La sociedad ingobernable
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La sociedad ingobernable

Una genealogía del liberalismo autoritario

Grégoire Chamayou

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La sociedad ingobernable

Una genealogía del liberalismo autoritario

Grégoire Chamayou

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En todas partes había una rebelión. Ninguna relación de dominación estaba a salvo: ni la establecida entre los sexos, ni el orden racial, ni las jerarquías de clase, ni las relaciones en las familias, los lugares de trabajo y las universidades. Las convulsiones de finales de los sesenta y principios de los setenta se extendieron rápidamente por todos los sectores de la vida social y económica. Para conjurar la amenaza, las elites de los círculos empresariales idearon nuevas artes de gobierno que incluían la guerra contra los sindicatos, la primacía del valor accionarial y el destronamiento de la política. Sin embargo, el neoliberalismo –que inició así su marcha triunfal– no estuvo determinado por una simple «fobia al Estado» y por el deseo de liberar la economía de las injerencias gubernamentales. Bien al contrario, la estrategia para superar la crisis de gobernabilidad consistió en un liberalismo autoritario en el que la liberalización de la sociedad iba de la mano de nuevas formas de poder impuestas desde arriba: un «Estado fuerte» para una «economía libre » se convirtió en la nueva fórmula mágica de nuestras sociedades capitalistas.

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Información

Año
2022
ISBN
9788446051831
Categoría
Economics
CAPÍTULO XXVI
Micropolítica de la privatización
En resumen, todo es política, pero además, toda política es a la vez macro y micropolítica[1].
El análisis de los micropoderes no es una cuestión de escala, no es una cuestión de sector, es una cuestión de punto de vista[2].
Foucault
A fines de la década de 1970, ya se habían trazado las grandes líneas del programa neoliberal. Las elites dirigentes del «mundo libre» se convertían al nuevo credo a gran velocidad repudiando la ortodoxia keynesiana anterior. Todo marchaba de maravilla. Sin embargo, aún caía una sombra sobre el cuadro. Dada la radicalidad de la ruptura que se pretendía efectuar y su cortejo de implicaciones sociales deletéreas, su instauración iba a toparse forzosamente con fuertes oposiciones. Sus impulsores lo sabían demasiado bien: un Gobierno que se lanzara a decretar «semejantes cambios por medios convencionales tendría que hacer frente a una multitud hostil»[3]. Era preciso prepararse intelectual y políticamente para la confrontación, encontrar «la cohesión y el nervio político necesarios para lograr la victoria en un inevitable enfrentamiento con la izquierda sindical»[4].
De ahí que, en las altas esferas, también se elaboraran sombrías reflexiones estratégicas. Algunos «especulaban con la necesidad de un Gobierno sacrificial que cumpliera su misión renunciando a toda esperanza de ser reelegido luego, mientras que otros acariciaban la idea de un Gobierno que sencillamente no tuviera necesidad de ser reelegido»[5]. Tal era la alternativa: Gobierno kamikaze o Gobierno autócrata; o bien encontrar políticos dispuestos a reformar cueste lo que cueste, sin importar su impopularidad, corriendo el riesgo de dilapidar su propio capital electoral y de provocar el suicidio político de su partido, o bien instaurar una forma u otra de cesarismo o de bonapartismo que despejaría el panorama restringiendo o suspendiendo el modo de funcionamiento corriente de la democracia representativa.
Para salir de la encrucijada, algunos imaginaron una tercera vía. En efecto, escribe Madsen Pirie, «sobre este último escenario se introdujeron las ideas centrales de la micropolítica»[6]. Aparentemente sin haber oído nada de Foucault, Deleuze ni Guattari, este neoliberal británico estaba firmemente convencido de haber inventado una nueva palabra: micropolitics, nombre de un método original que permite «a los Gobiernos iniciar tales programas de reformas sin tener que pagar el precio político ampliamente anunciado»[7].
Pirie era uno de los líderes del «grupo de Saint Andrews», nombre tomado de la universidad escocesa donde se habían preparado sus miembros[8].
Sabíamos –recuerda– que estábamos iniciando una revolución. A finales de los sesenta, era algo que estaba en el aire. Había enormes manifestaciones en Londres y los estudiantes ocupaban las universidades británicas. En Francia el Gobierno de Charles de Gaulle se resquebrajaba bajo una ola de huelgas y protestas. Pero la revolución que hacíamos nosotros en Saint Andrews era diferente. Los dioses de ellos eran Karl Marx, el Che Guevara y Herbert Marcuse; los nuestros eran Fredrich Hayek, Karl Popper y Milton Friedman. […] Eso era todo, en realidad, salvo que nosotros ganamos[9].
Asesores de los conservadores británicos y de la Administración Reagan, los miembros de esta corriente, en realidad, pusieron a punto tácticas políticas originales que aún hoy están muy activas.
¿Qué abarca esta «micropolítica» neoliberal? Pirie la define de manera bastante abstrusa como «el arte de generar circunstancias en las que los individuos se sientan motivados a preferir y apoyar la alternativa de la oferta privada y en las que las personas tomen individual y voluntariamente decisiones cuyo efecto acumulativo será hacer advenir el estado de cosas deseado»[10].
Retomemos cada uno de los puntos de esta definición: 1.o La micropolítica es un arte, una técnica política. 2.o Su meta: la privatización. 3.o Su objeto: las decisiones individuales que se busca reorientar. 4.o Su medio principal: ni la persuasión por el discurso ni la coacción por la fuerza, sino una ingeniería social que reconfigure las situaciones de elección por medio de mecanismos de incitaciones económicas. 5.o Su ardid (que, en honor a Adam Smith, podría bautizarse «la manipulación invisible»): lograr que las microelecciones individuales trabajen involuntariamente para hacer advenir en pequeñas porciones un orden social que la mayoría de la gente seguramente no habría elegido si le hubiera sido presentado a bulto.
Este enfoque, formulado como una tecnología política, se oponía a otra estrategia, la de la «batalla de las ideas» a la que se habían lanzado muchos intelectuales de derecha desde comienzos de los años setenta y de la que hemos estudiado antes un ejemplo característico con el memorándum de Powell[11]. Según este modelo simplista inspirado en doctrinas antiinsurreccionales, la tarea principal, frente a lo que se analizaba como ataque ideológico emprendido contra el sistema de la libre empresa, era reconquistar los corazones y los espíritus mediante un contraataque masivo en el terreno de las «ideas». Tal como la interpretaba este gramscismo de mostrador, la lucha por la hegemonía se reducía a tareas de contralavado de cerebros.
Para el grupo de Saint Andrews, aquello era tomar un camino equivocado. Como lo mostraba la experiencia reciente, por más que hubieran logrado ya convencer a una mayoría de personas –las suficientes en todo caso para ganar las elecciones–, ello no impedía que la sociedad aún se resistiera y que las reformas patinaran. Y, frente a tales «bloqueos», de nada servía repetir que era necesario hacer más «pedagogía». Los partidarios de la «batalla de las ideas» cometen un error fundamental de método, que estriba en su concepción errada de las relaciones entre teoría y práctica. Postulando que una vez conquistados los cerebros, las conductas se modificarán en consecuencia, consideran que la victoria ideológica es una condición previa de la reforma y en esto se equivocan profundamente. Pirie se opone justamente a este esquema idealista y a la vez progresivo, pues olfa...

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