PUTREFACCIÓN: “PARA VER A QUÉ SABE”
¡Ah!, miserable perro; si te hubiera ofrecido un paquete de excrementos, lo habrías olfateado con deleite y hasta quizá devorado. De esta suerte, tú mismo, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, al que nunca debe presentársele delicados perfumes que lo exasperen, sino detritus cuidadosamente elegidos.
CHARLES BAUDELAIRE, “EL PERRO Y EL FRASCO”,
PEQUEÑOS POEMAS EN PROSA
I.INTRODUCCIÓN: LA CIUDAD
Babilónico teatro de indecibles fermentaciones, la Ciudad de México embriaga con su tumulto de olores las narices de quienes la habitamos. Sobre todo en primavera, la temporada más seca y calurosa del año. También la más sucia. Durante ese periodo, pese a que los fuegos artificiales de las jacarandas transforman la urbe en una feria sin santo patrono específico, el ambiente se vuelve asfixiante, deletéreo. La contaminación del aire se dispara a base de gasolina quemada y, sin lluvia que las lave, las calles acumulan escupitajos, estadizos charcos de aceite gris, orines, polvo sobre polvo, basuritas, cadáveres, heces, sangre. El agua de comercios y puestos callejeros –grasa emulsionada– no reverdece el pasto muerto de maceteras y jardines; se reduce y sedimenta en el asfalto. Las moscas brillan bajo el sol sobre deyecciones aplastadas. La ciudad: ese cadáver proliferante.
Y todo eso en la parte visible. Las cañerías subterráneas son otra historia.
Como en la mayoría de las ciudades del mundo, aquí el sistema de alcantarillado se denomina mixto: por sus entrañas fluyen, mezcladas, corrientes fluviales y negras. No es lo más sustentable, pues toda la precipitación que, si fuera captada, podría ocuparse para el consumo humano y de esa manera reducir la sobreexplotación del subsuelo y de las cuencas lejanas, se va directo al drenaje y se mezcla con mierda, detergentes, aceites. El líquido que, lustral, cae del cielo (la Cuenca de México es uno de los territorios donde más llueve en el mundo), se convierte, sin ser aprovechado, en aguas negras poco tiempo después de tocar el territorio.
Imagino que toda esa agua de lluvia sirve como lavativa en las tripas de la metrópolis: corriente limpia que diluye, hasta cierto punto, el cauce negro. Pero en primavera, el sistema solo lleva agua de retrete, cocina, lavadora, caño de hospital, industria, mercado, centro comercial y carnicería. Lo que pierde en caudal lo gana en fermentos. Además, debido a los hundimientos causados por la excesiva explotación de los mantos acuíferos, el terreno se hunde de manera desigual según las zonas y tipos de edificaciones urbanas. Hay lugares con hundimientos de varios metros. El drenaje, diseñado originalmente para que las aguas fluyan por gravedad, pierde su pendiente bajo algunos barrios y presenta várices, estancamientos subterráneos. Bajo el pavimento, el pantano, olla de presión cuyos vapores buscan salir a la superficie. Es común andar por las calles y encontrar coladeras como válvulas de escape. Son las bocas, la halitosis del infierno. Anos abiertos, respiraderos del intestino diarreico compartido por millones de mexicanos.
Por dentro y fuera, la ciudad se pudre, aunque no todos lo percibimos, como muchas personas no advierten (¡¿advertimos?!) su propio mal aliento. Juego especular de vapores impalpables, introyección de los rasgos de un rostro invisible, la autoconciencia olfativa es un mecanismo complejo que puede ser explicado desde la antropología de los sentidos, esa perspectiva epistemológica que, según Juan Antonio Flores Martos, “enfoca la importancia de los sentidos en la comprensión de las interacciones sociales y analiza los distintos modelos culturales que la experiencia sensorial –diferenciada según el contexto– construye”. ¿Qué dice de sus dinámicas culturales el hecho de que una sociedad o una urbe perciba, en determinadas circunstancias históricas, sus propios olores?
Mucho se ha hablado y escrito acerca de la antigua peste excrementicia de París, quizá el caso arquetípico de ciudad maloliente. Antes de las reformas urbanísticas de la segunda mitad del siglo XIX, la capital francesa era una ciudad ultrapoblada, sórdida y sucia que se extendía a través de un marasmo de calles y callejones medievales. Enclaustrado paisaje de vericuetos anegados de desperdicios, medina de promiscuidades corporales, París apestaba. Una de las observaciones más recurrentes que hacían los visitantes foráneos era acerca de cómo los parisinos no advertían el olor fétido que los rodeaba. Se trata de algo hasta cierto punto obvio. Como señala Florian Werner en su libro La materia oscura. Historia cultural de la mierda, “el mal olor era omnipresente, lo que nos lleva a una paradoja: no existía. Nuestro sentido del olfato está sobre todo condicionado a percibir los cambios en el paisaje olfativo. Transcurridos unos quince minutos, la mayoría de la gente ya no percibe conscientemente un olor duradero y circundante”. Los parisinos vivieron durante siglos en la cómoda ignorancia de su propia putrefacción. Pero a finales del siglo XVIII el asunto comenzó a preocuparles.
El libro clave para abrir la letrina de esta historia es El perfume o el miasma, de Alain Corbin, en cuyo prólogo se acuñó la expresión “antropología de los sentidos”. Traducida exquisitamente al español por Carlota Vallée Lazo, esa obra expone las razones por las cuales el olfato tuvo, a finales del siglo XVIII, un renacimiento en “la historia sensorial, infatuada por el prestigio de la vista y el oído”. El fenómeno, localizado entre los años 1760-1780, surgió en el ámbito de la Société Royale de Médecine, especialmente interesada en el tema de la epidemiología. La consigna era identificar las causas de las enfermedades y detener su crecimiento. Lo cual, en el mundo previo a los hallazgos de Pasteur donde las bacterias y los organismos aún no se descubrían, significaba la puesta en práctica de toda una serie de supuestos acerca de la enfermedad, la infección, lo sano y lo malsano muy distintos a los que hoy suelen aceptarse como ciertos. Mientras que en la actualidad la mayoría de los desequilibrios corporales se atribuyen a la presencia de microbios o virus patógenos, en el siglo XVIII se creía que la enfermedad era un desarreglo, una disolución pútrida de la materia. Como si el cuerpo, en tanto materia viva, padeciera una inevitable propensión a la entropía orgánica, a la disgregación de sus partes. El concepto axial era, precisamente, la putrefacción, recuperado de una teoría que Johann Joachim Becher, médico alemán, había desarrollado en el siglo XVII. Becher decía que la putrefacción:
constituye un movimiento interno permanente, en perpetua lucha con el principio de la cohesión natural e ígnea de las partes […] Si el combate permanente que se desarrolla en lo viviente se torna ventajoso para la putrefacción, si se produce una interrupción del espíritu balsámico de la sangre, esto puede provocar el triunfo de la gangrena, la viruela, el escorbuto, las fiebres pestilentes o pútridas.
El papel que jugó el olfato dentro de esas concepciones médicas fue crucial. Su utilización y adiestramiento se volvieron imprescindibles para la localización de los órganos enfermos que pudieran padecer una putrefacción interna e invisible. Desde los salones de la Société Royale de Médecine se creó un nuevo lenguaje capaz de definir toda una gama de olores antes imperceptibles por innombrados. Entre los años 1760 y 1780, los médicos franceses establecieron por primera vez escalas olfativas para localizar los ritmos y etapas de la corrupción de los cuerpos: menos podrido, más podrido, potencialmente podrido. La eudiometría surgió como un campo de operaciones para olfatear el estado de un mundo que resultaba, por descontado, sospechoso de enfermedad. De pronto, no solo los galenos se vieron poseídos por la obsesión de olerlo y clasificarlo todo, sino que la población en general se dejó llevar por esa “moda neumática” que buscaba indicios de podredumbres escondidas en todo lo orgánico. Olisquear se tornó compromiso neurótico, hipocondría nacional, angustia de la muerte que envolvía a una sociedad entera, sobre todo a las clases altas, de las cuales provenían los miembros de la Société Royale de Médecine.
No era que los franceses, de la noche a la mañana, hubieran enfermado más, ni que de golpe su ambiente se hubiera tornado mefítico. La situación odorífera y de sanidad era la misma; la sensibilidad, distinta. Se trataba, más bien, de los síntomas de una enfermedad social. Como dice Corbin, “la atención olfativa de la putrefacción abre perspectivas abismales acerca de la psicología de las élites en las postrimerías del Antiguo Régimen”. Algo olía mal y no eran los cuerpos. Algo estaba podrido y no eran los tejidos orgánicos. Lo que se descomponía era el Derecho divino de los reyes, la rigidez aristocrática, la subordinación de la burguesía, la miseria de las clases populares.
Conscientes de la situación insostenible en que se hallaban, las élites articularon su precariedad en una metáfora médica. “La atención olfativa a lo pútrido traduce la angustia del ser que no puede fijar –y esta es la palabra maestra–, retener los elementos que la componen”. Perspicaces y obsesos del olor a podrido, incapaces de recetar un bálsamo unificador, los médicos del Antiguo Régimen percibían, en realidad, la descomposición de su propia sociedad, cadáver agusanado que, como la fortaleza de la Bastilla, terminó siendo pisoteado y disgregado en la Revolución de 1789.
Lo mismo sucedió antes de que estallaran la Independencia y Revolución mexicanas. Desconozco si alguien ha señalado la relación de causalidad entre esos movimientos sociales –fundamentales, por cierto, para la narrativa oficial del Estado mexicano– y las alarmas sobre los malos olores que llenaron la capital en las postrimerías de la Colonia y el porfiriato. Quizá alguna historiadora ya lo hizo y exponerlo de nuevo será vil repetición ignorante. Sin embargo, los datos se encuentran ahora mismo sobre mi escritorio, con las páginas abiertas como flores perfumadas, invitando a la curiosa abeja del pensamiento ensayístico a polinizarlas. No desperdiciaré la oportunidad de cebarme en la fascinación de ese deleite expositivo, pues como bien dijo Corbin: “quienes se esfuerzan en comprender o pensar la revolución, tendrían sin duda interés en poner en perspectiva lo fascinador de la putrefacción con el deleite del cadáver”. Pero antes de darme las tres, tomaré un desvío para visitar a un viejo maestro y preguntarle qué opinión le merecen los malos olores de sus urbes favoritas.
II.MARCO TEÓRICO: EL ENSAYO Y EL HUSMEO
–Mi principal preocupación al alojarme es huir del aire hediondo y pesado. Ciudades hermosas como Venecia y París alteran el favor que les profeso por el violento olor, la una de sus aguas pantanosas, la otra de su lodo –dice Michel de Montaigne en el capítulo LV del Libro I de Los ensayos. Y continúa: –A mí me gusta muchísimo nutrirme de buenos olores. Pero, por mayor que sea mi gusto, opino que la mejor condición que alcanzan las cosas del mundo es estar exentas de olor. Incluso la dulzura de los alientos más puros nada tiene más perfecto que carecer de olor alguno que nos ofenda, como sucede con los niños completamente sanos.
Cierro las páginas de Los ensayos y pienso que las preocupaciones olfativas de Montaigne eran muy distintas a las ejercidas por los miembros de la Société Royale de Médecine en el siglo XVIII. Atrapados en el fango psicológico de lo putrefacto y de las obsesiones mórbidas, los segundos se empeñaban en identificar los ritmos y etapas de la corrupción de los cuerpos. Por el contrario, Montaigne huía de la fetidez como quien huye del dolor: de forma jovial y meridiana, un tanto respingada. Precisamente porque los olores se le impregnaban en los bigotes (“que tengo espesos”, decía) y “continuaban ahí muchas horas más tarde”, produciéndole malestar, él prefería lo inodoro, aun a costa del disfrute de los perfumes. Sabía que en el fondo todo olor es confuso, y que detrás de un aroma agradable suele camuflarse la descomposición: “los buenos olores artificiales los consideramos sospechosos en quienes los utilizan, y creemos con razón que se emplean para cubrir algún defecto natural en ese aspecto”, decía. Declaración congruente para alguien que desde el inicio de su libro hablaba de la “buena fe” y del deseo de mostrarse “simple, natural y común, sin estudio ni artificio”.
Lo anterior hace que me pregunte: ¿la escritura tiene olor? Y de ser así, ¿a qué debe oler? ¿Es mejor que no huela?
Roland Barthes dijo: “la mierda escrita no huele”. Sin embargo, yo creo que, en ocasiones, ciertos idiomas y formas de escritura pueden apestar y llegar a interferir la comunicación, volviéndose letra muerta. No es casualidad que en Historia de la mierda (uno de los grandes clásicos franceses de la escatología y la fetidez) Dominique Laporte inicie su exposición relacionando escritura y malos olores. Para ello pone en perspectiva dos edictos firmados en 1539 por el rey Francisco I de Francia. El primero erradicaba el uso del “ya para entonces incomprensible” latín al tiempo que establecía el francés –especificando que su escritura debía hacerse sin ornamentos ni letras carentes de función fonética– como lengua oficial en todos los asuntos del Estado. El segundo obligaba a los parisinos a construir letrinas, limpiar basuras y en general a hacerse cargo de las suciedades. Dice Laporte:
¿Qué razón hay para poner emparejados estos dos textos de ley excepto la curiosa coincidencia de su contemporaneidad? Ninguna, quizá, de no ser la que nos da Varron en el de Analogía, en el libro II en el que la palabra letrina dice derivarse de la palabra lavar. En el fondo, lo que menos importa es que la etimología sea cierta o no. Basta con que sea creíble y ayude a tejer aquí una figura de pensamiento.
La lengua lavada es, en sentido estricto, el efecto de una economía más que el de una política: se la libra de sobrecarga, de un amasijo corruptor.
Conviene comprender que en uno y otro caso –policía de la lengua, política de la mierda y viceversa– se trata de arrancarse un poco a este “despojo terrestre” que tenemos que llevar dolorosamente.
Las citas tienen jiribilla. La primera es una joya de la gratuidad del pensamiento: en el ensayo, la única coartada que justifica la empresa fútil de unir dos o más elementos ajenos entre sí, es la que se busca descubrir en la etimología falsa de una palabra caída del cielo, caca de pájaro, endozoocoria.
La segunda me hace pensar en lecturas mexicanas contemporáneas: la literatura lavada (sin hipérbatos de latines escolásticos ni palabras sucias de barrio domingueras) es el efecto de una economía más que el de una política y una estética. Según explica Jacques Revel en “Los usos de la civilidad” (tomo 3 de la enciclopedia Historia de la vida privada), durante el siglo de Montaigne se popularizó la obra de Erasmo de Rotterdam De civilitate morum puerilium libellus, un manual de buenas costumbres con el que se enseñaba a los niños la importancia de no pedorrearse en público, de mantener el cuerpo en un estado de mansa quietud y limpieza sin afeites, así como a hablar correctamente, con voz modulada, sin acentos cantarines ni giros de expresión locales o gremiales: “no es malo ser hijo de campesinos, herreros, poceros o matarifes, sino oler y actuar como ellos”. Tanto Laporte como Revel coinciden en interpretar la publicación de esas reglas como una medida típicamente renacentista y burguesilla para facilitar el trato y comunicación entre personas y clases sociales: un mismo lenguaje y un olor neutro para todos, como si advirtie...