Reseñas, artículos y narraciones
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Reseñas, artículos y narraciones

  1. 416 páginas
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Reseñas, artículos y narraciones

Descripción del libro

En el presente volumen se reúne por primera vez una selección de la obra literaria y periodística publicada por Esteban Salazar Chapela entre 1926 y 1964.El libro ha sido estructurado en tres grandes secciones que abarcan crítica literaria, artículos, ensayos y otros géneros narrativos. En el apartado de crítica literaria se han incluido algunas de las reseñas sobre las principales novedades literarias de su tiempo. En los artículos y ensayos seleccionados el autor expresa su opinión sobre literatura, cultura, pensamiento, ideología y política. Además, nos ofrece información acerca de la cultura española en Gran Bretaña y de los escritores e intelectuales desterrados. Por último, se incluyen algunos de los obituarios y evocaciones que publicó en el destierro. La última sección, dedicada a su obra narrativa, contiene un primer apartado en el que se incluyen fragmentos de cuatro de las cinco novelas del escritor que nunca han sido reeditadas. En el segundo se han reproducido dos de sus cuentos, actualmente tan inaccesibles para el lector como lo es la práctica totalidad de las reseñas y de los artículos contenidos en este libro.La profesora de Lengua y Literatura Españolas, Francisca Montiel Rayo, ha sido la encargada de realizar esta antología y redactar el estudio introductorio.

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Información

Año
2022
ISBN del libro electrónico
9788416950256
Edición
1
Categoría
Letteratura

ARTÍCULOS Y ENSAYOS

I. LOS AÑOS VEINTE

JOSÉ ORTEGA Y GASSET

LA GENTE QUEDA CONTENTA, satisface sus más vivos enconos, merced al «espíritu analítico». Ante un poema, la página de una novela, un ensayo, el individuo de espíritu analítico se comportará siempre de idéntica manera: someterá aquellas obras a un examen que no llegará a ser nunca valioso, ni en el detalle. ¡Qué gusto, para esa pobre gente, creer encontrar los gazapitos, intersticios dejados en la obra cuando ésta se formó virilmente, con hondo impulso, y no con alicorto y femenino bizantinismo! ¡Qué gusto creer demoler, parapetados en su mezquindad, apabullados, este o aquel trabajo, gustando la crítica de esta palabrita, de aquella imagen, o de este otro concepto, que ellos, los analíticos, paletos, descubren en la obra como un terrible delito! No es más que estupidez, ya lo sabemos. Pero se dice espíritu analítico, el cual se halla sustentado, de una parte, por ceguera y cerrazón perfectas, muy respetables, y de otra, por un mal fondo de impotencia y envidia, no ya tan respetable como la imbecilidad.
Aun mirando las cosas libremente, no sólo con lealtad, sino con noble curiosidad e interés, no es el detalle quien nos revelará, al cabo, lo que sea la obra o la persona. No dejo de observar que hay detalles explicativos, por decirlo así; pero muchas veces, los que nos parecen más reveladores son, precisamente, de insignificante importancia para el conocimiento de una persona o de una obra. Cuando he presenciado o leído aquellos «análisis» —espectáculo deprimente, lleno de miseria moral e intelectual—, me ha parecido oír juzgar una obra arquitectónica —un palacio rotundo, por ejemplo—, por un detalle, nimio desde la lejanía prudente y exigida. El analítico, incapaz de ver el conjunto, se aproxima como miope a una ménsula, y con un gesto cómico de ratón nos señala la supuesta deficiencia de una moldura. En ella se ensaña, inmediatamente, y en ella derrama su despecho y resentimiento.
Algunos paseos por bibliotecas, algunas conversaciones y alguna que otra frase, en este o en el otro artículo, soslayada, nos han llegado a convencer de que la fauna del analítico es más numerosa de lo conveniente. Es fácil observar, sin embargo, que lo más duro, la verdadera dificultad está, cuando se trata de penetrar una obra, no en el análisis, sino en lograr la mirada general de conjunto. Precisamente es aquel, cuando puede denominarse así, análisis como un procedimiento para arribar a la visión total, última, de las cosas. Lo demás, aun con buena fe, es darnos una parte por el todo. Ello, desde luego, dejando a un lado la delectación del ratón, a que nos referíamos, la cual no es más que tontería, compuesta de lamentables sentimientos. Allí donde falla la inteligencia, falla también, por regla general, la moral.
Lo más admirable de don José Ortega y Gasset radica, precisamente, en su capacidad de abarcar, con sólo una ojeada, problemas de complejidad extrema. Hay en el estilo de Ortega y Gasset una propensión continua a lo rotundo, estilo que fluye espontáneamente de la misma calidad de su pensamiento, rotundo también, en el cual se dan como logradas cuantas cosas son para el pensador convicción y acierto. Y en verdad que mientras los demás barrenan esta o aquella porción, entretenidos en una zona, Ortega plantea en toda su integridad problemas generales, incluso en política. Hay que ver cómo la mayoría escapa por la tangente, creyéndose ingenuamente revolucionaria, en tanto que aquel hombre, sin desviarse, acomete el problema de España desde un punto de vista nuevo —el más doloroso—. Motéjasele por ello de pesimista, como si esto, por otra parte, fuera un delito, y, sin embargo, viene a ser Ortega quien ha mirado con más franca alegría el porvenir de España, sin caer nunca en ese ciego e inconsciente optimismo que ve las cosas, sin verlas, prontas a cambiar en un momento, mediante un simplísimo resorte.
Nada pueden extrañarnos las enérgicas afirmaciones de Ortega y Gasset, en uno u otro extremo, si tenemos en cuenta la pasión que anima su obra: la verdad. Así lo reconoció Unamuno. En todo lo que Ortega habla o escribe, se observa siempre un anhelo inmenso, pujante, de verdad, que le coloca frente a la vida señero, libre de prejuicios. Por esta natural y seria postura puede moverse sin sectarismos, sin obstáculos, sin sometimientos, es decir, con absoluta flexibilidad y soltura, hábilmente. Se le ofrecería incómodo el pergeño ya hecho canon, escuela o sistema, de algunos de sus contemporáneos. Aquel anhelo de verdad le lleva, voluntaria o involuntariamente, a no reparar en esto ni aquello, por sagrado que se le tenga. Hace justicia. Y la justicia llevada así, con rigor de espíritu, sin debilidades ni concesiones, es peligrosa —circunstancialmente nada más— para quien la ejecuta. «Sin valor —decía Gracián—, es estéril la sabiduría». A la larga, cada cosa cobrará su verdadero nivel, y Dios sobre nosotros.
La palabra de Ortega, por aquella su natural tendencia a ser fiel a sí misma, clara y precisa, cobra, en ocasiones, entonaciones extrañas. Hay momentos en que deshace lentamente, con admirable seguridad, algo que se ofrecía a los demás como absoluto e irreductible. Y esto, el hecho de intentar deshacer un eterno, es de por sí una ofensa, la más grande, a mi juicio, que puede perpetrarse en el espíritu de la mayoría letrada. Así se comprenderá el espléndido homenaje de sorda hostilidad que rodea a Ortega. Ese viento persistente, combativo, que se le allega desde lo más ínfimo de nuestra España, es una afirmación, un tanto enojosa, pero una afirmación a la postre. En último término, ello es el resentimiento, de que hablaba Nietzsche y que Ortega comentó ya hace años. Como, por otra parte, aquel hombre no ha ingresado en ninguna secta, ni en ciencia, ni en arte, ni en política, puede permitirse lo que la mayoría califica de sacrilegio, y así viene a ofender en más de una ocasión las íntimas convicciones —o conveniencias— en política, en ciencia o en arte, de ciertos hombres.
«Ninguna cosa que no sea confeccionada con el padecer —decía Quevedo— tiene estimación». Ignoramos de un hombre el hecho de que saca, a veces, su propio pensamiento. Hay filosofías que son a manera de poemas. Sobre la vida misma se eleva el pensamiento, el cual, con su silueta razonada, erguida e independiente, no dejó de enlazarse en un principio con la realidad del individuo, hasta el punto de confundirse con ella. En el fondo de toda filosofía creemos distinguir un temperamento pasional o sereno, fluyendo hondamente —inevitable—, no obstante la rigidez aparente del sistema. De varias maneras nos acercamos a las cosas, requiriendo la esencia de éstas; pero el punto de partida se nos antoja el mismo en todos los hombres. No queremos esbozar «la manera», a nuestro juicio, de Ortega y Gasset, pues tememos caer en una explicación torpe. Ni vitalismo ni racionalismo, le oímos en cierta ocasión; y así presenta su pensamiento puro e independiente, el cual escasamente renuncia a su vital origen. Mas no tergiversemos las cosas, ya que nos hemos propuesto no aventurar explicación alguna en este asunto. Aquel origen no le quita al pensamiento rigor, virtud independiente: tamizado, ofrece su línea sin sometimientos.
A medida que el tiempo corre, Ortega y Gasset cobra una mayor amplitud en sus ideas, gana. Obsérvese el primer tomo de El Espectador, de un sabor de intimidad poemático, y compárese con sus últimas producciones, La deshumanización del arte, por ejemplo. Acaso para nuestra naturaleza sea aquella su primera tendencia más propicia a nuestra satisfacción, por su tono comunicativo; pero es lo cierto que últimamente, ganando en amplitud, como aspirando a más ancho mundo, la obra de Ortega ha cobrado plenitud máxima.
De contar con más espacio, sería ésta una ocasión oportunísima para agregar a las anteriores afirmaciones un largo comentario. Me lo impide, por una parte, el escaso lugar con que cuento, ya lo he dicho, y por otra, la convicción de que casi todo lo precedente no tiene cariz de novedad, para nadie. Glosar lo afirmado, cuando al otro lado de esta página se halla la obra de don José Ortega y Gasset, sería ocioso e inconveniente.
Sobre la hermosa fluidez de su estilo, deslumbrante en imágenes, no hemos aventurado nada. Acaso deteniéndonos en este punto conseguiríamos aprisionar el conjunto sensual y severo, sobrio y fastuoso a la vez, del espíritu de Ortega, hombre castellano, que así ha logrado desde la meseta, sobre lo que es en él firmeza y austeridad de raza, la continuidad suave y voluptuosa del Mediodía.

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, POETA.
DON JUAN VALERA. JUAN BELMONTE

1
¡OH, POÉTICA ALGARABÍA ininteligible de Juan Ramón Jiménez! Ahora es verdaderamente poeta, ahora lo es que ni se entiende a sí mismo. Ahora, emboscado en la serpentina —desnuda, sí, pero intrincada y laberíntica— de sus frases, se le ve volatilizado e infuso en el espacio, hasta hacer el autoescamoteo poético, que lleva a la desaparición de sí mismo para el propio escamoteador. Liba espíritu hasta la embriaguez lírica del que desliza y silba entre dientes una melodía casta, blanca y ardiente, sin posible traducción al lenguaje humano, transparente para el alma intuitiva, obscura y sin sentido para la razón obtusa y mecánica. No, no hay posible explicación; este efluvio poético envuelve al escogido que lo respira con identificación suprainteligible. El poeta fracasa y se profana a sí propio si intenta difundir la llama despreciable de la inteligencia en esta radiosa luz mística que esclarece su vida interior de inviolable aurora. La verdadera poesía fluye más allá del lenguaje humano. Es una revelación, un resplandor sin voces. ¿Qué hace el poeta? Gorjea con la absoluta verdad del ruiseñor, de la brisa, del manantial, del bosque. No le interroguemos. Él mismo nada sabe. Juan Ramón Jiménez perdió, cada vez más, las exterioridades pintorescas de la poesía equivocada, donde, en las manos, chocan las torpes pesadeces de las cosas mudas, macizas, sin comunión interior. Ya no hay cuerpo posible, ya el verbo transmite la visión íntima de una realidad tan viva y desnuda como la luz, la luz, una y múltiple, que cogió en su puño y pasea por las tinieblas del alma, del mundo, de las cosas. Su polvareda verbal nos envuelve y nos ciega. Principiemos viendo que nada vemos. Volvamos luego sobre aquello. Abramos cautelosamente un ojo, luego el otro. El divino maná exprime algo confidente de uno solo, una rara cosa oblicua de mil rayos —verde, blanco, rojo o azul— y cada alma está cierta de lo que ve. Ésta y ésa y aquélla cogieron su verdad, la suya, sin herejía posible, porque el poeta no es dogmático, ni aun de sí mismo, cuando llega a poética plenitud. Él también posee su verdad, pero ignora su fuente, las playas que besa amorosa y su orbe marino, que invita a las almas a innúmeras travesías. Magnífico universo poético, que le plantea al poeta la misma rebelde abundancia incomprensible que a Dios.
2
¡Qué andaluz es D. Juan Valera! El escepticismo de su raza, acaso la más incrédula de España, gana toda su obra de una risa maligna y cruel, risa irreverente, profanadora, negativa e impía. El escepticismo de D. Juan Valera no es el pesimismo, el cual es, acaso, la más acendrada forma de religiosidad. Valera en nada cree, ni tampoco lo lamenta; en nada espera, ni le aflige tampoco. Detrás de su carátula maliciosa, sólo hay un vacío desolador, una oquedad fría y desierta más terrible que la desesperación. Su arte es ficticio juego, pura broma y fría diversión. Nuestro autor no podía proyectar sentimientos e ideas en que no creía, y de los cuales se burlaba; sólo urdía ficciones de sentimientos e ideas con irrespetuosa travesura. Una zumba fina, impalpable, lo empapa todo, cala hasta los huesos, hiela el alma. Estamos aquí muy lejos del humorismo, del volterianismo y de la ironía, formas todas de una pasión combatiente, hechas de esperanza y de fe. La inteligencia de D. Juan Valera es una inteligencia maligna y suspicaz, de rastrera perspicacia psicológica, de notable inepcia para la vida ascendente y grave. Sólo ve la humanidad escondida en dos grandes porciones: la de los avisados y los ilusos, los tontos y los listos. Toda su obra está empapada de esta idea mezquina y soez.
3
En Belmonte se ve el esfuerzo, la pena, la fatigosa lucha con el peligro, el pugilato del valor, la pugna voluntariosa con la dificultad. Pero esto no debe verse. Belmonte no ha logrado superar el esfuerzo y llegar a la plenitud del arte, que consiste no sólo en vencer la dificultad, sino en hurtar esta pena elegantemente a los ojos del prójimo. El arte plenamente conseguido debe dar una impresión de facilidad admirable e inaudita. Sin este soberbio pudor, que es el orgullo del arte, el hombre baja de artista a artesano, al cual se le ve pujar y sudar en su obra, pero al artista no. Claro está que Belmonte es un torero concienzudo y de coraje, pero se le ve con el mismo malestar y ansiedad que al tozudo aprendiz de tauromaquia que hace sus pruebas valientemente, y cuyo fin inmediato sólo puede ser salir bien de esas pruebas o perecer en la empresa. Es un torero «de tablas adentro», sempiterno ejercicio de aplicación y voluntad; toreo tosco, enconado, en que el trabajo de rematar las suertes hace impúdico alarde de sí mismo. Y no cabe duda de que si Belmonte pudiera ocultar ese trabajo lo haría, en vez de ostentarnos su rabioso y salvaje modo de torear. No es que nos da lo trágico y patético —que eso existe siempre en el fondo de toda buena obra de arte, pero la perfección del arte está en superarlo—; es que no puede ir más allá. A la alegría por el dolor, a la serenidad por la pasión, a la elegancia y la gracia por el esfuerzo; pero Belmonte no puede pasar del dolor, de la pasión y del esfuerzo.

MEDIA VUELTA HACIA LA TRISTEZA

EL ARTE NO SERÁ TRISTE NI ALEGRE. Como no será —si se quiere— masculino ni femenino. Pero la tristeza ha solido ser siempre, acaso no por casualidad, la levadura del gran arte. Como ha solido ser siempre la obra artística, cuanto más feliz, con referencia al género, la conjugación dichosa de lo masculino y lo femenino. (El arte, si es perfecto, deviene perfecto intersexual, dicho sea esto para diferenciar una vez más el arte de la vida. Lo que es en ésta un fracaso, viene a ser en aquél el logro último, total, de sus posibilidades).
Ni triste ni alegre. Pero «ninguna cosa que no sea confeccionada con el padecer tiene estimación», dice Quevedo. La eclosión jubilosa artística de estos últimos tiempos —reacción inevitable ante el lloriqueo constante, sistemático, de nuestros mayores— ha despistado a muchos (los morlacos) sobre la esencia de la obra artística (pura o impura). Sobre la esencia, no sobre los accidentes. Los accidentes del arte pueden ser rigurosamente dichosos, risueños. Todos los atributos de la obra de Dickens, por ejemplo, corresponden a la superficie placentera. Pero eso no importa. Eso importa sólo para conceder a Dickens un crédito de elegancia y reconocer en él uno de los más bellos dones de la sabiduría: el humor.
En las reacciones colectivas (y el arte, a veces, por desgracia para los artistas, ofrece el espectáculo gregario, humillante, de una reacción colectiva) se toman posturas en las cuales quedan algunos individuos, los de escasa luz propia, inmóviles, queratinizados. La última postura fue sistemáticamente jubilosa. No era tanto el arte por el arte como la sonrisa por la sonrisa. No era el humor, sino la broma. Ello indica hasta qué punto el escritor y el pintor particularmente componían sus obras de espaldas a la naturaleza. La risa, la buena risa, el producto más noble del hombre, según Carlyle, viene a ser, sin embargo, la postura más despiadada ante lo humano, la postura cruel, inhumana por excelencia. Al reír, el individuo queda mondo de toda efectividad (Bergson), y su naturaleza se mueve entonces sin enlaces emocionales con el mundo que la circuye.
Pues bien: las últimas manifestaciones gozaron del mayor aislamiento con respecto al mundo, merced, precisamente, a su alacridad. No era el júbilo anacreóntico, apoyado en el paladar, el olfato, en el oído, en el tacto. Era la pura broma artística, apoyada en la inteligencia… No se miraba al mundo, sino más bien se procuraba escamotear éste en un juego artístico de prestidigitación. Así ha sido de hirsuto ese arte, así ha sido de frío, con el relumbrar helado, en sus mejores momentos, del acero y el níquel. Su simpatía iba recta hacia lo inorgánico, lo inanimado. Al árbol prefería la máquina. Al hombre, su caricatura. (Conste que estas afirmaciones no son apostasías ni me alejan de creer en la existencia de un arte puro, que data desde el primer genuino artista. Al decir Luciano: «Cuando graniza en la tierra, es que tiemblan las vides de la Luna», Luciano se pone al compás artístico puro de la más pura metáfora moderna).
Alacridad, broma… Pero quedaba atrás el mundo, su cantera fenoménica artística, sus veneros turbios, pero caudalosos; su sangre. Quedaba atrás lo que Vélez de Guevara calificó, saladísimo, en Madrid, a vista de avión, de «pepitoria humana».
Aquella postura había desmochado del arte una rama frondosa, hermosa. Se apoyaba en una sola pata, como las grullas. Quería vivir a expensas de sí misma, con oxígeno puro. Con un oxígeno que garantizase la alegría de las páginas y alejase del olfato el olor irrecusable (a veces) de las tormentas. Era inocente la afirmación del vanguardista francés: «Los poetas del siglo XX han encontrado la alegría. Saben reír, y no se toman desesperadamente en serio».
Quedaba atrás todo un mundo —el mundo—. Se esquivaba a ultranza tropezar con la naturaleza. Todo, antes que dar de bruces en el ambiente común, donde las cosas, las personas, ofrecen sin propósitos diedros afilados, aristas. Era la huida o la fuga sistemáticas, no tanto por amor hacia una concepción purísima, de cristal, del arte, como por miedo al acantilado del mundo.
Y era magnífico: Mientras los escritores y los pintores huían, un nuevo arte, sin duda el más propio para lo irreal, el cine, irrumpía en la vida y triunfaba de ella, arrojando a la sala en sombra de los espectadores paisajes, ciudades, hombres y mujeres de cuerpo entero, crímenes, idilios. Sólo por el cine tornábamos al mundo y nos reconciliábamos con éste —con sus manifestaciones desproporcionadas, patéticas—. Era la media vuelta hacia las cosas, hacia las personas, hacia la vida: un nuevo modo —artístico— de encararse con el mundo: Un nuevo procedimiento de devorar el mundo —artísticamente—: Un exprimir del mundo —en arte— su más fuerte sustancia. Sólo por el cine vimos qué campo la literatura no invadía, miedosa. Y sólo entonces adivinamos la inminencia de un retorno: una media vuelta hacia la realidad.
Ahora bien: para recoger un trozo de realidad, sea o no con el fin de transformarla en arte, se necesita estar muy triste. Esto parece una humorada, pero yo creo que no lo es. La realidad no se da nunca, ni por casualidad, a los ojos alegres. Reserva aquélla su armazón, su crudeza, su matemática, para la mirada perfectamente triste. Las cosas y los hombres se desnudan de irrealidades cuando los miramos con tristeza. La mirada alegre es tan torpe y burda como la mirada desesperada y valen bien poca cosa (ambas) para atrapar un trozo, por pequeño que sea, de realidad. Los hombres que miraron mucho al mundo, penetrándolo, lo hicieron tristemente. Ahí está Gracián. Gracián decía del mundo, después de mirarlo muchísimo, que se había calzado el nombre al revés: «Llámese inmundo», ordenaba.
Se dirá que muchas cosas perfectamente reales entran deliciosamente por nuestros ojos. Cierto. Es curioso leer en Amiel, el pesimista más resignado (o filosófico) que ha tenido la historia, la siguiente expresión: «Eran una caricia para mis ojos». (Contemplaba a dos muchachas muy lindas). Se dirá asimismo que para hacer arte no hay que mirar al mundo triste ni alegremente, sino con mirada de artista. También es verdad. Pero como el arte opera con elementos dados, en esta elección de elementos está la esencia del arte, su consistencia; en el modo de percibirlos, su eficacia, su exactitud; en el modo de mirar con que se recogieron, su fuerza, su profundidad.
Media vuelta hacia la realidad vale tanto como media vuelta hacia la tristeza. Hay que reinvidicar ésta, aunque no fuera más que por su mirada penetrante, buida. Hay que reivindicarla por el orgullo que lleva en sí misma, por su desdén. Reclama su puesto aristocrático, desde el cual las cosas, los hombres, las obras, son lo que valen, nada más.
Y esto no es preconizar un arte de trenos ni una forma lacrimosa del arte. La realidad (o la mirada triste) no condiciona una expresión amarga. Sobre esa realidad se pueden levantar (se levantaron —Cervantes, por ejemplo—) obras de expresión sobremanera risueña. Expresión que cobró extraordinaria eficacia cuando se adivinó en ella duelos, temblores interiores, pánicos.

PSICOLOGÍA DEL JEFE DE PEÑA

HAY PEÑAS CENTRÍFUGAS. Hay peñas centrípetas. Peñas formadas centrífugamente. Peñas formadas centrípetamente. Aquéllas nacen de la voluntad expresa, decidida, de un jefe, cuya actividad se manifiesta en coleccionar elementos… Éstas nacen de la voluntad de unos elementos, cuyas simpatías —artísticas, literarias o políticas— se manifiestan al agruparse, espontáneamente, en torno a un jefe. Las primeras se forman de dentro afuera. Las segundas, de fuera adentro. La peña centrífuga nace, se desarrolla, vive, merced a la voluntad activa, alerta siempre, de un individuo. La peña centrípeta, por el contrario, nació, se desarrolló, se sostiene —como a pesar de la voluntad de un individuo— su propia cabeza.
Esta división aclara mucho de momento las distintas psicologías de los distintos jefes de peña. La cabeza de la peña centrífuga radica siempre en un individuo activo (aunque no lo sea más, naturalmente, que para este menester de formar y sostener una peña). La cabeza de la centrípeta, en cambio, radica en un pasivo (aunque no lo sea más, naturalmente, que para este hecho de soportar la grey de su propia peña). De aquí que no nos interese, para su estudio, este último jefe, porque viene a serlo como a pesar suyo y merced só...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Esteban Salazar Chapela: literatura y libertad, por Francisca Montiel Rayo
  6. Bibliografía
  7. Nota sobre esta antología
  8. Procedencia de los textos seleccionados
  9. CRÍTICA LITERARIA
  10. ARTÍCULOS Y ENSAYOS
  11. OBRA NARRATIVA
  12. Notas