La España que abandonamos
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La España que abandonamos

  1. 352 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La España que abandonamos

Descripción del libro

Muchos pueblos desaparecieron en España tras el gran éxodo rural de los años cincuenta, pero algunos heridos de muerte aún hoy sobreviven. Pequeñas poblaciones descolocadas en la geografía y en el tiempo, inadaptadas e incómodas para las administraciones. Este libro propone un viaje de más de dos mil kilómetros por ocho poblados en riesgo de desaparición para dar voz a un puñado de habitantes que resisten pese a todo. Y al hacerlo, evitan que sus pueblos sean borrados del mapa. Una crónica que revela las conmovedoras historias de vida que las estadísticas y los estudios demográficos esconden.

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Información

Año
2022
ISBN del libro electrónico
9788418546372
Categoría
Viajes

PORTALRUBIO DE GUADAMEJUD

El pueblo que anhela la alegría de la juventud
Casi 450 kilómetros separan Trevejo de mi siguiente parada. Son prácticamente cinco horas de conducción tranquila a través de tres comunidades autónomas por carreteras que me llevarán hasta la provincia de Cuenca. Allí se encuentra el pueblo que ando buscando. Llego hasta él después de atravesar un panorama increíble de olivos que me hacen recordar el poema de Antonio Machado. Aunque se refiere a otra comunidad, bien vale para describir el paisaje que se despliega en ese momento ante mí, entre curvas y más curvas descendentes.
¡Son las tierras
soleadas,
anchas lomas, lueñes sierras
de olivares recamadas!
Tras cruzar un par de calles llego al centro del pueblo y decido aparcar a la izquierda de la plaza de la Constitución, bajo la sombra de un gran árbol que se agradece con ganas. Por fin piso Portalrubio de Guadamejud, pequeña localidad situada en el noroeste de la Alcarria conquense, a 815 metros de altitud y con un área de poco más de veinte kilómetros cuadrados. Se encuentra a unos 72 kilómetros de Cuenca, y su apellido lo toma del río Guadamejud, a dos kilómetros de distancia del municipio. Al abrigo de la Sierra Gorda, el terreno del pueblo es totalmente llano. Cuenta con amplias calles y dos espaciosas plazas, la del Conde San Luis y la de la Constitución, donde acabo de aparcar.
Al bajar del coche me fijo en lo que en su día debió de ser un bar o tienda, a tenor del cartel ya descolorido de una conocida marca de helados que se sostiene en la esquina superior gracias a un par de enganches de metal. Aunque lo que más me llama la atención es el ayuntamiento. No el inmueble, que es normal y corriente: dos plantas, con hasta siete ventanas en cada una de ellas protegidas con verjas blancas y un balcón donde ondean tres banderas. Lo que diferencia a este ayuntamiento de otros es el mural de su fachada. Todo el edificio está cubierto por una enorme estampa: una explanada desierta multicolor en la que prevalece un enorme buitre descansando sobre los restos de su último banquete. Contempla desafiante a cualquiera que pase por allí y se atreva a sostenerle la mirada, pero observa sobre todo a los portalrubieros. Esta imagen no es el capricho de algún alcalde con ínfulas de grandeza o con ganas de llamar la atención, ni siquiera es la forma escogida por algún famoso artista del pueblo para perpetuar su obra. Es una llamada de atención. Un grito casi agónico. Dicen que la mejor manera de vencer a tus temores es enfrentarte a ellos. Y eso es lo que han hecho los vecinos: tener cerca a su mayor miedo y, de paso, lanzar un grito desesperado a todo aquel que quiera escucharlo. Se extinguen. Y no quieren.
Castilla-La Mancha es la sexta comunidad autónoma con mayor peligro de despoblación de toda España17. Por ejemplo, Guadalajara tiene un 90% de poblaciones en situación crítica, mientras que Cuenca tiene un 87%. De esta manera, la comunidad se sitúa como la segunda con más municipios (69) en los que no hay habitantes menores de 20 años, solo por detrás de Castilla y León18. Más datos para hacer saltar todas las alarmas: el número de núcleos por debajo del centenar de habitantes ha pasado en este siglo de 188 a 260. Y ello pese a que la población ha aumentado en 292 546 habitantes entre los años 2000 y 2018. Pero es un dato trampa. Esos casi 300 000 censados más se han concentrado especialmente en Guadalajara y Toledo, los territorios más cercanos a Madrid. El padrón aumentó de manera notoria en lugares como Yebes (a una hora de la capital española), donde en los últimos veinte años se ha pasado de 172 a 3 518 habitantes. O en Seseña, que fue la población que más vecinos ganó el año pasado (1 263). También la vecina Illescas incrementó su población en 732 empadronados. El futuro manchego, salvo en estos pocos casos concretos que se aprovechan del tremendo tirón laboral que ofrece la Comunidad de Madrid, es bastante desalentador. En 202 localidades no vive ningún niño de 0 a 4 años, y en 69 ese vacío generacional se amplía hasta los 20 años. Además, se da la circunstancia de que en 170 núcleos de menos de 100 habitantes no hay niños menores de 5 años.
Frente a esta hemorragia generacional, el gobierno regional se ha propuesto este año impulsar una ley de desarrollo rural territorial con la que pretende garantizar servicios básicos y reducir la fiscalidad en el medio rural. El consejero de Agricultura, Agua y Desarrollo Rural, Francisco Martínez Arroyo, destacó que la despoblación «es un fenómeno que hay que combatir y hay que trabajar para evitarla», y aseguró que «vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano […] para que la gente decida vivir en los pueblos»19.
Mientras se hace algo, lo cierto es que en la provincia de Cuenca la despoblación es una realidad manifiesta: ha perdido 20 000 habitantes en los últimos ocho años, casi los mismos que se fueron en la década de los 50 del siglo pasado20. El despoblamiento se deja notar sobre todo en los municipios, ya que más de una cuarta parte de los 238 existentes se sitúan por debajo de los quinientos habitantes21. Para paliar esta situación, han surgido diversas asociaciones que hacen todo lo posible para que se les escuche y se ofrezca alguna solución real y tangible. Es el caso de Manifiesto por Cuenca, una reciente iniciativa que busca adhesiones a través de las redes sociales. Este nuevo proyecto se une a otros como la asociación Cuenca Ahora22, con la que un grupo de profesionales conquenses de todos los ámbitos llevan años buscando aglutinar a la sociedad para luchar contra el lastre que supone la despoblación en la provincia.
Un lastre que conocen bien los portalrubieros. Los orígenes de este pueblo se remontan como mínimo al siglo XVIII, allá por el año 1750, y podemos encontrarlos en el «Catastro del Marqués de la Ensenada». El Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, de Pascual Madoz, revela que cien años después esta localidad poseía ayuntamiento y diócesis en Cuenca y que pertenecía al partido judicial de Huete. Por aquel entonces, Portalrubio contaba con unos 90 vecinos, pero la población de este lugar ha variado mucho a lo largo de los años; el momento actual es, con diferencia, el peor de todos. Según datos del INE, el pueblo llegó a tener en los años 40 prácticamente 800 vecinos, cifra que se vio reducida a la mitad en los años 70 y de nuevo a la mitad en los 80, cuando el censo se quedó en apenas 150 habitantes. Hoy en Portalrubio viven 27 personas. Sus habitantes conocen bien el significado del término «despoblación», sus causas y sus consecuencias.
También saben que, de seguir con esta dinámica, el destino más probable que le espera al pueblo es su desaparición, y es algo que los vecinos que quedan no están dispuestos a consentir. Por eso en noviembre del año 2015 se creó la asociación cultural, para organizar todo tipo de actividades con un objetivo: hacer lo que estuviera en su mano para frenar la sangría de cifras que asola a la localidad. Con un portal web (‘Portalrubio.esmas’) actualizado de manera constante y muy activo en redes sociales, pretenden dar visibilidad e intentar atraer la atención de todo aquel que quiera escuchar y de quien corresponda para pedir ayuda y evitar que el pueblo desaparezca. Y todos los vecinos, residan de manera permanente en Portalrubio o no, están entregados en cuerpo y alma a la causa. Dinero no hay demasiado. Como declaraba en una entrevista el alcalde Julián Rodríguez, «resulta imposible luchar contra la despoblación»23 desde un ayuntamiento que cuenta con un presupuesto anual de poco más de 60 000 euros. Pero ante la falta de dinero, disponen de mucho ingenio y también mucho arrojo. Por eso encuentro al entrar al pueblo ese consistorio que a primera vista no lo parece, debido a la enorme y colorida pintura que adorna todo el edificio. El «Mural contra la Despoblación» fue realizado por el artista Pedro A. Prados Ortiz, Freskales, en julio del 2018, y bautizado con el nombre de «No extinción». Desde un ayuntamiento es difícil mandar un mensaje más breve y a la vez más claro.
Visible desde gran parte del pueblo, puede que no sea agradable para los vecinos tener que ver todos los días al ave carroñera vigilando el lugar, esperando a que quede vacío por completo para empezar su festín. Quizá por eso se eligieron colores tan vivos, para mitigar el efecto causado por esa imagen tan fúnebre y lóbrega, pero también para llamar la atención. Aquí hay un pueblo que se está extinguiendo. Y parece que a pocos les importa. Por cierto, en el mismo edificio consistorial, en la parte de abajo, se encuentra ubicado el bar del pueblo (El Encuentro), que en los últimos años ha estado abierto de manera intermitente, pero que en el momento de este viaje se encuentra cerrado. Todo un drama, cuyo alcance conoce bien el alcalde: «Un bar en un municipio como este es igual de importante que una iglesia. Es el lugar donde se reúne la gente y que además está ubicado en el centro sociocultural»24, afirmaba Rodríguez.
La de pintar la fachada del consistorio no ha sido la única iniciativa para luchar contra el abandono del pueblo. Desde la asociación se han llevado a cabo otras muchas. Quizás la más mediática fue la de llenar las calles de figuras humanas, muñecos y elementos decorativos elaborados por los propios vecinos, que recuerdan diversos oficios que hubo antaño (como el de la peluquería o la panadería), y también para recrear diversas actividades, como los escolares a la puerta del colegio, vecinos tomando el sol en un banco o niños jugando por las calles. Todas esas cosas —antaño cotidianas— hace mucho tiempo que no se ven en Portalrubio, al menos no diariamente. Y mediante su recuerdo los vecinos decidieron repoblar de manera simbólica las abandonadas calles del pueblo. Al contemplarlo, uno siente una extraña mezcla entre añoranza (por lo que una vez fue) y malas vibraciones, casi un miedo irracional, porque hoy ya no es así y mañana puede ser aún peor. Otra iniciativa se encuentra bajo el único paso de cebra del municipio, donde aparece escrito: «Tenemos la vida encima de un canto». Fue la frase elegida por los vecinos y visitantes que participaron en el concurso #Versoenelpaso. Una frase mítica que muchos acostumbraban a decir en el pueblo, entre ellos Juan Matita, quien falleció meses antes y cuyo nombre aparece debajo de ella a modo de homenaje. También crearon «El árbol de las estaciones» con neumáticos pintados de verde y que, según la época del año, adornan con unos u otros elementos reciclados con el objetivo de que sea testigo y reflejo de los cambios de ciclo del pueblo.
En Portalrubio son pocos, pero muy ruidosos. Piensan que para hacerse escuchar no pueden quedarse quietos. Aunque eso no significa que su alcalde no sepa de lo quimérico del asunto: «Personalmente estoy convencido de que hace mucho que se entró en un punto de no retorno, y el tiempo, como los habitantes, se nos escapa sin poner solución por parte de ninguna administración25 […]. Este, el de la despoblación, es un problema que arranca en los años cincuenta y aún no se ha hecho nada. A día de hoy, la única administración que se ha implicado de lleno es la diputación. El resto no tiene nada más que buenos propósitos y miles de estudios y de consultorías sin ningún efecto final, porque los pueblos se mueren»26. Suena duro, tremendamente duro, pero en la situación actual toca ser realistas, y Rodríguez lo sabe bien, pues afirma incluso que el mundo rural está abocado a la total desaparición. Pero no sin luchar. Como suelen decir desde la asociación, «llegados a este punto, solo nos queda creer que todo es posible».
Después de contemplar durante largo rato el mural del ayuntamiento (una pintura que termina por atraparte, sumergiéndote en el desértico panorama que evoca), subo las escaleras de piedra divididas por una barandilla que dan acceso a la propia plaza. Esta es de considerables dimensiones: rectangular, con adoquines naranjas y azules formando grandes recuadros. En el centro, una bonita fuente circular de piedra blanca, en ese momento sin agua. Y en los extremos, formando una ele, varios bancos de madera protegidos del calor por las sombras que proyectan los enormes árboles que rodean el recinto. Son muchos y siempre se agradecen. Llama mi atención el árbol formado por neumáticos pintados de verde que se encuentra en la esquina izquierda de la plaza según se entra. Medirá dos metros de alto y está decorado con flores hechas a mano de muchas clases: claveles, rosas, margaritas, violetas… Una imagen que sin duda da alegría a la plaza y que me recuerda que, pese al enorme calor que hace, todavía estamos en primavera. También observo en la repisa de piedra blanca que rodea toda la plaza varias macetas con flores. Debajo de cada una de ellas aparecen unos pantalones que terminan en zapatillas, con sus calcetines y todo, dos piernas que simulan ser las de vecinos que se encuentran tranquilamente sentados a la sombra. Quieren los portalrubieros con estos curiosos elementos ofrecer la sensación de que el pueblo nunca está vacío. Que siempre hay «vecinos» en sus calles, insuflarle vida de alguna manera al lugar.
Pero todavía queda vida real. En el segundo banco de madera a la izquierda se encuentran sentadas dos personas, así que me dirijo hacia ellas. Son Pedro Sierra y Víctor Alique. Pedro tiene 87 años, gafas negras y pelo blanco, y viste un polo azul claro, pantalones cortos de color crema y zapatillas grises. Víctor tiene 83 años, pelo gris, camisa de manga corta blanca con cuadros rosas y azules, pantalón vaquero largo y zapatillas también grises. Ambos se encuentran charlando animadamente cuando les interrumpo y les pregunto si les importa que me siente a su lado. Lo primero que me comentan es que en el pueblo hay empadronadas veintisiete personas, pero que en él viven todos los días «cuatro gatos». Pedro nació en Villarejo del Espartal, a veinticinco kilómetros. Su madre era de allí, pero su padre era de Portalrubio, así que cuando tenía 8 años vendieron las tierras que tenían en Villarejo y se vinieron aquí a vivir.
Víctor sí nació en esta localidad. «Y mis padres también eran de aquí. De mi infancia recuerdo que estaba siempre en el campo. Iba a darle de comer a las mulas a la vega y luego dormía allí con ellas por la noche. Después volvía al pueblo y las enganchaba en el trillo para trillar… por un cacho de pan, que es lo único que me daban en cá tío Custodio». «Mi recuerdo de la infancia es jugando por las calles», rememora Pedro. «Teníamos un pozo al que le echaban agua y barro, alinque, le decíamos, y ahí jugábamos los chavales. Lo que eran las cosas entonces… Nos manchábamos bien manchados», dice, y ríe. Pero no todo era jugar. Los dos se acuerdan de cuando iban a la escuela. «Aquí llegó a haber dos colegios. Piensa que en aquella época estábamos mínimo cuarenta niños. En la parte de arriba unos y en la parte de abajo otros. Íbamos con doña Dominga y don Paco. Y en el pueblo había muchas cosas más. Había tres tiendas: la de la Rosca, la de Clementa y la de Leonor. Tiendecillas pequeñas, ¿eh?», aclara Pedro.
Portalrubio, apoyado en sus casi 800 habitantes, llegó a tener en algún momento y durante muchos años consulta médica, varios salones de baile, unos cuantos bares, tiendas y peluquerías. Poco que ver con los servicios que hoy ofrece el pueblo. Ahora solo cuenta con un establecimiento, el bar, ubicado en el Centro Social Polivalente del ayuntamiento. El médico se desplaza desde Villalba del Rey (a catorce kilómetros) dos días a la semana, al igual que el enfermero y el servicio de farmacia. La trabajadora social acude dos veces al mes bajo demanda y para los servicios de podología y peluquería (que se ofrecen en el edificio del antiguo ayuntamiento) hay que pedir cita previa en casa del alcalde. En cuanto a los servicios de alimentación, la localidad recibe pan diariamente desde Tinajas (a ocho kilómetros), mientras que otros productos llegan semanal, quincenal o mensualmente a través de la venta ambulante.
«Esto ya no tiene nada que ver con lo que era antes. Piensa que aquí hace menos de ochenta años estábamos doscientos y pico agricultores. Y más de cuatrocientas mulas para ir a arar. En cada casa había un par de ellas», me informa Pedro. «Todos los días estabas en el campo. Te levantabas e ibas a la faena», rememora Víctor. «Claro que recuerdo aquello», asiente Pedro, «y su dureza. La vida del campo es muy dura, ¿eh? Y antes mucho más. En el invierno te helabas de frío y en el verano te asfixiabas de calor. Pero aquí se ha vivido siempre de eso, del ganado y de la agricultura. Otra cosa no había. Cebada, trigo y aceituna. Olivos hay muchísimos. Yo mismo tengo 1 800 olivos en este pueblo arrendados. Lo que pasa es que ahora ir a la aceituna no es como antes. Antes había que cogerla a mano, se necesitaban muchas personas. Ahora tienen maquinaria, se coge todo mucho más rápido y con mucha menos gente».
Cuando le pregunto a Pedro por su caso concreto, por qué se fue él de Portalrubio, me contesta sin dudar: «Yo me fui a Madrid porque tenía tres hijos, dos niñas y un niño. Y aquí llegó un momento que cerraron las escuelas. La solución que ofrecieron fue un autocar que venía todos los días y recogía a los niños a las siete de la mañana para llevarlos al colegio de Huete, a veintitrés kilómetros. Estuvimos un tiempo así, pero llegó un momento en que dije que ya no lo soportaba más, porque había que levantarse a las seis de la mañana y estar esperando lo que tocase a que viniera el autocar porque no podías ir apurado de hora. Y más de una vez el autocar se había ido ya, y ese día los niños no iban a clase. Fue por eso lo de marcharnos a Madrid, por mis hijos». Lo cierto es que Pedro no se cansa de repetirme durante la conversación que él se fue «con mucha pena de aquí. Yo no quería más que el porvenir para mis hijos, como cualquier padre. Pero es verdad que yo aquí tenía mi vida montada, con mi agricultura y mis cosas. Tenía en propiedad dos pares de mulas. Yo he sido tratante, muletero, le llamábamos, y me dedicaba a eso, a comprar y vender. No vivía mal, ganaba dinero», rememora con añoranza de aquellos días. Víctor también se marchó, como casi todos los del pueblo. «Yo me fui a Guadalajara, a Azuqueca concretamente, a trabajar en la cristalera haciendo vasos. Me fui porque allí estaba mi hermana y porque aquí ya no había trabajo», asegura.
Ambos se fueron entrada la década de los sesenta, que es cuando en Portalrubio —como en la mayoría de pueblos de España— comenzó la despoblación. «Llegaron las máquinas al campo y entonces sobraba gente. El trabajo era el mismo, pero ya no hacía falta tanta mano de obra. Ya te dijimos antes que aquí llegó a haber más de doscientos pares de mulas. Y ahora fíjate. Quedan dos agricultores que tienen siete tractores y con ellos lo labran todo. Han podido mantener aquí a sus tres hijos y a ellos mismos. Tienen una máquina con la que son capaces de labrar 34 000 olivos en ocho o diez días. Eso antes, con muchos más trabajadores, no se tardaba menos de dos meses. Iban con el canasto colgado en jornadas de sol a sol. Pero ahora con una familia es suficiente», analiza Pedro. Les pregunto si se hubieran ido de Portalrubio en el supuesto de que aquí hubiera seguido habiendo trabajo. Ambos tienen la respuesta muy clara. «Pues casi te contesto diciéndote que, después de tantos años viviendo fuera, he vuelto a casa en cuanto he podido, al jubilarme, y soy una de las veintisiete personas que están censadas aquí y viven todo el año», me ilustra Víctor. «Y fíjate que allí, en Azuqueca, vivía con mi hermana, y desde que volví aquí estoy yo solo en casa. Pero echaba muchísimo de menos mi pueblo, mi hogar. Si hubiera habido trabajo aquí, no me habría ido nunca».
Víctor se queda mirando fijamente al horizonte, quizás pensando en esa otra vida que habría llevado si el destino no le hubiese obligado a abandonar el lugar que tanto quería. Pedro asiente a las palabras de su amigo y afirma con rotundidad que él tampoco se habría marchado. «A mí incluso me criticaron muchos de mis amigos por irme de aquí. No lo entendían. Ya te he dicho que aquí yo tenía una situación económica muy buena, desahogada. Si no hubiera sido por mis hijos, no me habría ido. Me fui pensando en su porvenir, en qué les quedaba a ellos si permanecíamos aquí, porque el futuro cada vez pintaba más negro en el pueblo. Al final no se puede decir que me equivocase: mi hijo estudió, otra hija también. Y la más pequeña es arquitecta, se casó...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Prólogo
  5. Trevejo
  6. Portalrubio de Guadamejud
  7. La Estrella
  8. Jánovas
  9. Castillonuevo
  10. Villarroya
  11. Valtajeros
  12. Jaramillo Quemado
  13. Epílogo
  14. Agradecimientos
  15. Índice