distinta a estar enamorado, porque el sentimiento estaba muy ligado a su trabajo, y, pese a ello, era parecido al enamoramiento. Chris había hecho restallar el látigo ante él, como si fuera un perro de circo. Simon lo recordaba muy bien.
Simon se levantó y se puso a dar vueltas por el dormitorio, relajó deliberadamente los hombros y no cogió el cigarrillo que se sintió tentado de encender. Volvió a la cama, se echó boca abajo y cerró los ojos. Tenía cuarenta y cinco minutos para prepararse y coger el taxi que le esperaría abajo, y tenía que hacer su trabajo aquella noche. Tenía que entretener. El público estaría callado y triste al final. Era una obra seria y triste, William.
Y sabía que cogería un billete para ir a Zúrich, quizá no aquella misma noche, sino al día siguiente, tras disponer que su suplente, Russell Johnson, le sustituyese.
¡Fantasía! William era fantasía y también lo era la profesión de actor: todo eran mentirijillas. Después de retirarse el resto del reparto, Simon saludó una vez en lugar de dos. Sonreía, pero unas cuantas espectadoras, y también algunos espectadores, se secaban los ojos con el pañuelo. Simon cerró los ojos, humedecidos también, y salió del escenario con la espalda erguida.
Simon despegó rumbo a Zúrich al día siguiente. Había hablado con su suplente, al que había entusiasmado visiblemente la oportunidad de sustituirle durante unos días, como Simon ya se había figurado. La noche anterior Simon había dado una buena interpretación. Había recordado las palabras de Chris: «Es un oficio, no es magia... pero el público ayuda a que te inspires, por supuesto. Podríamos decir que la magia la hace el público.» Simon podía oír la voz de Chris diciendo «por supuesto» en diversas circunstancias, lo cual resultaba tranquilizador cuando ya habías decidido hacer algo y tranquilizador también cuando Chris proponía algo como saltar a un precipicio sin paracaídas. «Por supuesto que puedes triunfar. ¿Para qué sirve el talento? Tú lo tienes. Es como tener dinero en el banco. Utilízalo, muchacho.» Y había un pareado de William Blake que Chris solía repetir:
Si el Sol y la Luna dudasen, se apagarían inmediatamente.
Simon se sentía raro, como si fuera al encuentro de su propia muerte. ¡Qué tontería! Estaba en buena forma y en casa de Chris no había solo aire fresco, sino también agua mineral, caminos por los que pasear, una pista de tenis que ya estaba allí cuando Chris compró el terreno pero que Chris nunca utilizaba. Iba a ser algo importante, reencontrar antiguos conocidos como Carl Parker y Peter de Molnay, algunos farsantes y otros no, puede que algunos calvos y barrigudos. Pero todos ellos hombres de éxito, como él mismo. Simon no estaba en estrecho contacto con ninguno de ellos. En Navidad a veces recibía una tarjeta inesperada de uno o dos de ellos, del mismo modo que él, obedeciendo algún impulso, también enviaba una o dos tarjetas. Todos ellos tenían una única cosa en común: Chris Wells, el hombre que les había descubierto, protegido o alentado a todos, el hombre que cuando ellos eran jóvenes les había tocado con un dedo mágico, como Dios dando vida a Adán. La imagen del fresco de Miguel Angel cruzó fugazmente por el cerebro de Simon, que se estremeció ante su vulgaridad.
Antes de partir, Simon había telefoneado a High-Ho y le había comunicado a alguien, posiblemente un criado, la hora de su llegada a Zúrich. Esperaba encontrar a Peter o a Carl en el aeropuerto, pero no vio ninguna cara conocida entre la gente, y entonces le llamó la atención una tarjeta grande en la que estaba escrita la palabra HATTON. La sostenía un desconocido, un hombre robusto, de pelo negro.
Simon asintió con la cabeza.
–Soy Hatton –dijo–. Buenas tardes.
–Buenas tardes, señor –dijo el hombre, que hablaba con acento alemán–. ¿Esto es todo su equipaje? –el hombre se hizo cargo de él–. El coche está ahí fuera. Le ruego que me siga, señor. Por aquí, si me hace el favor.
El aire era terso, distinto. Simon se arrellanó en el asiento de atrás de un coche grande y se pusieron en marcha.
–¿Cómo está... el señor Wells?
–S-sí, señor. Bastante bien. Pero necesita mucho reposo.
Simon desistió de hacer más preguntas. El coche se sumergió en la oscuridad y tras una hora de viaje Simon tuvo la sensación de que alrededor de ellos se alzaban montañas negras que ocultaban el brillo de las estrellas, aunque el coche no parecía ir cuesta arriba. Finalmente cruzaron una puerta de hierro y entre los árboles vio brillar las luces de una casa. Simon se preparó para resistir lo que fuera. Una figura alta y delgada salió a recibir el automóvil.
–¡Simón! ¿Eres tú?
Era Peter de Molnay, que abrió la portezuela antes de que el chófer pudiera hacerlo. Peter y Simon se estrecharon la mano con firmeza. Quince años antes se conocían muy bien, pero a Simon se le ocurrió que ahora parecían extraños, corteses, con sendas sonrisas de cortesía.
–Chris ya está acostado... pero sigue despierto –le informó Peter.
Era la medianoche, pero los once huéspedes o visitantes seguían levantados, distribuidos entre la espaciosa sala de estar, donde ardía un buen fuego en la chimenea, y la cocina, cuya puerta tenía forma...