El marxismo en el horizonte
Rastrear la vinculación entre Sartre y el marxismo no es tarea fácil. Y no solamente porque su lectura de Marx adolezca de lagunas importantes en cuanto al conocimiento de la obra de este, sino porque la aproximación de nuestro filósofo al marxismo discurre paralela a sus propias aproximaciones y alejamientos de la política comunista. Este doble horizonte que incluye discusiones propiamente filosóficas y polémicas marcadamente políticas dificulta cualquier análisis, porque parece a veces que comulga con lo esencial del marxismo cuando se aleja de la política del PCF y, contrariamente, que se aproxima a la política de este mientras se aleja del horizonte teórico marxista. Realmente, una montaña rusa de ascensos pronunciados y de caídas vertiginosas... Y el asunto se dificulta si tenemos en cuenta la diversidad del marxismo a partir de los años de postguerra, con una profusión de alternativas realmente notable: de hecho, cuando Sartre se aleje de la política del PCF, se sentirá muy próximo a la orientación de los comunistas italianos —pero ¿de cuáles?— y, posteriormente, a la alternativa cubana y antes a la renovación maoísta. De hecho, Beauvoir publicará un extenso análisis de la realidad china en 1955, titulado La larga marcha. Ensayo sobre China.
Estas dificultades aconsejan centrarnos en algunos aspectos someros pero claves de las relaciones de Sartre con el marxismo, conscientes de que un análisis más detenido plantearía problemas que solo podrían abordarse in extenso.
La aproximación teórico-política al marxismo
¿Cuándo conoce Sartre el pensamiento marxista? En 1974, recordará que se aproximó por vez primera a Marx en el tercer año de sus estudios en la École y que la lectura le produjo «el efecto de una doctrina socialista, que me pareció bien razonada. Le he dicho —continúa dirigiéndose a Beauvoir— que creía comprenderla, y que no comprendía nada, no veía qué sentido tenía en ese momento. Comprendía las palabras, las ideas, pero que eso se aplicara al mundo del presente, que el concepto de plusvalía tuviera un sentido actual, eso no lo comprendía». Habrán de pasar años para que Sartre esté en condiciones de aproximarse y polemizar a un tiempo.
Cabe datar a comienzos de la década de los cincuenta la aproximación de Sartre al marxismo y la política comunista: se inicia la etapa del compromiso. Pero la verdad es que, antes de 1952, cuando inicia la publicación de Los comunistas y la paz, el compromiso como actitud necesaria para afianzar la libertad individual y los derechos colectivos ya se había despertado.
Publicaciones políticas
Impresiona constatar el número de revistas de intervención teórico-política en Francia entre los años cuarenta y sesenta. Impensable en cualquier otra geografía. Una profesora italiana —A. Boschetti: L’impresa intellettuale. Sartre et Les temps modernes— ha escrito páginas reveladoras sobre este ambiente intelectual que, sin embargo, podemos entender como un verdadero horizonte sociocultural, una especie de reality show emocionante de cara a la ciudadanía. Téngase presente que, cuando LTM aparece, tienen larga vida, entre otras, La nouvelle critique —vinculada al PCF—, donde publican regularmente Kanapa o Lefebvre, Critique y sus herederas, donde publican Bataille, Blanchot, Koyré o Klossowski, y la más antigua Esprit, donde intervienen regularmente Mounier o Lacroix. Esto era un verdadero espectáculo.
Portada del primer número de la publicación Les Temps Modernes.
Me parece importante apuntar dos circunstancias que entiendo como ineludibles. En primer lugar, no hay que olvidar que Sartre ha impulsado la fundación de Les temps modernes, la revista cuyo primer número aparece en octubre de 1945: es importante señalarlo porque la presentación de LTM se abre con una contundente afirmación. Sartre denuncia que «todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad: desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de las letras». Y anuncia, para justificar la finalidad de la revista, que «nuestra intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea», siempre desde la perspectiva de profundizar en la libertad porque, aunque esta podría pasar por una maldición, «y es una maldición... Pero es también la única fuente de la grandeza humana». La tesis de la «literatura comprometida», que habría que entender como del «intelectual comprometido», se abre paso. Mal comprendida con mucha frecuencia, dicha tesis no implica otra cosa que la sugerencia de que el escritor-
intelectual atienda a los problemas que le sitúan como ciudadano en el mundo: nada de devaluación de lo «literario», esto sería otra cuestión, sino, estrictamente, posicionamiento en un necesario referirse en la escritura a los acontecimientos que interesan al ciudadano. Es indudable, en segundo lugar, que Sartre va a tomarse muy en serio la intención fundacional de la revista, que se abre paso con el apoyo inestimable de Merleau-Ponty, Beauvoir y Aron, entre otros.
Sartre ilustrará literariamente esta tesis del «intelectual comprometido». En 1948, estrenará Las manos sucias, una obra destinada a defender la necesidad de salir de la torre de marfil del intelectual tradicional —aunque con una crítica aparentemente feroz al perfil comunista: pronto se comprenderán las razones— y entregará el guión cinematográfico de El engranaje, film que abunda en la tesis de la necesidad del compromiso. Pero la inmersión sartreana en la realidad social, que había sido anunciada como urgente en la conferencia del 45 a la que nos hemos referido previamente, no tiene tan solo una perspectiva literaria. Hacia 1947-1948 Sartre se empeña en impulsar un movimiento político al que bautizará como RDR —siglas del Rassemblement (Agrupación) Démocratique Révolutionnaire— que pretende ser alternativa a los compromisos gaullista y comunista.
De pronto, todo parece cambiar para Sartre. Por un lado, la corta trayectoria del RDR parece desanimarlo después de meses de agotador esfuerzo. Por otro, la organización en 1949 de la OTAN abre un horizonte de imprevisibles consecuencias. Los problemas se agudizan con el estallido del conflicto coreano, que desemboca en el inicio de la guerra en 1950 y con la ofensiva macartista en Estados Unidos a partir de 1950, que provoca el exilio o la marginación de artistas e intelectuales, pese a la actitud valiente de figuras tan relevantes como Trumbo, Bogart, Kirk Douglas, Orson Welles o Sinatra. Lo indudable es que el panorama se ensombrece y comienza a trazarse una fuerte línea de demarcación entre los partidarios de uno u otro bloque geopolítico. En tal coyuntura Sartre comienza a colaborar con el PCF, aunque manteniendo siempre una cierta distancia. La relación se va a estrechar con motivo de los acontecimientos desatados por la anunciada visita a Francia del general Ridgway, alto y belicoso comisionado de las fuerzas atlantistas. La reacción del PCF es inmediata: convoca huelga y manifestación el día 28 de mayo de 1952. Resulta un fracaso y los efectos de la represión son graves. El PCF vuelve a la carga convocando una nueva manifestación para el 4 de junio. Duclos, líder carismático del partido, es detenido cuando se dirigía a su domicilio llevando en una jaula varias palomas. La policía le acusa de ser un espía prorruso argumentando que los animales son palomas mensajeras para transmitir mensajes a las fuerzas enemigas. La situación es a todas luces absurda y cómica. El resultado no es mejor que el de la anterior convocatoria y tal circunstancia va a desatar un aluvión de críticas tanto por parte de la derecha política como de la izquierda comunista.
Estos acontecimientos motivan la redacción de Los comunistas y la paz, varios artículos que aparecerán en LTM entre 1952 y 1954. En ellos Sartre reflexiona con una doble intención: por un lado, para situarse decididamente en el flanco favorable al bloque soviético y, por otro, para afrontar un duro debate teórico con la izquierda comunista por las razones que se considerarán de inmediato. Sobre el primer aspecto poco puede comentarse: Sartre acepta que el revolucionario en nuestra época «debe asociar indisolublemente la causa de la URSS y la del proletariado» (PM, 1, 67), máxime teniendo en cuenta que «no encuentro, durante el curso de esos tres decenios (desde la Revolución), ninguna voluntad de agresión en los rusos» (PM, 1, 75). Acaso resulte difícil comprender el alineamiento sartreano con la política estalinista, actitud tanto más incomprensible cuando comienzan a resonar en Occidente noticias tenebrosas sobre la realidad última de la maquinaria represiva organizada por el líder de la URSS. Y Sartre no puede desconocer este asunto de trascendental importancia: Gide, un autor por el que siempre ha declarado su simpatía, ha regresado de la URSS y publicado un breve recuerdo de su viaje en el que se advierte, por ejemplo, que «en la URSS, se admite por anticipado y de una vez para siempre que, en todo y sobre cualquier tema, no puede haber más de una opinión. El espíritu de la gente, además, está moldeado de tal suerte que su conformismo le resulta fácil, natural, insensible, hasta el extremo que no encierra hipocresía». Dardo compasivo, pero severo. A pesar de ello, Sartre ha decidido mantenerse —«mancharse las manos»— en el apoyo al espíritu de la URSS.
Lo relevante es considerar el motivo teórico de la aproximación sartreana al marxismo. Puede caracterizarse con brevedad: Sartre lanza la propuesta teórico-política de la necesaria confluencia existencialismo-marxismo. Esta es la apuesta y la va a justificar, con motivo de los sucesos del 52, dirigiéndose sobre todo a la izquierda comunista que ha criticado la frustrada relación entre las masas y el PCF. Y para referirse a la misma va a tomar el aspecto clave que por entonces entra en colisión. ¿De qué se trata? En verdad de un tema que aún es hoy centro de los debates políticos en la derecha y en la izquierda. No es otro que el de la relación entre las masas y el partido —sea del orden que sea—, entre el proletariado y el PC en la concreta coyuntura que vive Sartre hacia 1952.
El embrujo de Stalin
Puede parecer extraño el embrujo que la figura de Stalin provoca a diestro y siniestro. Que su papel político y sus intervenciones teóricas merezcan ser objeto de debate acaso no debiera sorprendernos. Pero su sombra es mucho más alargada.
Los poetas lo miman como si se tratara del Salvador de la Humanidad. Y así lo ven. Fijémonos en estos testimonios poéticos de M. Hernández, Alberti y Neruda...
Del poema titulado «Rusia»:
Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos/ has hecho un pueblo de hombres que sacuden la frente,/ y la cárcel ahuyentan, y prodigan los trigos,/ como a un esfuerzo inmenso les cabe: inmensamente./ De unos hombres que apenas a vivir se atrevían/ con la boca amarrada y el sueño esclavizado:/ de unos cuerpos que andaban, vacilaban, crujían, una masa de férreo volumen has forjado.
Neruda no se queda atrás en su panegírico titulado «Oda a Stalin»:
Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra,/ cansado de luchas y de viajes/ cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano./ [...]/ Junto a Lenin/ Stalin avanzaba/ y así así, con blusa blanca,/ con gorra gris de obrero,/ Stalin/ ...fue construyendo. Todo/ hacía falta./ [...]/ ¡Ser hombres! ¡Es esta/ la ley staliniana,/ y hay que aprender de Stalin/ su intensidad serena,/ su claridad concreta/ su desprecio/ al oropel vacío.
Pero la palabra de Alberti es aún más magnánima. En su «Redoble lento por la muerte de Stalin» escribe:
Padre, y maestro y camarada:/ quiero llorar, quiero cantar./ [...]/ Cerró los ojos la firmeza,/ la hoja más limpia del acero./ [...]/ Padre, y maestro y camarada:/ vuela en lo oscuro un gavilán./ Pero en tu barca una paloma,/ pero en tu mano una paloma/ se abre a los cielos de la paz./ [...]/ No ha muerto Stalin. No has muerto./ Que cada lágrima cante/ tu recuerdo.
Tal era la curiosa «situación» en aquellos años de 1930 a 1950.
Ya hemos advertido en el capítulo anterior que el gran inconveniente para hablar de moral-política comunitaria es la radical imposibilidad de encontrar un punto de intereses comunes entre los existentes: tan solo si existiera una posibilidad de vivencia común podría comenzar a hablarse de proyecto colectivo. Pues bien, esta es la frontera que va a cruzar Sartre, reconociendo que existen rasgos comunes que facilitan el encuentro intersubjetivo. Los artículos del 52-54 van a insistir precisamente en el hecho desnudo y primario de una situación común que afecta al conjunto del proletariado y que no es otra, como puede comprenderse, que «su lugar en el proceso productivo». El grito sufriente ante la explotación, el sueño de una resistencia contra el capital, la vivencia íntima de la explotación es un posible punto de partida para vertebrar una praxis colectiva ordenada en torno a unos determinados valores sociales y morales. Las condiciones para dicha praxis están dadas, están ahí, encarnadas en cada uno de los existentes que viven la penuria desde una soledad trágica. Sartre reconoce la actitud revolucionaria del proletariado para preguntarse de inmediato: pero «¿qué es una actitud? Una acción esbozada y obtenida. Si no se expresa mediante actos, si no se integra en una praxis colectiva, si no se inscribe en las cosas, ¿qué queda de ella? Nada: una disposición negativa. Hoy en día el porvenir está cerrado por un muro sangriento: el obrero permanece fiel a sus creencias y a sus tradiciones: pero es un revolucionario sin Revolución» (PM, 1, 135). Ahora bien, siendo la vivencia de la explotación condición necesaria para la acción política, no es suficiente por sí sola: escapar de la soledad trágica de la miseria y la explotación requiere el establecimiento de una comunidad orgánica que borre el gesto sombrío del obrero. Es la realidad y la misión del partido.
Escultura de Sartre en la Biblioteca Nacional de París.
Los problemas teóricos se plantean precisamente en este punto: cuando Sartre inicia su reflexión sobre la relación entre el proletariado solitario y el instrumento orgánico que podría canalizar sus esfuerzos, adoptando una posición que va a estar en el fondo de sus desavenencias con la ortodoxia del PCF e igualmente de la izquierda comunista —que podrían representar Merleau-Ponty y Claude Lefort—. ¿Cuál es el posicionamiento sartreano? ¿Por qué las críticas? ¿Qué camino se abre en la relación Sartre-marxismo?
Podríamos reconocer en términos muy generales que la polémica tejida en torno a la discusión sobre las relaciones proletariado-partido habían estado marcadas desde el original diseño leninista por dos posicionamientos tan claros como alejados o incompatibles. El primero de ellos, el teorizado por Lenin en estricta obediencia a su juicio con la palabra de Marx habría considerado la esencialidad del partido como estructura que delimitaba las necesidades reales del proletariado. Tal consideración implica que, ocasional o duraderamente, el proletariado no está en condiciones de prever la salida a su propia explotación, por lo que se plantea la necesidad de un movimiento de exportación doctrinaria, que es en lo que consiste la función política del partido. Desde la perspectiva leninista, es necesario y legítimo abortar el espontaneísmo obrero, que debería reconocer la autoridad de la estructura orgánica que orienta sus pasos. El segundo planteamiento, cuyo momento más relevante acaso sea el personificado en la figura de Rosa Luxemburgo, revalorizaría la espontaneidad de las masas poniendo en cuestión la «sabiduría» del partido. En este horizonte, la función de la instancia leninista queda menoscabada a favor del espíritu natural de resistencia proletaria.
Pues bien, Sartre no va a alinearse con ninguna de las dos alternativas. Juega a la equidistancia en ese momento en que la derecha política considera que se ha roto el vínculo partido-proletariado ante el fracaso de las convocatorias de mayo-junio del 52, mientras que la izquierda comunista le reprocha al PCF haber dinamitado la espontaneidad proletaria que cede ante las directrices del mismo. Sartre va a establecer al menos dos principios suficientemente claros: en primer lugar, que es precisa una instancia recuperadora de los gritos solitarios del proletariado explotado y, por otra parte, que tal instancia —esto es, el partido— no debe exportar consigna alguna o principios cualesquiera ya que el existente-obrero sabe perfectamente lo que le ocurre e interesa en una situación dada, y solo requiere un elemento canalizador de la furia colectiva. Es en el proceso del combate cuando el obrero solitario comienza a favorecer la aparición de la clase misma, que no es un a priori social, sino el efecto preciso de la lucha.
La argumentación sartreana no parece convencer a nadie. El PCF se siente menospreciado por lo que se refiere al papel preponderante que había heredado de la lección leninista y la izquierda comunista entiende que Sartre ataca la objetividad de la conciencia de clase proletaria; y de cualquier otra configuración clasista porque Sartre no está haciendo una filosofía para explicar el hecho del proletariado, sino, rigurosamente, el hecho de toda configuración social colectiva. Pero a Sartre no parecen importarle en exceso las críticas de la ortodoxia comunista. Al fin y al cabo, él ha iniciado su propio camino. Aunque sí le afectan ciertamente las críticas provenientes de la izquierda comunista y en especial la toma de postura de Merleau-Ponty y de Lefort, con quienes, al fin y al cabo, está trabajando estrechamente en LTM y quienes parecen percibir en la intervención sartreana una defensa sin conce...