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De Leningrado a Odesa
Cautivos de la División Azul en los campos de Stalin
- 662 páginas
- Spanish
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De Leningrado a Odesa
Cautivos de la División Azul en los campos de Stalin
Descripción del libro
Tras combatir en condiciones extremas y padecer un ingente número de bajas, los voluntarios de la División Azul cautivos iniciaron un calvario de más de una década por numerosas prisiones y campos de trabajo de la Unión Soviética de Stalin. Durante ese tiempo, trasladados a pie o hacinados en trenes, sufrieron todo tipo de penalidades: hambre y frío, humillaciones y abusos, enfermedades y muerte. Al final, doscientos diecinueve divisionarios lograron regresar a España, exhaustos pero felices de haber sobrevivido a tan durísima experiencia.
El capitán Gerardo Oroquieta fue uno de los de mayor rango y ejerció entre sus hombres una benéfica influencia tanto por sus galones como por su admirable actitud ante las dificultades.
De Leningrado a Odesa no solo nos permite vislumbrar uno de los regímenes más herméticos del siglo xx, sino descubrir el día a día de los españoles que, junto con los supervivientes de los campos nazis, experimentaron las vivencias más extremas de los últimos cien años. Esta edición recupera los extraordinarios dibujos y la cartografía de la versión original, publicada en 1958 y galardonada con el Premio Nacional de Literatura.T
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Información
Categoría
HistoryCategoría
European HistoryCapítulo X
EN ORANKI Y EN POTMA, CAMPOS N.os 74 Y 58

Clasificación en grupos de trabajo
Por el camino de Susdal a Vladimir
Aunque el tiempo era bueno, la marcha a pie desde el campo de Susdal hasta la estación ferroviaria de Vladimir era harto penosa para nosotros. Desentrenados por los tres años pasados en vida sedentaria y escuálidos por el hambre padecida en ese tiempo, teníamos que hacer un esfuerzo sobrehumano para cubrir un trayecto de unos cuarenta kilómetros en una sola etapa. La ruta, jalonada por manchas de pinares y tierras recién segadas, parecía interminable. Avanzaba la columna cada vez con más pereza. Estábamos todos en el límite de la resistencia física. El teniente Molero, completamente extenuado, apenas podía dar un paso. Habíamos recorrido unos 35 kilómetros cuando a nuestra espalda se oyó el ruido de un motor. Era un camión del lager que llegaba providencialmente para recoger a los enfermos y agotados. Su presencia nos reanimó. Muchos pugnaban por lograr un sitio a viva fuerza, pero los húngaros se impusieron, evitando el alboroto.
—¡Que suban primero los ispanski, que están más agotados! —gritaron.
Gracias a ellos dejamos de recorrer a pie los cinco kilómetros que aún faltaban para llegar a la estación. Allí esperamos al resto de la columna. Se hizo el recuento y embarcamos por grupos de cuarenta prisioneros en cada vagón. Como las literas solo tenían veintiocho plazas, adoptamos en el nuestro el acuerdo de ocuparlas por riguroso turno, para que nadie se viese privado del descanso. Echados los cierres por la escolta rusa, momentos después el tren se puso en marcha en dirección al este. No sabíamos adónde nos llevaban.
Fue un viaje largo. Todos los días nos suministraban dos sopas calientes y una ración de chorne jlieb, pan fresco, de sabor ácido, en vez del reseco sujarín. Al cabo de seis días de ruta, el tren se detuvo en un apeadero. Era el 7 de agosto de 1946. Cuando abrieron los vagones, llovía torrencialmente. Estábamos en la espesura de un bosque y no se veía ni siquiera una isba. La columna comenzó a caminar a lo largo de un sendero y al salir de la zona de arbolado pasamos junto a varias construcciones. Poco después divisamos las cúpulas de un monasterio ortodoxo, y pronto estábamos en nuestro punto de destino. La alta valla de madera y las alambradas y garitas que cercaban el viejo monasterio, así nos lo decían.
Habíamos llegado al lager n.o 74, Uprablenia de Oranki, que se alzaba en un pequeño altozano, inmediato a un bosque. Unos ocho kilómetros al noroeste se hallaba la ciudad de Gorki, la antigua Nizhni-Nóvgorod, en la cuenca alta del Volga, cuyas aguas inspiraron tantas canciones de remeros. En este campo, que en los tiempos medievales había servido de monasterio-fortaleza como defensa contra las invasiones de los tártaros, íbamos a permanecer poco más de tres meses. Nos fue grato llegar a aquel lugar, porque sabíamos que allí se encontraban dos compatriotas nuestros —el capitán Asensi, de Aviación, y el teniente Rosaleny, infante divisionario —, además de otros buenos amigos, los oficiales rumanos a quienes conocimos en Susdal.
El violento chaparrón no cesaba. Calados hasta los huesos, fuimos entrando uno a uno en el lager y tuvimos que esperar todavía mucho tiempo a que nos llegase el turno del reconocimiento. Cesó la lluvia y el sol lució con fuerza, como si hubiese llegado a socorrernos, pues la humedad de las ropas nos hacía temblar de frío. Estábamos frente a un edificio que servía de hospitalillo.

PRIMER MENSAJE ENVIADO CLANDESTINAMENTE A ESPAÑA
«Queridos padres y hermanos: aprovecho la ocasión para enviaros estas cortas líneas. Fui hecho prisionero el 10 de Febrero de 1943, herido, y permanezco moral y corporalmente como antes. Envío respetuosos saludos a mis superiores, amigos y conocidos.
—Muchos besos y abrazos a abuela y tíos y para vosotros muchos besos y abrazos de vuestro hijo y hermano que espera veros pronto, GERARDO.— 10-III-46».
Este pequeño trozo de papel tuvo la virtud de anunciar la resurrección, tres años más tarde, del capitán Oroquieta, a quién se dio por muerto en la acción de Krasni Bor.
—Muchos besos y abrazos a abuela y tíos y para vosotros muchos besos y abrazos de vuestro hijo y hermano que espera veros pronto, GERARDO.— 10-III-46».
Este pequeño trozo de papel tuvo la virtud de anunciar la resurrección, tres años más tarde, del capitán Oroquieta, a quién se dio por muerto en la acción de Krasni Bor.
A un prisionero que pasaba por el patio le preguntamos por nuestros compatriotas y amigos rumanos. Instantes después vimos aparecer en la puerta del hospitalillo al capitán Asensi cubierto con una manta. Lo abrazamos todos con intensa emoción y nos impresionó ver el grado de desnutrición en que se hallaba. Nos dijo que le habían hospitalizado como distrófico y al preguntarle por el teniente Rosaleny nos dio la noticia de que estaba a cinco kilómetros con un grupo de rumanos que vivían en el campo filial de Monastirka. Asensi también estuvo allí.
Cuando se enteraron los rumanos de nuestra presencia en Oranki, acudieron enseguida a saludarnos. Eran algunos de nuestros viejos amigos. Nos explicaron que otros compatriotas suyos, por los que preguntamos, estaban encerrados en una barraca de castigo, porque protestaron contra los malos tratos.
Quedamos agregados al korpus húngaro. Una antigua caballeriza, cercada por alambre de espino, fue nuestro alojamiento de cuarentena. Éramos unos ochenta hombres, pero como la cuadra era espaciosa y tenía instaladas literas corridas de dos pisos, pudimos instalarnos con holgura. A falta de petate, utilizamos como almohadas nuestras bolsas de costado y los capotes como ropas de cama. Nos rendía la fatiga del viaje y pudimos dormir sin enterarnos de los enjambres de chinches que nos dieron alborozada bienvenida. Al día siguiente vimos los efectos.
Oranki, de monasterio a prisión
A medida que pasábamos la cuarentena íbamos conociendo las características de Oranki. El lager n.o 74 era un campo de oficiales prisioneros, en el que reinaba un ambiente similar al que acabábamos de vivir en Susdal. Había dos templos de construcción relativamente moderna: uno, de gran altura, tenía dos hermosas cúpulas en cebolleta; en su interior había sido instalado un aparatoso andamiaje con tres pisos de literas corridas, donde podían alojarse cerca de un millar de hombres. Aquí vivían los prisioneros rumanos y alemanes. El templo más pequeño estaba utilizado como almacén del lager. Había otras varias edificaciones, algunas de las cuales correspondían a los servicios, a los mandos y a las fuerzas rusas del destacamento de la MVD.
Con nuestra llegada a Oranki, el contingente de prisioneros sumó algo más de mil quinientos hombres. El korpus rumano lo constituían unos setecientos jefes y oficiales y un centenar de suboficiales y soldados pertenecientes a una compañía reclutada para la División Vladimirescu, pero que se negaron a seguir con estas fuerzas filibusteras. Por ser la minoría más numerosa, los rumanos cubrían los distintos servicios del lager: cocina, lavaderos, baño, etc. El korpus alemán, que englobaba a los cautivos austriacos, tenía veinticinco generales y unos seiscientos jefes y oficiales. El korpus húngaro se hallaba integrado por doscientos jefes y oficiales, algunos suboficiales y tropa, que no pasarían de unos veinte individuos. Los pocos oficiales españoles, que no llegábamos a sumar una decena, prácticamente no formábamos korpus.

RECORDATORIO FÚNEBRE DEL CAPITÁN OROQUIETA
En su piadosa expresión cristiana, refleja el hondo dolor y la angustia de la familia Oroquieta por la pérdida del hijo y el hermano. Era uno más de los que ofrendaban su vida en la histórica epopeya de Europa. En el sencillo recordatorio de las póstumas honras funerarias transciende el silencio de las lágrimas familiares con mudo estremecimiento.
No tardó en reunirse con nosotros el teniente Rosaleny, y nos llenó de gozo ver incrementada nuestra pequeña familia. Nos contó las peripecias que había vivido en las toperas y en el bosque de Monastirka. Con su extraordinaria simpatía y su gracejo andaluz, nos llegaba un magnífico refuerzo humano que alegraría muchas de nuestras horas grises poniendo a contribución su encendido ingenio meridional.
El campo filial de Monastirka había sido creado porque, a raíz de la capitulación, a Oranki le faltaba espacio para alojar la avalancha de cautivos que llegaron en el período de 1943-1944. Establecido en el claro de un bosque cercano, los prisioneros rumanos, oficiales en su mayoría, construyeron los alojamientos, que eran abrigos semienterrados.
Compañeros y viejos amigos
Nos había alegrado volver a encontrarnos con un grupo de hombres magníficos, con quienes en Susdal trabamos cordialísima amistad. En Oranki convivimos de nuevo con los generales alemanes Schmidt y Heine y con el general Ricagno del Ejército italiano, además de otros jefes y oficiales alemanes y rumanos, excelentes soldados y patriotas, hombres de honor todos ellos. Pero también había en el lager gentes ruines que vivían bajo el estigma de la traición. Eran estos principalmente varios exoficiales del Ejército del Reich, entre los que destacaba herr Laffmann como tipo más indigno. Renegados de su patria, se encuadraban como agitadores en la Liga de Oficiales de la Alemania Libre, que seguía funcionando en Oranki y se preocupaba de ensanchar el campo de acción de los llamados grupos antifascistas.
La relación de los prisioneros con los mandos soviéticos de Oranki era mínima y apenas nos molestaban. En cambio, había un comisario político en el korpus rumano, tipo zafio, soez y cargado de soberbia, que se hacía odioso con su trato a los cautivos. Por fortuna he olvidado su nombre.
Por vivir en pleno corazón de un bosque y en el aislamiento del viejo monasterio, no tuvimos ningún contacto con gentes del pueblo ruso. La vida en el lager de Oranki estaba cargada de monotonía.
El régimen alimenticio era, al principio, tan mezquino como en Susdal. Solo se diferenciaba porque los rumanos, que llevaban aquí la cocina, condimentaban los ranchos a su gusto, y usaban como aliños el laurel, la pimienta y la sal, cuando podían. Pero pronto se empobrecieron las raciones de kasha y valanda, al suspenderse los suministros ordinarios de grasas, carne (?) y pescado, dentro de los estrechos límites conocidos. En sustitución de estos productos incrementaron algo las raciones de pan y de harina. El hambre se acentuó extraordinariamente.
Nos informaron nuestros amigos de que la acción política comunista se orientaba a los núcleos mayoritarios y que trabajaba preferentemente sobre la masa de rumanos. Los grupos antifascistas se movían activamente como agentes de la MVD y convocaban frecuentes sesiones de propaganda. A pesar de que estos antifascistas eran despreciados con el baldón de traidores, cosecharon relativos éxitos, explotando la pérdida de moral y la incertidumbre que sufrían los prisioneros más débiles, desorientados a causa de que sus países estaban sometidos a la ocupación militar soviética. Pesaban mucho por entonces las sombras de la derrota.
Clasificación sanitaria para grupos de trabajo
En los últimos días de agosto, un mayor médico de la Uprablenia se presentó en Oranki. Pronto sonó la orden:
—Stróilza! (¡A formar!)
Fuimos pasando ante el mayor médico y la doctora encargada de los servicios sanitarios del lager. Un pequeño pellizco en el trasero y una ligera presión sobre el tarso de un pie determinaban la clasificación en determinado grupo. Estábamos todos completamente desnudos, deseando que se acabase cuanto antes el reconocimiento. Se oían comentarios de sorpresa, y algunos aventuraban hipótesis.
—¡Nos van a repatriar enseguida! ¡Por eso nos reconocen! —decían los optimistas.
—¡Esto es porque van a mandarnos a un campo de trabajo obligatorio! —afirmaban los pesimistas.
La única finalidad del reconocimiento facultativo consistía en clasificar a cada prisionero en un grupo sanitario, determinando el tipo de trabajos a realizar con arreglo al estado de su salud. Esta clasificación era muchas veces arbitraria y se incluía en el grupo de trabajo a prisioneros que se hallaban en lamentables condiciones físicas.
En aquella ocasión, el capitán Asensi fue nuevamente clasificado como distrófico y siguió en el hospitalillo. El teniente Altura recibió esta misma clasificación por estar extraordinariamente débil y también fue hospitalizado. El capitán Palacios, cuya debilidad era también notoria, quedó incluido en el tercer grupo (exento de realizar trabajos), así como el teniente Rosaleny, que padecía pleuritis. Los cinco restantes, o sea, los tenientes Molero y Martín, los alféreces Castillo y Navarro y yo, fuimos clasificados en el segundo grupo (aptos para toda clase de trabajos).
Nos fue levantada la cuarentena y desde la cuadra pasamos a alojarnos en la iglesia grande, junto con los rumanos y los alemanes. Las literas que nos asignaron estaban en el tercer piso y teníamos que remontarnos hasta ellas trepando por los puntales de los bastidores, que tenían unos tacos de estribo. Para unos hombres minados por la debilidad, resultaba poco fácil aquella clase de gimnasia.
Este alojamiento colectivo era deficiente y echábamos de menos nuestras habitaciones del campo de Susdal. Sin embargo, no podíamos quejarnos, pues dos lámparas eléctricas nos daban abundante luz y por otra parte dominábamos todo el panorama interior. Por la noche, cuando casi todos los cautivos estaban entregados al descanso y algunos velábamos por el insomnio, un imponente silencio caía sobre el viejo templo profanado por el comunismo. Bajo el ambiente de paz y sosiego que flotaba en la que fue mansión de Cristo, brotaban incontenibles las íntimas oraciones que pedían la gracia de la esperanza y el pronto alivio de aquella miserable situación.
Sufríamos hambre, pero podíamos obtener un suplemento alimenticio por medio del trabajo, en vista de hallarnos incluidos en el segundo grupo. Oranki poseía grandes parcelas con cultivos de patatas, remolachas, coles y otros frutos destinados al consumo del lager. Se realizaban en aquella época las faenas de la recolección y como ya teníamos la experiencia de los koljoses cercanos a Susdal y no eran momentos para andarse con remilgos, los que estábamos fuertes decidimos acudir a la recogida de patatas. Los ruskii nos gratificaban con pepinillos y tomates verdes en vinagre, que nos parecían manjares exquisitos. Pero, sobre todo, teníamos a nuestro alcance los montones de patatas y, entre alto y alto en la faena, nadie nos impedía que asásemos un puñado y con ello saciábamos el hambre. Estábamos atentos, además, a burlar la vigilancia de los centinelas y, en cualquier descuido, cargábamos pequeños talegos con este fruto, para llevarlo como auxilio a nuestros compañeros que no salían a trabajar porque estaban débiles. De este modo, logramos que el rigor del hambre se aliviase algo en todo el grupo de oficiales españoles. Sin embargo, eran muy pequeños estos beneficios del trabajo y sentíamos agotarnos en aquellas tareas. Cuando regresábamos al lager después de la jornada, con gran dificultad lográbamos encaramarnos hasta el último piso de las literas. Cuando concluyó la recolección de la patata, señalaron la corta de leña para la cocina y las estufas de los distintos servicios y alojamientos, pues avanzaba el invierno.
El teniente Altura, que no estaba en condiciones de trabajar, se negó terminantemente a hacerlo en diversas ocasiones y otras tantas fue arrestado en el calabozo. Más que una justa medida disciplinaria fue un atropello y nuestro compañero afrontó gallardamente el strogo regim, declarando la huelga de hambre como protesta contra la injusticia sufrida. Estaba en un grado de avanzada debilidad, y tuvo fortaleza de ánimo para rechazar sus raciones diarias, hasta que los rusos lo sacaron del encierro.
El debilitamiento del teniente Altura había progresado tanto, que llegamos a alarmarnos. En aquellas circunstancias, una fatal enfermedad consuntiva hubiera sido irremediable. Organizada por entonces una expedición de prisioneros distróficos y enfermos con destino a sus países de origen, Altura recibió la orden de prepararse para salir...
Índice
- Cubierta
- Gerardo Oroquieta Arbiol
- De Leningrado a Odesa
- Título
- Créditos
- Índice
- Prólogo para esta edición del hijo del autor, Ignacio Oroquieta
- Nota del editor
- A quien leyere
- Introducción
- I. En la División Azul
- II. Con mi compañía en el combate de Krasni Bor (10 de febrero de 1943)
- III. Comienza la cautividad
- IV. Ante los inquisidores rojos
- V. A la sombra de San Petersburgo
- VI. Tras las rejas de la Kriesta, preludio de los campos de trabajo
- VII. Campo de prisioneros n.o 158: Makarino
- VIII. Hacia un retiro monástico: Susdal, campo n.o 160
- IX. Después de la derrota
- X. En Oranki y en Potma, campos n.os 74 y 58
- XI. En Ucrania bajo la hoz y el martillo. Campo n.o 7149/2, de Jarkov
- XII. Otra vez en el oblast de Vologda, en el campo Bovoroski, n.o 474, de Cherepovietz
- XIII. En los campos de Borovichi, cerca del Ilmen
- XIV. El motín español de Borovichi
- XV. Procesamiento y condena
- XVI. Traslado a la región de los Urales
- XVII. En el campo de trabajo de Diektiarka
- XVIII. Stalin muere. Ocaso del cautiverio
- Concesión de la medalla militar