— V —
La imaginación utópica en la literatura argentina
Mariano García
Centro de Estudios de Literatura Comparada M.T. Maiorana
Universidad Católica Argentina
CONICET
Los imaginarios sociales
La utopía conforma, junto con la ideología y la mitología, el tercer elemento de los llamados imaginarios sociales, sistemas compuestos y de relativa complejidad que pertenecen al campo simbólico y en él se despliegan. En cuanto a su función, el imaginario social se revela como fuerza reguladora de la vida colectiva y asimismo del ejercicio del poder; los horizontes de expectativas, recuerdos, miedos y esperanzas de la sociedad constituyen la experiencia social que alimenta estos imaginarios (Baczko 34-6).
El campo clásico de investigaciones sobre imaginarios sociales aparece definido por Marx, Durkheim y Weber, aunque es Marx, en particular, quien se interesa en la utopía junto con muchos contemporáneos suyos vinculados al socialismo decimonónico, una de cuyas corrientes se caracterizó como “socialismo utópico” y estuvo representada principalmente por el así llamado sansimonismo así como por el fourierismo y sus respectivas ramificaciones y derivaciones.
La ideología, para Marx, asume la función de expresar los intereses y la situación de una clase social pero esta función, de manera quizá paradójica, no puede realizarse sino mediante la deformación y la ocultación. Aunque surja de conflictos sociales reales, la ideología no puede operar de otro modo que mediante lo irreal y lo ilusorio. Pese a ello, la toma de conciencia de la clase obrera operaría para Marx la transformación de la ideología en ciencia; más específicamente, la ideología habría de convertirse en una crítica de la ideología (Baczko 22-3). De ahí que, lo que hasta entonces solo se reduce a una utopía (las aspiraciones del proletariado expresadas por los sueños socialistas) pasa a convertirse en ciencia y tecnología. Significativa en la tradición marxista será pues su oposición utopía/ciencia, o más exactamente la oposición socialismo utópico/socialismo científico, según lo constata un título del propio Engels, que desconfiaba de la utopía como refugio o fantasía de aislamiento (Frye 327). Desde esta perspectiva, la utopía es considerada presentimiento o prefiguración de un saber, de ideas que, con el marxismo mismo, han adquirido condición de ciencia. De acuerdo con la ilustrativa imagen de Bronislaw Baczko, la teoría de Marx sería a las fantasías utópicas lo que la química a la alquimia o la astronomía a la astrología (Baczko 1984: 88).
El acercamiento de la utopía a la ciencia, empero, no se produce sin cortocircuitos, según se desprende de la dialéctica del iluminismo, que establece una genealogía kantiana por la cual se produciría la realización de la utopía universal una vez superada la discordia entre la razón pura y la razón empírica. Sin embargo, la manera en que el iluminismo identifica la verdad con el sistema científico conduce a conceptos que científicamente no tienen ningún sentido además de caer en múltiples contradicciones (Horkheimer y Adorno 105-6, 134). El apogeo de la razón instrumental, el impulso dado a las hegemonías racionalizantes en nombre del universalismo, la represión de diferencias ligadas a esas pretensiones prometeicas son los estigmas de aquellos tiempos (Ricoeur 384). No hay casualidad en el hecho de que para estos autores iluminismo, utopía y ciencia confluyan de manera sistemática en la obra de D.A.F. de Sade, que eleva el principio científico a la categoría de fuerza aniquiladora (Horkheimer y Adorno 116), ni tampoco en que algo más tarde Roland Barthes equipare la obra sadiana con la de Charles Fourier. El instinto de autoconservación del individuo burgués, inseparable de la autodestrucción, lleva a denunciar la utopía como mito: la “astucia de la razón” en este caso consistirá en la “adaptación a cualquier precio a la injusticia” (Horkheimer y Adorno 113), relegando la utopía al terreno de un brumoso imaginario sin consecuencias en la realidad.
Así, desde la perspectiva de la sociología, la mentalidad utópica entra en conflicto con la realidad, a la que pretende corregir orientándose “en la experiencia, en el pensamiento y en la práctica” hacia objetos que no existen en una situación real (Mannheim 229). Para Mannhein solo se podrá hablar de utopía en el caso de aquellas orientaciones que, al pasar a la práctica, “tiendan a destruir, ya sea parcial o completamente, el orden de cosas existente en determinada época” (Mannheim 229). En tal sentido, se puede considerar que ciertas pulsiones inconscientes y ciertas fuerzas asociadas al deseo acercan la utopía al mito, en tanto que ambas son, además de estados de trascendencia de la situación real, proyecciones eminentemente colectivas. Según cómo aparezca caracterizada, la utopía podrá incluso considerarse como mito y quedar englobada dentro de esta categoría.
Literatura utópica
El momento fundador en la genealogía utópica, si dejamos de lado mitos arcaicos como el del Paraíso Terrenal y la Edad Dorada o el perdido texto de Yámbulo transmitido por Diodoro Sículo, se da precisamente en una obra que no deja de problematizar las cercanías y distancias entre mito y logos. República de Platón habrá de constituir el modelo antiguo de las posteriores fantasías utópicas por motivos diversos. Entre ellos se destaca sobre todo la combinación filosófica y literaria de este modelo. La ambigüedad dialéctica (potenciada por la ironía socrática) no nos permite detectar en qué medida la postulación de una ciudad perfecta (eutopia) es o no un mito más que debemos considerar junto con muchos otros presentes en la misma obra, tal la historia de Giges y su anillo mágico o la leyenda de Er. Del mismo modo, este texto platónico sobre la ciudad ideal, que surge del análisis de la justicia y las bases éticas de la sociedad, es a la vez un enfático tratado contra la naturaleza engañosa del arte, si bien al comienzo (Giges) en el medio (alegoría de la caverna) y al final (Er), además de muchos otros momentos, el texto se vale de ficciones o figuras retóricas extensas para defender sus distintos argumentos, entre los que cabe destacar el de la armonía de las esferas, concepto pitagórico de larguísima descendencia y cuya proyección de una armonía perfecta del mundo y el universo asociada a los números y a la música no deja de plantear relaciones con la utopía.
En la base de las primeras propuestas utópicas nos encontramos entonces con elementos contradictorios o discordantes que serán recogidos consciente o inconscientemente en la posteridad de este género.
Si la utopía necesariamente implica una sociedad, esto no obliga a incluirla en una ciudad. En efecto, hay fantasías utópicas preindustriales que entroncan con la tradición pastoril y que suponen una crítica al avance tecnológico y al desarrollo urbano, como los romances de William Morris en el caso de la revolución industrial (News from Nowhere, 1890; The Wood beyond the World, 1892) o la típica exploración iluminista en torno a los valores innatos del hombre en estado de naturaleza (La Nouvelle Héloïse, 1761; Paul et Virginie, 1787) si bien lo más característico del género atañe a ciudades imaginarias, aun cuando muchas de ellas se ubiquen en remotas islas sin relación con el resto del mundo (Gregory 1994, Buck-Morss 1995, Anderson 2006).
El Renacimiento, que representa el segundo momento importante en que se piensa lo utópico –y el primer momento moderno–, no sólo verá aparecer, dentro de la tradición humanística, el paradigma absoluto del género a través de la pluma de Tomás Moro, sino que convivirá con diversos tratados arquitectónicos ilustrados que ya dan cuenta de la relevancia de lo espacial en la imaginación utópica: Leon Battista Alberti (De re aedificatoria, 1485), Antonio di Pietro Averlino más conocido como Filarete –“amante de la virtud”– (Trattato di architettura, 1464), Francisco di Giorgio Martini (Trattati de architettura, ingegneria e arte militare, 1492), Pietro Cataneo (L’architettura, 1567), Andrea Paladio (I Quattro libri dell’architettura, 1570), Giorgio Vasari el joven (La città ideale, 1598) o Vincenzo Scamozzi (Dell’idea dell’architettura universale, 1615) (Sciolla 1975; Mercato 2019) aunque la lista pueda extenderse, fuera de Italia y algo más tarde en el tiempo, a personajes como Inigo Jones o Matthäus Merian (Yates 1962, 1972) entre otros. Como suele ser el caso entre los renacentistas, en estos autores también se hace evidente la impronta clásica en cuestiones arquitectónicas (Vitrubio) y en las no menos importantes de jardinería (Catón, Columela, Varrón) si tenemos en cuenta la característica asociación de imaginarios entre utopía y jardín desde el paraíso terrenal en adelante (Beruete 2016). A su vez, esta reinterpretación clásica se ve fuertemente impregnada por la presencia de artistas contemporáneos. Así, cuando Averlino postula la ciudad ideal de Sforzinda (con la pretensión de exaltar los efectos benéficos del buen gobierno de Francesco Sforza) a partir del libro VI de su tratado, todos los artistas famosos de la época son convocados para su proyecto (Mercato 101-2) si bien la presencia decisiva es la de Platón (República, Fedro, Critias, Timeo y Leyes), autor muy difundido en la época a partir de las recientes traducciones al latín de sus diálogos por parte de Marsilio Ficino.
En el caso renacentista también se constata la confusión constante entre construcción imaginativa y pensamiento riguroso según los dos modelos antiguos ya mencionados de Yámbulo y Platón. Sin embargo, estas expresiones plasmadas en imágenes, así como el pensamiento de Maquiavelo o la misma Utopía de Moro, son contemporáneas de numeros...