Capítulo 1. El ser mitológico de la reflexión. Un ensayo sobre Hegel, Schelling y la contingencia de la necesidad
Markus Gabriel
Cualquier cosa con que nos encontremos en el mundo y a la cual somos capaces de referirnos mediante un término singular, es decir algo a lo que le concedemos existencia, es parte de un cierto dominio. Los cuadros renacentistas pertenecen a un dominio diferente que nuestros propios sentimientos y estados mentales. Los estados nacionales pertenecen a un dominio diferente que las partículas físicas o, digamos, la flora y fauna del Amazonas. Así, si lo que llamamos el «mundo» o el «universo» es algún tipo de totalidad, entonces tenemos que estar de acuerdo en que es primariamente una totalidad hecha por subconjuntos, un dominio de objetos. No puede simplemente ser la totalidad de los elementos (digamos las partículas espacio-temporales), porque es una característica esencial del mundo el ser accesible a través de varias descripciones. Cualquier intento de reducir el mundo a un dominio de objetos, a saber, cualquier variedad de un monismo óntico naïf, necesariamente fracasa porque no puede dar cuenta de su propio proceso de edificación de teoría, su propia operación de destacar un subconjunto del mundo y disponer sus elementos de una manera particular (y, por ende, contingente). Para superar esta disyunción lógica irresoluble habría que incluir la actividad de presentar los elementos al interior de sus elementos, lo que es imposible mientras que los elementos estén determinados al interior de un dominio dado, es decir, mientras sean verdaderos elementos.
Si decimos de algo que existe, entonces necesariamente nos referimos a un objeto determinado. Incluso objetos elusivos que exhiben predicados vagos son objetos determinados en un sentido supraordenado: son/están determinados como indeterminados. Esta simple reflexión aparentemente nos habilita a decir que el mundo está hecho por objetos, cuya determinabilidad es investigada en un discurso adecuado que cuantifica un dominio relevante de objetos.
Sin embargo, el problema con todo este hilo argumentativo es que olvida dar cuenta del hecho evidente de que siempre se refiere al dominio de objetos como objetos supraordenados. El mismo discurso en el que somos capaces de distinguir entre dominios genera un dominio supraordenado de estos dominios. Este regreso necesariamente se detiene una vez que alcanzamos el nivel del dominio de todos los dominios, es decir el verdadero concepto del mundo. En este punto estamos atados a aceptar cierta variedad de monismo ontológico, es decir, la tesis de que hay un solo mundo (el dominio último de todos los dominios), una tesis que va en dirección contraria al monismo óntico que escoge su dominio preferido y lo define como el único dominio existente al trazar una línea nítida entre la aparición (todas las demás teorías) y la realidad (la única teoría general verdadera). El monismo ontológico, en última instancia, acomoda las diferentes visiones de mundo al interior del mundo, derribando la barrera entre el así llamado mundo externo independiente de la mente y sus representaciones en pensadores finitos. El monismo ontológico se remite al hecho de que las varias formas de representación del mundo ocurren al interior del mundo de manera tal que el mundo tiene que ser capaz de un doblamiento ontológico: se duplica a sí mismo al interior de sí mismo. Las variedades clásicas del monismo ontológico (como las de Parménides, Platón y Plotino, para nombrar algunos ejemplos) reflejan esta idea argumentando que el ser y el pensamiento son uno y el mismo: el ser necesariamente se «expresa» a sí en el pensamiento, se vuelve consciente de sí. Hegel busca reposicionar este doblamiento ontológico instalando el doblamiento al interior de un tercer término, a saber, al interior de la reflexión. El doblamiento es siempre ya un doblamiento interno. El ser no se manifiesta (contingentemente) en pensadores finitos, pero, al revés, depende de su doblamiento en el ser y la aparición. El ser deja de ser el nombre para la «cosa», para lo absoluto supuestamente independiente de nuestra actividad de referirse a ella. Se convierte en el verdadero nombre de una disyunción entre el ser y la aparición.
Si existir significa existir como un objeto al interior de un dominio, es decir, si la existencia presupone determinación [determinacy], entonces el dominio de todos los dominios no puede existir. De otra manera, sería un objeto al interior de un objeto y, por consiguiente, no sería el dominio de todos los dominios, porque habríamos formado un dominio supraordenado de todos los dominios que contiene el supuesto dominio de todos los dominios.
En otras palabras, no hay manera de referirse al dominio de todos los dominios mediante un lenguaje ordinario (proposicional). El lenguaje ordinario presupone sustancia, es decir objetos que pueden ser referidos a términos singulares (tales como «perro», la «Mona Lisa», «Roma», etc.). No obstante, el dominio de todos los dominios y, por ende, el mundo no puede ser referido mediante un término singular a no ser que pierda su estatuto ontológico de ser el mundo. Si el mundo no es un objeto del que podamos hablar, entonces ¿cómo nos la arreglamos para comprender la línea de pensamiento que estoy abriendo en este capítulo? ¿No me he referido al mundo en los últimos cinco párrafos?
La idea de que el último dominio al interior del que todo tiene lugar no es él mismo un lugar, sino el mismo vacío, de inmediato produce tribulación en uno. Uno siente una experiencia vertiginosa bellamente narrada por Victor Pelevin en su novela Buddha’s Litttle Finger. En una discusión irónicamente filosófica con un personaje llamado Chapaev (obviamente una alusión a Vasily Ivanovich Chapayev, el famoso comandante del Ejército Rojo durante la Guerra Civil rusa), el protagonista, Pyotr Voyd (¡sic!), se da cuenta de que el dominio de todos los dominios «no es realmente un lugar». Confrontado con la pregunta de dónde se encuentra el universo, Pyotr entiende que en ninguna parte.
Nuestra relación con los objetos, es decir intencionalmente, en último lugar es expuesta a la nada [nothingness], tal como Heidegger dice. Sin embargo, esta Nada es el mundo mismo. Si el mundo mismo no existe, entonces ¿cómo podemos creer que los dominios incluidos en él pueden existir? ¿Hay alguna forma de evitar el nihilismo ontológico, es decir la afirmación de que nada realmente existe porque todo tiene lugar en ningún lugar y, por lo tanto, no tiene lugar en absoluto?
Como veremos a lo largo de este capítulo, el hecho de que el lenguaje falla vis-à-vis una Nada que todo lo engloba libera energías creativas que eventualmente anulan la Nada: esto es porque hay algo en vez de nada. La nada se convierte en algo en nuestra actividad constante de nombrar el vacío. Para ser más preciso, el vacío por supuesto que no es ni siquiera el vacío, ya que «el vacío» no es sino otro término singular al interior de la cadena de significantes. No hay forma de referirse a el vacío, es decir, si no hay manera de obtener acceso a cualquier tipo de trascendencia, entonces ni siquiera podemos referirnos al vacío describiéndolo como el vacío. El «vacío» precede, trasciende, rebasa (o comoquiera que decidan nombrar esta relación que no es una relación propiamente tal entre dos términos) a cualquier entorno apofántico, no puede ser capturado al interior de ninguna esfera de inteligibilidad o de modelo cosmológico según lo llamo.
La diferencia entre el lenguaje y el paradojal dominio de todos los dominios (tradicionalmente conocido por el nombre de «lo absoluto») genera discursos. Los discursos eligen un dominio de objetos por sobre otros con el objetivo de descubrir qué es lo que sucede en un dominio en particular. No obstante, seleccionando un dominio por sobre otro, generan lo absoluto gatillando su retirada. Cualquier intento de determinar nuestra posición al interior del mundo y, por lo tanto, cualquier intento de alcanzar [catch up] al mundo a través del lenguaje, genera un conjunto de certezas de trasfondo (objetivas) en el sentido de Wittgenstein, un conjunto de presuposiciones inaccesibles que gobiernan los discursos. Cada vez que tratamos de determinar las presuposiciones que gobiernan un discurso por sobre algún dominio de objetos u otro, ipso facto gobernamos presuposiciones supraordenadas que gobiernan nuestro metadiscurso hasta el punto de que nunca somos capaces de formular algún metalenguaje plenamente autotransparente. Sin embargo, discursos necesitan incesantemente estabilizar sus precondiciones con tal de defenderse contra la amenaza constante de indeterminación absoluta.
La amenaza de indeterminación absoluta es el origen de las narraciones mitológicas acerca del origen del mundo. Todas estas narraciones buscan articular las condiciones de posibilidad del lenguaje transponiendo las diferencias internas al lenguaje entre él mismo y lo absoluto (es decir, entre la forma y el contenido) hacia algún orden natural al que se le supone que determina el lenguaje desde el exterior. En este contexto, Wittgenstein escribe que cualquier sistema doxástico, es decir cualquier sistema de creencias, crea una «mitología» de fondo o una «imagen del mundo». No hay forma de trascender una mitología dada sin generar otra. Esto es porque todo lenguaje (incluyendo la propia «forma de presentación» [Darstellungsform] wittgensteiniana) incluye una mitología: «Toda una mitología está depositada en nuestro lenguaje».
Heidegger también se refiere a la inviolabilidad de las imágenes de mundo como el sine qua non de determinación en su La época de la imagen del mundo. En nuestra época de la imagen del mundo, el condicionamiento mitológico de nuestra experiencia se esconde detrás de la mitología de la desmitologización. El mundo parece estar completamente desencantado; hemos superado las sociedades tradicionales al abandonar los valores basados en la autoridad, etc. Esta historia es una historia de las piedras angulares de nuestra mitología que cree en la capacidad científica, de la racionalidad instrumental de trascender la historicidad. Se ciega ante la posibilidad de que la verdadera era del mundo como una imagen, lista para ser manipulada, puede ser, ella misma, una imagen del mundo, a saber, la imagen del mundo de la imagen del mundo.
Schelling, Heidegger y Wittgenstein coinciden en que la reflexión inevitablemente está amarrada a una serie de expresiones discursivas finitas de ella misma, generando marcos imaginarios, mitologías. Aquellos marcos usualmente no son reflexionados y no pueden ser reflexionados completamente: cualquier intento de alcanzar semejante reflexión totalizante simplemente genera otro mito, un imaginario diferente, otra imagen que tarde o temprano nos mantendrá cautiva...